Érase una vez la lectura
Por Carlos Skliar
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Érase una vez la lectura - Carlos Skliar
La fragilidad de la lectura
Quién sabe si al principio no era la fragilidad. Al principio y, claro está, un instante antes del final. O bien en la duración de todo aquello que existe entre el principio y el final, y que algunos llaman vida, o mundo, existencia, devenir, finitud.
Si eso que es llamado vida es un relato que comienza con érase una vez y que culmina cada vez que alguien se da cuenta de algo o cuando ya deja de darse cuenta, todo lo que está en medio es la pura fragilidad por narrar y volver a narrar, por leer y releer.
Pero no se trata de la fragilidad de un individuo aislado, vulnerable por el azar de las imperfecciones de la vida que le ha tocado en suerte, la de su alma o la de su espíritu, sino más bien la de los cuerpos en general, cuerpos cuyo límite interior es la soledad, esa soledad parecida a una patria, y cuyo límite exterior es la comunidad porosa; cuerpos y soledades pacientes e impacientes que celebran, se reúnen, padecen, se mueven por las calles, a veces leen o escriben, conversan y se callan.
Fragilidad de un cuerpo solitario y multitudinario a la vez, singular y plural al mismo tiempo que, más allá de toda entelequia sobre su configuración, su contorno o su relieve, no hace más que resonar sus huesos, someterse a la deriva de la piel y decir o silenciar lo que bien o mal se puede: un cuerpo de frío, de sueño, de memoria y de olvido, de desorden, apasionado y aprisionado entre deseos de sentir y percibir, y desfallecimientos y reanimación entre la potencia y la impotencia del vivir y su relato.
En la duración de la fragilidad está la posibilidad de contarnos algo, de narrar lo perdido y reencontrado, de volver a sentir la lengua materna como aquella que es fecunda, inventiva y ventral, sí, pero sobre todo perceptiva, ancestral, pragmática y ética; una lengua a-gramática, llena de impurezas sensitivas, en fin, una lengua metafórica: la lengua del arte, la lengua de la infancia y de los ancianos, la lengua que se equivoca, la que yerra sustantivos pero nunca adjetivos, la lengua del cuerpo junto a otros cuerpos puestos en una escena de desequilibrios e inestabilidades jamás previstos de antemano.
Se dice que lo frágil es la facilidad de una cosa para romperse, su propia debilidad para deteriorarse; se dice, además, que es lo opuesto a la tenacidad, esa torpe virtud de los objetos y de las personas que insisten en nunca quebrarse.
Aquí se dirá, pues, que la única necesidad de lo frágil es encontrarse con otras fragilidades en el reino de la pasión, o de la imaginación o bien de la ficción, es decir: en la posibilidad de vivir otras vidas, quitarse del lenguaje infectado de los poderes, eludir toda absurda convención de normalidad, evitar la cruel insensatez de las cronologías.
Leer.
La fragilidad, esa débil y sonora intimidad de cada una, de cada uno, no desea otra cosa que experimentar lo pequeño más acá de toda verdad altisonante, más allá de toda fácil somnolencia, en ese umbral impreciso que a veces existe entre lo que creemos ser y el modo en que esa creencia se torna gesto, acción, sentido, potencia, y que retorna, eternamente, a su posible rotura, a su posible lectura.
El mundo de lo frágil –si acaso algo así existiese– no obedece a una justificación ni a una teoría sino a un conjunto impreciso de percepciones: una patria gestual donde encontrar o buscar, quizá, la infancia, la ancianidad, la animalidad, las artes, las lluvias, las ignorancias, el desconsuelo, cierta filosofía, los árboles del otoño, el amor entre la bienvenida y la despedida, el sueño a punto de olvidarse, la lectura, la escritura.
Aquí se dirá, pues, que la única necesidad de lo frágil es encontrarse con otras fragilidades en el reino de la pasión, o de la imaginación o bien de la ficción, es decir: en la posibilidad de vivir otras vidas, quitarse del lenguaje infectado de los poderes, eludir toda absurda convención de normalidad, evitar la cruel insensatez de las cronologías.
Leer.
En la infancia hay fragilidad –pero no incapacidad, pero no pequeñez, pero no debilidad, pero no inferioridad– pues aún no se conoce ni reconoce la diferencia entre el deseo y el posible provecho de su consecución. Hay fragilidad porque en el mundo todo parece ser interesante y la distracción conlleva, desafortunadamente, una punición. Hay fragilidad pues el lenguaje nombra lo presente como si estuviera ausente y la ausencia como si fuera piel: un lenguaje aún de grito, de creencia, de imagen y metáfora, que se desconsuela con la gramática de la legalidad y la celeridad. Hay fragilidad porque hay la invención, luego arrebatada por los ejércitos de la utilidad y el sentido. Hay fragilidad porque el cuerpo-infancia pretende asir lo inasible, alcanzar distancias siderales, moverse en la dirección de lo que será prohibido de inmediato. Y hay fragilidad, sobre todo, pues se vive entremedio a relatos –se lee la voz alta– y aún la sequedad de la prisa y la realidad no hacen mella en la patria ilimitada de la ficción.
En la ancianidad hay fragilidad porque los ojos se humedecen de tanto haber visto lo atroz, de tanto insistir con la ternura, de tanto haber callado y sentirse atragantado por el recodo de un cuerpo que todo el tiempo regresa y ya no avanza. Hay fragilidad porque todo lo que se desea es un instante más, para poder volver a contar aquellas historias de las que