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Cuentos londinenses: Cuentos londinenses
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Libro electrónico293 páginas4 horas

Cuentos londinenses: Cuentos londinenses

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Dos historias ubicadas en el Londres victoriano, donde ricos y pobres se confrontan consigo mismos, en medio de visiones sobrenaturales, en busca de la redención. En “Un cuento de Navidad”, Ebenezer Scrooge, un viejo avaro y misántropo, recibe la visita del fantasma de su antiguo socio para advertirle del futuro que lo espera y ofrecerle un repaso
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2022
ISBN9786076218952
Cuentos londinenses: Cuentos londinenses
Autor

Charles Dickens

Charles Dickens (1812-1870) se dio a la tarea, entre 1843 y 1848, de escribir cinco obras inspiradas por el espíritu decembrino. Al éxito de “Un cuento de Navidad” lo siguió el de “Las campanas”, los dos títulos que se presentan en esta edición. Con una vocación innata por la literatura, se sobrepuso a las adversidades de la infancia para convertirse en uno de los autores más prolíficos de la Inglaterra de su siglo y, hoy en día, un clásico entre los clásicos. Sus obras se caracterizan por hacer una crítica permanente contra la ambigua e inestable balanza de la justicia.

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    Cuentos londinenses - Charles Dickens

    Un cuento de Navidad

    Una historia de fantasmas para Navidad

    PREFACIO

    Con este fantasmal relato he intentado despertar el espíritu de una idea que no provocará en mis lectores disgusto consigo mismos, con los demás, con la temporada ni conmigo. Espero que encante sus hogares y nadie desee abandonarlo.

    Su fiel amigo y servidor,

    CHARLES DICKENS

    Diciembre de 1843.

    ESTROFA PRIMERA

    EL FANTASMA DE MARLEY

    Marley estaba muerto, para empezar. De eso no hay duda. Firmaron el acta de defunción el clérigo, el empleado, el enterrador y el deudo más cercano. También la firmó Scrooge; tan sólo su nombre gozaba de buen crédito en la casa de cambio y tenía valor en cualquier documento que firmara. El viejo Marley estaba tan muerto como un clavo de puerta. ¹

    ¡Atención! No pretendo decir que sepa con conocimiento de causa qué tiene en especial de muerto un clavo de puerta. Me inclinaría a considerar un clavo de ataúd como la pieza de herrería más muerta de todas. Sin embargo, la sabiduría de nuestros ancestros radica en ese símil, y mis manos profanas no han de trastocarlo o sería el fin del país. Por consiguiente, permítanme repetir con el mayor énfasis que Marley estaba tan muerto como un clavo de puerta.

    ¿Sabía Scrooge que Marley estaba muerto? Por supuesto que lo sabía. ¿Cómo podría ser de otra manera? Ambos hombres habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge era su único albacea, su único administrador, su único beneficiario, su único heredero, su único amigo y su único doliente. Y ni siquiera Scrooge se sintió terriblemente afectado por el triste suceso, sino que siguió siendo un excelente hombre de negocios el mismísimo día del funeral y lo solemnizó a precio de una auténtica ganga.

    La mención del funeral de Marley me devuelve al punto en que empecé. No hay duda de que Marley estaba muerto. Esto hay que comprenderlo con claridad o no se hallará nada maravilloso en la historia que relataré. Si antes de empezar la obra no estuviéramos convencidos a la perfección de que el padre de Hamlet murió, no habría nada extraordinario en que dé un paseo nocturno por las murallas de su castillo, entre el viento oriental, respecto a cualquier otro caballero de mediana edad que salga en forma intempestiva a algún sitio ventoso tras el anochecer —digamos, por ejemplo, el cementerio de San Pablo—, como para causar asombro en la mente trastornada de su hijo.

    Scrooge nunca borró el nombre del viejo Marley. El rótulo permaneció ahí en los años siguientes, sobre la puerta del almacén: scrooge y marley, que era el nombre de la firma comercial. Las personas nuevas en aquel negocio a veces llamaban Scrooge a Scrooge y a veces Marley, aunque él respondía a ambos nombres. Le daba igual.

    ¡Ah, pero sí que era avaro ese Scrooge! ¡Un viejo pecador mezquino, rapaz, ambicioso, cicatero, aferrado, codicioso! Duro y agudo como pedernal al que jamás acero alguno logró sacar una chispa de fuego generoso; reservado, reprimido y solitario como una ostra. El frío de sus entrañas congelaba sus facciones envejecidas, afilaba su nariz, resecaba sus mejillas, imprimía rigidez a su andar, enrojecía sus ojos, hacía azules sus finos labios y se hacía oír con disimulo en su áspera voz. Había una escarcha blanquecina en su cabeza, en sus cejas y en su barbilla enjuta. Siempre llevaba consigo su fría temperatura. Provocaba que su oficina resultara gélida en los días más calurosos y que en Navidad no la calentara ni un grado.

    El calor y el frío externos tenían poca influencia en Scrooge. Ninguna tibieza lograba calentarlo; ningún clima invernal, enfriarlo. Ningún viento era más amargo que él, ninguna nieve más pertinaz, ninguna lluvia azotadora menos sensible a las súplicas. El clima inclemente era incapaz de superarlo. Las más fuertes lluvias, nieves, granizadas y heladas sólo podían presumir de sacarle ventaja en un aspecto: en que ellas a menudo se desprendían con generosidad y Scrooge, jamás.

    Nadie lo detenía nunca en la calle para decirle con alegría en la mirada: Mi querido Scrooge, ¿cómo está usted? ¿Cuándo irá a visitarme?. A Scrooge ningún mendigo le imploraba limosna, ningún niño le pedía la hora, ningún hombre o mujer le había preguntado en su vida cómo llegar a tal o cual lugar. Hasta los perros lazarillos parecían conocerlo y, cuando lo veían aproximarse, arrastraban a sus dueños hacia los umbrales y los patios; entonces meneaban la cola como para decir: ¡Es mejor no tener ojos que el mal de ojo, amo ciego!.

    Sin embargo, ¿qué le importaba eso a Scrooge? Era justo lo que le gustaba. Avanzar por las orillas de los atestados caminos de la vida, advirtiendo a cualquier sentimiento de simpatía humana que guardara su distancia y, quienes lo conocían, afirmaban que eso era un gran placer para él.

    Una vez —de entre todos los buenos días del año, ocurrió en Nochebuena—, el viejo Scrooge estaba sentado, muy ocupado, en su despacho contable. El clima era frío, inhóspito, mordaz y, además, con niebla. Scrooge podía oír a la gente en el patio que iba de aquí para allá jadeando, golpeándose el pecho con las manos y las baldosas del suelo con los pies para calentarse. Aunque los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, ya estaba bastante oscuro —de hecho casi no había habido luz en todo el día— y en las ventanas de las oficinas vecinas brillaban las velas como manchas rojizas en el denso aire pardo. La niebla se colaba por los resquicios y las cerraduras, tan espesa en el exterior que, aunque el patio era sumamente estrecho, las casas de enfrente parecían meros espejismos. Al ver la sórdida nube que se dejaba caer oscureciendo todo, cualquiera habría pensado que la Naturaleza vivía cerca y preparaba algún brebaje en grandes cantidades.

    Scrooge mantenía abierta la puerta de su despacho para vigilar a su empleado, el cual copiaba cartas en una lúgubre y pequeña celda, una especie de depósito. Scrooge contaba con una hoguera muy pequeña, pero la del empleado era aún menor, tanto que parecía tener un solo tizón. Sin embargo, el empleado no podía recargarla, pues Scrooge guardaba la caja de carbón en su cuarto y el jefe anticipaba que, en cuanto el empleado entrara con la pala, sería hora de que se marcharan. Por consiguiente, el empleado se puso su bufanda blanca e intentó calentarse con la vela. Fracasó en su esfuerzo, pues no era un hombre de mucha imaginación.

    —¡Feliz Navidad, tío! ¡Dios lo guarde! —exclamó una voz alegre.

    Era el sobrino de Scrooge, que se había presentado con tal rapidez que su tío no había tenido indicios de su proximidad.

    —¡Bah! ¡Pamplinas! —dijo Scrooge.

    El sobrino de Scrooge se había calentado al caminar a paso rápido entre la niebla y la escarcha, al grado que parecía brillar; su apuesto rostro estaba enrojecido, sus ojos destellaban y su aliento echaba vaho.

    —¿Pamplinas la Navidad, tío? —preguntó—. No lo dice en serio, estoy seguro.

    —Sí que es en serio —respondió Scrooge—. ¡Feliz Navidad! ¿Qué derecho tienes de estar feliz? ¿Qué motivo tienes para estar feliz? Eres pobre.

    —Vamos —replicó el sobrino, alegre—. ¿Qué derecho tiene usted de sentirse miserable? Es rico.

    Sin una mejor respuesta preparada para el momento, Scrooge volvió a exclamar:

    —¡Bah! —seguido de—: ¡Patrañas!

    —¡No se enoje, tío! —dijo el sobrino.

    —¿Cómo no hacerlo cuando vivo en un mundo semejante, lleno de tontos? —respondió el tío—. ¡Feliz Navidad! ¡Fuera de aquí con tu feliz Navidad! ¿Qué es la Navidad sino una temporada para pagar cuentas sin contar con el dinero; una temporada para descubrir que eres un año más viejo, pero ni una hora más rico; una temporada para hacer el balance de los libros contables y encontrar que cada entrada, a lo largo de doce meses, es por completo desfavorable? Si pudiera imponer mi voluntad —continuó con indignación—, a cada idiota que va por ahí con el feliz Navidad en la boca habría que hervirlo con su propio budín y enterrarlo con una estaca de acebo clavada en el corazón. ¡Eso habría que hacer!

    —¡Tío! —suplicó el sobrino.

    —¡Sobrino! —dijo con sequedad el tío—. Celebra la Navidad a tu manera y deja que yo la celebre a la mía.

    —¡Celebrarla! —repitió el sobrino de Scrooge—. Pero si usted no la celebra.

    —Entonces déjame no celebrarla —dijo Scrooge—. ¡Que te aproveche! ¡Mucho te ha aprovechado!

    —Hay muchas cosas que pueden ser buenas para mí y de las cuales no he sacado provecho —respondió el sobrino—, entre ellas la Navidad. Pero estoy seguro de que, al llegar la temporada navideña, siempre pienso en ella como una buena temporada (aparte de la veneración debida a su sacro nombre y origen, si es que cualquier cosa relativa a ella puede estar aparte de eso); un tiempo agradable, de amabilidad, perdón y caridad; la única época que conozco, en toda la extensión del calendario, en que hombres y mujeres, por una misma voluntad, parecen abrir con libertad sus corazones cerrados y pensar en las personas de menor jerarquía como en verdaderos compañeros en el viaje hacia la tumba, y no como otra raza de criaturas embarcadas en otras travesías. Y por eso, tío, aunque la Navidad jamás me haya puesto el menor trozo de oro o de plata en el bolsillo, considero que me ha hecho bien y que continuará haciéndolo, y digo: ¡Dios la bendiga!

    El empleado aplaudió desde su depósito de modo involuntario. De inmediato se dio cuenta de su imprudencia, hurgó en las brasas y extinguió la última débil chispa para siempre.

    —¡Si escucho otro ruido suyo —dijo Scrooge— celebrará la Navidad perdiendo su empleo! —y, volviéndose a su sobrino, añadió—: Sí que eres un orador convincente. Me extraña que no hayas entrado al Parlamento.

    —No se disguste, tío. ¡Vamos! Cene con nosotros mañana.

    Scrooge dijo que ya lo vería —sí que lo dijo—, y completó la expresión diciendo que ya lo vería antes en la calamidad.

    —Pero ¿por qué? —inquirió su sobrino—. ¿Por qué?

    —¿Por qué te casaste? —preguntó Scrooge.

    —Porque me enamoré.

    —¡Porque te enamoraste! —gruñó Scrooge, como si ésa fuera la única cosa en el mundo más ridícula que una feliz Navidad—. ¡Buenas tardes!

    —No, tío, pero usted nunca me visitaba antes de que eso ocurriera. ¿Por qué ponerlo ahora como razón para no ir?

    —¡Buenas tardes! —volvió a decir Scrooge.

    —No deseo nada de usted. No le pido nada. ¿Por qué no podemos llevarnos bien?

    —¡Buenas tardes! —repitió Scrooge.

    —Lamento de todo corazón encontrarlo tan obstinado. En lo que a mí respecta jamás hemos tenido una disputa, pero he hecho este intento en honor a la Navidad y mantendré mi humor navideño hasta el final. Así pues, ¡feliz Navidad, tío!

    —¡Buenas tardes! —dijo otra vez Scrooge.

    —¡Y próspero Año Nuevo!

    —¡Buenas tardes! —reiteró Scrooge.

    Pese a todo, el sobrino salió del lugar sin la menor expresión de enfado. Se detuvo en la puerta exterior para dedicar las felicitaciones propias de la temporada al empleado, el cual, a pesar del frío que sentía, era más cálido que Scrooge, pues correspondió en actitud cordial.

    —Otro más —masculló Scrooge, que lo había escuchado—. Mi empleado, que gana quince chelines a la semana y tiene una esposa y familia, hablando de una feliz Navidad. Me retiraré a Bedlam. ²

    Aquel lunático, al acompañar al sobrino de Scrooge a la salida, dejó entrar a otras dos personas. Se trataba de unos caballeros corpulentos y de aspecto agradable que ahora estaban de pie en la oficina de Scrooge, con las cabezas descubiertas. En las manos llevaban libros y papeles, y lo saludaron con una reverencia.

    —Scrooge y Marley, me parece —dijo uno de los caballeros mientras consultaba una lista—. ¿Tengo el placer de dirigirme al señor Scrooge o al señor Marley?

    —El señor Marley lleva siete años muerto —respondió Scrooge—. Falleció hace siete años, en esta misma fecha.

    —No dudamos de que su generosidad esté bien representada por su socio sobreviviente —dijo el caballero, a la vez que presentaba sus credenciales.

    Ciertamente era así, pues los dos socios habían sido almas gemelas. Al oír la ominosa palabra generosidad, Scrooge frunció el ceño, sacudió la cabeza y devolvió las credenciales.

    —En esta festiva temporada, señor Scrooge —dijo el caballero mientras tomaba una pluma—, es deseable, aun más de lo usual, que hagamos una ligera provisión para los pobres y los desamparados, los cuales sufren demasiado en estos momentos. A muchos miles les falta lo indispensable, y a cientos de miles les faltan comodidades, señor.

    —¿No hay prisiones? —preguntó Scrooge.

    —Muchas prisiones —dijo el caballero, dejando la pluma.

    —¿Y las casas de trabajo de los sindicatos? —preguntó Scrooge—. ¿Siguen en funcionamiento?

    —Lo están —respondió el caballero—, aunque quisiera poder decir que no.

    —Entonces, ¿la caminadora y la Ley de Pobres siguen en vigor? —preguntó Scrooge. ³

    —Ambas muy ocupadas, señor.

    —¡Oh! Por lo que me dijo usted al principio, temía que hubiera ocurrido alguna interrupción de su útil marcha —dijo Scrooge—. Me alegra escuchar que no es así.

    —Con la impresión de que esas medidas a duras penas proporcionan a las masas cristiano júbilo, ya sea de mente o de cuerpo —respondió el caballero—, algunos de nosotros intentamos recaudar fondos para comprar a los pobres algo de carne y bebida, así como medios para mantenerlos calientes. Elegimos esta época porque es cuando más aguda se siente la necesidad y más regocija la abundancia. ¿Cuánto apunto a su nombre?

    —¡Nada! —replicó Scrooge.

    —¿Desea permanecer anónimo?

    —Deseo que me dejen solo —dijo Scrooge—. Ya que me preguntan, caballeros, qué deseo, tal es mi respuesta. No me alegro en Navidad ni puedo darme el lujo de pagar para alegrar a gente ociosa. Ayudo a mantener los establecimientos que ya mencioné, y me cuestan bastante; aquellos que están en mala situación deben ir allí.

    —Muchos no pueden ir, y muchos preferirían morir.

    —Si preferirían morir —dijo Scrooge—, más vale que lo hagan y disminuyan la población excedente. Además, y ustedes disculparán, no me consta.

    —Pero podría constarle —señaló el caballero.

    —No es asunto mío —respondió Scrooge—. Ya es suficiente para un hombre entender sus propios asuntos sin interferir con los de otra gente. Los míos me ocupan constantemente. ¡Buenas tardes, caballeros!

    Al ver con claridad que resultaría inútil insistir, los caballeros se retiraron. Scrooge retomó su trabajo con una opinión mejorada de sí mismo y un humor más jovial de lo acostumbrado.

    Mientras tanto, la niebla y la oscuridad se hicieron tan espesas que la gente corría de aquí para allá con antorchas encendidas, ofreciendo sus servicios para ir delante de los caballos de los carruajes y conducirlos en su marcha. La antigua torre de una iglesia, cuya vieja y ronca campana siempre parecía contemplar furtivamente a Scrooge desde una ventana de estilo gótico en la pared, dejó de ser visible y marcaba las horas y los cuartos de hora entre nubes, dejando trémulas vibraciones, como si sus dientes castañetearan allá arriba en su cabeza helada. El viento frío aumentó de intensidad. En la calle principal, en la esquina del patio, algunos trabajadores reparaban las tuberías de gas y tenían una gran hoguera encendida en un brasero, en torno al cual se había reunido un grupo de hombres y muchachos harapientos que se calentaban las manos y parpadeaban ante el resplandor, como en trance. El hidrante estaba abierto, y sus efluvios se congelaron hoscamente y se convirtieron en hielo misantrópico. El resplandor de las tiendas, en las que crepitaban las bayas y ramitas de acebo al calor de las lámparas de las ventanas, provocaba que los rostros pálidos se sonrojaran al pasar. Las pollerías y comercios de ultramarinos se convirtieron en una escena espléndida: un glorioso espectáculo del que resultaba casi imposible creer que tuviera algo que ver con principios tan aburridos como la venta y el regateo. El señor alcalde, ⁴ en el baluarte de su imponente residencia, la Mansion House, daba órdenes a sus cincuenta cocineros y mayordomos, a fin de celebrar la Navidad como correspondía a la casa de un señor alcalde. Incluso el sastrecillo, a quien el alcalde había multado con cinco chelines el lunes anterior por estar borracho y buscar pleito en las calles, batía el budín del día siguiente en su buhardilla, mientras su esbelta esposa salía con el bebé para comprar la

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