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Muerte Púrpura
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Libro electrónico327 páginas4 horas

Muerte Púrpura

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Un asesino en serie anda suelto en la tranquila Richmond-on-Thames. Una serie de espeluznantes y particularmente horripilantes asesinatos lleva al detective inspector Sean Connor y a su equipo a una laberíntica investigación, en la que todos los caminos conducen a un asesinato sin resolver de hace treinta años.

Las víctimas, aparentemente sin relación entre sí, son eliminadas mediante el uso de un veneno único, previamente asociado con la notoria familia Borgia. A medida que los asesinatos comienzan a multiplicarse a un ritmo alarmante, a Connor le resulta difícil encontrar pistas, y cada pista le lleva a otro callejón sin salida. El asesino parece ir un paso por delante de la policía en todo momento.

Junto con su ayudante, la sargento Lucy Clay, deben reunir los jirones de pruebas que les llevarán a la misteriosa Dama del Chocolate y, a su vez, al cerebro que está detrás de los horribles asesinatos que pronto se conocerán como la Muerte Púrpura.

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento9 sept 2021
ISBN9781667412726
Muerte Púrpura

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    Muerte Púrpura - Brian L. Porter

    Dedicatoria

    Este libro está dedicado a la memoria de mi madre, Enid Ann Porter (1914 – 2004), cuyo amor y apoyo nunca me abandonaron, y a mi esposa Juliet, dotadora de los elementos esenciales en nuestra vida diaria juntos.

    Reconocimientos

    Este libro debe mucho de su existencia a un pequeño grupo de gente diseminada por el mundo, cuya ayuda y apoyo, tanto en la lectura como en las críticas al manuscrito, han resultado de un valor inestimable. Cubriendo un amplio espectro de edades y ocupaciones, estos voluntarios han colaborado a moldear la historia final y, por esta razón, quiero expresar mi agradecimiento más profundo a Malcolm Davies, Sheila Noakes y Ken Copley (Reino Unido), Jean Pike (EE.UU.), Graeme S Houston (Malasia) y, por último, pero no menos importante, a mi esposa Juliet, cuya ayuda y apoyo a través de las largas horas de escritura han sido una fuente de inspiración.

    Introducción

    El municipio de Londres denominado Richmond-on-Thames se asienta serenamente en los márgenes sudorientales de los límites del Gran Londres. Hampton Court Palace, Kew Gardens y Twickenham, el hogar del rugby inglés, todos ellos se encuentran dentro de sus límites, al igual que el Laboratorio Nacional de Física. Cuenta también con más de cien parques, y el río Támesis atraviesa tranquilamente las veintiuna millas del municipio que posee conexiones reales que se remontan a unos novecientos años atrás.

    Es en este tranquilo e improbable escenario que un asesino con terroríficos motivos desata una oleada de crímenes que pronto llevan a la policía a conectarlos con un antiguo caso de una década atrás. Lamentablemente, para el Detective Inspector Sean Connor y su asistente, la Sargento Lucy Clay, todos los caminos parecen conducir a ningún lado en esta desconcertante investigación cuando comienzan a darse cuenta de que el hombre detrás de los crímenes es un maestro en el arte de la distracción y que asume una identidad nueva con casi cada día que pasa. Los testigos son inconsistentes, las pistas son inexistentes, y cada sospechoso potencial pronto resulta ser incluso otra víctima del odioso asesino. Connor se enfrenta a un interrogante tras otro con relación a sus motivos y las respuestas nunca son fáciles de hallar. 

    ¿Quién es la desconocida, pero letal mujer y cómplice del asesino que la policía pronto comienza a apodar la Dama de Chocolate? ¿Quién la está instruyendo para llevar adelante estos crímenes aparentemente sin sentido y sin motivo? ¿Por qué muere el conductor a la llegada de un tren expreso a la estación de Birmingham? ¿Y por qué su muerte en el lado opuesto del país se conecta con la horrenda serie de muertes que están ocurriendo en el tranquilo y arbolado Richmond-on-Thames? ¿Qué es, si es que acaso hay algo, lo que conecta a las víctimas con una investigación no resuelta de hace treinta y dos años atrás?

    Siempre que Connor y su equipo sienten que están a punto de descubrir una nueva pista, encuentran que han sido conducidos a otro callejón sin salida por el despiadado, aunque diabólicamente astuto cerebro detrás de los asesinatos. El tiempo se está agotando para quienes aún están en la lista de la muerte del asesino y los detectives deben trabajar a todo ritmo para evitar que complete su macabra tarea al comenzar con la investigación del catálogo de asesinatos que pronto comenzará a conocerse colectivamente bajo el nombre de La Muerte Púrpura.

    Nota del autor: si bien los pueblos y ciudades citados en esta ficción y el municipio de Richmond-on-Thames son genuinos, cada una y todas las referencias a los lugares locales, calles y personas son invención del autor y no tienen conexión alguna con ninguna persona o lugar en la vida real. Cualquier similitud con lugares o personas reales es pura coincidencia y totalmente involuntario.

    Prólogo

    El hombre extrajo la caja de cartón gris ubicada en el fondo del gabinete archivador de metal desgastado que se erguía en el rincón más oscuro de su oficina. La pesada caja sobresalía debido al gran volumen de su contenido. No había ningún nombre escrito o etiqueta en el espacio destinado para ello. La colocó sobre el escritorio, quitó la cinta rosada que la sujetaba y comenzó a sacar su contenido lentamente. A los antiguos recortes de periódicos, amarillentos por el tiempo, se le vinieron a sumar rápidamente las fotografías de un diverso conjunto de hombres y mujeres, de calles que traicionaban su historia por la colección de automóviles de una generación previa, los anotadores con páginas descoloridas y arrugadas y un único álbum encuadernado en cuero que contenía aún más fotografías, esta vez de naturaleza más personal.

    Pasó unos buenos diez minutos estudiando los contenidos del archivo antes de volver a colocarlos lentamente en orden inverso del lugar de donde los había sacado. Finalmente, pasó otros minutos mirando las fotografías en el álbum personal, acariciando tiernamente el rostro del personaje central en cada una de las imágenes que el bien preservado álbum contenía. Una sonrisa se dibujó en sus labios y por un momento su mente pareció perderse en los recuerdos de tiempos más felices, pero eventualmente, agregó el álbum a los otros documentos en la caja que pronto colocó en su lugar en el gabinete archivador. Hizo presión sobre la cerradura automática que sobresalía del gabinete. Sus secretos estaban a salvo hasta la próxima vez que decidiera ahondar en su propio museo personal de lo que había sido y de lo que –en otras circunstancias– podría haber sido su vida.

    Luego, abriendo un cajón de su escritorio, extrajo una caja de madera lustrada. Tallada artesanalmente de la mejor calidad de madera de roble, el objeto tenía un aspecto distintivamente antiguo y pasado de moda. Sabía que en una oportunidad había pertenecido a un capital de mar retirado que había navegado por el mundo mucho tiempo atrás en uno de los antiguos veleros clíper, transportando té y otros tesoros de un rincón del imperio al otro. Por su parte, él la había adquirido en un remate de antigüedades y le había asignado un buen uso.

    La abrió con una llave que llevaba colgada de una cadena al cuello y examinó su contenido con una mirada de satisfacción. Cinco pequeños tubos de vidrio, como los tubos de ensayo de un laboratorio químico, yacían sobre una base de terciopelo verde adentro de la caja. Cada uno de ellos estaba cuidadosamente taponado por un corcho que, a su vez, estaba sellado en sus bordes con una fuerte cinta negra resistente a la corrosión. Solo con la más aguda de las jeringas podría llegar a extraerse algo del contenido líquido de los tubos de vidrio. Tocó cada uno de ellos, deteniendo la mirada en el transparente y aparentemente inocente líquido y luego, con una sonrisa de satisfacción en el rostro, cerró lentamente la caja de madera, le puso llave y la devolvió al lugar asignado en el cajón del escritorio.

    Tomó el teléfono, preparándose para marcar un número no sin antes verificarlo en un anotador que tenía sobre el escritorio. Sonrió nuevamente mientras discaba. ¡El juego estaba por comenzar!

    La Primera Experiencia

    Mirando el mundo a través de la ventana de su oficina, Sam Gabriel tenía todas las razones para sentirse a gusto consigo mismo. Mientras contemplaba la vista de las personas disfrutando bajo la calidez del sol en el parque que se extendía directamente debajo del edificio de oficinas, se preguntó si alguno de ellos se sentiría tan feliz como él en este momento particular de su vida. Con solo cuarenta años y ya había sido impulsado hacia los más altos niveles en la escalera de las promociones dentro de la empresa. Había transcurrido poco menos de una hora desde que el viejo Lawrence Betts lo había llamado a su oficina para entregarle el premio que había estado esperando por tanto tiempo, ¡una participación en la sociedad! Este ofrecimiento para participar como socio de la firma de abogados Betts, Cowan y Ford era algo con lo que Sam había soñado desde que había comenzado a trabajar con ellos en la ciudad solamente cuatro años atrás, pero nunca pensó que lo lograría tan pronto. Anteriormente se había ido haciendo un nombre trabajando para una firma más pequeña especialista en asuntos criminales y luego había sido convocado por la firma actual, mucho más grande y próspera. Tenía tantas ganas de llamar a Lynne, su esposa durante los últimos seis años, pero sabía que en este momento se encontraba de camino hacia Edimburgo para visitar a su madre, y que Lynne nunca se permitiría contestar el teléfono mientras estuviera conduciendo. Siempre había sido muy consciente de su propia seguridad como para correr ese riesgo.

    Mientras Sam pensaba en Lynne, sintió por primera vez esa ligera sensación de ardor, acompañada de un inexplicable hormigueo en su boca. Achacándolo al entusiasmo, Sam ignoró la molestia al principio, pero mientras miraba a dos niños que corrían detrás de un pequeño Yorkshire terrier por el parque debajo de su ventana, notó otra molesta sensación cuando comenzó a dormírsele la boca, como si hubiera recibido una gran dosis de novocaína, y el hormigueo se hizo más acuciante, al igual que el ardor que ahora se propagaba desde su boca hasta el abdomen.

    Sam se tambaleó hacia atrás contra su escritorio mientras el ardor iba en aumento y las funciones motoras comenzaban a fallarle. Quería mover los brazos y las piernas, pero sus miembros no obedecían las órdenes de su cerebro. ¿Qué demonios estaba sucediendo? Sam intentó alcanzar el teléfono que estaba sobre el escritorio con la intención de llamar a Maggie, su secretaria. Pensó que debía haber comido algo que le había caído mal al estómago. Seguramente, esto solo podía ser algún ataque virulento por intoxicación alimentaria. Por alguna razón, al tiempo que se acercaba al teléfono, el objeto parecía ir alejándose cada vez más de su brazo extendido. Por más que lo intentaba, simplemente no podía conseguir que su mano entrara en contacto con el inanimado pero escurridizo objeto de plástico que se había convertido en el único centro de su vida durante los últimos segundos.

    No podía hacerlo. No podía alcanzar el teléfono, así que intentó con la próxima mejor opción. Caminaría hasta la puerta, la abriría y llamaría a Maggie. Ya lo había hecho miles de veces antes, ¿por qué no ahora? La respuesta llegó en menos de dos segundos cuando Sam Gabriel intentó mover las piernas y se desplomó como un bulto sobre el piso de su oficina. Ahora se sintió peor que simplemente enfermo y el miedo se apoderó de Sam mientras comenzaba a correrle el sudor por el rostro. Sintió una opresión en el pecho, como si alguien de pronto le hubiera colocado un cilindro de hierro a su alrededor, que lo apretaba cada vez más segundo a segundo. Rápidamente, la vida se le estaba escapando de su cuerpo, pero no había nadie para que lo ayudara. Nunca antes en su vida, Sam Gabriel se había sentido tan asustado y tan solo.

    ¿Por qué nadie acudía en su ayuda? No podía encontrar una razón para ello, hasta que recordó haberle dicho a Maggie que no lo molestaran bajo ninguna circunstancia. Sam deseaba disfrutar su gran momento, saborearlo y luego hacer algunos llamados telefónicos a sus amigos y familiares para contarles la noticia. Luego se iría a almorzar, para encontrarse como era habitual con sus colegas tanto de adentro como de afuera de la firma en The Harrow Arms, el antro local donde se reunía la élite del equipo legal y empresarial.

    Sentía que el pulso le iba latiendo más despacio, la piel hecha un fuego y que el ardor se iba extendiendo rápidamente por todo su cuerpo. Incluso podía sentir las punzadas de sus propios latidos en las sienes y supo que, junto con su pulso, también la frecuencia del ritmo cardíaco iba disminuyendo minuto a minuto.

    –¿Qué demonios me está sucediendo? – se las arregló para exclamar en voz alta, pero fueron las últimas palabras que pudo pronunciar antes de que su estómago comenzara a sacudirse y a vomitar sin control.  Se sacudió violentamente por los espasmos y pudo sentir la fría dureza del escritorio detrás de su espalda. Entonces Sam comenzó a sollozar al darse cuenta de que nadie vendría en su ayuda y que, fuere lo que fuere que le estaba sucediendo, eso podía tener potenciales consecuencias letales para él. Esto no era un simple caso de intoxicación por comida, concluyó. Algún bastardo lo había envenenado deliberadamente. Pero, ¿quién? ¿y con qué? Desesperado, intentó pensar en algo que podía haber ingerido y que le causara este tipo de reacción, pero su pobre y torturado cerebro no podía pensar en nada.

    El dolor de estómago aumentaba en forma exponencial y Sam se las arregló para colocarse en posición fetal, y sujetándose fuertemente el vientre con las manos en un esfuerzo por aplacar la agonía y controlar las náuseas que ahora destruían su extenuado cuerpo minuto a minuto. Comenzó a respirar con dificultad. En ese momento no lo sabía, pero a Sam se le iba acabando el aire lentamente, sus pulmones estaban comenzando a fallar por causa de la asfixia. Lúcido hasta el final, Sam Gabriel vivió los últimos minutos de su vida en el piso de su oficina, reconociendo que su muerte era inminente pero imposibilitado de pedir ayuda, incluso de llamar a su secretaria en la oficina de al lado. Sam pensó en Lynne y en el bebé que llevaba en su vientre, el hijo o la hija que él nunca llegaría a conocer y entonces, mientras el dolor en su estómago se hacía cada vez más insoportable y sentía los pulmones como si se los hubieran aplastado con una prensa, Sam cerró los ojos por última vez, mientras los niños en el parque continuaban persiguiendo al pequeño terrier y la muchedumbre del mediodía se reunía en los bancos del parque para disfrutar de sus sándwiches y bebidas envasadas.

    Sabiendo que querría estar a tiempo para celebrar las buenas noticias de su promoción con sus compañeros de almuerzo, Maggie Lucas se atrevió a golpear la puerta y a entrar en la oficina de Sam Gabriel poco menos de diez minutos después de que el hombre había dado su último suspiro. Los gritos que acompañaron el descubrimiento del cuerpo dolorosamente contorsionado de su jefe hicieron que la gente del equipo y los socios mayoritarios de la firma Betts, Cowan y Ford corrieran a la oficina de su últimamente promovido y recientemente fallecido socio menor. Sam Gabriel había vivido menos de dos horas para disfrutar de su promoción.

    Segundas Entregas

    Una hora después de la muerte de Sam Gabriel en el piso de su oficina, David Arnold, de 38 años, padre de dos hijos y conductor de trenes en la línea Great Eastern Railways, realizó las maniobras para que la locomotora descansara en la plataforma dos de la estación New Street en Birmingham. El viaje desde el complejo Penzance en la costa sur había sido sin inconvenientes y David había llegado puntual a su destino. El ardor que sentía en el estómago había comenzado cuando estaba a unas diez millas de la ciudad, pero lo había achacado al apuro con que había ingerido su desayuno aquella mañana. Ahora estaba pagando el costo.

    No fue hasta que sintió el ardor y el hormigueo en la boca, y los calambres intestinales que David se dio cuenta de que algo más grave le estaba sucediendo. Sabía que no podía continuar conduciendo durante el resto de su turno que lo llevaría hasta su ciudad natal de Liverpool, donde entregaría el tren a otro conductor durante el resto del viaje cuyo destino final era Glasgow. En su estado actual, sería perjudicial para sí mismo y para los demás pasajeros. Por lo tanto, responsablemente decidió salir de su cabina y pedir ayuda antes de entregar el tren a un conductor de relevo, si es que podían encontrar alguno.

    Fue en ese preciso momento, al tiempo que intentaba levantarse de su asiento y abrir la puerta de la cabina, que se dio cuenta de la gravedad de la situación. Si bien su cerebro continuaba funcionando perfectamente bien, David Arnold se encontró anclado a su asiento. Quería moverse, pero no podía. Parecía como si todas sus funciones motoras lo hubiesen abandonado. Diablos, ni siquiera podía extender su brazo para sacar la mano por la ventana y pedir ayuda. Se sintió enfermo y comenzó a sentir una gran rigidez en su pecho y dificultad para respirar. David supo que se encontraba en problemas.

    Se escuchó el sonido de las puertas de los vagones al cerrarse, el silbato del guardia y los ciento cuarenta pasajeros a bordo del tren aguardaron que la poderosa locomotora a propulsión diésel-eléctrica comenzara a deslizarse lentamente arrastrando tras de sí los serpenteantes vagones para alejarse de la estación antes de cobrar gradualmente velocidad y salir de la ciudad.

    Cuando el tren no se movió, el guardia sonó nuevamente el silbato pensando que quizás el conductor no lo había escuchado. Cuando el segundo silbato produjo el mismo efecto fallido, el guardia caminó rápidamente por la plataforma hasta la parte delantera del tren. A medida que se iba acercando a la cabina del conductor, se le unió un supervisor de plataforma, cuyo trabajo era asegurar que los vagones del tren estuvieran en condición segura y que todas las puertas estuvieran cerradas antes de que el tren partiera.  Ambos hombres llegaron a la cabina en forma simultánea y el guardia, un veterano con veinte años de trabajo en el sistema ferroviario, extendió el brazo para abrir la puerta. En condiciones normales, la puerta de la cabina se cerraría automáticamente mientras el tren estuviese en movimiento, pero ahora el guardia puedo bajar el cerrojo y abrirla para revelar el interior del compartimento.

    El piso estaba inundado, manchado con el vómito que David Arnold había diseminado en sus momentos finales. Se había mantenido consciente y lúcido hasta el final y se había horrorizado al sentir las masivas opresiones en su pecho y pulmones, como si un asaltante invisible lo hubiese ido estrangulando gradualmente. Su necesidad de aire solo le ocasionaba más dolor, ardor y rigidez mientras el cuerpo se le iba apagando, célula a célula, y las lágrimas se deslizaban por su rostro. David Arnold pensó en Vicky y en Tracy, sus dos jóvenes hijas, y en su esposa Ángela, que lo aguardaban en su hogar. Pudo imaginar sus rostros hasta que aquella espantosa opresión finalmente lo golpeó y la dificultad para respirar fue reemplazada por la necesidad de rendirse, de dejar que las inevitables consecuencias de este doloroso y repentino ataque siguieran su curso. David Arnold murió justo diez segundos antes de que Ray Fellows, el guardia, abriera la cabina.

    Los rostros aterrorizados de Ray Fellows y Mike Smith, el supervisor de plataforma, se enfrentaron entre sí, pasmados ante el horrible escenario que encontraron sus ojos cuando miraron en el interior de la cabina del conductor. Smith miró hacia otro lado y vomitó, justo allí, sobre la plataforma. Fellows, a pesar de la conmoción de encontrar al conductor en semejante estado, se las arregló para pedir ayuda a través de su radio y pidió que enviaran policías y paramédicos.

    La policía fue la primera en llegar, por supuesto, ya que las fuerzas locales mantenían una fuerte presencia en todas las estaciones más importantes de la red ferroviaria a modo disuasorio contra el flagelo del terrorismo. Un sargento y un agente de policía llegaron hasta la entrada de la cabina dos minutos después de la llamada de Fellows, y el sargento no tuvo necesidad de mirar dos veces para determinar que el conductor no estaba vivo. El rictus de dolor en su rostro fue suficiente para anunciar su muerte. El sargento ordenó al agente de policía sellar el área hasta el arribo de los paramédicos y de un oficial superior de policía para que se hicieran cargo de la situación

    –¿Qué hacemos con el tren? – preguntó Fellows.

    –¿Eh? – respondió el sargento.

    –¡El tren, sargento! Probablemente hay más de cien personas en esos vagones esperando para continuar con su viaje. ¿Qué se supone que hagamos con el maldito tren?

    El Sargento Peter Seddon pensó rápidamente y tomó una decisión.

    –Lo siento, pero hasta que no sepamos con seguridad que esta fue una muerte accidental, tendrán que aguardar hasta que un oficial superior decida liberarlos.

    –Está bromeando, sargento – contestó el guardia. ¿Cómo los mantenemos a todos adentro del tren? No contamos exactamente con una fuerza de seguridad masiva aquí, ya lo sabe. Con solo abrir las puertas y marcharse de la estación nunca más sabremos de ellos.

    –Davies – dijo el sargento a su agente. –Pida por radio que le envíen a la estación la mayor cantidad de agentes posible. Quiero los nombres y direcciones de cada pasajero a bordo, ¡los quiero ya!

    –En eso estoy, sargento – respondió el agente.

    La gente ya estaba abriendo las puertas de los ocho vagones que tenía el tren. A la policía le iba a resultar un esfuerzo milagroso y súper-humano poder mantenerla en su lugar hasta que llegaran los detectives.  Gracias a los denodados esfuerzos del Sargento Seddon, el Agente Paul Davies, y cuatro hombres de la policía de transporte apostada en la estación de New Street, lograron lo que era prácticamente imposible.  Hasta donde ellos sabían, nadie abandonó el tren antes de que la llegada del Detective Inspector Charles Carrick y su asistente, el Detective Sargento Lewis Cole, unos treinta minutos después.

    Pronto, los detectives se pusieron a trabajar, aunque había poco que averiguar tanto de los pasajeros como del equipo de trabajo del ferrocarril que estaba ese día de turno en la Plataforma Dos. La probabilidad de que alguien a bordo del tren tuviera algo que ver con la muerte del conductor era minúscula y, luego de asegurarse de que los agentes de policía tenían los nombres y las direcciones de los pasajeros, dieron orden de que los liberaran para que continuaran con su viaje de la mejor manera posible.

    Los paramédicos aseveraron que el conductor estaba muerto (los policías podrían haberle dicho eso) y Carrick exigió que el cuerpo permaneciera sin tocar hasta no ser examinado por el médico forense quien oficialmente pronunciaría el deceso. Todo el procedimiento llevó una hora y, eventualmente, los paramédicos sacaron el cuerpo de Arnold de la cabina con el mayor cuidado posible, lo colocaron en una bolsa de plástico negro, y enviaron el cadáver a la morgue local donde sería objeto de un rigoroso examen y autopsia para determinar la causa de la desafortunada muerte del conductor. Por el momento, la locomotora sería tratada como una escena de crimen potencial, obligando al director de la estación a cancelar todas las operaciones en esa plataforma, provocando una grave interrupción de toda la red ferroviaria, hasta que la policía diera instrucciones de enviarla a una vía muerta.

    Las palabras que Carrick pronunciara mientras miraba la ambulancia que se alejaba con el desafortunado conductor hacia su cita con el escalpelo del médico forense eventualmente comprobaron ser proféticas, cuando le dijo a Cole: –No me gustaría nada ver algo así todos los días, Sargento. A uno se le eriza la piel cuando ve un cuerpo de esa forma. El pobrecito debe haber estado agonizando hasta el final, por la expresión de su rostro. Nadie debería morir así, nadie. Espero no tener que volver a ver algo como esto mientras viva.

    –Tiene razón, señor – replicó Cole.

    En ese momento, no se le ocurrió nada para decir. Estaba demasiado ocupado intentando retener las arcadas contra las que había estado luchando desde que él también había visto el cuerpo del otrora fuerte y dinámico conductor de locomotora.

    En ese momento, nadie podía pensar más allá del resultado de la autopsia, que esperaban determinara que el hombre había muerto por alguna horrible pero causa natural, quizás por intoxicación alimentaria.

    Esa ilusión duró muy poco tiempo, al igual que el deseo de Carrick de que esa fuera la primera y última vez que viera un cuerpo tan

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