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El Niño Resucitado: El Nacimiento
El Niño Resucitado: El Nacimiento
El Niño Resucitado: El Nacimiento
Libro electrónico439 páginas6 horas

El Niño Resucitado: El Nacimiento

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Información de este libro electrónico

Damon Hutter no es tú amigo. Es un hombre que odiarás. Desafortunadamente, es la única persona quien puede marcar el comienzo de una nueva era con Cthulhu y los viejos dioses que tomaran su trono de vuelta. Es la única persona quien puede hacer lo que se tenga que hacer. Es fuerte, rudo y violento.

Eso lo hace la persona perfecta para hacer el trabajo.

Caroline fue elegida hace eones, mucho antes de que naciera para convertirse en la madre de los Grandes Antiguos. Es un destino que la destrozará y corromperá su mente.

La LuZ Verdadera es un culto con pleno conocimiento íntimo de la secta de Cthulhu y su deseo de traer de vuelta a los Grandes Antiguos para gobernar a la humanidad. Para ellos, sólo existe un solo Dios, el único, y ellos no se detendrán ante nada para alcanzar a Caroline y destruir al monstruo que crece dentro de ella.

Damon deberá ser detenido, aunque les cueste la vida.

Lo que se tenga que hacer, se hará.

Aunque eso signifique la guerra y la sangre cubra las calles.

***ADVERTENCIA: esta es una obra gráfica de terror***

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 dic 2020
ISBN9781071581117
El Niño Resucitado: El Nacimiento

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    Vista previa del libro

    El Niño Resucitado - Lee Pletzers

    El Niño Resucitado: El Nacimiento

    El Regreso de Cthulhu Libro 1

    ––––––––

    Lee Pletzers

    Todos los derechos reservados. No se permite copiar o revender.

    Este libro (versiones impresas, de audio, video y eBook) está licenciado sólo para su disfrute personal. Este producto no puede ser revendido o regalado a otras personas. Si desea compartir este libro con otra persona, por favor compre una copia adicional para cada destinatario.

    Si está leyendo este libro y no lo compró, o no fue comprado para su uso exclusivo, entonces por favor compre su propia copia. Gracias por respetar el duro trabajo de este autor.

    Esta es una obra de ficción. Los eventos y personajes descritos aquí son imaginarios y no pretenden referirse a lugares específicos o personas vivas. Este libro no puede ser reproducido, transmitido o almacenado en su totalidad o en parte por ningún medio, incluyendo gráficos, electrónicos o mecánicos sin el consentimiento expreso por escrito del editor.

    Prólogo

    Parte Uno

    Capítulo Uno

    Capítulo Dos

    Capítulo Tres

    Capítulo Cuatro

    Capítulo Cinco

    Capítulo Seis

    Capítulo Siete

    Capítulo Ocho

    Capítulo Nueve

    Capítulo Diez

    Capítulo Once

    Capítulo Doce

    Capítulo Trece

    Capítulo Catorce

    Capítulo Quince

    Capítulo Dieciséis

    Capítulo Diecisiete

    Capítulo Dieciocho

    Parte Dos

    Capítulo Diecinueve

    Capítulo Veinte

    Capítulo Veintiuno

    Capítulo Veintidós

    Capítulo Veintitrés

    Parte Tres

    Capítulo Veinticuatro

    Capítulo Veinticinco

    Capítulo Veintiséis

    Capítulo Veintisiete

    Capítulo Veintiocho

    Prólogo

    1993.

    Al entrar en el estacionamiento del supermercado sumergido por la oscuridad y remolcando a su hijo, Terri batallaba con su carrito que tenía las ruedas flojas. Le molestaba demasiado a ella, y su hijo de seis años no le ayudaba mucho que digamos. Más bien, a él le proporcionaba demasiada felicidad. Él no asistía a la escuela, supuestamente estaba enfermo, aunque no dejaba de hablar. Ella lo amaba hasta el cielo de ida y de vuelta, pero en este momento ella extrañaba aquellos días de escuela.

    Las sombras abarrotaban el estacionamiento del supermercado, inclinándose sobre los carros y oscureciendo los espacios vacíos. Era media mañana. No había tantos automóviles alrededor. El cuarto nivel del estacionamiento estaba de frente a un edificio de oficinas que se encontraba en construcción.

    Su camioneta yacía en las sombras.

    Algo andaba mal con su capó.

    Solo les tomó un momento a las sombras para tomar forma. Empujó a su hijo detrás de ella. Se quedó callado. Tal vez él sintió el miedo que iba aumentando.

    Terri se acercó a su coche, haciendo de lado el miedo que sentía, lo más lejos que pudo. —¿Te importaría bajar de mi auto? —

    Ella trataba de no hacer contacto visual con los tres hombres negros mientras quitaba los seguros de su carro y abría la puerta. Uno tenía rastas, el segundo era más pequeño y tenía la cabeza rapada, y el tercero y más grande tenía el cabello largo. Los tres llevaban unos parches pertenecientes a alguna pandilla y tatuajes faciales.

    Los tres hombres se disculparon.

    —Hola pequeñín—, dijo el de las rastas.

    —Hola—.

    Terri terminó por subir todo a su carro. Los tipos no se habían retirado. Ella decidió hacer las cosas con normalidad y abrió la puerta de atrás.

    El que tenía rastas cerró la puerta de golpe. —Tomm acaba de salir ayer—. Su aliento apestaba a alcohol y a marihuana. —Él era inocente. Una perra blanca mintió y lo encerraron—.

    Terri retrocedió un paso. —Eso no tiene nada que ver conmigo—.

    —Te ves como una perra blanca para mí—.

    Alguien se acercó por detrás de ella y la agarró con toda su mano por el cabello. La levantó. —Ésta se ve mejor. Es rubia—. La acercó más a él. —Tienes unos hermosos ojos verdes—.

    —¿Realmente eres rubia? —

    Brotó el pánico.

    Sintió que su cabeza se partía contra la ventana de la puerta trasera.

    —Revisemos si eres rubia natural—.

    Fue levantada fácilmente de sus pies, y golpeada contra el capó. Se resistió. El hombre más grande la dominó. Después de varios golpes en su cara, hicieron que cediera. —No lastimes a mi hijo por favor—, ella susurró. Su vista se nubló. Ella podía escuchar a su hijo gritar en alguna parte, mientras le arrancaban la ropa.

    *

    El niño no podía detener sus lágrimas. El sujeto que tenía rastas lo estaba lastimando. Mami no se movía del capó.

    —Oh Dios mío—, una anciana dijo. Su bolsa que llevaba víveres, se resbaló de sus dedos. Ella miró al niño y a su madre. Se dio la vuelta hacia alguien que permanecía fuera de vista. —Llama a la policía ahora mismo, y traigan dos sábanas de la administración—. Se puso de rodillas junto al niño. —Estarás bien—. Apuntó hacia la mujer que se encontraba en el capó. —¿Ella es tu madre? —

    El asintió.

    —Sólo voy a revisarla—.

    El niño la miraba mientras se acercaba a su madre. —¿Mami? —

    La anciana le habló con una voz suave. Él no pudo escuchar y sólo quería a su madre. Se puso de pie. El dolor hizo que se cayera al suelo. La sangre corría por debajo de sus piernas. Su vista se comenzó a desvanecer. El dolor comenzaba a atacarlo por todos lados.

    La anciana regresó. —Tu mami estará bien. Necesito que te quedes aquí—.

    A lo lejos, el sonido de una patrulla y una ambulancia sonaban en todo el cielo. Se desmayó y se despertó en una cama firme. Un oficial de policía le sonrió, él era del mismo tono de piel. Él niño no iba a hablar con él.

    —¿Cómo te sientes campeón? —

    Se rehusó a hablarle al oficial. Ni siquiera quería verlo. El niño dirigió su mirada a la aguja que se encontraba en su brazo. Odiaba las agujas, pero ésta parecía no lastimarle. El oficial se movió hacia la puerta.

    El niño notó que vestía la parte de arriba de un pijama azul claro con algunas imágenes de plátanos esparcidos por todos lados, y más abajo vio varios vendajes envueltos alrededor de su cintura. Su mitad inferior estaba contenida por almohadas a cada lado.

    Una enfermera de tez blanca entró. Ella asintió al oficial de policía, quien le contestó amablemente. —Nos vemos más tarde jovencito—. Se despidió con la mano.

    Él niño se le quedó viendo a la enfermera.

    Ella dijo, —Oye jovencito, parece que vas a tener que quedarte aquí unos cuantos días más. Ya casi te recuperas. ¿Quieres que pase eso? —

    —¿Dónde está mami? —

    —Ella está al final de este pasillo—. La enfermera miró su tabla. —¿Cómo te llamas galán? —

    El niño le sonrió. —Damon—.

    Parte Uno

    La Siembra

    Todos yacen en moradas de piedra en la gran ciudad de R´lyeh, protegidos por los hechizos del omnipotente Cthulhu en espera del día de la gloriosa resurrección en que las estrellas y la Tierra les sean de nuevo favorables. H. P. Lovecraft La Llamada de Cthulhu, p. 146 (Wikipedia.org) Abreviado.

    Capítulo Uno

    Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.

    Haciendo eco a través de las calles desiertas, unos tacones altos resonaban ruidosamente en el apacible silencio en el aire de la mañana.

    Carol había caminado en esta misma ruta durante los últimos tres años, pero solamente durante las horas en las que había luz de día. Las calles siempre eran tranquilas en este vecindario. El edificio de apartamentos se alzaba en la pared negra de la noche detrás del estacionamiento para los residentes. Ambas zonas estaban bien iluminadas durante toda la noche y a ella no le importaba pagar una renta más cara, por la seguridad que le proveía; especialmente para una mujer como ella, que trabajaba hasta altas horas de la madrugada. Usualmente tenía un conductor que la llevaba a su casa a esas horas, pero no se encontraba por ningún lado. Así que se decidió a caminar, ella miró hacia abajo para ver sus tacones. No es una gran decisión, ella pensó, pero una vez más, no esperaba estar caminando a su casa.

    Ser una bailarina no era estar llena de brillo y de glamur. Era un trabajo bastante duro. A menudo quedaba agotada al final de la noche, ella deseaba un mejor trabajo, uno decente, algo sobre lo que pudiera escribir en casa. Pero de vuelta en su mente, ella dudaba que eso pudiera pasar algún día.

    El estudiar no le había funcionada a ella. Ella dejó la escuela cuando tenía quince. Sabía que había muy pocas opciones disponibles para ella, y más sin educación. Pero estaba dispuesta a arreglar eso. Había ahorrado lo más que pudo durante los últimos tres años, y finalmente tenía lo suficiente para dejar el club e ir a un colegio. Había escogido estudiar Administración de Empresas. Tenía buena cabeza para comprender todo y ella lo sabía. Era tiempo de usarla.

    Carol había descubierto que la educación no era importante cuando era una stripper. La gente le pagaba para que se sacudiera enfrente de ellos y todo lo que requería era un cuerpo majestuoso que los clientes deseaban. Una chica sensual o inocente, eso no importaba, ella podía hacer ambos papeles. No le gustaba mucho, pero el fin justifica los medios. Un mes más y ella podría renunciar. Esperaba con ansias ese día.

    Mientras llegaba a la entrada del estacionamiento, un rasguño en su pie llamó su atención. Se detuvo por un instante, miró en ambas direcciones, aunque no vio a nadie. Había varios coches y, por primera vez, notó varias manchas oscuras como si fuesen sombras, extendiéndose en el concreto.

    Un escalofrío como si fuese picos de hielo, recorrió su espalda e hizo que se le pusiera la piel de gallina.

    De la nada, un fuerte viento comenzó a soplar, haciendo que los arbustos crujieran, y la corriente se deslizara entre sus piernas desnudas. Una minifalda había sido una mala elección para esta noche. Agarró las solapas de su chaqueta de cuero negro, y las apretó fuertemente sobre su cuerpo, luchando contra el frío que le recorría por la espalda.

    Se le hizo un nudo en la garganta.

    —¿Hay alguien aquí? — preguntó.

    Sólo había silencio.

    Tragó algo de saliva, se dio vuelta y continuó, acelerando el paso. El sonido de los tacones revelaba su ubicación y decidió quitárselos. Los agarró, y se apresuró para cruzar el lugar, sus ojos miraban en dirección de cualquier ruido que escuchara.

    Corriendo entre los coches, se movió por una parcela de hierba húmeda, llegó a su edificio y se dio cuenta de que había dejado caer los zapatos en algún lugar. Mierda, no había tiempo de pensar en eso. Pasó entre un arco.  El hormigón liso cubría el camino, hasta llegar a un elevador que tenía el botón del noveno piso encendido. En algún lugar se escuchó aullar un perro.

    Cerca de ahí, se escuchó que alguien inhalaba.

    El sonido de alguien toser.

    Unas pisadas.

    Mierda.

    Carol presionaba el botón del elevador.

    —Sé que alguien está allí—, dijo ella, tratando de sonar tenaz y sin miedo alguno. Aunque el titubeo en su voz delataba aquel vano intento. Su dedo seguía presionando rápidamente el botón del elevador. Vamos, su mente le imploraba. Por favor, apresúrate.

    De nuevo el sonido de alguien tosiendo sonaba desde el estacionamiento.

    ¡Date prisa, carajo!

    Seguramente el elevador no llegaría a tiempo. Sus ojos se movían de un lado al otro, buscando en todo el lugar, esperando para que pasara lo inimaginable. Jesús, ella pensó, otra vez estoy jodida. Es la historia de mi vida. Su corazón parecía un martillo hidráulico, golpeando cada rincón de su pecho; su respiración se aceleró y una lágrima comenzó a descender por su mejilla.

    Ding.

    El elevador. Gracias Dios.

    Mientras se abrían las puertas de metal, Carol entró y de inmediato se colocó en uno de los rincones del ascensor. Desde ese lugar, ella sólo podía observar el estacionamiento. Sus ojos se centraron en algunas sombras, pero no eran nada. La sombra no se movió y el viento que había soplado con anterioridad, se detuvo.

    Se preguntaba por qué no se habían cerrado aún las puertas, ella se dio cuenta que había olvidado de presionar el botón del piso al que iba a subir. Con su dedo tembloroso presionó el tablero y las puertas se cerraron.

    Carol esperaba que alguien metiera la mano durante el último segundo entre la puerta, como pasaba en las numerosas películas de terror. El director detenía la música para permitir que la audiencia creyera que el personaje finalmente lo hubiese logrado antes de... ¡bam!

    No hubo ninguna mano que impidiera que se cerrara la puerta.

    Todo su cuerpo se estremecía, aunque su corazón seguía acelerado. Mientras veía la puerta del ascensor, sus piernas perdieron fuerza y se deslizó hacia abajo recargada en la pared, quedando sentada con sus piernas parcialmente separadas. Si alguien estuviera esperando el elevador, seguramente iban a tener una gran vista. Aunque a ella no le importaba. Llevó sus rodillas hacia su pecho y se abrazó a sí misma.

    Con el elevador andando, la respiración de Carol rápidamente se normalizó. Unas gotas de sudor brotaron de su frente. Ella las quitó con su mano temblorosa.

    Alguien la había estado observando, había arañado su pie y tosido. Esa experiencia le aterrorizaba, haciendo que Carol siguiera abrazándose en el sucio piso del ascensor, observando fijamente las paredes cubiertas de grafitis. Algunos de ellos parecían frescos, como si alguien hubiera pintado sobre los rayones infantiles de exagerados penes hechos con pluma, con nombres de chicas junto a los garabatos; la obra de arte estándar para un elevador de ciudad sin vigilancia alguna.

    El nuevo grabado tenía una apariencia casi profesional. Los colores se combinaban. Rojos, azules y verdes marcaban las paredes. Los diferentes tonos formaban una imagen atractiva y agradable a la vista. Un montón de colores se superpusieron, letras y símbolos que nunca antes había visto y que la cautivaron.

    Cada detalle hacía que el grafiti pareciera en tercera dimensión, provocando una sensación hipnótica. Los colores parecían extenderse, empujando a través de los límites de la realidad y extendiéndose hacia adelante, hasta llegar a ella. Unos gruesos dedos de vivos y vibrantes colores, lentamente cerró su visión mientras se estiraban alrededor de su esbelta figura.

    El color rojo casi tocó su nariz.

    Una cortina de color se desvanecía desde la pared detrás de ella. El color era frío como el hielo y caía sobre sus hombros. Aquella temperatura la pasmó, y rompió su concentración. Ya no se veían hermosas y sorprendentes. Se arrimó hacia la puerta del elevador, mientras estas se terminaban de cerrar. No se había dado cuenta que se habían abierto.

    Lentamente se puso de pie. Sus rodillas seguían temblando, pero por lo menos ya se podía poner en pie. Se inclinó hacia el tablero para mantener el equilibrio. El miedo era una droga poderosa.

    Una risa silenciosa se escapó de ella. Los grafitis que cubrían las paredes le parecían en este momento como una mierda cotidiana del centro de la ciudad. Ya no tenía el efecto tridimensional ni había nada asombroso en ellos. Aunque seguían viéndose frescos.

    Levantando su brazo derecho, tiró del lado de su abrigo alrededor de su cintura. Una mancha de pintura en aerosol apareció. Mierda. Carol se quitó su abrigo y observó la zona afectada. Malditos vagos. Tenían que ser ellos los que había escuchado en el estacionamiento. Carol sacudió su cabeza; si lo hubiera sabido antes. Niños. Grafiteros. Los pequeños pedazos de mierda la habían asustado muchísimo. Estaba agradecida de que solo su chaqueta estuviera arruinada.

    Carol presionó de nuevo el botón para abrir la puerta y dio un paso afuera en el aire fresco de la noche. Su atención se centraba en el grafiti mientras la puerta se cerraba. A través de los paneles de vidrio podía ver que la mayor parte del grafiti era un completo desastre; nada más que idioteces, garabatos inmaduros en la propiedad pública.

    Un silencioso suspiro se escapó de ella.

    El miedo realmente es algo poderoso.

    El aire frío de la madrugada le ayudó a calmarse un poco, pero el miedo hacía que sus dedos estuviesen fríos, los colocó en sus hombros, masajeándolos fuertemente. Se puso la chaqueta y, por curiosidad, miró por el balcón hacia el patio que había cruzado y el estacionamiento donde había oído por primera vez a los grafiteros. Afortunadamente, estaban más interesados en vandalizar que en ella.

    Carol se alejó del borde y buscó en su bolsillo las llaves de su apartamento. No tenía una bolsa de mano; eran blanco perfecto para los rateros. En vez de eso, ella tenía una billetera de hombre, era delgada y ligera para guardarla en la bolsa a la altura de su pecho, que tenía su chaqueta, junto a sus llaves.

    Al sacar sus llaves, se dirigió a la puerta delantera. El apartamento era una unidad de dos recamaras. Ella había respondido a un anuncio de una habitación en la planta baja, pero en cambio le ofrecieron un mejor trato y a este lugar le llamó hogar. Carol pensó que su suerte finalmente había cambiado.

    Las luces de las flechas se encendieron de color rojo, y el elevador descendió y se perdió de vista.

    Cuando se asomó por la barandilla, vio a dos personas que usaban unas sudaderas con largas capuchas que escondían sus rostros.  Sus manos estaban en sus bolsillos y balanceándose sobre sus pies.

    Rápido como un relámpago, el de la izquierda miró hacia arriba. Sus ojos eran frívolos y mostraban indiferencia, su mirada se centró en ella.

    Carol saltó para alejarse de la barandilla, golpeando la pared del apartamento que se encontraba detrás de ella. De vuelta en el frío concreto, se deslizó a lo largo de la pared, en dirección a la puerta de su apartamento, tratando lo mejor que podía, de permanecer fuera de vista. Sus pies descalzos, sonaban al dar cada paso sobre la terraza de concreto. Sostuvo la llave con su mano derecha, dio un vistazo de nuevo hacia el elevador, que se encontraba de nuevo en movimiento.

    Carol solamente quería una sola cosa y era entrar a su apartamento lo más rápido posible. Giró la llave y abrió la puerta, pero algo hizo que se detuviera antes de entrar. Se quedó viendo al elevador. Su mano agarró la puerta, la apretaba tan fuerte, que sus nudillos se tornaron blancos, mientras el elevador llegaba hasta el piso en el que ella se encontraba. El color de sus nudillos regresó a su estado natural cuando el ascensor continuó hacia el siguiente piso.

    Gracias al cielo. Respiró profundamente, sin darse cuenta de lo que había estado sosteniendo hasta ahora.

    El elevador sonó en el piso de arriba.

    Dio un paso en su apartamento y cerró la puerta, tan silenciosamente como pudo, cerró con prestillo y se paró cerca de la puerta escuchando.

    Su rápido palpitar, hacía eco en sus oídos. Su mirada se posó en la cadena de la puerta. Carol nunca había colocado antes la cadena, pero ahora, sus dedos temblorosos jugueteaban con la cadena de seguridad.

    Se recargo en la puerta, cerró sus ojos, tratando de controlar su respiración y diciendo a si misma que no llorara y se mantuviera en calma. Ya había terminado. Desde mañana iba a optar por compartir el viaje con una de sus compañeras.

    En el exterior, algunas voces se escucharon suavemente flotando a lo largo de la terraza y a través de su puerta. Su cuerpo se puso tenso y su respiración se detuvo cuando escuchó unas pisadas que se acercaban. Alguien estaba riendo. Una cerradura se abrió con fuerza en el apartamento de al lado. Se escuchó una mujer que reía suavemente.

    Carol suspiró. Su vecino Eric, obviamente había hecho una nueva amiga. Ella estaba contenta. Él era un joven agradable. Siempre platicaban cada vez que se topaban en el camino. Tuvo una sensación como de pérdida y arrepentimiento, con un toque de celos que atacaba su pecho, dejándolo seco y vacío. Esa podría ser su sonrisa la que se escuchaba en el apartamento de al lado, y esa noche no hubiera sucedido.

    Ningún otro sonido provenía de afuera, bueno, ninguno que pudiera alcanzar su puerta. Finalmente, su miedo había disminuido y lentamente se regularizó, finalmente, regresó todo a la normalidad.

    Se alejó de la puerta, notó que su chaqueta tenía una gran mancha de pintura. Le recordó a los remolinos del ascensor.

    El estómago de Carol se revolvió. El reconocible sabor de vómito, subió hasta su garganta. Un poco de éste, subió por su boca hasta tocar su lengua y dientes. Lo tragó de nuevo y tuvo intensas arcadas.

    Corrió hacia el baño, su cuerpo golpeó la puerta.

    Se dejó caer sobre sus rodillas, levantó el asiento del excusado miro hacia adentro hacia el pequeño charco de agua que había en el fondo. Trató de inhalar profundamente, y sintió que la bilis subía por su garganta.

    Una gran cantidad salpicó dentro del retrete, después un torrente de agua espumoso. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras trataba de tomar algo de aire, antes de la siguiente explosión. Ella trató de no ver. El aroma era como cobrizo y picante. No olía como vómito.

    Cerró sus ojos, Carol se inclinó dentro del inodoro y dejó caer otro tanto. Por fortuna, terminó rápidamente y su estómago de repente se sentía mucho mejor y más ligero.

    Carol agarró una toalla para limpiar su boca. Un sabor a cobre cubría sus labios. Abrió sus ojos. Una mancha rojiza se encontraba en la toalla.

    En el retrete el agua era rosácea, y había una salpicadura roja en la porcelana.

    Oh, Dios mío.

    Se puso de pie temblorosa y apretó el botón de la cadena, luego dejó caer el asiento del inodoro y fue hacia el lavabo.

    Se apoyó en el borde, mirándose al espejo. Su rostro estaba pálido, sus ojos cafés parecían apagados, su cabello que normalmente era suave ahora parecía enmarañado y tieso. Su imagen reflejada, parecía que no la impresionaba. Abrió el grifo del agua, ahuecó sus manos debajo del chorro de agua, y se enjuagó su boca. Su mirada se posó sobre la pasta de dientes, pero estaba tan agotada, que no le importaba.

    Se quitó sus prendas y las dejó en el suelo, pateándolas hacia una de las esquinas. Separó su chaqueta de cuero para que la demás ropa no se arruinara. Carol miró hacia la regadera, pero eso podría esperar hasta la mañana. Ella quería solo una cosa, y era irse a dormir.

    Apenas estaba consciente de lo que estaba haciendo, Carol rascó aquella marca de nacimiento que tenía en su cintura. Le había estado molestando todo el día. Al ver la marca de manera detenida, podía ver un círculo con dos líneas dentro que vagamente parecían una X. El círculo en vez de tener una forma pronunciada, era más como una mancha ondulada. Necesitaba más que tener buena imaginación, para ver la X. Era una de las cosas especiales que ella tenía. La única cosa que la hacía diferente y no importaba que ella fuese probablemente la única que realmente viera la marca.

    Estaba tan exhausta que su vista era borrosa. Se fue a su habitación, aunque cambió de parecer. Decidió revisar los seguros, se forzó a mover sus piernas y revisó la puerta trasera y delantera. Mucha de la pintura se había pasado de la chaqueta a la puerta. Y, el seguro de la puerta estaba abierto. Estaba segura de que había puesto el seguro.

    En el picaporte plateado de la puerta, había pinturas de varios colores que entraban dentro de la habitación, salpicando al golpear el suelo; había salpicaduras en las paredes. Muchos tonos de colores del arco iris llenaban el lugar. Se dio cuenta de que no había ningún color oscuro.

    Quedó congelada en aquel lugar, Carol se quedó observando aquella imposible revelación. Los colores se juntaron en el piso y se filtraron en las cuatro paredes.

    De manera instintiva, dio un paso hacia atrás. Sentía que la estaban observando, era una sensación tan poderosa, tan real, que parecía que la estuvieran tocando. Uno de sus brazos cubrió su pecho, y el otro cubría la región más baja.

    Aquel charco se extendía más, mientras los colores seguían brotando de la puerta. Las paredes y las cortinas se iban manchando, transformando aquel patrón blanco opaco, en una variedad de amarillos y verdes. Se seguía extendiendo hasta la barandilla, llegando hasta el techo, haciendo la forma de una telaraña.

    Carol dejó atrás la locura, pensando solamente en su habitación, la ventana y en hacer un rápido escape.

    —Carol—, escuchó una voz que le susurraba. —Dulce, amada, Carol. Caroline para los Grandes Antiguos—.

    Se tropezó hacia atrás, sus ojos estaban demasiado abiertos por el miedo y la confusión. Un librero detuvo que se cayera aún más. Sus manos agarraron el borde del estante más cercano, y lo uso para sostenerse. Algunos libros se cayeron al piso, un grueso libro de bolsillo golpeó la parte posterior de sus piernas.

    Los colores seguían fluyendo como si de agua se tratara, desde la puerta, y llenando la habitación.

    En aquella locura llena de colores que se arremolinaba, Carol notó una mancha más oscura cerca del centro del lugar.

    Una mancha se elevaba desde el centro, estirando los colores a medida que se hacía más larga. Uno de los extremos se hizo más ancho y se dividió hasta obtener la figura de una mano con dedos puntitas. Las uñas eran unas garras, amarillentas y agrietadas, y cuando aquella figura había terminado de formarse, giró y la alcanzó.

    Aquella garra, se aferró de su cabello y la atrajo hacia los colores; de manera instintiva, las manos de Carol agarraron las muñecas de la figura para tratar de liberarse. La piel era dura, áspera, y era fría al tacto.

    —Te necesitamos, Carol—. La voz habló de nuevo, ella se dio cuenta que rezumaba desde los remolinos de color.

    —No, tú no—. Luchó contra la garra. Un dolor punzante recorrió su cuero cabelludo, cuando los mechones de cabello se soltaron.

    La repentina liberación la hizo retroceder. Los brazos se agitaron locamente en el aire, buscando recuperar el equilibrio, pero no pudo hacerlo. Ella se dejó caer hacia atrás, chocando con la estantería. Su espalda sonó cuando el viento salió de sus pulmones y se dejó caer, tratando de agarrar algo de aire.

    El librero quedó inclinado. Varios libros se cayeron, golpeándole la cara. Ya no tenía nada de poder para defenderse de las embestidas, que cortaban el aire una tras otra.

    Dando tirones, Carol cruzó por el piso en dirección de aquella masa burbujeante de colores. El librero se desplomó en el espacio desocupado, mientras aquellos colores brillantes la envolvían.

    Carol se rindió al ser incapaz de pelear más. Su cuerpo quedó flácido y vio cómo los colores se elevaban locamente por la victoria.

    Se dio cuenta de que, mientras los colores la envolvían, ni siquiera había dado un grito.

    Capítulo Dos

    Un día antes

    Damon apresuró sus embestidas, manteniendo sus ojos lejos de la mujer debajo de él. Su atención se centraba en otra mujer del grupo. Le había tomado unos cuantos minutos encontrarla. Había más gente en la reunión de esta noche. La mayoría de los que estaban allí, eran para él nuevos reclutas. Muchas de ellas eran atractivas, pero ellas no coincidían con la chica que estaba mirando.

    La energía en la habitación parecía estar cambiando. La hora se estaba aproximando. Ahora ya sabía cuándo esperarlo. Damon podía sentir el poder crecer a su alrededor a medida que su necesidad de eyacular aumentaba en la urgencia. Trató de contenerse, aunque falló al hacerlo. Dejó escapar un gemido fuerte y prolongado, mientras sus semillas llenaban a la zorra que estaba debajo de él.

    Al igual que él, el grupo alcanzó el clímax, su respiración sonaba apresurada y frenética. La respiración se hacía más fuerte y rápida. La habitación olía a sudor y a sexo.

    Damon estaba cubierto de sudor mientras se apartaba de la mujer asiática cuyo nombre no recordaba ni quería saber. Le intrigaba por qué siempre terminaba con ella. Suponía que había una razón para eso y ni una sola vez cuestionó el emparejamiento. Sus amigos lo llamaban jinete, por golpearla. Cada vez que tenía una erección, una urgencia salvaje se apoderaba de él y perdía todo el control. Eso no importaba, aunque todo ayudó a alimentar el frenesí sexual necesario para alimentar a Cthulhu.

    La energía sexual le otorgaba un poco de vida al Sumo Sacerdote, la suficiente para mantenerlo, mientras que los Grandes Antiguos ponían su plan en marcha. Damon entendía que era como aquellos respiradores en los hospitales, que mantenían con vida a las personas con muerte cerebral.

    De acuerdo con Roy, así ha sido desde el principio de los tiempos.

    Lo más asombroso era, que mientras Damon estaba concentrado, todos experimentaron un orgasmo alucinante al mismo tiempo. No había ni perdedores, ni ganadores. Se preguntaba si alguien más lo había notado. ¿Se darían cuenta que llegaron exactamente a los cuarenta y siete minutos? Sí, había estado contando el tiempo y trató de llegar después, pero no pudo. La libertad de eyacular no existía en estas reuniones, pero que demonios, realmente no le importaba. Coño es coño. De ojos rasgados o no.

    La chica colocó su mano sobre su pecho. Él le retiró su brazo. ¿En realidad era tan estúpida? ¿Realmente pensó que fue más que solo coger? Había tenido la mala suerte de sacar su nombre de un cuenco ceremonial, grabado con la imagen de Cthulhu. No se permitía escoger. Tenías a quien fuera, y eso era todo. Era Su deseo. Solamente era energía para El, nada más que eso.

    Sin embargo, Damon había estado con la misma mujer varias veces, y ya le estaba empezando a molestar.

    El lado bueno, es que en este grupo había una mujer con la que quería acostarse. Ese honor lo tenía Sarah, una ama de casa que invertía en la bolsa. Siempre era caprichosa y seria, vestía ropa cara y joyas, y tenía un cuerpo tan caliente, que él mataría a cualquiera por estar una noche con ella y junto a un paquete de condones. Y su hora estaba por llegar. Deseaba tanto estar con ella, que haría cualquier cosa por ese deseo. Desafortunadamente, tenía que sacar el nombre de ella, y sufría demasiado al ver a otro tipo haciéndolo de cualquier manera.

    Eso no importaba. Pronto sería suya. Ya se había arreglado todo.

    Se sentó sobre sus pies. La mayoría de los demás seguían jadeando por aire, pendejos sin condición. No eran sus amigos. Él no los consideraba así. Lo más que él podía llamarles, era camaradas, pero nada más. Si muriesen en diez minutos, no le interesaría ni un carajo.

    Colocó sus manos sobre su cabeza rapada, sacudió el sudor hacia el piso, y se levantó.

    Sarah se encontraba ahí. Extendida, desnuda, jadeando. Recostada a su lado había un cabrón italiano. Ella sacudía su pito mientras le sonreía.

    Damon lentamente sacudió su cabeza. Por lo menos sabía que Sarah no había cogido con él por voluntad. Ella estaba haciéndolo por Cthulhu, al igual que él.

    Pasaron unos cuantos minutos, hasta que pudo ver que Sarah trataba de quitarse de encima al semental italiano, sin suerte alguna. Algo que había aprendido después de tantas sesiones, era que ningún hombre podría tener una erección por varias horas, o incluso hasta la siguiente mañana. Era como si el orgasmo extrajera demasiada energía, que hacía que no hubiera el suficiente poder para hacerlo de nuevo tan rápido, y esa era la desventaja.

    Ver a Sarah de esa manera tan ansiosa y esperando algo más, destruyó su imagen formal y conveniente. Ella era una up-town girl, una chica de alta sociedad, tal y como Billy Joel solía decir. Damon ahora la observaba como realmente fue: una puta vagabunda, una perra lujuriosa usando el dinero de su marido y nada más.

    Aun así, la quería desesperadamente.

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