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La Tierra De Hávilath: Dios Y El Joven: Una Oferta De Vida
La Tierra De Hávilath: Dios Y El Joven: Una Oferta De Vida
La Tierra De Hávilath: Dios Y El Joven: Una Oferta De Vida
Libro electrónico364 páginas5 horas

La Tierra De Hávilath: Dios Y El Joven: Una Oferta De Vida

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Luego de un agrio forcejeo, Tarala (padre), consiente que Vrgil (hijo) emigre al pas del norte. El azar, impredecible, le pone una trampa y el joven cae en ella. Tras abordar un tren, halado por un reclamo psquico, baja en pal. Luego corre, y se para ante una choza, en cuyo porchecito ora Arphaxad, un viejo asceta. El encuentro de ambos ocurre entre charlas, historias, consejos y reflexiones, que, luego de un perodo de rplicas, titubeo y dudas, produce en el joven una expansin espiritual y concibe (sin apercibirse de ello) un algo divino que interacciona en el mundo con los hombres.

A juicio de Arphaxad, para su proyecto de vida, Vrgil debe cazar tres pjaros: trabajo, amor y sabidura. Virgilio sale optimista de pal, dispuesto a flechar la azul felicidad en Hvilath, la tierra del oro.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento23 ene 2015
ISBN9781463398446
La Tierra De Hávilath: Dios Y El Joven: Una Oferta De Vida
Autor

Juan J. Cardiel Perales

Ingeniero mecánico, egresado del Instituto Politécnico Nacional. Estudios previos realizados en mi pueblo natal Cañitas (Zacatecas), Durango y México. “PEMEX” y “CFE”, las empresas donde ejercí mi profesión. Treinta años me separan de mi debut literario, con una crónica de la revolución mexicana en el norte de México (1976). Aunque en esencia soy autodidactico, he incursionado en talleres de poesía y cuento en las casas de la cultura de Morelia, Gómez Palacio y Torreón. He intervenido como ponente en simposios de poetas y narradores y orientado a jóvenes universitarios, a efecto de superar sus metas personales. Lector de poesía, cuento y novela en radio y foros culturales; y publicado máximas, poemas, cuento y ensayos en diversos diarios y revistas. El Gobierno de Michoacán incluye mi poema “La fuente de Villalongín”, en “Lampadario, antología de poetas michoacanos”. Mi poema “Hagamos una fábrica de amor”, vertido al búlgaro, se exhibe en el museo Nicolás Vapsarov, en Sofía, Bulgaria. “Viento de Navajas”, una odisea en el fin del mundo, mi primera novela, fue editada por el Instituto Politécnico Nacional (1999). Otras obras: “Los caballos del Sol”, poesía (1986), “La tierra de Hávilath”, novela (en proceso de edición), “Los héroes y la tierra púrpura”, novela histórica (inédita). En redacción: “‘Y salí tras ti, clamando’”, novela, testimonio de un Dios vivo.

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    La Tierra De Hávilath - Juan J. Cardiel Perales

    CAPÍTULO II

    Un hombre de nada

    Era cierto, bajo un cielo azul rey, limpio de nubes, el aire en reposo, el ejido triste languidecía. El campo tenía el rostro cenizo de un enfermo. Los cardenches, como arañas, lucían sus brazos secos y retorcidos, y sus tallos hirsutos de espinas, chuecos y ardidos por el sol; y por los huecos de las pencas del nopal hechas rosca y sin pellejo, se veía la fibra sin sabia, como todo lo visible, tenía sed. Los cogollos de las palmas, en época mejor tupidos de dátiles, se veían marchitos, y los bulbos colgaban de sus vástagos, pálidos y chupados… No había en el cielo auras volando, ni en los arbustos gorriones tocando sus flautas, ni en el monte un prado en flor que alegrara la aridez. No, la época del color y los aromas había huido… Todo lo visible duerme en letargo; y, aun cuando el sol brilla en pleno verano, el campo recuerda la estación del frío.

    El viejo labriego dejó ir su desánimo tras el fantasma de un reproche, y se llegó a culpar. En tanto el cólico persistía. Admitió, a pesar suyo, que la milpa no daba ya jilotes rubios de grano jugoso; y las vainas de frijol, húmedas de rocío y llenas de semillas, eran historia. En efecto, como Vírgil decía, la labor, como una vaca flaca y seca, no tenía en la ubre leche que dar. La dio, cuando la lluvia caía a cántaros y el terrón de la besana tenía cuerpo. Caray –se dijo, optimista–, estos son tiempos de vacas flacas, pero ya vendrán los de vacas gordas. La tierra es noble. Ten fe, Atala, que Dios aprieta pero no ahorca… Y no me iré, Dios, ¡de veras que no!, antes que me echen al cajón.

    –Y ¿cuál es la hierba que cura el terrible mal? –preguntó de improviso Atala.

    –¿El qué?

    –La droga, el ungüento que quita los achaques de la tierra.

    De una pila de ramas que había cerca del tronco, Vírgil cogió una y la dejó sobre él. Tomó la herramienta y se puso a golpear el leño con vigor tal, que si alguien le viera… Atala no, pues él veía sin ver el suelo lleno de astillas y cañas secas, diría que en cada embate del hacha, hacía añicos, no la rama, sino el ogro interior que le roía.

    –¿La cura? Esta cosa no tiene cura –dijo el muchacho, pegando al suelo con la punta del botín–. El cielo también conspira contra nosotros. Cielo y tierra conspiran contra los pobres… no llueve.

    Hizo una pausa. Y, divisando con desdén las arideces que les rodeaban, continuó:

    –Partamos para Francia, como dicen. ¿Qué, no ve usted…? No, usted no ve la flacura del campo. ¿Quién cree, de no ser usted, que se puede sacar sangre de esta piedra? –y, volviendo a pegar al suelo con la bota, incontenible, añadió–: ¡Cerciórece, padre! ¡Por todos los cielos! Esta cosa es un esqueleto, ya dio la sangre que había de dar.

    –¿Huir? ¿Dar la espalda a mi valedora, la tierra? ¡Nunca!, no lo verán tus ojos.

    Atala negó con un meneo de cabeza, y asoció éste a una crispación de labios. Y todavía lanzó un gruñido en son de protesta; un son exaltado que no acababa de expresar su mohína… Y, notando que Vírgil iba a cortarle el paso, preguntó:

    –¿Acaso el huir gana guerras? Claro que no, hay que darles la cara. Y la tierra, Vírgil, la tierra es nuestra guerra, noble guerra –y entornando los ojos para ganar paciencia, con voz débil, continuó–: ¡Eso es!, el olvido en pago de un buen servicio… Ve tú, Vírgil, ve tras de tu oropel –y aún más débil–: Me duele advertir que, Vírgil… eres un hombre de nada.

    Atrajo un banco, y, antes de sentarse, tomó un puño de tierra, la besó, y dijo:

    –Yo me quedo con mi madre la tierra, ella me vio nacer… ella me verá morir.

    –Mejor es fortuna, ahora que soy joven, y no mañana que sea viejo –arremetió Vírgil. Y luego, con fingido desahogo, susurró–: Al fin que la vida es un albur… y voy a jugarlo, pues el mañana ¿cuándo vendrá? Ya está aquí, es hoy; y el hoy no espera, muy pronto se va y se hace pasado, y vivir en el pasado es morir –y con un ademán de actor, acabó por decir–: Fortuna, te quiero ahora, hoy que la vida me ofrece miel, y no hiel, mañana, cuando la tumba llame… Voy, pues, de prisa.

    –¡Hijo, no!, el que anda aprisa no llega lejos. Vale más paso que dure…La vida es la ‘fortuna’ del hombre, y la lleva a cuestas –atajó Atala, calmando sus luchas interiores–. De acuerdo, el azar juega con nuestras vidas, pero el deber es el deber, y es deber cumplir su orden, ¡y que el azar diga misa!…Ahora, Vírgil, tu tiempo es joven: de siembra, de flores, de amor; el de cosecha, de espinas, de odio, aún no ha llegado. Hijo, no odies ahora que tu edad es de amor, ¡siempre hay tiempo de amar! No odies a los hombres…, a la tierra, ¡por Dios!, no la odies. Y sábelo: el puente que cruza el abismo del mal, es el trabajo, el temor de Dios, y la tierra. El que trabaja crea para el bien; y la creación aleja el intento ruin de la mente. El que se abre a Dios, se abre al amor… Y la tierra, hijo, la amable tierra hospeda nuestros huesos; y, como dije, nos pone el pan en la mesa; se cansa a veces, pero al ver el afán del que ara, se alegra, y devuelve al fin el ciento por uno. Y la paga por ser el sostén de la vida, debe ser gratitud, y no olvido. Y, finalmente, Vírgil, te digo: afloja el nudo de la soga que te ata a las cosas del mundo. Oye la voz de Cristo, si no quieres oír la mía. Esta pregunta de Jesús hiere como una espada: ¿Qué te aprovecha la riqueza si pierdes el alma?.

    –Esas son ‘puntadas’ del siglo de Matusalén, y funciona para ingenuos –machacó Vírgil, aferrado a su ‘oromanía’. Y. pensando que su padre era, en efecto, un bobo, concluyó–: En un cuerpo bien comido y bien bebido, el alma, de la que usted y la Biblia hablan, vive de perlas; y esas perlas las consigue ¿qué, si no el dinero?… Y ¡por todos los santos!, el Libro Santo es un fósil, y la tierra un chasis que no sirve, no sostiene; lo moderno, lo productivo es ir al Norte a traer el billete verde, y de otra sopa no hay… y voy por ella.

    –Oye, Vírgil, tienes pájaros en la cabeza, y su aleteo la opaca –perseveró Atala, irguiendo un tanto el cuerpo sin apartar la mano que oprimía su vientre–. La Biblia es la voz… las reglas de Dios, ley que va dirigida al corazón de los ‘sin corazón’, como tú, para hacerles uno nuevo; y sus hojas están escritas con tinta de verdades eternas. Y el sudor de la mano que trabaja y el de la frente que piensa el bien, la tierra los vuelve grano, grano que nutre estómagos vacíos. Así, el sudor purifica los instintos del hombre, y le otorga honor, el bello y simple honor de decir: He ganado el pan con el sudor de mi frente.

    Cualquiera, viendo que el joven apoya sus rudas manos en el mango del hacha, puesta la mirada en el cielo, diría que la nariz de su mente aspira el olor que salía de las frases de Atala.

    Y éste, con un tono suave, sacado a tirones de un pecho que ardía en llamas de frustración, concluyó:

    –El que llevado de la avaricia, emigra, saca sus raíces del suelo patrio y las expone a la peste del dinero, pues que el dinero, tan buen caballero como es, ofrece seda y perlas al cuerpo, pero oxida las del alma.

    –¿Y debo yo bailar a este son? –interrogó Vírgil, guasón–. Las perlas y la seda en el cuerpo son galas que lucen, se ven; y las del alma, ¿acaso importa que se oxiden?, no, pues nadie las ve… Yo, ¡el mundo todo baila al son del dinero!

    ‘Paciencia’, dijo Atala con leve rumor de voz. Y más quedo, añadió: ¡Muera yo y prevalezca Dios!, no sin escupir la saliva, que como hiel salió de su boca.

    –Hijo, si el mundo se mueve al son del dinero, tú… tú sé precavido, hazlo al son del amor y la justicia, no al son del fraude, vicio, odio o venganza… estos son ruidos que se lleva el viento. No, el son de Dios es música suave, que si se la oye entra en el corazón, ahí toma la forma de timón y dirige la nave del destino. Nos conviene que así sea, en este relajo que es el mundo…, y bailar al son de Dios, ¡eso es!

    –Ese son en verdad no lo oigo, no. Hum… sí oigo el del dinero, es bonito –chanceó el joven, ajeno al disgusto de Atala y a sus palabras. Se gozó con un pensamiento absurdo, y siguió–: Usted habla de honor; bien, pues el dinero agencia eso: honor. Honor: esa es una de las mil cosas que compra. Mi ‘honor’, pues, se halla lejos, atrás de esas sierras –y señaló con el dedo–, ¡y voy por él!

    Echó saliva a las manos, se las frotó vigorosamente, aferró de nuevo el mango del hacha y se dispuso a rajar más troncos de leña.

    –Vírgil, hijo, quien ignora sus raíces corta el ombligo que le une a sus ancestros, a su historia, a su idioma, folclor o devociones, en fin, a su país; se vuelve extranjero en su patria –insistió el viejo Atala, recobrado en parte del cólico, seguro de que sus consejos iban de una oreja a otra de su hijo–. Verse esclavo del dinero, es verse en una cárcel, es perder la libertad que es la mitad del ser mismo. Un esclavo medio hombre vende barata su dignidad, la da por un centavo… Es más saludable, advierte el gran Libro, el hombre que come con un puño, que el que, con aflicción de espíritu, come con los dos. El austero vive sano y feliz con su templanza, pues, la salud de su cuerpo y alma la valora en más que el oro. El harto, en cambio, se hace adicto al dinero y a los vicios que le compra, echa de su vida el amor y la paz: está lejos de tener sus dones; y, en resumen, no le interesan, pues, se dice: El dinero compra todo; si bien, ignora que todo bien y todo mal tienen un precio: es inevitable pagarlo, y cae en la trampa que le tiende su propio ego… Y edifica palacios y los tupe de jardines donde pasean y se solazan sus huéspedes; luego le ataca el ansia de fama y poder, pues el orgullo le roe el corazón. Y ¡el colmo!, en sus crisis de nervios, pretende igualarse a Dios.

    Atala, resoplando, y soba que soba el pecho, para aliviar un acceso de tos, que de pronto hizo presa de él, con paso lento e indeciso, fue a tomar agua de una olla que colgaba del tejabán, y volvió a sentarse, al parecer aliviado.

    Recargó la espalda en un pilar.

    A cada golpe de hacha, como una turba de chapulines, saltaban hasta sus pies las virutas. Le atraía Vírgil, para él era un espectáculo ver con qué vigor empuñaba el mango, y dejaba caer la hoja desde lo alto de su cabeza al tronco.

    Antes de seguir hablando, Atala dio un soplo que fue muriendo y acabó en suspiro.

    –El que de joven no guarda, de viejo ladra, así decía don Goyo, patriarca del ejido, El torpe despilfarra, no oye la voz de la razón -en todo hombre suena una, pero es sordo a ella- y elige el derroche, pues le atrae el exceso. Prefiere oír la voz del vicio que le ofrece mieles y flores; la de la razón que es de sobriedad, orden, ahorro, le fastidia pues le impone sacrificio y reglas. Y el joven ¡odia el sacrificio y las reglas! Éstas se inventaron para los salarios mínimos, para el que arrastra el lápiz en la oficina, para el que hace rico al rico, para el peón: carne de casillas… El capitalismo, tecnocracia galopante, hoy por hoy en la cima de la gestión pública, fabrica hombres-máquina, ya que embotella la mente, el afán, la avidez noble y el derecho; acapara negocios y empleos para darlos a la casta en el poder, o a las aves negras que vuelan en torno de él… El alma sombría de los de la ‘onda’, rueda al caos de la violencia y las drogas, presa fácil de los ‘tácticos del mercado’, que incitan al ‘uso y al abuso’, tácticos que han inventado una sociedad de fans adictos al consumo. Y hundido en su barro, este ‘clan de poder y consumo’, ríe y delinque, mata o burla el honor de la gente que no es de su clase… Vírgil, hijo, he aquí el crimen social de tu amo y señor: el dinero, y a quien sueñas con servir, y ya desde hoy adoras hasta los ojos –y con una pose que fingía ser solemne, remató–: ¡Hay de ti, pueblo, dice la Biblia, cuando tu rey es un muchacho y tus príncipes comen de mañana!… ¿Acaso el Libro Santo, desde el ayer milenario, conocía ya a los ‘hombres de nada’?

    CAPÍTULO III

    Hacer el ganso

    La mente indócil de Virgilio era copia de un mar tormentoso, que reduce su oleaje conforme el ciclón, al cabo de un ventarrón tiende a la quietud, y eso dejaba ver su gesto y palabras a medio tono.

    –¡Caramba! Padre, los versículos de la Biblia son letras gastadas, para monjes de convento –protestó Vírgil en un vaivén de su estado de ánimo–, no para gentes del mundo, de la calle. El Evangelio funcionó antes, hoy, como digo, es letra muerta.

    –Vírgil, Vírgil!, haces el ganso poniendo tachas al Libro santo –reconvino Atala, rascando los pliegues de su rostro–. En este arenal desierto que el hombre va dejando tras su paso, la ciencia del Libro eterno es un oasis de palmas verdes y agua limpia, y no pasará de moda, aunque el hombre tuerza los valores y corrompa sus hábitos. Su verbo es agua viva, no muerta, como dices, que mueve los molinos de la vida. El que huye de Dios, niega su Ley, apaga su luz y vive a oscuras, pues huye de la vida.

    Atala se dio un respiro.

    Y, mirando los encajes grana del cielo, como suele el mes de junio enrojecer sus tardes, con voz espesa, añadió:

    –Podrá florecer el árbol del mal, pero seguro el del bien echará raíces en la última tierra del mundo; en su copa ondeará el espíritu de Dios, como luego de haberlo hecho, flotaba sobre el haz de las aguas revueltas.

    –Padre, ¡olvide eso del árbol!, lo real, lo útil, insisto, es el dinero, y la acción directa lo que nos lleva a ganarlo –externó Vírgil, en las pausas que al subir y bajar el hacha, se daba; sin advertir la desolación de su padre, o sus ojos vidriosos por un llanto sin ruido–. ¿Que todo han de ser palabras de humo? Padre, me sacan de quicio.

    –Cuidado, Vírgil, dejar tu alma sin quicio puede traer tu ruina. No la dejes sin él, que por el hueco se puede escapar lo poco de hombre que en tu vida has ganado –respondió Atala frunciendo las cejas, apoyado el codo en una pierna y el puño en la frente, como para ahondar en su respuesta o atenuar su desaliento–… ¡Por la misa!, Dios está en su quicio, y sus palabras no son humo. Vírgil, ¿qué mal te haces si sacas a Dios de tu alma?, pues, justo, la dejas sin quicio, sin luz; y vivir sin luz es vivir enterrado en la sombra. Dios, pues, es quicio y luz. Si le quitas el habla a tu boca, y el raciocinio a tu mente -porque eso es vivir en la sombra-, a ambas les robas su libertad: a una para hablar y a la otra para pensar, ¿no sería ésta la condición de un vegetal?… En cambio, si tienes a Dios, vives en la luz y hablas y piensas, y eres libre. Y si haces buen uso de estos dones, y ayudas para que los demás sean hombres de luz, y piensen y sean libres; entonces, Vírgil, estarás cumpliendo el sueño de Dios y el mío de hacer de ti un hombre… Ciertamente, la palabra es oro y el que la desdeña un topo, decía el Sandungas, y tiene razón; con ella arma la mente un pensamiento, y éste mueve al acto reflexivo hacia el bien. Al acto irreflexivo mueve el instinto al mal, y por instinto sólo actúa la bestia –inesperadamente se avivaron sus rencillas, y gritó, casi–: ¡Por Cristo, sé hombre y no bestia! ¡Pon alas al pensamiento, y no armas al instinto! ¡Arroja miel por la boca, y no hiel!

    Atala agitó la cabeza y flotaron en el aire sus canas; después alzó la vista; sus ojos grises, achicados a fuerza de ver, buscaban algo en un cielo distante, veteado por gasas ralas y dispersas; si bien, sereno. Buscaba el viejo, pero buscar, ¿qué cosa? Tal vez algo de luz, dominio de sí…El zagal resistía, pero, ¿cómo ablandar una piedra? ¿acaso el amor, o los reveses de la vida…?

    Y, aún con la mirada puesta en las gasas del azul, continuó:

    –Mira, Vírgil, piensa y ve el caso, así: Vivir es andar por un camino lleno de hoyos; pues bien, si ignoras las lecciones de la vida o las mías, estás condenado a caer, y llenar con lágrimas, polvo y sudor los hoyos, y no avanzarás, o lo harás a paso de buey, si es que sales de cada pozo, al flotar, por efecto de tu llanto que hizo un charco. Y, pues, dime, ¿por qué artes un miope como tú puede ver y andar lejos, si no se trepa en los hombros del pionero que hizo vereda, y fue antes que tú?

    Atala, ex-peón de ejido con algo de escuela, y mucho de lectura, fogueado en la lucha por una vida digna, quitó la vista del cielo y la fijó en un altillo cercano, y le pareció ver que por él bajaba una jauría de peligros que iba en dirección de su hijo, y él debía cortarles el paso.

    Luego, pellizcando los pelos ralos de su bigote, continuó:

    Odio los rollos, los lloriqueos me aburren, me chiflo por llevar una vida a mi estilo. ¡Ya!, porque mañana es nunca, pero los viejos no agarran la onda, así parlotea el chavo moderno. El sermón del ‘viejo chocho’ le hastía; sermón que es producto del amor… Vírgil, ¡cuánto me alarma ver el gesto arisco en tus facciones!, antes serio pero pronto a reír; me asusta de veras… ¿Sabías que el ‘rollo’ de un padre es como el timón de un velero? Un buen piloto lo agarra, seguro de sí, lo mismo si el mar está en calma, o si brinca irritado por el ciclón. Incluso orienta su rumbo, vigila el mar, maniobra con arte y buen modo. Y, mecida la nave por las olas que suavemente golpean y lamen la quilla, navegando a toda vela, finalmente el timonel la lleva a puerto seguro… Igual yo, soy el piloto de tu vida, me valgo de mi ‘rollo’, que es el timón para guiarla a una bahía segura, y tú, Vírgil, el velero, objeto de mi viaje por los tormentosos mares de este mundo.

    –Padre, ¿qué impide que sea yo el piloto de mi propia nave? –interrogó el joven. Y recurrió a un ademán rotundo para dar apoyo a sus frases–. Para mover el timón de un barco dos manos bastan, ¿qué no?, y yo las tengo, no estoy lisiado.

    Antes de rebatir el viejo abultó los pliegues de su frente y chasqueó la lengua, como si en ello su orgullo herido buscara un alivio.

    –¡Oh juventud, qué ciega eres! ¡cuánta fibra en un cuerpo sin seso! –murmuró Atala con un hilo de voz añorante–. He aquí la base donde me apoyo. Verás: el buen Moisés, correo, pilar de la Ley de Dios, afirma en el Génesis: … porque todo intento del corazón del hombre es malo desde su juventud… Toda cosa en el universo está sujeta a su Ley, a un proceso de creación que tiene su razón y tiempo; existe un solo tiempo de amar, y es de vida, el de odiar es de muerte. Y tú, Vírgil, siendo apenas un árbol en ciernes, ardes ya en deseos de morder su fruto. Las naves que arriban a puerto seguro tienen la quilla fuerte, la tuya es aún débil; evoluciona, trabaja y espera; convierte la madera de tu quilla en acero; y entonces, cuando el afán pase y el tiempo de cosecha llegue…

    Al parecer, todo vestigio de enfado o rencor había huido de la mente del viejo arador, y con él los gestos de titubeo, pues con voz más firme, pegó a lo dicho:

    –Bien que, cuando tus padres estén bajo tierra, tus orejas ya no oirán ‘rollos’ de estos labios que ha poco no tenían el gesto agrio y la palidez de ahora… ya ves, los años, como pájaros, volando llegan y hacen su nido en el cuerpo, y lo agobian. Estos labios, que al abrir tú los ojos, alegres besaron tu cara; aquella vieja alegría, que hoy, quince años después, hace el oficio de árbitro para disculpar la audacia de injuriar a Dios, y a quien tuvo el sueño de hacer de su hijo un hombre… Cuando bebé, hijo, fuiste sueño cumplido, rey de mi vida, y, como dijo el poeta: río cantarín de ondas serenas. Y ahora, ¿qué eres?: río de aguas broncas, en que tu savia corre en oleajes de impaciencia; y ese oleaje a tu madre y a mí nos causa una febril sensación de vida. Y tú eres ella y eres yo, y los tres, en este hoy fugaz, viajamos del ayer al mañana en tus venas; y eres partícula de ella y de mí; partícula que desafía el tiempo en su viaje a lejanos astros… Tu latir vigoroso es el de ella y el mío; el nuestro débil ya -aun siendo uno con el tuyo-… su vigor se va contigo; y tu fuerza y tu rabia son el triunfo de nuestra sangre: el triunfo de eternizar nuestro yo en el mundo vivo, que en el muerto, nuestro común destino es el infinito, donde espera Dios, para heredar a tus hijos la fuerza de nuestra sangre, y el espíritu de lucha que va revuelto con ella. Y sangre y espíritu, juntos, van de viaje contigo, al encuentro de la vida que se va para volver.

    CAPÍTULO IV

    … Y la mar no se hinche

    Luego de un vacío de palabras y de una larga exhalación de aire, que agitó los pelos que ceñían sus labios, Atala advirtió que dos chileros jugaban al amor en una valla de postes, que, a la vez que cercaba la choza, cercaba un estanquito para cría de peces, un mezquino jardín de arbolillos frutales y almácigas, y un solar, en cuyo extremo, opuesto al de la cabaña, se alzaba un tejabán de adobe para gallinas, con una especie de andamios dentro; y a su lado una mísera parva de frijol con las vainas chupadas y tintas de moho.

    Empapado en sudor su cuerpo fornido, mientras asía el hacha y la descerrajaba sobre el tronco, de vez en cuando hacía un alto en el hacheo, para ver por el rabillo del ojo los de su padre. Y esta sutil conducta, entre no desear ver su cara peluda, sino buscar sus ojos, acaso indicara un cambio. Una chispa del amor de Atala tal vez penetrase el corazón del muchacho. Tal vez…

    En ese instante, en un cielo alto y desteñido, viajaba algún que otro vellón de nube, y una hueste de gorriones hendía el aire por lo bajo, aturdiendo con sus píos y volando luego de un pirú a otro.

    Y aves, cielo y nubes, insensibles al drama, eran testigos del que vivían padre e hijo, abajo en la tierra, igualmente impasible.

    Los ríos van al mar, y el mar no se hinche –añadió Atala, viendo a intervalos el rudo hachear de su hijo, cual si respondiera al reto de sus iracundas miradas–… al lugar de donde los ríos vinieron, allí tornan para correr de nuevo. ¿Qué es lo que fue?, lo mismo que será, y nada hay nuevo bajo el sol. Esta es una joya del Eclesiastés –y con solemne voz, tornó a decir–: ¡Oh sabio Eclesiastés, de tal madera estás hecho, que con un timón de ella, darías curso exacto a nuestras vidas!… Tú y yo, según el libro, somos ríos y vamos al mar igualador de nuestras esencias, tú vas inmerso en mi corriente y yo en la tuya: seremos una en el mar. Pero, ¿cuál es nuestro destino final? Iremos al mar en donde como ríos nacimos. Y ¿de cuál mar partimos?, del mismo mar a donde como ríos iremos. De este modo el círculo de tu ser y el mío se cierra. Pero ¿acaso un círculo tiene fin? Observa, si le recorres no le verás puntas, de igual modo el universo carece de límites, ya que gira en círculo; iguales pues son nuestras vidas, sin orillas; es posible que ocupen, que tengan un límite en el espacio, pero en el tiempo, no; pues somos lo que El ha hecho, lo que hará, y no hay nada nuevo que no haya hecho, como afirma el Eclesiastés. ¿O miente? ¡Imposible!, pues la Verdad está con El, es El.

    Atala calló; había dicho palabras con ritmo acelerado, lento a veces para dar lugar a que Vírgil dijera, o insinuara, sea por el gesto o la voz, el efecto que producían en su ánimo exaltado. El devolvía sus miradas. El joven detuvo la acción y golpeó el mango del hacha varias veces con la bota. Disimulaba, pues su vanidad de hombre rudo había sido tocada.

    –Todo lo que atañe al hombre me afecta, y perdono el error; pero no siempre fue así –, volvió a decir Atala; ahora con un vago sentimiento de piedad. Y aún, dijo–: Y ¿qué razón me mueve a la clemencia?, te dirás… Las espinas y los hoyos del camino son buenos maestros; errar es de humanos; el error educa, y yo no me libré de él ni olvidé sus lecciones. Fui víctima de uno; que todo hijo de madre es víctima y victimario…Víctima de un desliz, pues cuando eres nuevo, los años te ponen un paño en los ojos, te suben a un banco y te apodan: rey. No oí los sermones de mi padre, ni el llanto de mi madre ni los ruegos del cura. ¿Por qué oírlos si yo era rey?… Más, al cabo del tiempo, las espinas y los hoyos, me bajaron del trono. Saqué a Dios del sótano donde lo había echado y le hice un altar. Por supuesto le acusé de mi desastre. ¡Gran error!, uno más; y aún pesa sobre mis huesos. ¿Por qué?: obré por mi voluntad y no según la suya; y no fui el hijo que debí ser, ni el padre adecuado al hijo, ni el campesino exitoso que según tú debo ser; la pobreza me rodea, levanta la jeta y me pela sus dientes de perro bravo. Y de aquel hombre de ley que quise llegar a ser, sólo queda un lerdo, un pazguato, con un hijo enfermo de avaricia que le tacha sus carencias. Mis castillos de arena se han deshecho, como se deshace la espuma de la ola en la playa. En fin, que no soy hombre de fiar, o de honor; para serlo, como tú dices, se requiere dinero. Un hombre de honor que elige ser pobre -¿otro error?-, no es garantía de nada, la sociedad lo excluye, y, por ignorancia o cobardía para enfrentarla, él mismo se excluye.

    En los ojos intensos y grises de Atala brillaba un rayo de inquietud plácida; en esto se había trocado su aflicción; pero inquietud, ¿por qué?: deseaba meter en el seso de Vírgil su pobre ciencia campesina, y frenar su loco impulso. Y ¿plácida?: calmar el flujo de su sangre y mantenerla fría: Ese es mi estilo, y a mi edad no he de salir con viruelas, se dijo.

    –Y ¿por qué yo Atala he de ser un ‘éxito’? –preguntó, filosofando consigo mismo–. Porque soy un producto del misterio, de una mente divina, mente que en el crisol del cosmos fundió materia y espíritu, y los amasó con agua del tiempo. Y, viniendo de un ayer de milenios, traigo en mis alforjas: tiempo, alma, y elementos del último caos. Soy cosa hecha de la energía que anda en el espacio, y ocupo un lugar en él. Y, para mayor gloria mía, soy modelo,

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