La dama de las profundidades
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Una biografía ilustrada dedicada a la bióloga marina Sylvia Earle, Premio Princesa de Asturias 2018.
Mujeres de ciencia es una colección dedicada a contar las vidas de mujeres que han hecho una gran contribución a la ciencia. Retratos complejos y emocionantes, un estímulo y un modelo en el que reconocerse.
Chiara Carminati
Chiara Carminati (Udine, 1971), escritora y traductora, reparte su tiempo entre la escritura de relatos, poesías, obras de teatro para niños y jóvenes, y talleres y encuentros con sus lectores en bibliotecas, colegios y librerías. Entre los numerosos reconocimientos que ha recibido destacan el Premio Andersen 2012 y el Premio Strega Ragazzi 2016. Sus libros se han traducido a varios idiomas.
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La dama de las profundidades - Chiara Carminati
Título original: La signora degli abissi
© 2017 Editoriale Scienza S.r.l., Firenze - Trieste
www.editorialescienza.it
www.giunti.it
Autora: Chiara Carminati
Ilustraciones: Mariachiara Di Giorgio
Proyecto gráfico: Alessandra Zorzetti
Fotografías: contracubierta, págs. 3, 110, 111, 112, 115, 116, 117: © Kip Evans Mission Blue
Traducción: Carmen Ternero Lorenzo
© 2019 Ediciones del Laberinto, S.L., para la edición mundial en castellano
ISBN: 978-84-1330-900-2
IBIC: YNM / BISAC: JNF007120
www.edicioneslaberinto.es
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com
Capítulo 1. En la granja
Siempre me ha gustado el agua.
A mucha gente le molesta la lluvia porque les moja la ropa y echa a perder las meriendas al aire libre. Pero los que viven en el campo saben que hasta la gota de lluvia más pequeña tiene un enorme valor y la acogen como una bendición por toda la vida que aporta.
Mis padres eran del campo. En cuanto pudieron, en 1938, nos llevaron a mi hermano y a mí a vivir a una granja, cerca de Paulsboro, en Nueva Jersey. Para nosotros, aquel era el lugar más bonito del mundo.
Había un estanque, un torrente, árboles frutales, prados, campos…, y lluvia que peinaba las ramas del sauce, abrillantaba las uvas y hacía cantar al agua del estanque. También hacía que me cantaran los pies cuando bailaba en la hierba, y si se me deshacían los rizos que me había hecho mi madre con el rizador, no importaba. Ella también se alegraba al verme bailar bajo la lluvia. Nunca se le habría pasado por la cabeza regañarme por eso.
—Las plantas también recogen el agua —decía—. Así crecen mejor.
A veces me despertaba por la noche para mirar las tormentas por la ventana. Me gustaba oír el ruido de los truenos que se iban acercando cada vez más, el estruendo del viento y la fuerza torrencial de la lluvia. Las paredes de nuestra casa eran tan antiguas y gruesas que daba la impresión de estar en un barco en medio de las olas.
Y tenía sentido, porque la granja en la que vivíamos estaba construida con pequeños ladrillos que habían llegado hasta la costa tras un largo viaje por mar como lastre de un barco inglés en tiempos de George Washington. Cuando la compramos estaba en pésimas condiciones, no tenía electricidad ni agua corriente y llevaba tanto tiempo abandonada que los niños del pueblo decían que estaba llena de fantasmas. Pero a mi padre se le daba muy bien arreglar las cosas.
«Esto es un trabajo para Lewis Earle», dijo. Y en poquísimo tiempo la arregló, poniendo cables, tubos y todo lo que se necesitaba para poder vivir cómodamente en ella.
Aun así, yo no pasaba mucho tiempo en casa. ¡Me parecía tan interesante todo lo que había fuera! La viña, el huerto, los árboles frutales, las caballerizas; todo estaba repleto de cosas por descubrir y explorar. Pero lo que más me gustaba seguía siendo un reino de agua, nuestro pequeño estanque.
—Mamá, ¿dónde está Sylvia? —preguntaba de vez en cuando mi hermano Skip, que se aburría de estar jugando siempre con Evan, nuestro hermano pequeño.
—Está fuera, ocupada con sus investigaciones —le respondía mi madre. Las llamaba así, «las investigaciones de Sylvia», como si yo fuera una estudiosa. Y es verdad que lo parecía, porque siempre llevaba un cuaderno y un lápiz para dibujar y tomar apuntes. Lo observaba todo y lo iba anotando todo: los movimientos de los saltamontes, la nervadura de las hojas de los árboles, la forma de las manchas de las mariquitas…
Mi madre me había dado permiso para usar los botes de cristal de la mermelada para conservar los objetos de mis investigaciones: insectos, renacuajos, larvas, semillas y todo lo que quisiera estudiar. Lo tenía todo muy bien ordenado en la encimera de la cocina. Era mi tesoro.
—¡Sylvia!
En aquel momento no podía contestar a Skip. Estaba en equilibrio sobre la rama de un árbol nudoso que se extendía sobre el estanque. A pocos centímetros de mí, sobre un tallo que sobresalía del agua, una libélula estaba empezando a transformarse. Ya había leído en una enciclopedia cómo era la metamorfosis de las libélulas, pero era la primera vez que tenía la suerte de ver tan de cerca un acontecimiento como ese. Tenía que quedarme muy quieta y en silencio, o lo estropearía todo.
—¡Sylvia, mira lo que he encontrado! ¡Es un insecto nuevo para tu colección! Pero ¿qué haces ahí arriba?
Moví un poco la mano, esperando que Skip entendiera que no debía acercarse.
—¡Ya voy!
No solo no lo había entendido, sino que había creído que le estaba pidiendo que se acercara y se subió a la rama conmigo. Antes de que me diera tiempo a detenerlo, la rama decidió que aguantar a dos naturalistas juntos era demasiado, por lo que se quebró con un ruido seco. Y acabamos todos en el agua: Skip y yo, la rama y puede que la libélula.
Cuando entramos en casa empapados, mi madre ya estaba esperándonos en la puerta con dos toallas y ropa seca.
—A ver si adivino cuántos botes más voy a tener que poner en la encimera de la cocina después de esta nueva hazaña —dijo riéndose.
De vez en cuando venía a vernos la tía Maisie. Yo la quería