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El Retrato De Isabela
El Retrato De Isabela
El Retrato De Isabela
Libro electrónico444 páginas6 horas

El Retrato De Isabela

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Al verse repentinamente solo tras la violenta muerte de sus padres en un terrible accidente de carretera, el pequeño Tomás se ve obligado a vivir al lado de su abuela paterna: Isabela Tejada, en el viejo pueblo de San Gabriel. Las narraciones de la mujer, rescatadas de lo más recóndito de su privilegiada memoria, despiertan la imaginación del chico, quien descubre, después de cada episodio, la vida heroica de sus ancestros, al tiempo que va desarrollando la extraordinaria habilidad de ser testigo de primera fila del entramado que marcó sus vidas, y que dio origen a un emporio familiar que perduró por cinco generaciones, a partir de eventos históricos que impactaron a la sociedad mexicana durante la segunda mitad del siglo XIX, teniendo como escenario la Intervención Francesa y el periodo sombrío del Porfiriato, con el epílogo de la Revolución Mexicana.
El desenlace no puede resultar menos interesante, con el misterio que es parte del existencialismo del pueblo mexicano, con esa extraordinaria imaginación temporal y espacial que le permite escrutar, lo que otros, con su sabihonda sofisticación científica son incapaces de materializar.
Esta novela es un tributo a la mujer mexicana, quienes igual que Isabela, Clotilde, Juliana, Teresa, entre otras, han soliviantado el espíritu de una nación, que palpita al ritmo del arado y la tierra de nuestros ancestros.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento2 jun 2014
ISBN9781463384890
El Retrato De Isabela
Autor

Francisco Guzmán

Es esta la segunda novela del autor, que tiene como marco el pueblo de Santiago Tangamandapio, un ínfimo y lejano lugar ubicado en el estado mexicano de Michoacán, sitio que lo vio nacer hace 57 años. En la temática que aborda, Francisco Guzmán nos permite entrever su interés por la novela histórica, como un medio válido para rescatar esos pequeños detalles que hacen la grandeza de un pueblo. En su segunda incursión al fascinante mundo de la literatura, el apasionado defensor de los valores nacionales nos conduce por los oscuros rincones de una realidad disfrazada, acompañada a menudo por sucesos y citas sobrenaturales que le han acompañado desde su infancia, a través de los cuentos de los abuelos, que confluyen casi siempre en un final inesperado, tal y como sucedió en su primera novela: La Última Carta. Para el autor, el halo de misterio que acompaña a sus personajes-ya sean reales o ficticios-, no es un motivo absurdo de captar la atención de los lectores, sino un elemento básico y onírico al que todos concurrimos para explicarnos, infructuosamente, aquellos fenómenos que permanecen inalterables al paso del tiempo.

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    El Retrato De Isabela - Francisco Guzmán

    CAPÍTULO I

    EL PUEBLO DE

    SAN GABRIEL

    Comenzaré otorgándole al pueblo de San Gabriel un espacio físico en la feraz e irregular superficie de la geografía del estado de Michoacán.

    Éste no es más que un rústico caserío, con paredes de adobe encaladas y techos de teja color ocre sucio, como una intempestiva charca de fuego. El poblado está hundido en la parte más baja de un estrecho y fértil valle, rodeado por montes y lomeríos en al menos tres puntos de su abrupta orografía, con excepción del noroccidente, donde resplandece una suave planicie que se extiende por varios kilómetros, en esa misma dirección, justo en el sitio en que se alzan algunos cerros pedregosos y achaparrados, provistos de la sombra de la imponente silueta añil del cerro del Chicol. Aquel paisaje yermo, pardo y amarillento, contrasta con la abundante y tupida vegetación caducifolia de la Sierra Madre, oteando hacia el sur, donde se destacan, por su enhiesta altura: cedros, pinos, oyameles y eméritas y patrióticas encinas. El contorno de la serranía, contemplado desde la distancia, se asemeja a un lienzo tijereteado, índigo; arrancado de algún paisaje bucólico, velado por una ligera cortina de bruma.

    Dos arroyuelos serpenteantes se ciñen limpiamente al poblado, atacando con sus aguas pajizas desde dos flancos-este y norte-. Sus cauces se encuentran bordeados a lo largo de su curso por sauces llorones y frondosos ahuehuetes-cómplices silenciosos de los juegos y las pequeñas felonías de los chicos-, trazando una suave cicatriz geológica de oriente a poniente. Los ríos se funden simultáneamente en un abrazo fraterno sobre la franja más septentrional de San Gabriel. En ese lugar, el caudal adquiere dimensiones y estruendo de río durante los meses del verano. Al término de la temporada de las crecidas causadas por las torrenciales lluvias estivales, quedan; sobre su lecho arenoso y sus márgenes irregulares; una capa de barro rojizo y un arsenal de redondas y relucientes pedrezuelas, recién lavadas por las aguas en su accidentado paso.

    En San Gabriel, la vida corre con una monotonía desesperadamente apacible. Sus 1 800 habitantes ciernen las callejuelas de piedra y tierra calladamente, sumidos en un gris apocamiento, moviéndose; los hombres hacia las parcelas, en una larga fila de hormiguitas laboriosas, sin dejar más huella que el molde de sus plantas sobre el suelo flojo de los senderos. En las calles, las mujeres marchan calladamente rumbo al molino de Petra, ceñidas apretadamente con sus desvaídos rebozos oscuros. Mientras los chicos corren presurosos hacia la escuela, atendida por el viejo maestro Gregorio Quintero, hombre sabio y bondadoso de blanca y honorable cabeza y hombros caídos, originario de Zacapu. Avecindado en San Gabriel desde 1935. El edificio de la escuela no es sino un magro y ventilado galerón, pegado cual rémora a la iglesia de fachada barroca del pueblo. Corre el año de 1948.

    Pero no siempre ha sido así, según los hombres estudiosos, y a decir de los venerables patriarcas, San Gabriel es un asentamiento que existía aún antes de la llegada de los españoles. Su antiguo nombre se desvaneció en el transcurso de los siglos, sin el sustento documental de algún códice o manuscrito que revelara, con relativa certidumbre, su categoría de pueblo prehispánico. Solamente el descubrimiento de algunos vestigios esparcidos por los alrededores se impone sobre las dudas razonables de los más escépticos. Aunque testimonios aislados, posteriores a la conquista, aportan datos interesantes que dan luz al pasado histórico del pueblo. Se dice, por ejemplo, que a finales del siglo XVII, la población apenas sobrepasaba los trescientos habitantes, en su mayoría naturales. El crecimiento demográfico de la región, igual que en el resto de la Nueva España, se vio frenado a causa de los duros trabajos, los maltratos y la morbilidad causada por las epidemias que trajeron los españoles al Nuevo Mundo. Por esas mismas fechas-el 30 de diciembre de 1680-, el obispo de la provincia de Michoacán, don Francisco de Axiar, estuvo de visita en San Gabriel, cumpliendo con un deber apostólico y pastoral, encaminado a ganar candidatos para el cielo prometido por la nueva religión. Lo recibió el sacerdote Juan de Acosta, a las puertas del atrio. En una solemne ceremonia, el distinguido visitante ofreció un tedeum y celebró misa en una extraña mezcolanza de castellano, latín y poré.

    Desde el principio de los siglos y durante gran parte del año, el agua fluye risueña y abundante de sus numerosos y sonoros manantiales, formando apacibles y diáfanos estanques, sitios de solaz y esparcimiento para la nobleza purépecha de aquellas épocas pretéritas. Finalmente, la conquista dio origen a una nueva estructura social, teniendo como base a indios y mestizos, mientras en la cúspide de la pirámide se hallaban los españoles-peninsulares y criollos-, en un porcentaje no mayor al veinte por ciento del total de la población. Esto alrededor de la segunda mitad del siglo XVII, como ya se mencionó. No obstante, la explotación, las enfermedades y la rudeza del trabajo, representaron factores que pusieron en riesgo la sobrevivencia de los naturales de la región, poniendo fin a la hegemonía de los grupos étnicos, sentando las bases para el establecimiento de las grandes haciendas, destacándose las enormes propiedades de Teodomiro García y su hermano Crisanto, descendientes de un grupo de españoles provenientes de tierras castellanas, quienes llegaron a la Nueva España a mediados del siglo XVIII. A su arribo, estos aventureros se diseminaron por el vasto territorio mexicano. Algunos se avecindaron en San Gabriel gracias a las mercedes que les fueron concedidas por el monarca español: enormes superficies de tierras feraces y vírgenes, y estancias para el ganado mayor y menor. Aquellas propiedades aumentaron gracias al fácil desprendimiento que sus antiguos dueños tuvieron para deshacerse de ellas, a cambio de unos cuantos pesos.

    El tiempo siguió su inexorable marcha, la economía colonial se diversificó: se crearon las primeras haciendas, se importaron nuevas razas de ganado, se establecieron novedosas industrias; el tejido social adquirió matices bien definidos: españoles, mestizos e indios. Estos últimos desplazados de sus espacios vitales, hasta ponerlos al borde del exterminio. Los sobrevivientes de estas tribus-tecos y poré-, fueron hacinados en nuevos centros de población (rancherías y aldehuelas), con su propia organización social, el habla de la lengua poré y el respeto a sus usos y costumbres; preservando a flor de piel el odio hacia los blancos, a quienes culpaban (justamente) de todas sus malarias e infortunios. Así fue como una raza que se enseñoreó alguna vez sobre el agreste territorio michoacano, cayó en la desgracia de sus dioses, resultando víctima de la más cruel e inhumana servidumbre; y sujeta a una hambruna de cinco siglos.

    La población mestiza de San Gabriel se vio mermada con el inicio de la Guerra de Independencia, cuando el paso del señor cura Hidalgo por la región, atrajo la simpatía de una veintena de lugareños, quienes armados con palos, bieldos y machetes, se unieron al numeroso, aunque irregular ejército del prócer de la libertad, alentados por el libérrimo e ilustre párroco del lugar, don Francisco de Aguilar. Esto sucedió el 21 de noviembre de 1810.

    El siglo XIX transcurrió dentro de los estándares de una tormentosa época de luchas y alzamientos. Bajo la felonía y el poder omnipresente de los hacendados. Las condiciones eran impuestas por los vencedores de aquella lucha bárbara y desigual. Ciñéndose a los nuevos tiempos y modelos de producción, y a una conservadora estructura social, con unos pocos afortunados que se ostentaban como propietarios de las mejores tierras y los más grandes capitales. Para entonces, la familia García había crecido paralelamente a su poder y riqueza.

    Hacia el poniente, en épocas más recientes, sobre la amplitud del llano destacaban los labrantíos. El trigo y el maíz le daban al paisaje los singulares colores de su ciclo vital; del verde pasaba al rubio pálido y después al gris terroso de sus suelos desnudos. Durante el verano, sobre la esmeralda bruñida de su superficie, se movía un ejército inconmensurable de labriegos. Bajo sus camisolas y calzones de manta cruda, se asomaba su piel bronceada, curtida por los elementos y la exposición perpetua a los rayos solares. Las jornadas de trabajo eran largas y fatigosas, a cambio de un miserable salario, que la mayor parte de las veces recibían en especie, principalmente granos de maíz y frijol. Con la escasa luz que le restaba a la tarde, los peones volvían a sus jacales, taciturnos, con los miembros cubiertos del material terroso con que se recubrían los caminos.

    Así era como el negro crespón de la noche caía sobre sus espaldas, poniendo fin a la jornada de trabajo, trayendo un remanso de alivio a sus maltrechos huesos. En las viviendas aguardaba su familia, impaciente por compartir la frugal cena, remoliendo calladamente las duras tortillas, sin apenas mirarse, con los ojos fijos en algún punto lejano y secreto de su pequeño y estrecho mundo.

    El tiempo batió sus alas y tendió su vuelo infinito hacia el arcano; las nuevas generaciones desgranaron sus frutos, se ahondaron las desigualdades; afloró la semilla de la sedición ante la férrea dictadura de Porfirio Díaz y de su compadre: el gobernador de Michoacán, Aristeo Mercado.

    Se dice que durante la Revolución Mexicana, una tropa de soldados villistas descendió algunos minutos en la estación de La Yesca. Fue aquel momento de apabullante jolgorio, el único contacto que tuvieron los pacíficos habitantes de San Gabriel con el movimiento social más importante del siglo XX en México. Aunque ulteriores eventos desmedrarían duramente la tranquilidad de su gente; eventos que rememoraremos en otros capítulos.

    Finalmente llegamos al año de 1948; no obstante, gracias al maravilloso recurso de la imaginación y al amplio alcance de la palabra escrita, podremos desandar los pasos hacia épocas más remotas, poniendo la mirada en los momentos más significativos de los miembros de una de las familias más importantes de San Gabriel: la familia Tejada, crecida gracias al empeño y la templanza de su viejo patriarca, Matías Tejada. Sucederán, a través de las narraciones de la vieja Isabela, sucesos inexplicables, fantásticos, inauditos; no desprovistos del espíritu festivo que nos identifica como mexicanos; y de los elementos culturales que trasponen los límites de lo sensorial, llevándonos a un mundo insondable, que va más allá de toda lógica, en un encadenamiento de imágenes pretéritas: temporales e intemporales; encadenamiento derivado de acaecimientos históricos, ampliamente reconocidos y estudiados por quienes se rigen por el principio pragmático de ver para creer.

    CAPÍTULO II

    LOS RECUERDOS FAMILIARES

    Tras la trágica muerte de sus padres-Jacinto Carrillo y Teresa Orellana-, Tomás fue llevado de vuelta a San Gabriel, al lado de su abuela, Isabela Tejada, de donde había salido cuando era apenas un niño. Su abuelo, Teófilo Carrillo había muerto algunos años atrás. A su muerte, los hijos decidieron batir sus alas y echarse a volar por distintos cielos, en busca de sus propios sueños, aunque visitaban regularmente a su madre, siempre que fuesen Pascuas o navidades.

    Tomás contaba con diez años de edad. Era un chico menudo y frágil, de aspecto bastante ordinario, aunque destacaban en él sus grandes y expresivos ojos negros, que eran la ventana más perceptible de su tierna alma, noble y pura. Su fragilidad y limitada fortaleza le impedían practicar las actividades que requieren de grandes esfuerzos físicos. No obstante, esta característica la suplía cabalmente con su espíritu sensible y su capacidad imaginativa, por lo que a menudo se le veía abstraído, inmerso en su propio mundo, ya fuese mirando ensimismado el vuelo zumbón de un insecto o escuchando con embeleso las hermosas historias que la abuela le narraba.

    -Aquí está la familia completa-le dijo un día la abuela señalando el viejo retrato que colgaba de una de las paredes de la sala, que por cierto comenzaba a verse desconchada por falta de mantenimiento-. Tu abuelo y yo estamos en el centro, tu tío Jonás, el sacerdote, es éste de aquí-señaló con su marchito índice el rostro de un joven de aspecto lozano y calvicie prematura-; Elisa, la mayor de tus tías, es la que está sentada junto al abuelo; ella es secretaria, aunque dejó de serlo después que se casó con su jefe; el chico apuesto y gallardo que está junto a ella es tu padre, Jacinto; aquí, en este extremo, puedes ver a tu tío Alberto; ya sabes, él es escritor y periodista; y finalmente, la niña que tengo en mi regazo es tu tía Adolfina, la maestra de escuela. Todos viven-dijo con un largo suspiro-, excepto tu abuelo y tu padre. El primero murió hace ya ocho años, y tu padre, como bien sabes; falleció el año pasado.

    Tomás recordaba muy bien la muerte de este último. Su madre y él lo habían acompañado por varios lugares de la república. Ostentaba el grado de capitán en el ejército. Además, era dueño de una sólida preparación académica, lo cual lo llevaba a viajar continuamente por todo el país, impartiendo conferencias entre los miembros de las fuerzas armadas. Para estar en un punto equidistante a sus posibles destinos, Jacinto había comprado una bonita casa en la ciudad de México, desde donde emprendía el viaje siempre que su trabajo se lo requería. El día en que salió rumbo a Oaxaca, él se hallaba en la escuela, por lo que no le fue posible acompañarlo en ese viaje. En cambio ella, su madre, sí lo hizo. Así fue como por azares del destino, los dos perdieron la vida en aquel trágico accidente carretero, mientras viajaban por el Istmo de Tehuantepec.

    -Abuela-dijo el pequeño abrazándose a la anciana-, cuéntame de tus abuelos. Quiero saber cómo eran.

    -¡Ah!-ella suspiró hondamente-Eso sucedió hace muchos años. Aunque a él, a mi abuelo, lo recuerdo muy bien. Mi abuela murió antes de que yo naciera. Es una larga, larga historia, y no sé si tengas tiempo de escucharla.

    -¡Sí, sí! ¡Vamos, cuéntame!-dijo el chico suplicante.

    -De acuerdo, te lo contaré. Pero antes ven conmigo, quiero enseñarte algo.

    Con pasos lentos, Isabela Tejada caminó hasta una puerta cerrada, Tomás la seguía de cerca. Al llegar, ella se detuvo y buscó en su vestido de lino estampado. Extrajo una larga llave pavonada de hierro forjado. Con manos trémulas la introdujo en la cerradura y le dio dos giros, según los chasquidos de los engranes de su mecanismo. Él se hallaba impaciente. Varias veces se había detenido frente a aquella puerta, que por cierto siempre se mantenía herméticamente cerrada, poniendo freno a su curiosidad infantil, al tiempo que despertaba su imaginación; llenándosele la cabeza de profusas y abigarradas imágenes fantásticas.

    <<-¿Qué habrá detrás de esta puerta?>>-se preguntaba a menudo.

    Entonces cerraba los ojos y dejaba que su fantasía volara sin bridas ni grilletes, descubriendo portales abiertos, terribles y feroces monstruos, graciosas princesas y valientes caballeros andantes.

    La puerta cedió finalmente. La abuela retiró la llave y la devolvió a su vestido.

    -Aguarda un momento. Encenderé la luz.

    Tanteó en la pared con su mano pringada de pecas. La habitación se iluminó poco a poco, dejándole ver varias cajas de cartón estibadas.

    -Vamos, entra-dijo ella cogiéndole del brazo-. Aquí conservo los recuerdos de la familia a través de cinco generaciones.

    Tomás se sintió sobrecogido ante la solemnidad del lugar. Pudo observar algunos objetos interesantes: una espada colgada de la pared, un caballo de madera montado sobre un balancín, varias peonzas de colores vivos, una muñeca de porcelana con un magnífico vestidito de encaje rosado; un par de botas militares, el miriñaque que formaba parte del ajuar de alguna elegante dama; otro par de guantes de seda; ¡hasta una cabeza de venado disecada, con afiladas y pulidas astas, que parecía espiarlo con sus ojos velados desde la pared!

    -De vez en cuando vengo aquí a limpiar todo esto-explicó ella sin mirarlo-, es por eso que no hay tanto polvo.

    Se detuvo ante una caja que tenía impresa la marca comercial de algún jabón que ya no se vendía en el mercado. En una de sus caras se leía con letras borrosas: Jabones Kikosa-o algo parecido.

    -Ayúdame a buscar algo-le pidió a su nieto-. Se trata de un cofrecito de colores brillantes, es una caja de Olinalá. La reconocerás en cuanto la veas.

    Tomás se apresuró a meter sus manos en una caja y revolverlo todo sin ningún orden.

    -Aguarda, aguarda-observó ella-, debes hacerlo con más cuidado. Podrías romper algo.

    El chico frenó sus ímpetus y comenzó a buscar nuevamente. Esta vez con mayor cuidado.

    -¿Es éste?-preguntó exhibiendo con expresión triunfal un pequeño cofre, decorado con grecas amarillas y violetas, en el centro tenía algunas flores exquisitamente dibujadas.

    -Sí-concedió-, eso es lo que buscamos.

    Ella tomó el cofrecito entre sus manos y lo apretó contra su pecho, mientras exhalaba un largo y sonoro suspiro.

    -Aquí guardo los retratos de la familia, además de algunas cartas. Son reminiscencias de mis padres y mis abuelos, ya verás cómo en algunos de ellos puede observarse el paso inevitable del tiempo. Hay rostros que apenas pueden apreciarse. ¿Sabías que antes no se llamaban retratos, sino daguerrotipos? Esto se debe a que fue un francés de apellido Daguerre quien inventó esa técnica, que llegó a nuestro país durante la primera mitad del siglo pasado. ¿Sabes lo que es un siglo?

    -Sí, abuela. La maestra Conchita nos lo dijo alguna vez: un siglo son cien años.

    -Muy bien, te felicito. Ahora ven, siéntate a mi lado. Te mostraré algunos y te iré diciendo quiénes son las personas que aparecen en ellos.

    Tomás se apresuró a obedecerla. Su curiosidad por conocer a sus antepasados era evidente.

    -Comenzaré diciéndote que mi abuelo se llamaba Matías Tejada. Nadie sabía de donde vino, solamente se apareció por aquí, con un montón de proyectos y unos cuantos pesos en los bolsillos. Convenció de algún modo al hombre más rico de San Gabriel para que le vendiera cien acres de terreno. Así fue como levantó un rancho: Los Vergeles. Con tesón comenzó a sobresalir y a ganarse el respeto de la gente del pueblo. Era recio, pero tenía un corazón noble, odiaba las injusticias y siempre estaba dispuesto a salir en defensa de los más desamparados. Lo sé porque tengo en mi poder varias cartas que le envió a la abuela cuando se marchó a la guerra.

    >>Él nació en 1830-prosiguió-, así que cuando aconteció la batalla de Puebla, tenía treinta y dos años. Él estuvo allí. Se alistó en cuanto supo que Francia había declarado la guerra a México. Mira-se detuvo para buscar en el fondo del cofrecito de madera-, ésta es una de sus cartas. En ella le habla a mi abuela sobre sus experiencias en la batalla del cinco de mayo. Escucha con atención…

    <<…éramos casi 5 000 hombres, deficientemente armados, escasos de suministros pero inflamados de ardor patrio. El general Ignacio Zaragoza había preparado la batalla concienzudamente. Sabíamos que el enemigo era considerado el más poderoso del mundo, pero a nosotros nos asistía la fuerza de la razón. Aquel glorioso día (5 de mayo), a las 9:15 horas, aparecieron los franceses sobre el horizonte, en dirección de la hacienda de Rementería. Lucían imponentes y gallardos, metidos en sus vistosos y coloridos uniformes, perfectamente pulcros y pertrechados. Era tal su empuje que tuvimos que retroceder. Así pasaron dos largas horas, siempre hacia la retaguardia. Entonces sonaron las campanas de las iglesias de la ciudad de Puebla. Aquella era la señal para el contraataque. Los cañones disparaban sin descanso, hasta ponerse del color de una brasa ardiente. Calculo que había cerca de 4 000 franceses que se hallaban sorprendidos ante la furia de nuestro empuje. Repuestos de la sorpresa volvieron a avanzar. Sus objetivos eran los fuertes de Loreto y Guadalupe. Era tanto el ardimiento de nuestros hombres, que bastaron 167 soldados para repeler el ataque inicial. Más tarde entró en acción nuestra caballería. Los invasores miraban atónitos nuestros movimientos. Entrada la tarde, a las 4:15, las columnas francesas se batieron en retirada. Ensoberbecidos por su supuesta superioridad, los invasores habían menospreciado nuestro arrojo. Por si fuera poco, las cosas se les complicaron con el terrible aguacero que cayó sobre el campo de batalla. Sus bonitos uniformes se embadurnaron con una gruesa capa de barro. Los carabineros de Pachuca, los Zapadores y Rifleros de San Luis Potosí, los indios zacapoaxtlas con sus sombreros anchos y sus calzones de manta; ¡qué hermoso era mirarlos batirse con denuedo frente a los zuavos, la élite del ejército francés! Entonces recibimos las primeras noticias que anunciaban nuestra victoria. Finalmente, los franceses se dispersaron y huyeron despavoridos hacia los montes, sorteando los vados y las charcas dejadas por la lluvia. No con la bravura ni la fama que precedían a sus huestes, sino con la vergüenza de los humillados.>>

    <

    Tu esposo fidelísimo:

    Matías Tejada.>>

    CAPÍTULO III

    EL FUGITIVO

    Montado sobre una vieja y desgarbada mula, Matías Tejada llegó a San Gabriel una lluviosa tarde de verano, allá por el lejano año de 1856. La gente del pueblo, tras las puertas y ventanas entornadas, lo veía pasar imperturbable, sin importarle el agua que caía a chorros desde el ala ancha de su sombrero, dibujando una catarata circular que resbalaba hasta su grueso capote de lona. Nunca nadie lo había visto por allí, por lo que se hicieron muchas conjeturas en torno a su identidad, preguntándose quién era y de dónde venía. Aquella tarde gris, en medio de un violento aguacero, la famélica mula se detuvo frente a una descascarada casa de adobes, sobre cuya desvencijada puerta de tablas, estaba escrito con letras gordas y torcidas: MESON DOÑA AGRIPINA. El forastero se apeó sin demasiada prisa y bajó, de la grupa del animal, un fardo que parecía ser todo su equipaje. Sin esfuerzo cargó con él hasta la entrada del modesto establecimiento. Al verlo entrar, una gruesa y rozagante mujer, de edad mediana, dejó de hacer las labores de la cocina para observarlo. Desde aquel sitio estratégico, podía ver a todo aquel que entraba o salía del mesón. Apenas entró, el recién llegado vio a un hombre menudo que se hallaba en cuclillas junto al fogón, donde los leños chisporroteaban entre el sube y baja de un fuego entintado de crestas azules. Sostenía entre sus manos una pequeña olla de barro que despedía un ligero vaho blanquecino, mezclado con un aroma dulzón. Al mirar al desconocido preguntó con voz sonora:

    >>-¿Quiere una agüita con chinguirito, forastero?

    >>-No me vendría mal-admitió el recién llegado a guisa de respuesta, sacándose el húmedo y pesado capote, colgándolo de una varilla de hierro clavada en la superficie nudosa de un grueso tronco, desde donde comenzó a gotear, formando una mancha oscura sobre el piso de tierra apelmazada.

    >>-Hace un frío de los mil demonios-añadió frotándose las manos vigorosamente.

    La palabra demonios pareció causar una honda impresión en ambos personajes, quienes con grandes aspavientos se santiguaron hasta en media docena de ocasiones. Pasado aquel singular rito de invocación divina, la robusta mujer asomó la cabeza por el hueco de la puerta de la cocina, mientras el hombre se esfumaba.

    >>-¿Va a querer algo de comer, forastero?-preguntó la mujer del mesón comedidamente.

    >>-Sí, sí quiero-repuso él sin pensarlo dos veces-. Me comeré una buena ración de frijoles y un tazcal repleto de tortillas.

    >>-Ahorita mismo se los traigo-dijo ella regresando a la cocina. En ese momento apareció de la nada, el hombrecito con un tazón de barro cocido en cada mano.

    >>-Tome, forastero. A ver si no le quedó muy cargada. Y si le faltó algo, nomás dígame.

    Le tendió uno de aquellos recipientes al extraño, quien ya se había acomodado en una de las mesas del salón comedor. Enseguida caminó hacia un estante que había al otro extremo y volvió con una vela de sebo. Tras un par de intentos encendió un yesquero y lo acercó al pabilo. La penumbra se disipó poco a poco, permitiéndole ver con mayor claridad el rostro del hombre salido de la lluvia. Era más joven de lo que le pareció inicialmente. Llevaba barba de varios días y su nariz, un poco ancha, se destacaba sobre su rostro curtido por el sol y los vientos. Había en sus ojos negros un brillo extraño, una mezcla de rabia contenida y decisión inquebrantable. Observó que vestía una gastada calzonera de gamuza color marrón y camisa de manta de mangas anchas que debió ser blanca algún día. Complementaban su atuendo: una chaquetilla de paño negro y unas botas de cuero también café. Su escrutinio terminó en sus mejillas hundidas, donde podían apreciarse varios cardenales.

    Al ver la curiosidad del hombre del mesón, el forastero le explicó con voz profunda:

    >>-Me llamo Matías Tejada. Hace unos días, no muy lejos de aquí, un grupo de bandoleros salieron del monte y quisieron asaltarme. Como me negué a entregarles el dinero que tenía, me dieron una buena tunda. Intenté defenderme, pero eran demasiados para mí. También me patearon las costillas.

    Se levantó la camisa y le mostró las huellas de la paliza, mientras en su rostro se dibujaba un rictus de dolor. Enseguida se llevó el tazón a los labios y, echando la cabeza hacia atrás, le dio un largo sorbo. En ese instante volvió de la cocina la mujer con un platón de frijoles y el tazcal rebosante de tortillas amarillas.

    >>-Aquí tiene, forastero. Coma ahorita que todo está caliente. Y si necesita algo más, sólo tiene que pedírmelo. Estaré adentro, en la cocina. Ándale Abundio, arrímame unos leños y dales de comer a las gallinas. Deja que este cristiano coma en santa paz.

    >>-Por mí no hay problema-dijo aquél ensopando una porción de tortilla en el plato vaporizante-. Me gusta hablar con alguien mientras estoy comiendo.

    Sin embargo, el llamado Abundio se marchó a cumplir con lo que la mujer le había ordenado sutilmente, dejando en claro quién llevaba las riendas de la casa.

    Al terminar la comida, Matías Tejada le comentó a la mujer su intención de hospedarse en el mesón.

    >>-Será por algunos días, mientras me repongo de la golpiza que me propinaron aquellos tunantes y descanso del ajetreo del viaje.

    Ella tendió con prestancia un petate tejido de tule sobre las tablas desnudas de una vieja y apolillada cama, cubriéndola con un desgastado y desvaído cobertor que debió haber sido en otros tiempos entre amarillo y naranja.

    Finalmente, no fueron solamente unos días, como había anunciado. Sino que se quedó a vivir para siempre; a echar raíces y formar una sólida familia que llegó a competir con los García, los Valdés, los González y los Ochoa; los dueños de las haciendas más prósperas de la región. ¿Cómo lo hizo? De eso hablaremos en otra oportunidad.

    CAPÍTULO IV

    HIPÓLITO, EL PEQUEÑO

    AMIGO DE TOMÁS

    Los primeros días de su estancia en San Gabriel, Tomás se sentía inmerso en un mundo hostil, vacío, extrañamente ajeno a todo lo que él conocía. Hasta las yermas mesetas del norte y las tupidas selvas del sureste eran distintas al paisaje de aquel lugar. Tras la muerte de sus padres, su vida sufrió una fuerte sacudida, un cambio violento. A menudo pensaba en ellos, se imaginaba el trágico momento en que el conductor del camión materialista perdió el control y embistió al automóvil en el que ellos viajaban, en medio de la nada, sobre aquella carretera solitaria de Oaxaca. Todo fue tan repentino-la abuela se lo contó-. Su madre murió en el acto. Y él, su padre, resultó gravemente herido. Una ambulancia lo trasladó a la ciudad de Oaxaca para su atención, sin embargo, nada pudo hacer la ciencia ni los doctores; falleció una semana después. Nunca salió de su estado comatoso. Aquella tragedia fue un duro golpe para la familia.

    Sin ningún familiar que le quedase por parte de Teresa Orellana, Isabela Tejada recogió al chico y lo llevó a vivir con ella a San Gabriel, a la vieja casona que durante varias generaciones perteneció a su familia.

    El pequeño huérfano se hundió en un mutismo inobjetable, en una apatía total, y aunque ya había visitado en algunas ocasiones a la abuela, le costaba acostumbrarse a su compañía. Por otro lado le resultaba difícil aceptar que sus padres ya no estaban más con él, y que jamás volvería a verlos. No le atraía hacer amigos y, siempre que volvía de la escuela, apenas comía, se encerraba en el cuarto que le habían asignado y se sumergía en su mundo, tras cumplir con sus tareas escolares.

    Pero poco a poco, el deseo de vivir afloró en el chico, irrefrenable, impetuoso; como parte de ese instinto de conservación que todos poseemos, ese algo muy íntimo que bulle en nuestro interior y nos empuja a ir siempre hacia adelante, a superar nuestras fobias, a tomar acciones radicales, a tener una vida y un desempeño social, a buscar a alguien con quien compartir nuestros momentos más bellos. Así sucedió con aquél; fue saliendo de su abatimiento y volvió a ser el niño socialmente adaptado a su entorno, soñador y fantasioso; aceptó el acercamiento y el trato amable de sus compañeros de clase, a hacerse de amigos, aunque con quien más intimó, fue con un chico de nombre Hipólito Cano, hijo del carpintero del pueblo, cuya compañía le hacía sentirse especialmente feliz. Con él convivía durante varias horas y compartía todo aquello que sólo los más tiernos corazones son capaces de compartir. Podría decirse que eran dos almas gemelas que la vida había puesto el uno junto al otro, como un complemento que le hacía falta a sus vidas.

    Hipólito llevaba una vida modesta y ordenada. Y aunque Tomás no se consideraba de la alta alcurnia de San Gabriel, el pasado de la abuela le daba cierto relumbre a su status social. No obstante, en esa época, la familia Tejada estaba pasando por una suerte de envejecimiento social; los buenos tiempos eran ya cosa del pasado, ahora tendría que aprender a convivir con los recuerdos y llenar aquel doloroso vacío con los objetos, cartas y retratos que Isabela Tejada guardaba celosamente en aquella cajita de Olinalá, en ese oscuro cuarto frío, cuya puerta de madera apolillada se mantenía siempre cerrada bajo llave, salvo las ocasiones en que la anciana entraba a sacudir el polvo, que a través de los días iba formando una costra café. Solamente ellos dos sabían lo que allí había. Era un secreto que ninguno estaba dispuesto a compartir, como si al hacerlo, se levantara entre ambos una muralla que pudiese separarlos.

    No pocas veces, mientras escuchaba con supremo gozo la voz dulce y clara de la abuela; plena de melancolía, o cuando él mismo barajaba el montón de viejas fotografías, sentía como se transportaba a un mundo extraño, impreso en blanco y negro, o en color sepia. Entonces podía ver con todo detalle, los rostros vagos de sus familiares muertos, podía casi sentir las emociones que se albergaban en sus ojos

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