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El Mayab: Crónicas de Lino e Iktán
El Mayab: Crónicas de Lino e Iktán
El Mayab: Crónicas de Lino e Iktán
Libro electrónico212 páginas3 horas

El Mayab: Crónicas de Lino e Iktán

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El Mayab. Crónicas de Lino e Iktán es una novela que ocurre en dos tiempos diferentes en la península de Yucatán. La primera es la historia de Lino Chuk, situada en el México del siglo XIX, esta narración permite ver la odisea de Lino por la jungla de Mérida buscando a su madre que fue obligada a

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento27 feb 2019
ISBN9781640863224
El Mayab: Crónicas de Lino e Iktán

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    El Mayab - Sergio Armando Hernández Vega

    Legales

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    Ibukku es una editorial de autopublicación. El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora.

    EL MAYAB - Crónicas de Lino e Iktán

    Publicado por Ibukku

    www.ibukku.com

    Maquetación: Índigo Estudio Gráfico

    Copyright © 2019 Sergio Armando Hernández Vega

    Diseño editorial: Yatziri González

    Director de redaccion e imagen: Óscar Ávila Díaz.

    ISBN Paperback: 978-1-64086-321-7

    ISBN eBook: 978-1-64086-322-4

    MayabMapa_p.png

    Legales

    Personajes de la crónica de Lino

    Personajes de la crónica de Iktán

    Glosario

    Calendarios

    PRÓLOGO

    CAPÍTULO I

    LINO CHUK KATÚN 11. LOS INVASORES

    CAPÍTULO II

    KATÚN 11. LA BÚSQUEDA

    CAPÍTULO III

    KATÚN 11. LAS PIEDRAS DE LA CIUDAD DE ITZAMNÁ

    CAPÍTULO IV

    KATÚN 3. BÉCAL

    CAPÍTULO V

    KATÚN 3. AH IKTÁN TUZ

    CAPÍTULO VI

    KATÚN 3. LA MALDICIÓN DE KINICH AHAU

    CAPÍTULO VII

    KATÚN 3. LA FIESTA DE PAX

    CAPÍTULO VIII

    KATÚN 3. OLOR A SANGRE

    CAPÍTULO IX

    KATÚN 3. EL SEÑOR AMARILLO

    CAPÍTULO X

    KATÚN II. LINO CHUK

    CAPÍTULO XI

    KATÚN II. K’U UK’UM KAAN

    CAPÍTULO XII

    KATÚN II. EL AMANECER DE TIXKOKOB SE TIÑÓ DE SANGRE

    CAPÍTULO XIII

    KATÚN 3. LA GUERRA DE CHICHÉN

    CAPÍTULO XIV

    KATÚN 3. EL AUGURIO

    Acerca del Autor

    Personajes de la crónica de Lino

    Personajes de la crónica de Iktán

    Glosario

    Calendarios

    Un Kin = Un día

    Un Uinal = Un mes (20 días)

    Un Tun = Un año (18 meses; 360 días)

    Un Katún = Un ciclo (20 años; 400 meses; 7,200 días)

    Calendario Tzolkin

    Ciclo religioso o sagrado de 260 días, conformado por 13 números que se combinaban con 20 nombres de días. Los días de este calendario eran:

    Calendario haab

    Calendario solar de 365 días conformado por 18 meses de 20 días, con cinco días sobrantes al final de cada año que recibían el nombre de wayeb, los cuales se consideraban de mal augurio. Los nombres de los meses del calendario eran:

    PRÓLOGO

    El Mayab. Crónicas de Lino e Iktán es una novela que nos remite a la ya olvidada forma de ver el mundo de los antiguos: el ciclo. ¿Qué es el ciclo? Aquel tiempo que está en constante movimiento pero que, a su vez, atraviesa los mismos senderos por los cuales parece que ya transcurrió hace tantos ayeres. Los contemporáneos le conocen coloquialmente como déjà vu a estas expresiones más complejas de nuestro tiempo y espacio, creyendo que nuestro pasado se repite: ¡nada de eso! El tiempo fluye, como el agua de los ríos o el viento a través de las palmeras; pero siempre se encuentra a sí mismo en otro momento, otro lugar. Esas conexiones son las que forman los ciclos.

    Estos ciclos nos llevan a dos historias en un remoto lugar donde su gente, protegiendo su identidad, ha enfrentado diversas invasiones: el Mayab. Esta tierra, imaginada como un paraíso por algunos, no es más que un sitio más de nuestro mundo, representado con el nombre de Yucatán, donde las sociedades luchan por sobrevivir y enfrentar la vida. Sin embargo, la guerra y las invasiones han llevado a estas personas a reencontrarse a sí mismas a lo largo del tiempo. Valores, tradiciones, ideas se confrontan y lo seguirán haciendo en las mentes de los individuos a través de los siglos.

    En el siglo XIX encontramos a Lino Chuk, pescador joven maya de Telchac que fue enrolado en las filas de la milicia de Yucatán cuando su población se vio invadido por una sociedad que asumieron diferente, aun cuando se consideraran de la misma tierra. Lino tendrá una interesantísima odisea a través de la jungla de Mérida buscando a su madre que fue obligada a huir de su comunidad cuando los soldados quemaron su aldea; su niñez y adolescencia transcurrirán en medio de las batallas por la soberanía de Yucatán y sus aventuras nos acercarán al mundo común de aquellos habitantes. Un día, en su búsqueda, Lino encontrará unas misteriosas piedras que lo llevarán a un mundo diferente a través de diversas visiones, donde verá sitios bañados de colores y olores que nunca había percibido, pero que, lejos de lo distinto que pudiera ser aquel lugar, presentaba los mismos problemas del suyo. Lino había encontrado una entrada a los ciclos.

    La historia que encontramos al adentrarnos al ciclo se sitúa también en el Mayab, pero en el siglo IX d. C., de acuerdo al calendario cristiano. En esta historia conoceremos a Iktán Tuz, un joven guerrero maya del pueblo de Bécal que tiene que luchar para defender a su comunidad del ejército del Señor Amarillo, quien amenaza con invadir y esclavizar a los pueblos del Mayab. Ambas historias que se tejen y se complementan dejan echar un vistazo a un mundo en el que la influencia de los espíritus de la naturaleza rige las decisiones, las guerras, la política y las tradiciones de los mayas.

    Un día, Lino e Iktán deben enfrentar la batalla más peligrosa de sus vidas: Lino, el pescador, tratará de salvarse a sí mismo de las balas enemigas provenientes de los rifles del ejército Santanista; Iktán, el guerrero, enfrentará a los más cruentos y sanguinarios guerreros de Chichen Itzá. Esta novela trata sobre la amistad, el valor y los aprendizajes; sobre la ideología de Zuyúa; sobre la caída del clan Coba; sobre las tradiciones y la cosmovisión de un pueblo. Es la historia no contada.

    CAPÍTULO I

    LINO CHUK KATÚN 11. LOS INVASORES

    Sentado frente al mar recuerdo los días de ayer; esos que se desaparecen de la memoria con el tiempo como la ropa que se hace vieja y poco a poco se destiñe. Por las noches, sueño aún con aquel hombre al que siempre con cariño le dije taat, padre. ¿Cómo era? No lo recuerdo bien y me siento triste porque vuelan frente a mis ojos, como aves, muchos paseos que hicimos juntos, recuerdos borrosos que no me dejan ver bien sus rasgos.

    Yo tenía ocho años y lo veía tan alto y fuerte como una palmera, aunque quizá no lo fuera. ¿Cómo era? Quizá usaba un bigotito, quizá su cabello era corto. Quizá era joven y fuerte, de unos 30 años, aunque quizá era viejo porque sus ojos profundos derramaban experiencia, como si hubiera visto muchos soles y muchas lunas antes de éstas, como si no tuviera 30 años sino mil. Sé bien que era sabio y que su espíritu era tranquilo. Era pescador desde niño como todos los hombres de aquí, de allá y de todos los pueblos desde Sisal hasta Champotón. Era de los buenos; nunca se quejaba. Disfrutaba su vida, sus días y lo que hacía bien, el oficio…, siempre traía a casa mucha comida; siempre sus redes llenas: corvinas, huachinangos, robalos, pargo rubia, chachi, negrillos y sábalos, caracoles, pulpos y tiburones, los especiales.

    Por las mañanas, antes de que el sol bañara toda la costa, salían a pescar mi taat y mi suku’un, hermano-mayor, ¿cómo era él?, es como si una maldición me impidiera recordarlos bien, como si sus rasgos se me hubieran borrado y sólo viera sus siluetas. ¿Quién tendrá la maldición, ellos o yo? Es como si ahora mismo los viera subir a su canoa para irse y al mismo tiempo los viera bajar de ella como si ya hubieran regresado. Mi taat y mi suku’un caminaban por la selva día a día para llegar a Sisal. Llegaban con la noche aún y cargaban el alijo. Ambos remaban y se internaban un poco en el mar. Mi hermano miraba la luz del amanecer y las estrellas, sentía el viento y miraba las nubes; luego decidía hacia dónde ir. Mi taat lo seguía, confiaba en él. Se alejaban más en el mar o yo dejaba de ver el alijo. Mi taat miraba el mar, lo miraba con atención. Encontraba el lugar donde estaban los peces de ese día y echaba las redes. Mi hermano tenía 14 años. Era ágil. Era veloz al nadar. Su vista de jaguar le servía mucho a mi taat para navegar y encontrar el mejor lugar para pescar. Recuerdo todo eso, pero no su rostro. Quizá en mis memorias borrosas lo veo más grande de lo que realmente era. Cuando íbamos por los caminos, las mujeres lo buscaban con la mirada. Él las miraba y sonreía. Cuando lo veían las señoras, trataban de emparentarlo con sus hijas y le hacían ofertas a mi taat. Pero mis papás respondían negativamente al posible matrimonio. Esa parte de la vida de mi suku’un ya estaba arreglada con la hija de unos vecinos, dueños de tierras cerca de Mérida. Cuando cumplí ocho años pude acompañarlos a pescar y ya no debía esperarlos en la playa a que regresaran. Entonces los tres salíamos de la casa mucho antes del canto de los gallos. Justo cuando los párpados pesan por los sueños que se abandonan al despertar, al regresar de ese mundo al que va el alma cuando cierras los ojos. Recuerdo bien que, emocionado, abría los ojos y apartaba la manta de hilos colorados que me cubría y tomaba una camisa y un pantalón de algodón, desgastados por el uso. Recuerdo bien que me lavaba la cara con agua fresca y me calzaba los huaraches. Recuerdo que preparaba un bulto de piel de venado cosido con fibras e hilos de henequén, un regalo que mi madre me había hecho. ¡Ah, mi madre! Si ahora cierro los ojos y los oídos parece que la escucho decir: ¡cuídate!, ¡haz caso a tu taat!, ¡no caigas del alijo! Antes de salir de la casa, me preguntaba mi taat ¿llevas las cuerdas, hijo?, y yo le respondía: sí taat, ya las guardé en el bulto, pero lo abría de nuevo y miraba dentro para ver si algún chaneke, aquellos pequeños vigilantes de montes y bosques, no las había ocultado. Cuando estaba seguro de que estaban ahí, me lo colgaba al hombro. Entonces mi taat me miraba a los ojos y miraba a través de ellos si había visto las cuerdas dentro del morral. Yo miraba a los suyos y le decía que sí. Así nos comunicábamos, sin palabras.

    Parecía que era la mitad de la noche cuando salíamos de casa. Mi suku’un prendía una tea y alumbraba el sendero por donde atravesábamos, cuidándonos de los peligros que acechaban en medio de la oscuridad. Si cierro los ojos, puedo escuchar el crujir de la tierra, de las hojas y las ramas, la voz de la naturaleza. Si cierro los ojos puedo respirar el olor del fresco que lentamente me despertaba y evitaba que desfalleciera. Luego de caminar entre la selva, a lo lejos, veíamos la arena blanca y escuchábamos el vaivén del mar. Yo me subía en el alijo con el bulto; mi suku’un y mi taat lo empujaban un tramo, luego brincaban dentro y remaban hasta la barca donde pescábamos. Cuando llegábamos, colocábamos las jimbas, anudábamos los carretes y yo colocaba la carnada, una por una, por si algún pulpo se acercaba. Ellos miraban el cielo, sentían el viento, observaban el mar, se arrojaban, buscaban los bancos de peces bajo el agua, regresaban a la barca y decidían hacia dónde ir. Entonces remábamos los tres con toda la fuerza que podíamos y nos internábamos en el mar, ese dios oscuro que siempre me dio miedo porque en cualquier momento nos podía tragar o podía despertar y ahogarnos con un movimiento. Si miraba hacia el horizonte no le veía su fin. Quizá es infinito. Ahora que lo observo y recuerdo, veo que, aunque en ese tiempo era pequeño, el mar siempre ha sido enorme. Un gigante.

    Hay que respetar las aguas del gran K’áak’náab, océano. Desde pequeño, mi taat siempre me dijo que antes de entrar al océano pidiera permiso al Señor de Chaac, deidad del agua y de la lluvia, para que no me fuera a ahogar. Entonces cada noche rezaba un padre nuestro y una oración para que al Señor de Chaac, que tanto espantaba a mi nool, abuelo, no se le ocurriera voltear nuestra barca. Esa costumbre se me quedó tatuada en la memoria y la realizaba siempre más por respeto a mi nool que por mi convicción. Yo creía en que había espíritus en la selva, yo sé que hay otros dioses que ya no recordamos. Muchas veces, frente al mar, mientras mi taat revisaba la barca y mi suku’un preparaba las jimbas y las redes, yo rezaba en silencio. Mi taat me miraba sin voltear a verme, como si sus ojos estuvieran en todo su cuerpo, en su espalda, en sus codos, en sus brazos. Mi suku´un, me miraba de reojo y no decía nada. ¿Cómo podía verlos si tenía los ojos cerrados?, ¿por qué puedo recordar esos detalles, pero no sus rostros? Cuando el sol comenzaba a asomarse por el horizonte, ya estábamos esperándolo en la barca listos para pescar.

    Y de pronto, ocurría el milagro de cada día. Las aguas que antes eran oscuras y más negras que la noche, poco a poco clareaban. Se pintaban de muchos colores, todos los azules posibles, todos los verdes, los amarillos, los anaranjados y por fin un azul turquesa que se mezclaba con otro más intenso. El cielo y el mar eran idénticos entonces; cientos de estrellas titilaban en las aguas, cientos de tonalidades de azules que parecían nubes jugaban entre ambos mundos y los peces salían a ver la luz del sol.

    Algunas veces llegamos al banco de robalos favorito de mi taat. Echábamos las redes, las dejábamos reposar un rato en el mar y nos quedábamos ahí, mirando, riendo, respirando. Cuando el calor era demasiado, nadábamos un rato. A veces mi suku´un contaba historias, a veces mi taat lo hacía. Yo escuchaba. No tenía tantas historias aún. Pero, y si ahora mismo los viera regresar por ese mar, ¿qué les contaría? ¿Les diría lo que pasa después? No lo sé… Cuando mi taat veía las señales en el mar y en las redes, las sacábamos entre los tres. Jalábamos fuerte las cuerdas. Muchos pescadores nuevos no lo hacen bien o lo hacen desde sus pequeños alijos, sus embarcaciones de pesca, y voltean las canoas y pierden todo: las redes, los peces, las cuerdas o la vida. Pero mi taat lo hacía con fuerza y suavidad. Como si sus manos y brazos y cuerpo hubieran nacido del mar y llevaran siglos haciendo esto. Cuando las redes salían, las sacudíamos fuerte y caían varios peces en la barca. Peces grandes y fuertes que se meneaban de un lado a otro hasta que terminaba su lucha por sobrevivir y se entregaban al aire como quien se ahoga se deja llevar por el mar. Repetíamos esto dos o tres veces más. Horas después, ya no quedaba espacio en la barca para

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