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Ficciones cercanas: Televisión, narración y espíritu de los tiempos
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Libro electrónico481 páginas7 horas

Ficciones cercanas: Televisión, narración y espíritu de los tiempos

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¿Qué cuentan las historias de esta era dorada de la ficción televisiva? ¿Cuánto dicen del mundo, de las personas, de sus conflictos cotidianos? ¿Hasta qué punto sus prácticas narrativas y sus estrategias de diseño dan cuenta de la sensibilidad y los intereses del sujeto telespectador? ¿Cuál es el espíritu de los tiempos que destilan sus tramas?

Este libro ha convocado a profesionales y académicos con intereses y acentos diversos para indagar en el fenómeno de las teleseries más allá del marco de las pantallas. Los textos aquí reunidos parten del convencimiento de que las historias son discursos consustanciales a la vida cognoscitiva y afectiva de las personas, por lo que acercarse a aquellas para desagregar cuestiones vinculadas a la política, la filosofía o los estudios de género, entre otros temas apasionantes, supone un esfuerzo por tratar de explicar el mundo y sus relaciones.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 dic 2018
ISBN9789972454561
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    Ficciones cercanas - Universidad de Lima

    Colección Investigaciones

    Ficciones cercanas. Televisión, narración y espíritu de los tiempos

    Primera edición digital: septiembre, 2018

    ©Universidad de Lima

    Fondo Editorial

    Av. Javier Prado Este 4600

    Urb. Fundo Monterrico Chico, Lima 33

    Apartado postal 852, Lima 100, Perú

    Teléfono: 437-6767, anexo 30131

    fondoeditorial@ulima.edu.pe

    www.ulima.edu.pe

    Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

    Imagen de portada: Atomazul/Shutterstock.com

    Versión e-book 2018

    Digitalizado y distribuido por Saxo.com Perú S. A. C.

    https://yopublico.saxo.com/

    Teléfono: 51-1-221-9998

    Avenida Dos de Mayo 534, Of. 304, Miraflores

    Lima – Perú

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

    ISBN 978-9972-45-456-1

    ÍNDICE

    Prólogo

    Introducción. ¿Qué cuentan las historias de la tele?

    Primera parte. Pantallas y miradas

    Regularidad y discontinuidad entre teleseries clásicas y actuales

    Luis García Fanlo

    Black Mirror: política, televisión y redes

    Lilian Kanashiro

    Miradas femeninas: Downton Abbey

    Giuliana Cassano

    Louie, el delirio redentor

    Ricardo Bedoya

    Love: el amor real como resistencia

    Elder Cuevas-Calderón, Caroline Cruz Valencia

    Después de los héroes (o el triunfo de los cínicos)

    Giancarlo Cappello

    Del criminal en serio al criminal en serie: un periplo por las pantallas

    Julio Hevia Garrido Lecca

    The zombies keep walking: del mito a la modernidad tardía

    Johanna Montauban Bryce

    Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual en clave de tragedia

    Víctor Casallo Mesías

    Las teleseries también educan. Una defensa de las ficciones televisivas como dispositivos de aprendizaje

    Julio César Mateus

    Segunda parte. Tramas y traumas locales

    La genealogía de lo grotesco. Porno, política y televisión

    Jaime Bailón Maxi

    Televisión en el Perú: la realidad de la ficción

    Gerardo Arias Carbajal

    Telenovelas que no osaron decir su nombre.

    Las miniseries de Del Barrio Producciones (2010-2015)

    Eduardo Adrianzén

    Al fondo hay sitio o el formato Betito

    Guillermo Vásquez Fermi

    Tercera parte. Mundos narrativos

    El paisaje en el policiaco de la tercera edad dorada de la televisión

    Alberto Nahum García Martínez

    Estrategias fallidas de expansión narrativa: el caso de Glee

    Juan Manuel Auza

    El horror en la primera temporada de True Detective.

    Del ritual satánico a Lovecraft

    Ricardo Olavarría Ginocchio,

    María de los Ángeles Fernández Flecha

    Los múltiples The Walking Dead. Un estudio transmedia

    Sergio Marqueta Calvo

    De los autores

    PRÓLOGO

    Ha transcurrido mucho tiempo desde la satanización de la televisión. De hecho, tocó un extremo poco antes de voltearse el siglo, cuando se desató la furia del politólogo italiano Giovanni Sartori contra la caja boba y el velo emocional que esta tendía para ocultar la comprensión de las realidades del poder. En Homo videns (1998), defendió las virtudes de la lengua escrita como vehículo predilecto del entendimiento y advirtió acerca de las amenazas de engaño y seducción que se cernían sobre el tratamiento televisivo de la política. El libro circuló mucho en el Perú, precisamente porque era la época en que Fujimori y Montesinos imperaban sobre las grandes redes de televisión, razón suficiente para que sus lectores hicieran una generalización negativa de este medio a propósito del statu quo autoritario, pero particular, del momento. El breve texto Sobre la televisión, de Pierre Bourdieu, aparecido también en esos años, criticaba de modo más razonado la verticalidad de la televisión, pero sin perder su tono apocalíptico.

    Dos décadas después la escena es muy diferente: los reflectores se dirigen menos a los poderes políticos y oligopólicos controladores que a las nuevas potencialidades narrativas de un (multi)medio que, desde diferentes plataformas y hacia variadas pantallas, está modificando el habitus cultural. En esa línea, el argentino Alejandro Piscitelli afirma y critica la calidad del cuestionamiento a la televisión y aprecia que las investigaciones actuales sobre este medio, mucho más refinadas que sus predecesoras, hayan invertido el enfoque. Piensa que la televisión de hace cincuenta años ha cambiado diametralmente, y que, en el caso específico de las series, asistimos a una complejidad creciente relacionada con la recepción de múltiples relatos. Todo ello lleva a pensar la televisión incorporando los aportes de las neurociencias, la teoría narrativa, la teoría de las redes sociales y la economía. La televisión sí sirve para pensar. El acceso a una oferta amplia de relatos continuos mediante la exposición a un producto audiovisual de perfeccionado rendimiento le permite al espectador aguzar sus aptitudes críticas y tener una nueva experiencia estética.

    Ahora bien, ¿es tan nuevo este auge de las series? Sin duda, si nos ubicamos en el horizonte contemporáneo de las innovaciones tecnológicas y de la industria cultural. Pero si miramos más atrás y nos enfocamos en el tiempo de la narrativa de larga duración, encontramos recurrencias. Tal como la telenovela —en las décadas de los setenta y ochenta— fue relacionada por Martín-Barbero con la novela de folletín, ¿no podría verse en las novelas río de hace diez o doce décadas un antecedente de las series? Mientras a la novela se le solía —y suele— leer casi siempre en el ámbito privado de la casa, el espectáculo cinematográfico tuvo que crecer en las grandes salas oscuras. El público acudía fascinado por la belleza de esos rostros inmensos proyectados en las pantallas. Por supuesto, también hubo razones técnicas y prácticas para que se instituyera la costumbre de ir al cine y hacer cola para ver funciones cinematográficas de dos horas en esos apéndices del espacio público que poblaban las avenidas.

    La implantación de la televisión seguramente generó una sólida competencia comercial, pero no reemplazó ni la calidad de la imagen fílmica ni la de sus contenidos. La llegada de la televisión en colores efectivamente mejoró el espectáculo audiovisual respecto a la señal en blanco y negro, pero no suprimió los déficits de nitidez y contraste, además de las frecuentes deformaciones de la imagen. Más adelante, el alquiler y la venta de videos grabados (Betamax, VHS), pese a facilitar la diversificación de la oferta, no lograron un éxito técnico mayor. La digitalización de la comunicación masiva, acontecida en la última década del siglo, sí trajo avances decisivos. La mundialización de la oferta ha sido un fenómeno muy complejo, pues comportó, casi al mismo tiempo, mayores anchos de banda en toda la cadena informática, redes sofisticadas de satélites geoestacionarios, creación de nuevas plataformas, así como nuevas tecnologías de producción de imágenes y audio de alta definición. Ya entrado el nuevo siglo, tuvo lugar la revolución de las pantallas: por un lado, la introducción inicial del plasma y luego del LCD y la luz LED, y por otro, el aumento de sus dimensiones (inversamente proporcional a la reducción del precio relativo por pulgada de pantalla), lo cual derivó en una democratización del acceso. Esta llegada a un futuro casi inimaginable hace tres décadas nos devuelve al pasado de hace más de un siglo, en el cual el espacio privado del hogar cobijaba narraciones que, por su larga extensión, equivalían a una experiencia de vida, sin que esto signifique una involución estilística o temática. Al contrario, más allá de la antigua narración introspectiva y moralista, se ha izado la bandera transnacional del pluralismo con sus escenarios posmodernos de transgresión, los que vemos en la sucesión de capítulos y temporadas de las series en auge actualmente.

    Y precisamente el eco de estos cambios llega al Perú con el presente libro, probablemente la primera compilación de ensayos sobre este tema en nuestro medio. Esta publicación se inscribe en la larga saga de textos críticos sobre el mundo audiovisual que ha caracterizado a la Universidad de Lima, que incluye en su tradición las revistas La Gran Ilusión y Ventana Indiscreta, sucesoras a su manera de la legendaria Hablemos de Cine, sin contar los numerosos libros sobre cine y productos audiovisuales que desde hace cerca de treinta años han venido apareciendo.

    Ficciones cercanas. Televisión, narración y espíritu de los tiempos, editado por Giancarlo Cappello —y que sigue la línea de su publicación anterior, Una ficción desbordada. Narrativas y teleseries (2015)—, es un aporte académico al estudio de la industria cultural y, en especial, al de la televisión y sus cambios. Esta ha sido una preocupación académica sostenida en la formación de los comunicadores sociales y en sus trabajos de análisis desde hace mucho tiempo; por ello, el presente libro —dirigido a especialistas, estudiantes y público atento a la evolución actual de los medios audiovisuales— fortalece la investigación en la Universidad de Lima.

    María Teresa Quiroz

    INTRODUCCIÓN

    ¿Qué cuentan las historias de la tele?

    Desde que se estrenó The Sopranos en 1999, la ficción televisiva vive una tercera edad dorada que, como señala Xavier Pérez, se ha impuesto como una extensión contemporánea del modelo constructor de imaginarios que el cine de Hollywood propuso a la civilización occidental a lo largo del siglo XX (2011, p. 13). Si la primera edad dorada tuvo como estrella al género de la antología en los años cincuenta, con temáticas imposibles para el cine, que ofrecían una visión crítica de la sociedad —hasta que el peso de los anunciantes consiguió trivializar sus contenidos— y, más tarde, en los años ochenta e inicios de los noventa, producciones como Hill Street Blues, Moonlighting o Twin Peaks definieron una lúcida segunda era en virtud de su complejidad estructural, las teleseries de esta tercera edad dorada representan una evolución que conjuga el preciosismo formal con relatos tremendamente estimulantes que incorporan tópicos de actualidad y temas controversiales al amparo de esa libertad que solo otorgan la ficción y las emociones vicarias.

    Lo más destacable de esta nueva edad de oro es el feliz equilibrio que ostenta entre arte y negocios. Es una televisión producida con grandilocuencia, pero también con sensibilidad; con sed económica, pero sin descartar el empeño argumental y estético, lo que ha resultado en algo pocas veces visto: la satisfacción del público, de la crítica y de la industria del entretenimiento. Si a esto le agregamos datos objetivos que indican que en los últimos años han surgido publicaciones importantes, se han organizado congresos en las mejores universidades y el número de tesis de pregrado y posgrado al respecto sigue en aumento, no haremos sino comprobar que las teleseries han desbordado las pantallas para permear distintos ámbitos del pensamiento. De hecho, los títulos aquí reunidos dan buena cuenta de la vitalidad intelectual alrededor de ellas.

    El conjunto de textos que conforma este libro se ubica en la línea descrita por John Fiske (2011 [1987], pp. 27-32), quien define a la televisión como portadora/provocadora de sentidos y parte crucial de las dinámicas que mantienen la estructura social en un constante proceso de producción y reproducción de significados. Pensemos que estamos no solo ante un suceso de comunicación, sino ante un fenómeno social que ofrece la posibilidad de ir más allá de solo describir cómo grupos de individuos organizan, decodifican e interactúan con contenidos televisivos, para revelar, por ejemplo, desde nuevos ángulos, una amplia gama de manifestaciones culturales, políticas y económicas.

    Las teleseries evidencian una asombrosa capacidad para construir comunidades simbólicas que, además de la materia narrativa —la comedia, el policial, los dramas de todo tipo—, se interesan por los discursos subyacentes, por las estéticas, por la representación de ciertas prácticas y comportamientos que dan cuenta de una ética o una visión peculiar del mundo. Debe considerarse, además, que todas estas representaciones —así como su circulación, su acceso, sus posibilidades de consumo y repetición— se producen en un marco económico y tecnológico que plantea permanentes matices, acotaciones y nuevas lecturas alrededor de materias tanto contextuales como de base: desde la familia, la religión, el sexo, las relaciones interpersonales o las artes, hasta tópicos de agenda como la seguridad nacional, el conservadurismo o la cuestión racial, por no citar puntos vinculados directamente a la comunicación, como la sintaxis audiovisual, la elaboración de imágenes o su compleja ingeniería narrativa.

    En su libro El derecho de la libertad (2014), Axel Honneth, director del Instituto de Investigación Social —la conocida escuela de Fráncfort—, defiende que la teoría social pueda utilizar con provecho obras de ficción para comprender las transformaciones, porque con frecuencia se adelantan a ellas. Por ejemplo, para saber lo que ocurre en las relaciones entre hombre y mujer, cabe consultar datos como las tasas de divorcio, el descenso de la fertilidad o la crianza de los hijos; pero lo que realmente está sucediendo se explicará de forma más sensible en una novela, en una obra de teatro, en una teleserie o en el cine, cuyas historias parten de la observación cercana de los pequeños cambios que se dan en los comportamientos cotidianos.

    Esta es, pues, una colección de escritos que se interesa por las tramas de significación contenidas en las teleseries y que entiende —siguiendo a Clifford Geertz— que el análisis de la cultura se configura como una ciencia interpretativa en busca de significaciones, porque

    considerar las dimensiones simbólicas de la acción social —el arte, la ideología, la ciencia, la moral, el sentido común— no es apartarse de los problemas de la vida para ir a parar a algún ámbito empírico de formas desprovistas de emoción; por el contrario, es sumergirse en medio de tales problemas. (1992, p. 25)

    En ese sentido, ¿qué cuentan las historias de esta era dorada? ¿Cuánto dicen del mundo, de las personas, de sus conflictos cotidianos? ¿Hasta qué punto sus prácticas narrativas, sus estrategias de diseño, dan cuenta de la sensibilidad y los intereses del telespectador? ¿Cuál es el espíritu de los tiempos que destilan sus tramas?

    Paul Ricoeur (1992) decía que las historias eran discursos consustanciales a la reflexión, parte fundamental de la vida cognoscitiva y afectiva de las personas, porque promovían la intersubjetividad e intervenían en aspectos éticos y prácticos. Por un lado, están las narrativas que exponen el conocimiento y relatan el aprendizaje del hombre en el desarrollo de su pensamiento; y, por otro, aquellas que se ocupan de lo individual y particular, que consolidan las nociones de identidad, de diversidad y de diferencia. De modo que bien podemos decir que las historias explican el mundo y sus relaciones, dan sentido a la anarquía de la existencia, pero no solo como ejercicio intelectual, sino también como experiencia personal y emotiva. Quizá por eso Kenneth Burke les llamaba el equipaje de la vida, porque la vida, por sí sola, no está equipada para vivirse.

    Ahora bien, toda vez que la televisión, sus contenidos y sus espectadores operan y se construyen de manera disímil, resulta inviable que una sola perspectiva teórica sea capaz de ofrecer una mirada adecuada, de ahí que estemos ante un trabajo que ha convocado a profesionales y académicos con intereses variados.

    El libro ha sido dividido en tres partes. Pantallas y miradas agrupa aquellos textos que ensayan lecturas y analizan los contenidos desde ópticas tan diversas como la sociología, la política, los estudios de género, el psicoanálisis o la filosofía. Se trata de un acercamiento a algunas de las ficciones más representativas de los últimos años. Luis García Fanlo hace una revisión de los fundamentos que definen esta última edad de oro, a partir de las regularidades y discontinuidades que darían cuenta no solo de un conjunto de reglas y procedimientos de producción, sino de una extrapolación, a las estructuras narrativas, de los discursos políticos, ideológicos y sociales dominantes que construyen una visión y un modo de existencia en el mundo actual. Lilian Kanashiro, a su turno, toma tres episodios de la destacable Black Mirror para ofrecer una lectura del modelo político que se reproduce y cuestiona a partir, básicamente, de un régimen de simulación predominantemente técnico y audiovisual. Por su parte, Giuliana Cassano se interna en los ambientes de la residencia Downton Abbey para analizar las representaciones de género desde la mirada de tres personajes femeninos de la sociedad inglesa de inicios del siglo XX.

    Siempre en este primer apartado, Ricardo Bedoya se detiene en la celebrada Louie, la comedia de Louis C.K., para atender cómo la performance y la autoficción delinean el humor y la melancolía de este neoyorquino cuarentón cuya cotidianidad y conflictos revelan el trasfondo delirante del mundo actual. A continuación, Elder Cuevas-Calderón y Caroline Cruz Valencia se ocupan de las conexiones y relaciones interpersonales que plantea Love, una producción de Netflix en la que, paradójicamente y muy en la línea de la liquidez planteada por Bauman, el amor mercancía parece tomar por asalto la representación del amor real. A su turno, Julio Hevia Garrido Lecca revisa la representación de los criminales en serie, en un periplo que fluye entre la pantalla chica y la grande y que, de alguna manera, opera como contrapartida del texto que firmamos acerca del arquetipo heroico que construirían muchas de estas fascinantes historias.

    Pocas producciones son tan emblemáticas como The Walking Dead y Breaking Bad. Esta última es revisitada por Víctor Casallo Mesías, quien, desde una perspectiva fenomenológica, desagrega la experiencia de enfrentar la historia de Walter White como un autodescubrimiento estético, mientras que Johanna Montauban se ocupa de reconstruir el largo caminar de los zombis en su trayecto del mito a la modernidad tardía. Este primer capítulo concluye con la defensa que hace Julio César Mateus de las teleseries como dispositivos de aprendizaje: alega que su potencia emocional, así como la diversidad y calidad de sus temas, son una oportunidad para el diseño de innovadoras experiencias pedagógicas.

    Como puede verse, las posibilidades de abordaje son diversas, y si bien en nuestro medio este tipo de exploración es todavía incipiente —debido, en buena cuenta, a la precaria producción local—, no deja de representar una promesa de conocimiento atractiva, dada la naturaleza heterogénea, fragmentada y conflictiva de nuestra convivencia social, que se traduce, luego, en comportamientos e indicadores que dan cuenta de públicos, audiencias y usuarios de las mismas características. En virtud de esto, el segundo apartado, Tramas y traumas locales, busca ofrecer una radiografía de nuestra alicaída ficción televisiva y sus historias en los últimos años.

    El texto de Jaime Bailón Maxi, que abre esta parte —y que va más allá del terreno de la ficción—, ofrece un análisis descarnado de los tópicos y mecanismos que invaden y dominan la televisión peruana y que impedirían dar el salto a una ficción mucho más sofisticada, que se aparte definitivamente de esa visión de mundo obscena y en high definition que transmite. Por otra parte, Gerardo Arias Carbajal pondera las condiciones y consideraciones de una producción local que, pese a algunos éxitos de gran arraigo, no ha sido capaz de sostener una oferta que conecte con el público local y el mercado extranjero.

    Eduardo Adrianzén toma la posta y amplía el panorama exponiendo el caso de una de las empresas más prolíficas del país, Del Barrio Producciones, artífice de la irrupción del formato corto en la pantalla nacional. Guillermo Vásquez Fermi, por su parte, cierra el capítulo ocupándose del gran emblema televisivo de los últimos tiempos: Al fondo hay sitio, que, tras ocho años de aceptación al aire, clausuró un ciclo que exhibe altibajos, pero también luces acerca de un formato con muchas posibilidades.

    El tema de la ficción televisiva en el Perú es amplio y complejo, definitivamente no se agota en estas páginas. De ahí la importancia de aportes formales y narrativos como estos para alentar un debate de amplio espectro en el que la academia debería tener mayor compromiso y participación. Hacen falta muchísimos más trabajos como el de Fernando Vivas y su En vivo y en directo. Una historia de la televisión peruana (2008 [2001]), con abordajes que no descuiden el frente comercial y de negocio, la solvencia de los teleastas, el factor humano y el talento artístico, la seducción del factor político, o variables tan inasibles como aquellas que dan cuenta de un público televidente que, como señala Vivas, no es que prefiera la realidad a la ficción, sino que prefiere la dramaturgia del noticiero y del reality show.

    Por último, la tercera sección de este libro lleva por título Mundos narrativos y acoge cuatro aportes que se internan en la construcción, el entramado y la recepción de algunos de los géneros e historias más recurrentes de la pantalla. Alberto Nahum García Martínez pasea por las calles del policial para describir cómo la explosión de estos dramas ha permitido una presencia más explícita y una reflexión mucho más fecunda —política y narrativa— en torno al espacio urbano, como lo demuestran el neo noir estadounidense de Justified, True Detective o Fargo, pero también el nordic noir de las cadenas escandinavas. Juan Manuel Auza, por su parte, elabora el que debe de ser uno de los pocos análisis acerca del declive de una producción que estuvo por todo lo alto —la teleserie Glee—, en el que desagrega sus estrategias de expansión narrativa y la repercusión que tuvo en sus seguidores.

    María de los Ángeles Fernández Flecha y Ricardo Olavarría Ginocchio se aventuran en la atmósfera de horror de la primera temporada de True Detective para indagar en la manera como el espectador conecta con determinados discursos externos asociados al mundo de Lovecraft, los cultos satánicos y cierta visión del sur norteamericano. Finalmente, Sergio Marqueta Calvo ofrece un estudio del universo transmedia que The Walking Dead construye —serie de televisión, cómic y videojuego— para dar cuenta de distintos mismos mundos donde zombis y humanos enfrentan el apocalipsis.

    Hasta aquí este preámbulo, en el que no podemos dejar de agradecer el entusiasmo y la dedicación de los autores que han contribuido con sus ideas. Muchas gracias, también, a Javier Díaz Albertini por su lectura atenta y sus comentarios. Y gracias al Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima, ya que, sin su apoyo, esta hubiera resultado una aventura impropia y distante de la mejor televisión que disfrutamos a diario.

    Giancarlo Cappello (editor)

    Referencias

    Fiske, J. (2011 [1987]). Television Culture. New York: Routledge.

    Geertz, C. (1992). La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa. Honneth, A. (2014). El derecho de la libertad. Buenos Aires: Katz.

    Pérez, X. (2011). Las edades de la serialidad. La Balsa de la Medusa, (6), 7-23.

    Ricoeur, P. (1992). La función narrativa y el tiempo. Buenos Aires: Almagesto.

    Vivas, F. (2008 [2001]). En vivo y en directo. Una historia de la televisión peruana. Lima: Universidad de Lima, Fondo Editorial.

    PRIMERA PARTE

    Pantallas y miradas

    Regularidad y discontinuidad entre teleseries clásicas y actuales

    Luis García Fanlo

    Las series nacieron casi simultáneamente con la televisión, a principios de la década de los cincuenta en los Estados Unidos, más por necesidad del naciente medio que por una invención artística. En los primeros años, cuando se discutía si debía ser una radio-visión o, sencillamente, cine en vivo o teatro a distancia, había que llenar grillas de programación y completar un horario cada vez más extendido. Las series encajaron perfectamente con esa necesidad y, además, permitieron un modelo de negocio sencillo —que en esa época era el de toda la televisión— que consistía en el auspicio de cada programa por parte de una empresa. En virtud de esto, las gerencias de marketing tuvieron una injerencia total en los guiones, pensados casi exclusivamente para vender las mercancías del anunciante.

    Las nuevas tecnologías publicitarias, esas que de modo tan cruelmente bello nos mostró la serie Mad Men, identificaban mensajes que permitieran el reconocimiento de las clases o sectores sociales consumidores de los productos del anunciante y, a partir de ahí, creaban narraciones serializadas, a veces como comedias y a veces como dramas. Si bien al principio eran programas baratos que se lanzaban en vivo, cuando se inventó el grabado, las series multiplicaron sus réditos al poder emitirlas una y otra vez —quizá en diversos horarios o días— y venderlas no solo a las cadenas norteamericanas locales. Las series nacieron, pues, ligadas a la televisión, el marketing, la sociología de las clases y los sectores sociales, y la vida cotidiana.

    La única vinculación de estos programas con la literatura, por ejemplo, eran las invariantes estructurales narrativas. Estaban las series propiamente dichas, que contaban historias al estilo de un libro de cuentos, es decir, cada episodio una historia con un principio, un medio y un final, y los llamados seriales, que eran una transposición de los radioteatros y radionovelas, en las que cada episodio era un capítulo y el arco narrativo atrapaba a los espectadores semana a semana para conocer el desenlace de la historia. Las primeras eran comedias de situaciones, basadas en estereotipos del american way of life de la clase media americana de posguerra, y las segundas, dramas románticos, o como se decía en esa época, de la vida misma, al estilo de la primera y más exitosa serie de comedia norteamericana del siglo XX: I Love Lucy.

    Desde luego hubo excepciones, como las de Rod Serling o Alfred Hitchcock, que tentaron narraciones más complejas que hicieran pensar críticamente a la audiencia —en ambos casos desde lo fantástico, lo extraño o lo maravilloso— sobre su realidad social, incluso sobre la sociedad de consumo, las libertades democráticas o la cuestión de las opresiones de género, raza, color o religión (Castro de Paz, 1999). Serling solía decir que lo que no puede decir un humano en televisión, puede hacerlo un marciano o un monstruo. Y Hitchcock aparecía en pantalla antes del corte publicitario para pedirle al espectador que no preste atención a la publicidad. Tanto The Twilight Zone (Rod Serling) como Alfred Hitchcock Presents fueron excepciones que confirmaron la regla, aunque abrieron un camino para la producción de series dirigidas a un espectador más pensante, en particular las series de enigmas judiciales o policiales, como Columbo o Perry Mason. O los procedimentales médicos, en los que se cuestionaba la calidad de la atención de la salud o se idealizaba y santificaba la labor de los médicos, como en Ben Casey.

    No es mi intención hacer aquí una historia detallada y completa, sino señalar algunos rasgos característicos de esta etapa de las teleseries que va a desarrollarse exitosamente durante los siguientes 30 años. Las producciones de este periodo tenían audiencias multitudinarias, tanto en los Estados Unidos como en el resto del mundo, y generaban procesos de reconocimiento que, a la vez que publicitaban productos de las multinacionales en expansión por todo el planeta y formas de consumo relacionadas a ellos —siguiendo el auge desarrollista de esos tiempos—, popularizaban los valores ético-culturales norteamericanos, así como su geografía, historia, sociedad, modo de vida, gastronomía, etcétera. Las series fueron fundamentales para que todo habitante del planeta Tierra con un televisor a su alcance pudiera conocer las calles de San Francisco o de Nueva York, o el café americano, con una fuerza performativa mucho más poderosa que la de las películas cinematográficas. Y esto por una sencilla razón: la película es una experiencia que dura como máximo dos o tres horas, pero una teleserie fideliza a sus espectadores por años. El mundo de la guerra fría, del desarrollismo de la industria cultural, del star system de Hollywood, de las telenovelas y dictaduras militares latinoamericanas, de la inminente hecatombe nuclear, de los hippies y la llegada a la Luna fue el contexto que nutrió a las series de elementos de la realidad que fueron ficcionalizados de modo generalmente banal y estereotipado o, en todo caso, tratados en las comedias de humor negro o los programas de ciencia ficción y el género fantástico. Pero lo que permitía a las series lograr calar hondo en la sociedad norteamericana, y en las del resto del mundo, era su determinación por conseguir el máximo reconocimiento posible de la sociedad, no por un afán ético-cultural crítico o estético-político revolucionario, sino sencillamente porque necesitaba de esa sociedad convertida en audiencia y transformada en consumidor del producto del anunciante.

    Hubo decenas de intentos, algunos de ellos exitosos, que buscaron romper con esta subsunción de las series al mercado de consumo capitalista, como Star Trek, M*A*S*H, la citada Columbo o Dr. Kildare. Pronto, la industria y la crítica cultural las convirtieron en series de culto que sirvieron para demostrar que las teleseries no eran simples objetos de mercado, sino entretenimiento para intelectuales y audiencias sofisticadas. Hasta que algo cambió. Y fue la sociedad y el mundo.

    La edad de oro de la televisión

    Entre fines del siglo XX y principios del XXI, se produjo un terremoto social que modificó de forma drástica y dramática esa meseta mediática que duró 30 años en la industria de la televisión. Fueron múltiples factores que cambiaron radicalmente las formas de vida en el planeta y afectaron prácticamente —aunque de modos desiguales y combinados— a toda la población. Cayó el Muro de Berlín y la Unión Soviética, y con ellos el comunismo como alternativa político-cultural frente a la hegemonía política de Estados Unidos y la economía capitalista. Pero también se vino abajo el apartheid en Sudáfrica y las doctrinas de los derechos humanos, y la democracia desplazó —al menos en Latinoamérica— a las dictaduras militares. Casi simultáneamente apareció internet y, más temprano que tarde, sus aplicaciones y desarrollo transformaron radicalmente las sociedades de un modo inconcebible para quienes vivimos en la segunda mitad del siglo XX (Piscitelli, 2005; Scolari, 2008; Carlón y Scolari, 2012). Y aparecieron nuevos dispositivos televisivos, como la televisión por cable y, más tarde, la emisión por streaming, así como la posibilidad de interacción entre empresas productoras de contenidos y consumidores, lo que incluso habilitó a estos últimos para transformarse en productores. En este contexto, se llegó a hablar del fin de los medios masivos o, al menos, de sus formas más tradicionales (Carlón, 2016).

    Estos cambios produjeron efectos sociales que alteraron las invariantes estructurales a partir de las cuales guionistas, empresarios televisivos, anunciantes, políticos e intelectuales, la gente común y corriente, los televidentes, reconocían en las series de televisión, pero también en el cine, la literatura y la totalidad de los artefactos culturales, su modo de existencia, sus certidumbres e incertidumbres, sus valores, sus sueños, sus ideales políticos y sus formas de educar y educarse, vivir, hacerse a sí mismos y vivir en sociedad. Entonces, ese cambio llegó necesariamente a la televisión y, en particular, a las series.

    Con estos cambios también entró en crisis el broadcasting, es decir, la emisión de un programa para una audiencia multitudinaria el mismo día, a la misma hora y por el mismo canal todas las semanas. Uno emitiendo en simultáneo para millones. Surgió el narrowcasting, entendido como la condición de posibilidad, existencia y aceptabilidad para que cada quien exija y pueda concretar su propia grilla de programación individualizada, para ver su serie o programa favorito cuando, como y donde quiera. Y además la posibilidad de tener la serie en tu propia PC o verla a través de tu teléfono móvil, y poder recortarla, editarla, ponerle subtítulos, alterarla, modificarla e, incluso, hacer una versión propia usando programas de computación gratuitos que vienen con cada equipo como gentileza del fabricante.

    Como no podía ser de otra manera, estos cambios sociales, tecnológicos, políticos, económicos e ideológico-culturales impactaron profundamente en todos los medios masivos, pero en particular en la industria de las teleseries. Si bien las dos invariantes estructurales paradigmáticas se mantuvieron, proliferaron cientos de nuevos modos de producir variantes diferenciales.

    La historia, no obstante, no avanza a grandes saltos ni por apocalípticas rupturas, así como tampoco va necesariamente guiada por una teleología del progreso infinito, indefinido e inexorable hacia formas cada vez más perfectas. Los grandes cambios mencionados produjeron también un mundo cada vez más inseguro, distópico y fragmentado. Recrudecieron las guerras y aumentaron, como nunca antes desde la Segunda Guerra Mundial, los contingentes de refugiados que huían de las guerras religiosas, o las que surgían del colapso de los antiguos imperios locales y regionales, sea en África o Asia. También impactaron en las nuevas narrativas televisivas el agravamiento de la delincuencia, el narcotráfico y las formas cada vez más inhumanas de explotación del hombre por el hombre, así como la inminencia de catástrofes naturales, sanitarias o humanitarias. El mundo, paradójicamente, se ha vuelto un lugar mucho más peligroso, inestable, impredecible y distópico de lo que fue, al menos, desde los orígenes del capitalismo. Y ahí es donde podemos encontrar un umbral entre las series clásicas de televisión y las actuales.

    De manera que pensar los cambios y las permanencias en términos de regularidades y discontinuidades puede ser útil, en particular cuando esas transiciones caóticas, como las descritas, aún están en curso y nos son contemporáneas. Y, además, porque estas nuevas series coexisten con series clásicas y tradicionales que se mantienen inalterables, sin reconocer los cambios sociales mundiales; el mundo existe de manera desigual y combinada no solo en términos espaciales, económicos, culturales y políticos, sino también temporales. De ahí que tengan atractivo las series en las que coexisten dos realidades temporales alternas o las temáticas de universos paralelos, viajes en el tiempo y todo tipo de ucronías (El Ministerio del Tiempo, Timeless, Outlander, Frequency).

    Entonces, como indicación y referencia metodológica, propongo que evitemos pensar la historia como irreversible o en términos de continuidad y ruptura, en particular cuando se trata de artefactos culturales como los que produce la industria de las series de televisión. A la vez, aplicar esta regla metodológica puede ser muy útil si se sostiene a manera de hipótesis de trabajo —como en el caso de este breve ensayo—, y si se postula que las series existen, se reproducen y tienen audiencias multitudinarias, multinacionales y multiculturales por su capacidad de hacernos ver el mundo real en que los espectadores vivimos o, al menos, creemos vivir.

    Quizá una novedad de nuestra época consiste en que intelectuales, clases medias ilustradas, periodistas especializados, políticos, investigadores académicos y profesores se han interesado por las teleseries como antes lo hacían por el teatro o el cine. A ellos les debemos que la actual época haya sido bautizada como la tercera edad de oro de la televisión y, en particular, por las series (Cascajosa Virino, 2005; Cappello, 2015; Carlón, 2011; Carrión, 2014; Pérez Gómez, 2011; Scolari, 2013; Tous, 2009a; Tous, 2009b). La caja boba parece que se ha convertido en la caja inteligente y ahora no solo los intelectuales, sino también las empresas, las industrias culturales y hasta los mandatarios de naciones de todo el mundo celebran las series de televisión, se declaran fans de tal o cual serie, las analizan, les encuentran características estéticas, literarias y éticas antes solo reservadas a las películas y las buenas novelas, en la senda abierta hace ya varios años por Henry Jenkins (2008).

    Los personajes de las series actuales son conocidos, admirados y respetados tanto o más que los actores que los personifican en la pantalla chica, y no precisamente porque sean los héroes ingenuos, impecables y sin mancha del periodo anterior. Ahora los protagonistas son los villanos, incluso cuando sus némesis sean otros villanos. Ya no importa si se trata de una serie de médicos (House MD), políticos (House of Cards), abogados (Goliath), policías (The Killing) o superhéroes (Daredevil, Jessica Jones, Luke Cage); todos ahora llevan tatuado en sus biografías ficcionales el nuevo lema de Marvel: El mal es algo relativo. Por otra parte, muchas series se mueven entre la ficción y la no-ficción, aunque sin perder el realismo originario y el carácter etnográfico de los conflictos que describen y estructuran la narración, como en Lost, Twin Peaks, Fargo, True Detective o, más recientemente, Chance.

    El realismo fantástico al estilo de Bioy Casares, Cortázar e incluso Borges está a la orden del día, así como las ficciones históricas (The Tudors, The Borgias, Medici: Masters of Florence, Vikings, 11.22.63, Frontier, American Crime Story o Taboo) y nuevas formas del género terror como American Horror Story y Outcast. El apocalipsis, en el sentido bíblico más general, invade las pantallas con The Walking Dead, The Returned, Glitch, Resurrection y 12 Monkeys, e incluso en una serie clásica y conservadora como The Last Ship, las plagas, los muertos-vivos y los zombis sirven para representar a los millones de inmigrantes ilegales que vagan de frontera en frontera o intentan cruzar el Mediterráneo —como en la Edad Media lo hacía la nave de los locos—, sembrando a su paso la desolación, la caída de toda civilización, el fin de la humanidad tal como la

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