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La guerra del streaming: El ascenso de Netflix
La guerra del streaming: El ascenso de Netflix
La guerra del streaming: El ascenso de Netflix
Libro electrónico226 páginas3 horas

La guerra del streaming: El ascenso de Netflix

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Desde la primera proyección cinematográfica hace 125 años, el modo de ver películas no ha dejado de evolucionar. Las salas de cine se resisten a desaparecer, incluso en el contexto desafiante de los últimos confinamientos, pero el visionado de películas y series en casa ha ido creciendo, con las emisiones televisivas, el DVD y el Blu-ray.

El último paso del consumo audiovisual doméstico ha sido a través de internet en las plataformas digitales. Aquí se ha posicionado muy bien Netflix, que con poco más de veinte años de existencia ha sabido adaptarse al entorno cambiante, pasando de videoclub a productora, distribuidora y exhibidora, y ofreciendo su producto en los cinco continentes mediante un solo clic.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 feb 2021
ISBN9788432153365
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    La guerra del streaming - José Marías Aresté Sancho

    JOSÉ MARÍA ARESTÉ

    LA GUERRA DEL STREAMING

    EL ASCENSO DE NETFLIX

    EDICIONES RIALP

    MADRID

    © 2021 by JOSÉ MARÍA ARESTÉ

    © 2021 by EDICIONES RIALP,

    Manuel Uribe 13-15, 28033 MADRID

    (www.rialp.com)

    No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Preimpresión: produccioneditorial.com

    ISBN (versión impresa): 978-84-321-5335-8

    ISBN (versión digital): 978-84-321-5336-5

    Índice

    Portada

    Portada interior

    Créditos

    Frases

    Introducción

    1. Ver cine cuando, como y donde yo quiera

    2. Una foto a la cultura corporativa de Netflix

    3. El salto al streaming

    4. El reto tecnológico: algoritmo y ancho de banda

    5. Ha nacido un estudio

    6. Quiero ser como Netflix

    Bibliografía

    Autor

    Hank: «Normalmente, cuando conoces a una chica, vas al cine a ver una película. Pero cuando estás muy cómodo con ella, te quedas en casa y ves Netflix».

    (Swiss Army Man, Dan Kwan y Daniel Scheinert, 2016)

    Stefan: «¿Quién me está haciendo esto? Sé que hay alguien allí. ¿Quién está ahí? ¿Quién eres? Sólo dame una señal. Vamos, si hay alguien ahí, sólo dame una señal. ¿Me darás una señal? Sé que hay alguien allí. Sólo dame una puta señal».

    Pantalla del ordenador: TE ESTOY VIENDO EN NETFLIX

    (Black Mirror: Bandersnatch, David Slade, 2018)

    «Se dejó caer en la cama. Las sábanas estaban suaves, las almohadas frescas. Encendió Netflix y dejó que le inundase su brillo tibio, que le guiasen sus algoritmos».

    (Recuerdos y desinformación, Jim Carrey y Dana Vachon, Temas de Hoy / Planeta, 2020)

    Introducción

    VEINTE AÑOS NO SON NADA. Pero a Netflix le han bastado para convertirse en empresa líder del sector del entretenimiento. La victoria le sonríe de momento en la actual guerra de plataformas de streaming para hacer llegar al usuario final los contenidos audiovisuales. Los estudios de cine clásicos de Hollywood la miran con envidia. Y se preguntan por qué ellos, con su historia, experiencia y habilidad para la diversificación no han sabido ver lo que Netflix sí ha visto. Incluso la situación de pandemia del Covid-19, que tanto ha afectado a todas las compañías, se ha convertido para ellos en una ventaja para crecer en número de suscriptores.

    Considerando superficialmente sus orígenes —un servicio de alquiler de películas en DVD por correo postal, que seguía la tradición de la venta por catálogo en Estados Unidos, impulsado por outsiders del negocio cinematográfico— nada invitaba a sospechar que llegaría a ser una compañía puntera en la producción de filmes y series televisivas. Pero internet lo ha cambiado todo. Y sectores con actores a priori bien asentados, aparentemente inamovibles, como el bancario o el automovilístico, contemplan con estupor cómo otros ratones se están llevando su queso[1].

    No faltan quienes ven en el espectacular crecimiento y alta cotización en bolsa de Netflix un problemático esquema piramidal. Los contenidos propios se financian con las cuotas de suscripción, pero la deuda no deja de crecer, y podría venirse abajo como el castillo de naipes a que alude una de sus series más populares. Pero la realidad actual es tozuda. La empresa transmite buenas vibraciones, da sensación de solidez, ha creado una cultura corporativa propia y, a todos los efectos resulta cool y sexy, su imagen de marca es casi inmejorable. Preguntar si prefieres Netflix u otro servicio de streaming equivale casi a preguntar si hay algún refresco de cola que pondrías por delante de Coca-Cola.

    La clave del éxito de la empresa liderada por Reed Hastings ha sido mantenerse fiel durante dos décadas a la idea seminal: servir a sus clientes las películas y series de televisión que desean ver, a veces incluso sin saberlo, del modo más eficiente posible. No se han distraído con los cantos de sirena de otras posibles vías de negocio. La meta ha sido siempre buscar a toda costa el grado máximo de satisfacción del suscriptor, poniendo a su disposición lo antes posible los títulos que deseaba visionar. Al principio en soporte físico por correo postal, hoy con un clic vía internet por streaming.

    Netflix es la compañía que más se parece a los estudios de Hollywood de antaño, porque pone el foco en dar a los usuarios las películas y series que quieren ver. En cambio, las majors han adoptado los rasgos de diversidad y dispersión propios del gran conglomerado que no quiere poner todos los huevos en la misma cesta. Disney ha comprado a Fox, y maneja canales televisivos, equipos deportivos, parques temáticos, videojuegos y licencias de merchandising. Paramount, Universal y Warner juegan en la misma división, con gigantes del cable. Y Columbia hasta cambió su nombre por Sony, el gigante electrónico japonés, con la electrónica de consumo y las videoconsolas como parte esencial de su cartera de negocio. Y no dejan de mirar a Netflix, el nuevo miembro del club, dando vueltas a cómo adaptarse a un streaming que sirve al fin la tan anhelada televisión a la carta. Mientras, compañías de otro perfil, Google, Amazon, Apple y Facebook, se han ido adentrando en el goloso terreno de la producción y distribución de entretenimiento fílmico y seriado, aunque su especialidad original fuera internet, el comercio electrónico, las redes sociales y los ordenadores. De nuevo, la diversificación.

    La historia de Netflix no ha sido otra cosa que refinar, refinar y refinar su razón de ser, servir a los clientes las películas que les gustan, de modo que no tengan necesidad de buscarlas en otro sitio. De ahí la consolidación de un catálogo de películas y series, en DVD, Blu-ray o streaming, lo más amplio posible. La compra de derechos de títulos para distribuir, en exclusividad o no. La producción de contenido original, con idea de crear un fondo propio, por lo que en el futuro pudiera ocurrir. Y alrededor, el desarrollo de un algoritmo de recomendación, que pone en valor todo el catálogo, incluidos los títulos más desconocidos pero susceptibles de satisfacer al suscriptor. Netflix llega así a conocer a su público, sin resultar intrusivo. Se diferencia de otras empresas de servicios en internet y su manejo abusivo de las cookies, quizá porque no vende productos de terceros. Solo se vende a sí misma, a unos suscriptores que ya han pagado, para lograr su satisfacción y que no se arrepientan de pagar su cuota mensual.

    Las páginas que siguen describen la historia de un singular combate, entre un pequeño David, capaz de moverse ágilmente, y numerosos Goliats más poderosos, con mejor know how y bien pertrechados de armas, pero que se han movido torpemente en el entorno cambiante. Y es que, en contra de lo que se suele pensar, un canijo con cintura, desprovisto de pesados arreos, armadura, espada y escudo, puede jugar con ventaja, como invitaba a considerar Malcolm Gladwell[2].

    Muchos de sus ahora rivales, Disney, Universal, Warner, nunca vieron a Netflix como tal. Es más, celebraban su ingenioso modelo de negocio, que les permitía difundir aún más su catálogo de películas. No consideraron que un día pujarían por los mismos directores, guionistas, actores, para hacer películas. Y tampoco los grandes videoclubes como Blockbuster, con su tupida red de tiendas físicas, habían imaginado que una compañía que sólo disponía de almacenes y trataba al público a través de una interfaz de ordenador, le satisfaría mejor.

    Netflix ha sabido usar a su favor las nuevas herramientas tecnológicas: DVD, Blu-ray, e-commerce, internet, streaming, descargas digitales... Tiene la gran ventaja de un contacto inmediato con sus usuarios, más de 195 millones, del que no abusa. Está presente en todo el mundo, y trata de hacerse a cada sitio, respaldando la producción local. A la vez, logra dar a conocer títulos exóticos en todos los mercados, algo impensable en el modo tradicional de difusión, en salas de cine y televisiones. Usa con ingenio las herramientas del marketing y la promoción, convirtiendo el lanzamiento de muchos de sus títulos en un acontecimiento. E incluso ha sabido hacer de la necesidad virtud ante crisis como la burbuja de las punto.com, la debacle financiera de 2008 o la pandemia del Covid-19 en 2020.

    Netflix lucha por triunfar en los festivales de cine más prestigiosos y en los codiciados Oscar. Recupera clásicos inacabados. Respalda documentales. Atiende a públicos nicho. Gasta recursos ingentes en producción propia, pues las películas y series de otras compañías pueden desaparecer de su contenedor en cualquier momento, como ya ha ocurrido con Disney y Warner, que impulsan sus propias plataformas, Disney+ y HBO Max. Prácticamente todos los días Netflix genera alguna noticia en los medios de comunicación. Su dinamismo no deja de sorprender, todos quieren replicar de algún modo su éxito, los estudios de Hollywood y las grandes compañías tecnológicas.

    En esta tesitura surgen inevitables los interrogantes. ¿Llegaremos a la saturación de producciones audiovisuales? ¿Hay tarta para todas las plataformas de streaming? ¿Se cansará el público? No es fácil aventurar respuestas, pero por ahora hay una demanda creciente y público más que suficiente. De modo que el espectáculo debe continuar...

    [1] Metáfora usada por Spencer Johnson, ¿Quién se ha llevado mi queso?, Empresa Activa, 1999.

    [2] Cfr. su libro David y Goliat: Desvalidos, inadaptados y el arte de luchar contra gigantes, Taurus, 2013

    Capítulo 1

    Ver cine cuando, como y donde yo quiera

    QUIERO VER ESTA PELÍCULA Y QUIERO VERLA YA. Sin demoras. No mañana, ni la semana que viene, ni dentro de un mes o de un año. Vivimos en un mundo que no sabe esperar. Prima la búsqueda de la gratificación inmediata, olvidada tan pronto como se alcanza. Y con tantas cosas accesibles en internet a un clic, ya no sabemos disfrutarlas.

    Las productoras audiovisuales trabajan a pleno rendimiento para satisfacer una creciente demanda. Pero las fábricas de sueños que antaño perduraban en el imaginario colectivo, corren ahora el peligro de entregar obras efímeras. Brillan por un momento en el firmamento fílmico o serial, para desvanecerse sin dejar rastro. El público ya está pensando en lo que vendrá después.

    UN POCO DE HISTORIA

    Mucho han cambiado las cosas desde la invención del cinematógrafo. Entonces, asegura la leyenda, los primeros espectadores se levantaron asustados de sus asientos, pensando que el tren que veían en la pantalla les iba a arrollar. Se trataba de la exhibición pública de una película de los hermanos Louis y Auguste Lumière en París, en enero de 1896, de brevísima duración, un minuto, y sintomática de la vocación colectiva del cinematógrafo.

    Unos años antes, pioneros como Thomas Edison experimentaban con otro aparato de filosofía diferente, el kinetoscopio, que ofrecía una experiencia individual. La gente hacía cola para aplicar sus ojos a un visor y gozar del cine de otra manera y por apenas unos instantes, aislados del resto del mundo. Siendo los aparatos caros en uno y otro caso, acabaría prevaleciendo el cinematógrafo, por la ventaja de imágenes de mayor tamaño y público simultáneo. Y sin embargo...

    La vida da muchas vueltas. Muchos avances se han producido a lo largo de la historia del cine, de los que no son pequeños el sonido y el color. Pero uno, decisivo, fue el desembarco del cine en los hogares. Tras la multiplicación de las salas de proyección en todo el mundo, algunas denominadas pomposamente palacios, y la condición eminente de las películas como entretenimiento popular, que difundía todo tipo de historias, la llegada de la televisión introdujo una nueva variable. No hacía falta salir de casa para disfrutar de determinados espectáculos. Además, se asentó el formato serial, que ya había tenido recorrido en los cines.

    De entrada, los estrenos de películas seguían aterrizando primero en las salas de cine. Y para llenarlas de espectadores, hubo un esfuerzo de inversión en impactantes formatos de pantalla. Pero un interruptor se había encendido alterando el paisaje. Aunque la exhibición pública aguantaba, vinieron más cambios con el lanzamiento de los reproductores domésticos, y la posibilidad de alquilar y comprar películas en soporte físico: cintas magnéticas —Vídeo 2000, Betamax y VHS— y discos —DVD, Blu-ray, 4K Ultra-HD—. Y al fin se pasó a acceder a ellas mediante el streaming y la descarga digital vía internet. Además, proliferó el fenómeno de la subida y descarga ilegal de películas en el ciberespacio. Los archivos digitales compartidos facilitaban la piratería, por la sensación de impunidad de los que movían las películas sin detentar sus derechos de difusión, y del consumidor final, que se autoengañaba diciéndose aquello de yo no hago daño a nadie.

    El fácil acceso a películas y series en los hogares ha tenido muchas e importantes consecuencias. Acudir a la sala de cine ya no es un acontecimiento, ha perdido gran parte de su glamour. No puede compararse a la experiencia de un espectáculo en vivo, un concierto, una representación teatral o un partido de fútbol. Tras un plazo de tiempo cada vez más breve —las ventanas de explotación tras el estreno se achican y hasta desaparecen— la película está a disposición del espectador en el salón de su casa. La experiencia colectiva mengua. De compartir la sala oscura con un grupo amplio, compuesto en su mayor parte de desconocidos, se pasa en el mejor de los casos al núcleo familiar, que vive bajo el mismo techo y se aglutina alrededor del que solía ser un único televisor, instalado en la sala de estar. Queda si acaso la masa amorfa de internet, y los comentarios en las redes sociales.

    De ahí las personas pasan a ver solas las películas en ordenadores, portátiles o no, y en toda clase de dispositivos con distintos tamaños de pantalla, desde una videoconsola a un teléfono móvil, pasando por las tabletas. Y consumen contenidos no sólo en su casa sino, aprovechando los desplazamientos, en avión, tren, bus, automóvil o metro. Incluso en el hogar, con la multiplicación de dispositivos, la contemplación de películas se convierte con frecuencia en experiencia individual. Cada miembro de la familia ve su programa favorito, a veces pertrechado de cascos y tumbado en la cama. Con este panorama, podríamos decir que Edison y los pioneros del kinetoscopio han tenido al fin su revancha. El hábito del visionado individual de productos audiovisuales crece, mientras que las salas de cine han de conformarse con llenar su aforo, si lo logran, durante los fines de semana, y con películas palomiteras trufadas de efectos especiales, cuya espectacularidad visual es la única razón que justifica pagar el precio de la entrada. E incluso este logro se ha visto amenazado en 2020 por la pandemia del coronavirus y el cierre preventivo de los lugares públicos de proyección.

    ACCESIBILIDAD EN UN MUNDO GLOBALIZADO

    La consideración social y colectiva de las películas adopta un nuevo rumbo con la proliferación de las redes sociales. Ya no comentas la película sólo con el amigo o la novia que te ha acompañado al cine, o el capítulo de una serie que emitieron anoche con los compañeros de oficina. Ahora, incluso durante el visionado, puedes estar activo en Twitter con tu teléfono móvil comentando lo que ves usando un determinado hashtag, aplaudiendo o despotricando, y descubriendo las reacciones de otros usuarios de la red social.

    Además, cabe acceder a películas y series exóticas, de todas las nacionalidades. Lo que supone una rica inmersión en contextos culturales distintos al propio. No hace tanto era raro que un espectador español visionara una miniserie taiwanesa. Pero ahora los numerosos canales y plataformas necesitan producto, ya sea para rellenar la parrilla de programación, o unos contenedores digitales que deben contar con una oferta más atractiva que la del rival. El desafío de los responsables de contenido consiste en descubrir películas de interés en el mercado internacional, pues se puede caer en la tentación de comprar películas de ínfima calidad a precio de ganga.

    Otra muestra de cambio de costumbres es el fenómeno de personas que, ya sea por compartir una experiencia satisfactoria, o por el deseo de dar a conocer un título con el que tienen alguna conexión, suben películas muy poco conocidas a YouTube u otras plataformas, a veces con subtítulos caseros. Lo que ha permitido una difusión de obras nunca vista, eso sí, al precio de que se hace difícil distinguir qué merece la pena. El baremo más popular acaba siendo el número de visualizaciones. También cuenta, pero a la baja, la opinión del crítico —especie en extinción, ahora todo el mundo se considera crítico, y postea su punto de vista en blogs y redes sociales—, erudito o cinéfilo de confianza, que certifica que aquello tiene interés. O un algoritmo que nos diga la película o serie que nos va a gustar. Las líneas que separan la libertad del condicionamiento se desdibujan.

    El panorama ha cambiado para el investigador y el cinéfilo, que accedían con dificultad a determinados títulos, fiándose de su memoria y de lo que contaban los estudiosos del Séptimo Arte en sus eruditos libros. Para acceder a un director de su interés, el amante del cine de a pie debía confiar en que un día una filmoteca le dedicara un ciclo, o que una cadena televisiva demostrara las razones culturales de su existencia programándolo. Luego surgió el mercado de películas en formato doméstico, la posibilidad de crear tu propia videoteca. Y así hasta llegar a la nube que teóricamente todo lo soporta, cabe soñar en la filmoteca universal, todas las películas y series del mundo al alcance de un clic.

    El problema de la proliferación de las plataformas de streaming, que ofertan decenas de miles de títulos es la saturación y el empacho. No hay tiempo para verlo todo. Falta en muchos usuarios criterio y sentido común a la hora de elegir. Y no saben alternar con otras actividades. Hay auténticos adictos a las series, especialmente jóvenes y adolescentes, capaces de pasar todo el fin de semana viendo temporada tras temporada de una serie, maratones o atracones interminables —binge-watching es el término acuñado en el mundo anglosajón— que no pueden ser buenos para la salud, pues propician el aislamiento

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