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El amargo sabor de los recuerdos
El amargo sabor de los recuerdos
El amargo sabor de los recuerdos
Libro electrónico258 páginas3 horas

El amargo sabor de los recuerdos

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Érika Gerig es una joven dulce y amable que adora la música latina. Vive en Madrid con sus dos amigas y cada sábado se deja llevar por la magia y el ritmo en la discoteca de turno. Los hombres nunca han tenido mucho peso en su vida, hasta que, por el azar del destino, su coche se estropea en medio de la nada. Un apuesto mecánico, que vive en un pueblo cercano, será su salvación.

Entre ellos nace una fuerte atracción que llevará a la joven a vivir nuevas experiencias y a alcanzar el éxtasis. Aunque todo va sobre ruedas, Érika tiene que regresar a Madrid.

¿Volverán a verse? ¿Será el amor más fuerte que el miedo a no ser lo que espera el otro?

Descubre esta apasionante historia de amor, secretos, música y sexo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2018
ISBN9788494802256
El amargo sabor de los recuerdos
Autor

María González Pineda

María González Pineda nació en Badolatosa (Sevilla) en 1955. Comenzó a trabajar a una edad muy temprana, cuando se trasladó a Barcelona. Al poco tiempo de casarse, emigró a Suiza, donde nació su única hija. En 1992 regresó a España y se instaló en Coín, donde reside actualmente. En 1998 se trasladó a una casa en el campo. La monotonía del lugar la sumió en una gran tristeza y soledad, hasta que descubrió la escritura y encontró la motivación necesaria para huir de esos sentimientos, que desaparecieron entre las letras, sirviéndole de terapia. Ha publicado diversas obras de ficción. Destacan El Mundo Secreto de Tobías (Editorial Portilla, septiembre de 2012), Con el corazón de Eva (Editorial Universo, julio de 2013), Mi secreto es mi condena (Autoeditada, octubre de 2014), Los cuentos de Eloína la bailarina (Editamás, abril de 2015), Dos días y tres noches (Editamás, octubre de 2015) y Susurros en el acantilado (Romantic Ediciones, septiembre de 2017). Ha sido galardonada con varios premios literarios, como: primer premio de «Dibujo y poesía en el Día Internacional contra la Violencia de Género» (noviembre de 2011); ganadora, con su relato Un viaje para Lucía, del «IV Certamen de cuentos no sexistas» (marzo de 2012), organizado por la asociación Amatistas de Coín; segundo premio, con su historia El teléfono del amor, en el «XVI Concurso de relatos cortos dirigidos a los colegios de Educación Permanente de Málaga» (junio de 2013); y primer premio de poesía «Coinversando» (abril de 2014).

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    El amargo sabor de los recuerdos - María González Pineda

    Prólogo

    «La amistad es como las estrellas —solía decirme mi madre cuando era un niño—. Habrá noches en las que no puedas verlas, pero no olvides que siempre están ahí, alumbrándote el camino.»

    He de reconocer que pasaron muchos años hasta que fui consciente del significado de aquellas palabras; años en los que los amigos desaparecieron de vez en cuando como las estrellas; años en los que algunos no volvieron o incluso en los que otros nuevos surgieron. Esto fue lo que me ocurrió con María González Pineda.

    María apareció en mi vida como por arte de magia, un mes de febrero. Recuerdo, y lo hago con la nostalgia que proporciona el paso del tiempo, que me contactó por una de las tantas redes sociales que tenemos hoy en día. Su mensaje fue claro, conciso y concreto:

    «Hola, soy María. ¿Quieres venir a mi café?»

    La fotografía de su perfil llamó mi atención. Sus ojos transmitían algo especial, algo que solo he conseguido identificar con la paz.

    Acepté.

    Acepté convencido de que aquella mujer no era uno de los asesinos en serie que, poco después, comenzaron a bombardear sus redes sociales mostrando las portadas de sus novelas policíacas.

    Y viajé.

    Viajé desde Fuengirola, la pequeña ciudad de la Costa del Sol en la que resido, hasta Coín, un pueblecito que se sitúa en el Valle del Guadalhorce.

    Y nos conocimos.

    Bueno, en realidad, el inicio de nuestra amistad fue algo tortuoso, algo que, podría aparecer cualquier día en alguna de nuestras novelas. Permítanme que les haga un pequeño resumen de lo que nos ocurrió…

    Los pájaros no se habían animado a salir de sus nidos aquella tarde porque el Lorenzo estaba pegando con fuerza. Después de llegar a Coín y de dar mil vueltas para aparcar, busqué la ubicación del local donde se iba a desarrollar la presentación de la que era mi última novela por aquellos entonces: Azúcar y Canela.

    Recuerdo, y lo hago con una sonrisa en los labios, que la palabra «error» era la única que aparecía en el móvil cada vez que introducía los datos que me había proporcionado María. No les miento si digo que pasé hasta veinte veces por delante del mismo árbol o que crucé en más de treinta ocasiones una plaza hasta que, aburrido, conté los adoquines que le faltaban: trescientos veintisiete.

    Desesperado porque nadie en el pueblo era capaz de guiarme hasta el local donde se iba a celebrar el evento, telefoneé a María. Lo hice con insistencia, pero lo único que recibí en respuesta fue una alocución mecánica anunciándome que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.

    Inspiré hondo para tranquilizarme, solté la maleta en mitad de la plaza y le escribí unos mensajes de WhatsApp. Pasaron uno, dos, tres…, diez minutos y el pajarito azul que alguien encerró dentro de la aplicación del móvil no pio. ¿Acaso se había quedado afónico por culpa del aire acondicionado del coche? Tratando de dar solución al problema, tecleé un SMS: «¡Socorrooo! No localizo el local »

    Tampoco hubo respuesta, así que volví a marcar.

    Impaciente, cuando María descolgó por fin el teléfono, le pregunté:

    ¡¿Dónde estás metida?!

    Risueña, me contestó ella:

    José Antonio, estoy en una placita muy pequeña que hay dentro de la urbanización que tienes a tu espalda. Gírate. Soy la que mueve la mano. ¿Me ves?

    Miré al cielo, inspiré profundamente para que el oxígeno llenara mis pulmones y fluyera por mis venas y miré el reloj. Faltaban diez minutos para la hora convenida.

    Acalorado, tirando de la maleta cargada de libros, comencé a correr. Lo hice casi a la velocidad con la que Usain Bolt conquistó tres medallas de oro en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016. María me recibió con un gran abrazo y una hermosa sonrisa, la misma que le regala a todos los que se acercan a ella, cogió mi maleta y, sin darme tiempo a decir nada más, me sentó frente a la mesa donde yo tenía que presentar mi novela.

    La tarde fue intensa, divertida, jugosa y apoteósica. Entre café y café, compartimos inquietudes y algún que otro chascarrillo. Y, sin darnos apenas cuenta, instauramos las bases férreas de nuestra amistad.

    La vida en este mágico mundo de la literatura es como un sendero a lo largo del que podemos encontrarnos de todo. Lo importante, y eso es algo que ambos hemos aprendido con el paso del tiempo, es que no hay progreso sin esfuerzo. Desde aquella tarde, María tira de mí y yo tiro de ella. Ambos nos cuestionamos, nos provocamos con nuestras extensas conversaciones telefónicas y nos exprimimos la cabeza para que nuestros libros adquieran la calidad suficiente para ustedes.

    Sí, sí, han leído bien; para ustedes. Los autores solo escribimos la mitad de los libros. De la otra mitad se ocupan ustedes, queridísimos lectores. Así que, si han leído esta pequeña historia que conservo como uno de los recuerdos más hermosos de mi vida, ¡muchas gracias!

    Gracias también por adquirir la novela de María González Pineda. Sin duda, está cargada de amistad, decepción, locura, misterio, intriga, humor y mucho amor, el ingrediente indispensable para que el sabor de los amargos recuerdos sea mucho más placentero.

    María, ahora me dirijo a ti para darte también las gracias. Gracias por ser la estrella que alumbras mi camino en este mundo de las letras. Gracias por tu despiste porque, aquel pequeño detalle que omitiste hace unos años, permitió que mi mente conservara un maravilloso recuerdo de cómo se inició nuestra amistad. Y, por supuesto, gracias por tu cariño, tu comprensión y tu gran familiaridad. De todo corazón, deseo que no pierdas nunca la ilusión ni esa fantástica sonrisa con la que cada día iluminas la vida de los que tenemos el placer de compartir tiempo contigo.

    José Antonio Moreno

    I

    Como cada sábado, la discoteca estaba a rebosar, no cabía un alma más. Las luces formaban figuras luminosas de colores palpitantes. La gente bailaba, al ritmo de la estrepitosa música, hasta que sus cuerpos quedaban impregnados en sudor. Aquella primera semana de julio el calor en Madrid estaba siendo sofocante y se notaba en el ambiente.

    En el centro de la pista, una joven de largo cabello castaño claro se movía de manera enérgica. Un pantalón vaquero y una blusa ancha cubrían su cuerpo delgado y algo aniñado. Parecía poseída por la canción; como si estuviese bailando sin nadie alrededor. Mientras se dejaba llevar por el dulce néctar de la música que la embriagaba con sus notas, sus dos amigas, Patricia y Mili, la esperaban algo alejadas de la pista junto a dos chicos que habían conocido la semana anterior.

    De repente, y sin motivo aparente, se formó una pelea. Dos hombres comenzaron a golpearse, montando una tángana. La joven bailarina se vio envuelta en el barullo. Quiso salir de allí, pero los amigos de ambos bandos se metieron en la pelea y comenzaron a pegarse unos con otros. El corazón de la muchacha se aceleró y el miedo la embargó. Las lágrimas se derramaban de sus ojos gris claro mientras intentaba salir ilesa del forcejeo que nada tenía que ver con ella.

    El estruendo de los vasos al caer al suelo y hacerse añicos recorrió la sala. Muchos de ellos impactaron en sus piernas que, de no ser por el pantalón, estarían llenas de heridas. Aturdida, esquivaba a duras penas los cuerpos de las personas que caían a su lado. Estaba agobiada y asustada y su rostro reflejaba la angustia que sentía.

    Notó que alguien la cogía de la cintura y se giró con brusquedad.

    —¡Pedro! —exclamó aliviada al ver a uno de sus acompañantes—. Gracias a Dios.

    —Vamos, Erika. Te sacaré de aquí —la apremió el chico, que había acudido en su ayuda.

    No habían dado ni dos pasos cuando un puñetazo acertó de lleno a Pedro, que cayó redondo al suelo. Erika se agachó como pudo y le ayudó a levantarse, sosteniendo parte de su peso. Aunque algo aturdido, la cogió de nuevo de la cintura y escaparon de la trifulca entre empujones y gritos.

    Cada vez había más gente implicada en la pelea y algunos salían despedidos, cayendo sobre mesas y sillas. Cuando lograron llegar hasta Marcos y las chicas, ambos estaban sofocados.

    —Intentemos salir de aquí antes de que llegue la policía. No quiero verme metida en este fregado —les dijo Erika angustiada.

    Los demás asintieron y se dirigieron a la salida. Muchos habían pensado igual, por lo que la puerta era un auténtico tapón de gente que se afanaba por salir de la discoteca. La sirena de la policía se empezó a oír, aunque lejana, y se lanzaron miradas nerviosas. Todos se apresuraron y, a empellones, consiguieron salir a tiempo.

    Cuando la policía llegó a la puerta de la discoteca, ellos ya estaban doblando la esquina de una calle cercana. Desde allí, ya a salvo, vieron como una multitud corría en estampida en todas direcciones. Aprovecharon para detenerse y tomar un poco de aire.

    —Se te empieza a notar el moratón en el ojo, Pedro. Hay que ponerte hielo —le dijo Erika mientras examinaba el lugar afectado—. Gracias por tu ayuda, por cierto.

    —No, gracias a ti. Sin tu ayuda no hubiese salido vivo de allí. Me habrían machacado a golpes.

    Erika le dedicó una sonrisa.

    —No tendrías que haber ido a por ella. Con la pelea tan grande que se ha montado, podrían haberte matado —intervino Mili sin delicadeza. Sus grandes ojos negros, a juego con el color de su pelo, miraban a Erika con desaprobación.

    —No la iba a dejar en medio del follón —le replicó Pedro.

    Marcos le dio un apretón en el hombro, preocupado.

    —Al final ha sido ella la que te ha ayudado a ti —señaló con una ligera sonrisa.

    Pedro asintió.

    —Lo importante es que todos estamos bien —medió Patricia—. Dejemos ya la pelea y los reproches y vayámonos.

    Se encaminaron al lugar donde habían dejado el coche aparcado. Durante un rato nadie dijo nada hasta que Erika habló con un deje de turbación en la voz:

    —¿Por qué se formarán estas peleas sin sentido? —Parecía que la pregunta se la hacía más a sí misma que al resto.

    —Seguro que todo ha sido por una pequeñez; un empujón, por ejemplo. La mayoría de las veces no se sabe cuál ha sido el motivo… —comentó Marcos ensimismado.

    —Sí… Y hoy me ha tocado a mí pagar las consecuencias.

    Se subieron al coche, cada uno sumido en sus pensamientos.

    —¿Qué os parece si preparamos unas bebidas y vemos una peli? Aún es pronto para dormir —propuso Mili para animar el ambiente al llegar al piso que compartía con Erika y Patricia en el barrio de San Blas-Canillejas, un distrito del este de Madrid.

    —Por mí de acuerdo —aceptó Pedro encogiéndose de hombros—. Es pronto para irnos a casa, aunque se me han quitado las ganas de fiesta, la verdad.

    —¿Y tú que dices, Marcos? —le preguntó Mili, a lo que él asintió—. Pues, ¡decidido!

    En cuanto llegaron y aparcaron el coche, se bajó algo más animada. Todavía podían salvar la noche.

    Los demás siguieron a Mili al interior del piso. Patricia tomó a Pedro de la mano con amabilidad.

    —Vamos, te pondré hielo en ese ojo.

    El chico, obediente, se dejó llevar hasta la cocina. Patricia envolvió unos cubitos en un paño y se lo tendió. Al ponérselo en el ojo dio un respingo, pero lo sujetó con fuerza y, con una mueca en el rostro, lo aguantó. De vuelta al salón, comentó:

    —La semana que viene podemos ir a una discoteca latina que conozco. Está bastante bien. A Erika le gusta bailar.

    —Muy considerado —apreció Erika.

    Mili la miró con mala cara.

    —Si no bailas, te mueres —soltó con su antipatía habitual—. Se giró hacia los demás y, sin más, ordenó—: Erika, tú preparas las bebidas; Patricia, tú haces las palomitas; mientras, yo pondré la película.

    Las dos jóvenes asintieron y se fueron a la cocina.

    Marcos se ofreció a ayudar a Erika. Entre los dos prepararon una bandeja con suficientes vasos para todos y regresaron al salón. Poco después llegó Patricia con un gran bol lleno de palomitas. Lo dejó en la mesita y se sentó al lado de Pedro, que aún llevaba el hielo puesto. Se recogió su larga melena pelirroja en un moño improvisado y se giró hacia el accidentado.

    —¿Qué tal lo llevas? —le preguntó con dulzura—. A ver, deja que te lo vea.

    Le quitó el hielo y observó el moratón con ojos expertos.

    —Te ha bajado un montón la inflamación —aprobó.

    Mili, que estaba colocando el disco de la película en el reproductor, tendió la mano para coger el paño con el hielo.

    —Dame que lo lleve a la cocina, a ver si se te va a caer por el salón.

    Patricia le lanzó una mirada divertida ante su tono lacónico.

    Mili puso los ojos en blanco, se atusó el cabello corto y ondulado, que debido al calor tenía pegado a la nuca, y fue a dejar el hielo. Al regresar le dio al play y se sentó en medio de Marcos y Erika.

    Vieron la película entre risas, bebiendo y comiendo palomitas. Cuando terminó, siguieron charlando durante un buen rato. La velada resultó ser muy amena, pero, como todo lo bueno, la noche llegaba a su fin.

    —Bueno, chicas, ya es hora de irnos —dijo Pedro bostezando.

    —Sí… Nos vemos el sábado que viene en el lugar de siempre —añadió Marcos mientras se ponía en pie.

    Patricia suspiró antes de imitarle.

    —Esperemos que esa discoteca que dice Pedro sea más tranquila.

    El chico asintió por toda respuesta.

    —Buenas noches —se despidió Erika.

    Mientras Mili y Patricia se despedían de los chicos, ella comenzó a recoger los restos de la pequeña fiesta improvisada. Después, se fueron a dormir.

    Erika se puso el pijama entre bostezos y se metió en la cama. Aunque la noche había empezado con un mal sabor de boca, al final lo habían pasado muy bien. Estaba muy cansada, así que cerró los ojos y dejó que las sábanas acariciaran su cuerpo con dulzura mientras el sueño la envolvía.

    Llegó el lunes y la normalidad se instaló entre las chicas. De vuelta al trabajo, el ritmo de vida de las tres amigas era frenético y solo se veían por la noche.

    Para Erika, la semana pasaba demasiado lenta.

    Su trabajo en una gran empresa de marketing de Madrid la aburría. Aquella mañana especialmente. Lo único que la motivaba y la hacía feliz era bailar. Pasaba la semana pensando en el sábado por la noche y en los nuevos lugares que conocería, en la música que oiría… Sus amigas se dedicaban a ligar con los guaperas de turno para evadirse del trabajo y los problemas, pero ella no. Ella solo quería bailar. No podría vivir sin hacerlo. La sensación que la embargaba cuando la música recorría su cuerpo era una delicia. Se dejaba llevar, poseída por la adrenalina y las notas.

    Resopló frustrada al pensar que tan solo era jueves y aún faltaban dos días —que se le harían eternos— para ir a la discoteca latina que Pedro les había propuesto. Ella estaba deseándolo, le encantaba bailar salsa y bachata. Una compañera del trabajo le había enseñado hacía un tiempo y, aunque no era una profesional, lo hacía bastante bien; al menos, eso era lo que su compañera le decía.

    En ese momento, llegó un compañero y le dejó un montón de papeles sobre la mesa para que los revisara, sacándola así de sus pensamientos. Tras darle las gracias con algo de sarcasmo, se obligó a centrar su atención. Le ocupó casi todo el día dejarlos listos, por lo que al llegar a casa estaba tan cansada que se dio una ducha rápida y se fue directa a la cama.

    El viernes se le hizo tan eterno y aburrido como el jueves. Al llegar a casa, fue a su habitación. Por suerte, no tenía que compartirla gracias a que Patricia y Mili se ofrecieron a hacerlo cuando la alquilaron, ya que solo disponían de dos dormitorios. Dejó el maletín y el bolso sobre la cama, cogió un pijama cómodo y, antes de darse una ducha, fue al lavadero de la terraza para dejar la ropa sucia. Aprovechó que las chicas no habían llegado aún para darse un largo baño relajante.

    —¡Hola! —saludó Patricia al llegar.

    Erika estaba secándose el pelo.

    —Estoy aquí.

    —¿Mili aún no ha llegado? —le preguntó desde la puerta del baño.

    Erika negó y apagó el secador. Miró a Patricia, cuyo rostro mostraba el mismo cansancio que el suyo.

    —Un día duro, ¿eh?

    Patricia asintió. Sus ojos azules estaban apagados.

    —Voy a ducharme.

    —Vale. ¿Pido unas pizzas para cenar?

    —Sí, por favor. Hoy paso de salir —dijo mientas se metía en el baño.

    Mili llegó unos minutos después, tan cansada como las demás.

    —¡Vaya asco de día! —se quejó mientras se dejaba caer en el sofá—. ¡Qué ganas tengo de que llegue mañana…! ¿Qué

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