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El insolente de este Santiago dormido: Crónicas, tertulias y milagros
El insolente de este Santiago dormido: Crónicas, tertulias y milagros
El insolente de este Santiago dormido: Crónicas, tertulias y milagros
Libro electrónico272 páginas4 horas

El insolente de este Santiago dormido: Crónicas, tertulias y milagros

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Mario Rivas (1907-1972) desplegó toda su irreverencia, humor y creatividad en las columnas publicadas en Las Noticias Gráficas, un diario poco prestigioso cargado un tanto a la derecha, que sobrevivía gracias a sus titulares y a la página de Rivas. Mediante estas divertidas crónicas, el autor jugaba –¿o juraba?– a ser el verdadero director de las marionetas del circo santiaguino de los años cuarenta y cincuenta. Qué hacían, qué comían, dónde iban y cómo vestían los chilenos de aquella especie de Belle Epòque criolla venida a menos –creada por él mismo–, era su alimento. Todo aliñado con humor y agudeza.

El insolente de este Santiago dormido recoge una selección de estas crónicas publicadas bajo el título «¿Adónde va Vicente? ¡Donde va la gente!», además de rescatar su autobiografía que se creyó perdida hasta hoy y sus «Tertulias literarias», una nostálgica revisión de sus años mozos, en donde afloran los más diversos personajes santiaguinos de la época retratados bajo su particular estilo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 ago 2021
ISBN9789566087427
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    El insolente de este Santiago dormido - Mario Rivas

    Prólogo

    Mario Rivas y los otros

    Por Lucas Vergara Brunet

    «La vida no es un cuadro, una composición literaria. No es un puzle que, una vez hallado el encaje, coincide exactamente con un dibujo preestablecido; es más bien como agua en un cruce de corrientes, que ciertamente lleva una dirección, pero tumultuosa, un ritmo perceptible solo a grandes trazos». Mario Praz

    …Y Dios

    Mario Rivas tuvo poder. Mejor dicho, creyó tener poder. Quizá Dios, alguna vez, estuvo a su altura, pero Rivas no lo nombra. Y por qué habría de hacerlo, si Dios jamás pasó por Chile, no se dignó en usar pañuelos ni flores en el ojal, ni compró su ropa en tiendas establecidas. Dios no era digno de sus palabras.

    Pero todo el resto de los mortales, todo aquel que caminara por las calles de Santiago, por el contrario, estaba sujeto a aparecer en uno de los tantos fragmentos de su página titulada «High Life» del periódico Las Noticias Gráficas, bajo esa tinta, en palabras de Roberto Merino, «cáustica y corrosiva; humorística para los lectores, letal para los afectados».

    Porque ningún chileno que haya tomado alguna vez la pluma construyó para sí una torre tan sólida como la de Mario Rivas González. Una torre de tal altura que le permitía ver, incluso hacia el pasado, las nucas de todos los personajes que se pasearon por el país. Y bien digo las nucas, pues Rivas miraba hacia abajo, otorgando a sus súbditos los adjetivos que mejor encajaran según estuviese su ánimo un día cualquiera. Así, era capaz de escribir, en aquellos grises días santiaguinos carentes de algún evento digno de su presencia, que, «resumiendo, podemos decir que han nacido unos cuantos niños siúticos, se han casado unos cuantos siúticos con unas cuantas siúticas, han dado fiesta algunos siúticos y siúticas y también han nacido guaguas de rotos, se han casado rotos con rotas y han dado fiesta algunos rotos y algunas rotas».

    Es que Rivas era el director de las marionetas —tanto del escenario como de lo que sucedía tras él— del circo santiaguino de los años cuarenta y cincuenta. Qué hacían, qué comían, qué se ponían los chilenos fue el sustento de una segunda y venida a menos Belle Epòque criolla creada por Rivas. Como dice en su columna del 5 de marzo de 1946, «es realmente increíble el número de personas que se creen mucho más importantes y más conocidas de lo que realmente son», para rematar al día siguiente: «En el ambiente social chileno existe mucha gente pretenciosa, tonta y malvada. Digo que son pretenciosos, porque se creen acreedores del respeto de todo el mundo. Yo conozco mucha gente y la respetable es harto poca. Afirmo que son tontos, porque creen todo lo que se les cuenta. Y sostengo que son malvados porque se hacen eco de calumnias que, además, repiten».

    Es a ellos a quienes dirige sus dardos, a quienes retrata, a quienes remata e intenta sanar.

    Rafael Gumucio, sobrino–nieto de Mario, dice que «Rivas inventó un enemigo que sus dos tipos de lectores pudieran odiar por igual: el siútico, un personaje del medio, que el pobre odia por traidor y el rico, por falso. La condición de siútico corresponde a una categoría móvil, cambiante, en la que nadie, rico o pobre, se reconoce jamás». Y por esto mismo dice el propio Rivas que «si Dios no ha podido hacer respetar los diez mandamientos, no tengo yo tampoco la pretensión de curar a la gente tonta de su siutiquería».

    Y aunque en el discurso y el papel actual esto suena retrogrado, incendiario y se crea desterrado, como dice Merino, tales escrúpulos «se siguen reproduciendo en la educación puertas adentro de las familias. Un cierto pudor ha sumergido en la pura intimidad lo que Mario Rivas se permitía decir a los cuatro vientos. Nadie quiere hoy ser tildado de clasista, pero el tema social sigue siendo entre nosotros una prioridad clandestina».

    …Y los otros

    La página «High Life» está plagada de retratos de aquellas personas con las que se topaba a diario en las calles. Muchos de estos son inofensivos, simpáticos incluso. Pero hubo días en que Rivas despertaba de mal humor y personas que lo sacaban de sus casillas. En estos casos era mejor arrancar. Pero como casi todos podrán atestiguar, «hay una serie de encuentros que son terribles. Para ello no es necesario hacerse misionero de los caníbales de la Polinesia [ni] ir a cazar tigres a la India ni leones a las montañas del Atlas. Basta simplemente con salir a pasearse por el pavimento de Santiago».

    El 22 de abril de 1946, escribía: «El Orador Sagrado y tonto consuetudinario, Luis Garmendia Martins, alias Chuchoca, fue expulsado a patada limpia por el dueño de una tintorería cuando pretendió que le lavaran el cuello que ha usado ininterrumpidamente desde el día de su lejana primera comunión hasta hoy». O: «Con las patas podridas sigue el amigo Vargas Guariguijuajuá, tonto muy notorio y por un tiempo encargado de repartir la correspondencia anotada del Ministerio de Defensa Nacional. Hace tiempo que no nos escribe, como solía hacerlo, para informarnos del curso de su putrefacción. Guariguijuajuá, dos veces tonto, Vargas». O: «Cojo desde hace tiempo anda el simpático amigo que es Pilo Matte Reyes. Tal cojera se le originó en una presentación de Cómo era yo de siútico y cómo lo seré hasta la hora de mi muerte, que organizó esa yegua pesada e intrusa de la Charo del Campo–Siútica. Naturalmente que tal compañía le tenía que traer mala suerte al simpático Pilo, puesto que la Siútica del Campo, tanto en lo que escribe como en todo, es un zorzal churrete».

    Para encontrar el humor en estas ofensas, se debe saber que en manos de Rivas todo, incluida la historia de Chile, es visto a través de un cariz distinto. O´Higgins —«ese roto colorín»— y el «Paco» Ibáñez no figuran en ella por ser siúticos sin remedio y, por ende, totalmente prescindibles dentro de la verdadera sociedad chilena. Porque en sus esquemas se es aristócrata, hombre de mundo, o parte del pueblo, quienes están, por lejos, más cercanos a la aristocracia chilena que los «medias tintas», arribistas, siúticos y figurones. Estos últimos son los que no pertenecen a la Historia de Chile. En realidad, pertenecen, pero no debiesen hacerlo, ya que «se venden y hacen concesiones con tal de escalar». Según Rivas, los siúticos empañan a Chile, porque ellos «tienen una dolencia especial que es la siutiquería, lo que equivale a un juanete en el alma».

    Con ello, dice también Merino, «el interés por los escritos de Mario Rivas proviene del carácter universal de la sátira. Así como Marcial se vengó en sus epigramas de todos quienes lo pasaron por alto o lo humillaron y Quevedo ejerció en sus sonetos y letrillas la demolición humorística de la fauna madrileña de su tiempo, Rivas satirizó a nuestra sociedad echando mano para ello a la más ridícula de las retóricas: la de las páginas sociales de los diarios».

    …Y los siúticos

    La «cruzada» de la página «High Life» era alejar a los siúticos de sus malas costumbres, bajo la clave del humor. En torno a esto hay posturas diferentes. Su hijo, Mario Rivas Espejo, dice que «la página ayudó a que los siúticos aprendieran y fueran dejando atrás esos ademanes de roto. Sus consejos eran considerados por los siúticos. El nuevo rico debía tomar conciencia; solo así sería un caballero. Su página era el bien social que hacía mi padre». Por su parte, Jorge Edwards dice que la historia social chilena era el fuerte de Mario y asegura que sus consejos y diatribas en contra del mal caballero «eran objeto de risa. No eran tomados en serio». Germán Marín va más allá incluso al decir que la página de Mario se reía especialmente de los de su clase y que estar contra el siútico era más para diferenciarse que para humillarlos o hacerlos risibles.

    Así, muchas de las cosas que achacaba a los siúticos eran realmente mensajes velados a los aristócratas, su círculo, que perdían las buenas costumbres. Por esto, miles de recriminaciones publicadas bajo numerosos pseudónimos (por más que todo lector supiera que la página completa la escribía él), manan en su entrega diaria sin que seamos capaces de definir exactamente cuál es el público objetivo al que se dirige. Y quizá sea esta una de las razones del éxito que logró en su momento Mario Rivas a cargo de la sección de espectáculos más leída y conocida de Chile, en tiempos en que la televisión aún no aparecía y la prensa era el medio informativo por excelencia. Y hoy, con el paso casi ya de un siglo, muchos de sus retratos encuentran una justificación en una simple cita dicha solo al pasar: «Esto lo he contado para que el personaje no se pierda en la nube de los recuerdos dispersos y darle un sitio, aunque mínimo, en la historia de la buena voluntad nacional».

    …Y su Arte Poética

    Proveniente de una familia criolla de renombre –aunque «después de cuarenta alegres primaveras de vida, he llegado a descubrir que en mi familia el talento es un fenómeno que se produce raras veces»–, pero venida a menos desde la muerte del padre –el político liberal Manuel Rivas Vicuña–, Mario, nacido en 1907, no alcanzaba, con lo que tenía, a ser lo que decía ser. Menos lo que quería ser. «Vivía modestamente en un departamento del centro», me contó Germán Marín. Jorge Edwards escribe en su libro Adiós, Poeta que «vivía cerca de mi casa, en un pequeño departamento de la calle MacIver». Pero hay, como dice Gumucio, «una cierta continuidad natural entre su educación principesca y su vida posterior, más bien picaresca. Había sido educado para ser antes que para hacer; para contar historias antes que para protagonizarlas».

    Con ello, y colgándonos de Dante, podríamos decir que para el Rivas periodista no había «dolor mayor que recordar los tiempos felices en el infortunio». Porque gran parte de su vida –como se verá en los textos aquí rescatados, que lo alejan de la percepción de aquellos que lo conocieron–, la pasó mirando atrás, hacia los buenos tiempos idos ya enterrados para siempre.

    De ahí el gusto de Mario Rivas por estratificar jerárquicamente a la sociedad de la época, ya que así lograba consolidar su posición de pije mediante esta estrategia que le permitía escapar de su real situación. El aristócrata que no ve su fama amenazada, ya que su dinero y su ascendencia lo protegen, no requiere de la oratoria para situarse en el espectro social. Pertenece a tal estrato y no ha por qué moverse. El pije pobre, en cambio, como lo era Rivas, se perfila mediante lo despectivo. Era un maestro en el «Arte de rotear», pero «roteaba al siútico, no al roto mismo», dice su hijo, ya que eran ellos quienes podían amenazar su posición panóptica, mientras que en «el roto estaba la riqueza de Chile. Es más, su mejor amigo fue el Care’Cueca, un roto grandote que hacía de guardaespaldas suyo» y a quien dedicó una novela hoy perdida.

    Día a día, por años, Rivas retrató sin misericordia a esta gama inclasificable en Las Noticias Gráficas. Se valía de su agudeza para observar, criticar y darle una vuelta a lo cotidiano. «Que a la gente le gusta pelar —escribe—, es algo tan claro, tan constante, que hay que admitirlo como un mal indispensable. Y, en verdad, pelar puede dejar de ser un mal y convertirse en una cosa útil; puede hasta llegar a ser un arte».

    Y ese es el arte que le vio encumbrarse como el mejor, creando, incluso, un aparataje teórico que sustentara su trabajo y estableciera las directrices sobre las cuales moverse. Dijo: «No se puede pelar apasionadamente, con vehemencia. Esas señoras un tanto histéricas que pelan con furia, con mal genio, se salen de los límites permitidos; llegan a lo que nunca debe abrigar el corazón de una persona decente: el odio, el espíritu de venganza. Por eso, la condición esencial del arte de pelar, es que se haga con gracia. Solo se justifica como un medio de hacer reír, de alegrar la vida».

    Para lograr llenar diariamente su cuartilla, Rivas caminaba sin descanso las calles de Santiago en pos de recabar noticias y asistía a todos los cócteles a los que era invitado y a los que no, también, amén de un séquito de informantes que le contaban hasta los más pequeños detalles.

    Su página se componía de diversos espacios que apelaban a distintos objetivos. Algunos describían situaciones de cómo debía comportarse un caballero («Un caballero no se cura en las Fuentes de Soda como Raúl And…»), seguido siempre por cómo no debía hacerlo («Un mal caballero se come el jamón con la mano como un Perro Echeverría cualquiera»). Otras viñetas destacaban episodios muy subjetivos que llenaban al periodista de rabia («No hay nada que dé más rabia que los llamados telefónicos matinales, cuando uno se ha curado en la noche») y un largo etcétera.

    Tenía, pues, a su disposición una página completa que llenaba con diferentes apartados, en los que destacaba la columna «¿A dónde va Vicente? ¡Adonde va la gente!», en la cual Vicente, en palabras de su hijo, «es un personaje que interpreta la realidad chilena, interpreta la siutiquería, interpreta al picante con plata que se las da de elegante». O en palabras del propio autor: «¿Adónde va la gente? Desde luego cada cual va donde tiene ganas. Depende también mucho de la hora y además hay que tener en cuenta que muchísimos siúticos van a los mismos sitios que las personas distinguidas, en el ánimo de rozarse con ellas y de entrar en sociedad». Sobre cómo se comportan y a dónde van las gentes, entonces, es en donde se inmiscuye Vicente.

    Esta sección y su comentario de la farándula criolla en la sección «Van, vienen, circulan» son las que disponen de más espacio. Y desde allí, desde todas las trincheras que abrió en su página para disparar a quemarropa, Rivas González, a quien su padre alguna vez intentó enrielar en el camino de la política sin resultado alguno, se convirtió, en palabras de Francisco Mouat, en «uno de los periodistas más auténticamente irreverentes y filudos que tuvo la vieja guardia», al punto que, como dice Hernán Valdés, «muchos le temen. Se dice que vive de chantajes para no publicar ciertas aventuras».

    …Y las bromas

    Las Noticias Gráficas era un diario poco prestigioso, cargado un tanto a la derecha, que sobrevivía gracias a los titulares y a la página de Rivas. Joaquín Edwards Bello, quien saltó en su defensa luego que una distinguida señora le rogara que hablara mal de quien se había burlado de ella, imaginaba a señoronas y señoritas de la élite chilena mandando a sus empleadas a comprar el diario en secreto para, como dice Roberto Merino, experimentar el placer de la denostación ajena (y, de paso, asegurarse que sus nombres no aparecieran en letras de molde). Dijo Edwards Bello: «En vez de atacar a ese genio precoz, sería más justo felicitarle por el hecho de haber descubierto ricas vetas en las minas inextinguibles de la vanidad, la murmuración y la envidia».

    Hernán Valdés rememora a Mario, su época y las costumbres de la siguiente forma: «Por las tardes, antes de ir al Iris, hay una especie de tertulia en la redacción de Las Noticias Gráficas en donde llegan, entre los pocos que recordaré, el «Gato» Gamboa, José Gómez López, Mario Rivas y una multitud de gacetilleros que sobreviven azarosamente esperando la noche, cuando surgen oportunidades de comer y beber y de encontrar algún calor humano. […] Mario Rivas es el insolente de este Santiago dormido. Armado de un bastón con empuñadura de plata, de baja estatura, pero bien erecto y con una postura arrogante, se pasea por la caótica sala de redacción como esperando a que alguien le provoque. Ayer, dice, mientras mi chofer me paseaba en el coche por el Parque Cousiño, para escapar del aire de sobacos y vaginas de esta ciudad, vi de pronto a la Benjamona Subercasiútica sobando a un pobre milico detrás de un eucaliptus que, como ustedes bien saben, es un árbol procedente de ese continente bárbaro que es Australia».

    Aparecer nombrado por la tinta de Rivas no significaba, las más de las veces, un orgullo. Muchos de los apelados salieron airosos, pero los más sufrían un acápite descalificador. Por ejemplo, en el apartado Van, Vienen, Circulan, nombraba a las lindas mujeres que había visto en la fiesta de la noche anterior con nombre y apellidos. Pero si no calificaba a su gusto, esta quedaba relegada dentro del «y varias otras que se nos escapan o que dejamos escapar» con que cerraba la nota.

    Una vez, al contar sobre un baile de sociedad, se refirió a quien fuera objeto recurrente de su ironía –Carmen Balmaceda o «Balmasiútica», una exnovia de infancia que lo había abandonado–, y dijo: Fulana entró de tul azul; Zutana, de sastre morado, ambas muy dijes y distinguidas. «Por último, entró Carmen Balmaceda, quien vino de fea».

    Y así como siempre le dedicaba unas líneas simpáticas a su amiga «Karla Otta Kordua, que estudia en Halemania Filosofía, Encerado de piso y otras cosas», sobre Carmen Balmaceda, también estudiante de Filosofía, escribía: «Muy contenta iba a sus clases de Tontología, porque por fin, después de dos años, habían arreglado el baño de su casa de la Avenida Salvador #443 y había terminado su larga penitencia». Ya mayor, Balmaceda tuvo una cátedra en la Universidad Católica. Mario Rivas, punzante, escribió de forma destacada en su página: «Es un curso de Estética… La profesora no predica con el ejemplo».

    Por si esto fuera poco, Roberto Merino cuenta que Mario Rivas «solicitó a nombre de Carmen Balmaceda un banquete a domicilio para cincuenta personas, con caviar y champagne francés». La cuenta, por supuesto, corrió por parte de la exnovia. Pero dejemos a Carmen. «En otra ocasión —continúa Merino—, a raíz de un cambio de presidente, Mario se hizo pasar por funcionario del gobierno entrante y llamó a varios figurones connotados para ofrecerles carteras ministeriales. Después se fue a La Moneda para verlos llegar».

    Es que Mario Rivas González, en palabras de Jorge Edwards, «era francamente cruel, pero muy buen amigo». Su hijo, en cambio, dice que su padre tenía esta manera de ser «no perversa, sino simpática». Como sea, no se puede dudar de que las bromas pesadas le gustaban, bromas que al poco tiempo tomaban un cariz anecdótico por lo elaboradas que eran y por la cantidad de gente que cubrían. Veamos unas cuantas más.

    Conocida es la anécdota del tiempo en que trabajaba en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Estando allí, un equipo radical que llegó al gobierno no le gustó. Por esto, un día, enojado con su jefe por este nuevo equipo poco culto que se tomaba el poder, fueron a una recepción en donde estaba el Presidente Pedro Aguirre Cerda. Mario se puso al lado del presidente «y se tiró un peo a todo forro», tras lo cual le preguntó: «¿Se siente mal, su Excelencia?». Al otro día, según su hijo, tuvo que dimitir del cargo, por más que Mario supiera que «mi permanencia en la Cancillería no sería eterna. Mis comentarios enojaban a la gente y mis respuestas indignaban a los jefes».

    Menos conocida es la historia de sus innumerables tardes junto al poeta Teófilo Cid, uno de sus grandes amigos y por quien velaba en materia económica (así como de otros amigos, uno de los grandes orgullos de Rivas). Pues bien, en una de estas jornadas de alcohol junto al poeta, ya bien entrada la noche, Mario fue al baño y encontró una botella dejada a medias por Cid. Procedió, pues, a «rellenar» lo que faltaba, imaginando que la vejiga de Cid pronto le haría ir al mismo lugar. Su intuición encontró consuelo tras unos minutos, cuando al salir del baño, Teófilo le dijo: «¡Qué suerte la mía, Marito! Encontré una cerveza en el baño, pero ya está medio salada».

    Por último, queda la usual broma que hacía a sus amigos, ejemplificada aquí con un recuadro del día 14 de febrero de 1953, cuando escribe: «Ha fijado su residencia en Huérfanos #714, departamento 707, piso 7, Benjamín Arrieta Fernández. En cuanto ponga teléfono les daremos el dato para que llamen a saludarlo a cualquier hora, pues le gusta mucho sentirse acompañado».

    A los pocos días, el número era publicado.

    …Y la prensa

    Fue solo tras perder su trabajo en la Cancillería que Mario Rivas aterrizó en el periodismo, «al que me entrego con deleite desde hace muchos años».

    Bajo, de buena cara, entaquillado, sacando pecho «como gallito de la pasión», caminando de forma elástica, con un aire algo amanerado y teatral, Mario Rivas se lanzaba a las calles del centro de Santiago. «Era un tipo de nariz prominente y una guata puntiaguda, típica de pije», dice Germán Marín.

    Se le recuerda ataviado en un abrigo negro con cuello vuelto de terciopelo llegando al Café Bosco o al Oriente, siempre en horas de la tarde, autoafirmando que era un tipo buenmozo. Puntilloso y preocupado a más no poder de su ropa, Jorge Edwards se atreve a afirmar que casi la totalidad de las veces iba de ropa oscura, camisa blanca impecable y corbata mariposa. Quizá esto podría considerarse una generalización peligrosa, pero de todos quienes le conocieron, ninguno olvidó mencionar que iba premunido por un bastón en el que escondía un estoque, gracias al cual, amén de sus matones, aseguraba la tranquilidad de sus paseos. No hay que olvidar, como bien dijo Enrique Lafourcade, que «la mitad de Santiago lo quería matar». Y si a esto le sumamos un delirio de persecución y una paranoia en aumento, dos facetas

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