Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Elementos del periodismo: Lo que los periodistas deben saber y el publico debe esperar
Elementos del periodismo: Lo que los periodistas deben saber y el publico debe esperar
Elementos del periodismo: Lo que los periodistas deben saber y el publico debe esperar
Libro electrónico546 páginas9 horas

Elementos del periodismo: Lo que los periodistas deben saber y el publico debe esperar

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico


En la era de la revolución digital y la proliferación de nuevas plata-formas de comunicación, cualquier persona puede producir con-tenido informativo sobre un acontecimiento; periodistas y ciudadanos se encuentran cara a cara. Este libro pone én
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 mar 2022
ISBN9786078791217
Elementos del periodismo: Lo que los periodistas deben saber y el publico debe esperar
Autor

Bill Kovash

Bill Kovach fue jefe de la oficina de Washington del New York Ti-mes, editor del Atlanta Journal-Constitution y curador de la Fundación Nieman para el Periodismo en Harvard. Fue jefe fundador del Comité de Periodistas Preocupados, así como consejero senior del Proyecto para la Excelencia en el Periodismo. Ganó los premios Elijah Parish Lovejoy y Richard M. Clurman por tutoría. Ha escrito para la revista New York Times Magazine, el Washington Post, el New Republic y muchos otros diarios y revistas estadounidenses y del extranjero. Tom Rosenstiel es director ejecutivo del Ame-ri-can Press Institute en Arlington, Virginia. Fue fundador y di-rector del Proyecto para la Excelencia en el Perio-dis-mo y vi-cepresi-dente del Comité de Periodistas Preo-cu-pa-dos. Es coeditor de The New Ethics of Journalism: Prin-ciples for the 21st Century, junto con Kelly McBride, y de Thin-k-ing Clear-ly: Cases in Journalistic Decision-Making, con Amy Mit-chell; autor de Strange Bedfellows: How Television and the Presidential Candi-dates Changed American Politics y We Interrupt This Newscast: How to Improve Local News and Win Ratings, Too. Ha escrito para Esquire, New Republic, New York Times, Columbia Journalism Review y Wash-ington Monthly. Juntos, Bill y Tom son también autores de Warp Speed: America in the Age of Mixed Media y Blur: How to Know What’s True in the Age of In-formation Overload. Ambos viven en Washington, D.C.

Relacionado con Elementos del periodismo

Libros electrónicos relacionados

Artes del lenguaje y disciplina para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Elementos del periodismo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Elementos del periodismo - Bill Kovash

    cover.jpg

    Primera edición en español, 2022

    Biblioteca del

    cide

    – Registro catalogado

    Kovach, Bill, autor

    Título: Elementos del periodismo. Lo que los periodistas deben saber y el público debe esperar.

    Responsable(s): Bill Kovach, Tom Rosenstiel, autores; Ana Inés Fernández Ayala, traductora.

    Pie de imprenta: Ciudad de México : Centro de Investigación y Docencia Económicas, ©2022.

    Edición: Primera edición.

    Traducido de: Elements of journalism. What newspeople should know and the public should Expect.

    Incluye referencias bibliográficas e índice analítico.

    Descripción física: 400 páginas, 23 cm.

    Identificadores:

    isbn

    : 978-607-8791-21-7

    Colección: Investigación e ideas

    Tema(s):

    International relations – Philosophy

    International relations – History – 21st century

    Clasificación

    lc

    : JZ1305 N42418 2021

    Esta edición es publicada por acuerdo con la Agencia Literaria David Black a través de International Editors’ Co.

    Dirección editorial: Natalia Cervantes Larios

    Ilustración de portada: Fabricio Vanden Broeck

    D.R. © 2022,

    cide

    , Centro de Investigación y Docencia Económicas, A.C.

    Carretera México-Toluca 3655 (km 16.5), Lomas de Santa Fe, 01210, Ciudad de México

    www.cide.edu editorial@cide.edu @LibrosCIDE

    Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad del

    Centro de Investigación y Docencia Económicas, A.C.

    Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los titulares de los derechos de esta edición.

    Conversión gestionada por:

    Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it ® 2018.

    +52 (55) 52 54 38 52

    contacto@ink-it.ink

    www.ink-it.ink

    Índice

    Prólogo a la edición en español. Periodismo y democracia: Reconstruir el nosotros de la vida cívica,

    Carlos Bravo Regidor

    Prefacio a la tercera edición,

    Introducción,

    I. ¿Para qué sirve el periodismo?,

    II. La verdad: El primer principio y el más confuso,

    III. Para quién trabajan los periodistas,

    IV. Periodismo de verificación,

    V. Independencia de las facciones,

    VI. Monitorear el poder y darles voz a los que no la tienen,

    VII. Periodismo como foro público,

    VIII. Involucramiento y relevancia,

    IX. Noticias exhaustivas y proporcionales,

    X. Los periodistas tienen responsabilidad con la conciencia,

    XI. Derechos y responsabilidades de los ciudadanos,

    Agradecimientos,

    Bibliografía,

    Índice analítico,

    Para Lynne

    y

    para Beth y Karina

    Prólogo a la edición en español

    Periodismo y democracia: Reconstruir

    el nosotros de la vida cívica

    No escribo este prólogo como profesor de periodismo, tampoco como colaborador habitual en la prensa. El lugar en el que me ubico para redactar estas líneas no es el de un académico en su torre de marfil ni el de un periodista en el vértigo noticioso de los medios de comunicación. La voz con la que prefiero hablar aquí es mucho más modesta aunque, tal vez, más difícil de enunciar: es la voz de alguien que, al leerlo, fue reconociéndose como parte del público al que está dirigido este libro. Escribo, pues, no tanto desde el expertise ni desde la experiencia sino, sobre todo, desde el entusiasmo de un ciudadano lector.

    No conozco ningún otro libro sobre periodismo —de entre los que aparecen y desaparecen en las mesas de novedades, los que se apilan y se olvidan en las repisas de las bibliotecas, los que se leen incluso varias generaciones después de haberse publicado— que merezca como este el codiciado calificativo de clásico. Tampoco conozco otro clásico al que la malentendida solemnidad de la palabra clásico le sea tan ajena. Es un texto profundo y, sin embargo, ligero; a un tiempo riguroso y amable, justo como el periodismo por el que aboga. Quizá por eso no me parece necesario explicar la decisión que tomamos en Periodismo

    cide

    de traducirlo,*¹ porque la verdad es que su lectura, tan esclarecedora como emocionante, la justifica sola y de sobra.

    Me encanta pensar este libro, estudiarlo, discutirlo. Sí, lo he asignado como lectura obligatoria en mis clases. Sé que otros profesores lo incluyen a su vez en sus bibliografías y lo he comentado varias veces con mis colegas en el café. Lo tienen a la mano, en la oficina, disponible para despejar sus dudas. Sé de gente que lo consulta para tomar decisiones editoriales, antes de empezar una discusión con sus compañeros de trabajo o para disputar las decisiones de uno que otro jefe de redacción. No exagero. He recibido llamadas telefónicas para platicar sobre lo que dice en uno u otro capítulo. Pero también lo he recomendado a personas que no pertenecen al mundo del diarismo; por ejemplo, a editores de revistas culturales o a estudiantes de sociología. Y he querido regalárselo a amigos, familiares, hasta a un par de conocidos ocasionales, como forma de agradecer un comentario, de continuar una conversación o para corresponder a una cortesía. Porque, aunque sea un libro más o menos especializado no es, en ningún sentido, un libro para especialistas. Es, en todo caso, un libro que entiende y explica el periodismo como un espacio donde se crea y se ejerce ciudadanía. Cualquiera que se adentre en sus páginas sabrá reconocer, inmediatamente, de lo que hablo. Quizá con eso bastaría para considerarlo un libro definitivo, un must read. Pero no, no es solo eso, hay más.

    ¿Por qué tantos lectores —veteranos del periodismo, pero también novatos, además de maestros y estudiantes, lectores sofisticados o comunes— le tienen tanta consideración, incluso aprecio? La respuesta es tal vez que toda la inteligencia de sus autores, toda su experiencia y su conocimiento, están vertidos en él. Es un libro repleto de virtudes. La principal, esa que le permite convocar a lectores tan disímiles, su capacidad no solo para hablarnos a todos sino para hacernos cobrar conciencia de ese nosotros que somos cuando nos habla: una página confirma a otra, y juntas van evidenciando la intención de Rosenstiel y Kovach de dirigirse a los periodistas sí, pero sobre todo al público del periodismo. A mí. A ti. A la amiga a quien se lo recomendarás como si se tratara de una urgencia. Elementos del periodismo es —mucho más que tantos otros que presumen de serlo— un libro democrático. Y este no es un adjetivo sobrado, gratuito o efectista; es el que resume la intención de su prosa, la organización de sus ideas y el ánimo de sus palabras. Es, en suma, el que describe su misión. Parafraseando a Lincoln, este es un libro de, por y para ciudadanos. Para quienes necesitamos entender, tan pronto como sea posible, qué está pasando, los acontecimientos que componen nuestra vida en común, la sustancia de la cosa pública. Las noticias son una brújula, un instrumento para enterarnos de lo que nos sucede como sociedad y orientarnos en consecuencia. Las usamos —las demandamos— para obtener información, digerirla y tomar decisiones que superan por mucho la que ocurre una vez cada tres o seis años: la elección de por quién votar. Aclaro esto por la frecuencia con la que suelo escuchar o leer que la utilidad del periodismo está en informar a la población para que decida el sentido de su voto. No niego esa noción, advierto que me parece demasiado estrecha y, por lo tanto, equívoca. Si así fuera, la importancia del periodismo sería fundamentalmente electoral y estaría subordinada a la competencia por el poder, de la que sería un mero apéndice. Y no, la aportación del periodismo rebasa por mucho las campañas. En realidad, la información nunca se interrumpe: queremos conocerla porque nos ubica en el mundo que existe más allá de nuestra voluntad y nuestra conciencia personales, nos devuelve al mundo de la vida en común. Las noticias no nos afectan a cada uno del mismo modo, es cierto, pero al enterarnos de ellas no podemos dejar de sentirnos parte de ese pacto social cuya historia consignan. Desde el adicto a las noticias hasta la persona más desinteresada, todos las necesitamos para navegar nuestras vidas, advierten los autores. Nuestras vidas como individuos, sin duda, pero también como parte de una colectividad, de un proyecto de nosotros. A fin de cuentas, proponen Kovach y Rosenstiel, el periodismo es la literatura de la vida cívica.

    Pensémoslo de otro modo. Elementos del periodismo no es un libro para quienes prefieren la opacidad ni para quienes ejercen deliberadamente la manipulación o quienes evitan rendir cuentas. Le sentará mal a los gobernantes, empresarios, comunicadores, reporteros y editores que abusan de su poder. La principal lealtad de los periodistas, afirman categóricos Rosenstiel y Kovach, es con los ciudadanos. No se deben a los políticos ni a los anunciantes ni a los dueños de las empresas mediáticas. Se deben al público o, mejor dicho, a algo tal vez más etéreo pero al mismo tiempo más demandante: al interés público. Porque el periodismo no se trata de complacer a las audiencias sino de informarlas, de darles a conocer hechos que incluso pueden desagradarles. En ese sentido, convendría complementar la definición atribuida a George Orwell, periodismo es publicar lo que alguien no quiere que se sepa, todo lo demás son relaciones públicas, añadiendo que el periodismo es también publicar lo que las audiencias tal vez preferirían no saber, todo lo demás es carnada para subir el rating. El periodista Salvador Camarena lo acuñó así: periodismo es amargarle el desayuno a tus lectores por su propio bien. Se dice fácil, pero como sabe cualquiera con un poco de horas de vuelo en este gremio, es complicado asumirlo y más aún llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Lo que quiero decir, en otras palabras, es que este libro es, en su mejor acepción, una publicación subversiva. Apta, útil, no para quienes están conformes con las licencias a las que induce la rutina, con darle por su lado al público diciéndole lo que quiere escuchar o hablando de lo que quiere que le hablen, con un atiborrado cajón de derrotas y claudicaciones en aras de llevar la fiesta en paz o ser prácticos (un término que en demasiadas ocasiones quiere decir, en realidad, cínicos), sino para quienes necesitan saber que otro periodismo es posible, para quienes quieren atreverse a él y aprender cómo hacerlo, para quienes el imperativo ético de la información veraz, oportuna y relevante no es una utopía, un desplante de purismo, una ingenuidad, sino una sencilla pero poderosa exigencia cotidiana.

    Elementos del periodismo, de hecho, propone más que un acercamiento de los periodistas a sus audiencias. Propone, y Rosenstiel y Kovach lo dejan claro en cada oportunidad, que los periodistas necesitan a los ciudadanos. Por mucho tiempo se pensó que estos dependían de aquellos, que la información fluía de manera unidireccional y vertical: de la televisión a sus espectadores, de la boca de un locutor a los oídos de sus radioescuchas, de la pluma de quienes escriben a los ojos de quienes los leen. Y en buena medida así era. Había una relación de autoridad de la que dependía, en mucho, la credibilidad de los medios. Y, por escépticas que fueran, las audiencias estaban cautivas en esa relación. Pero una serie de cambios —me refiero a la revolución digital y a la proliferación de plataformas alternativas— replantearon rápida y radicalmente ese vínculo. Gracias a internet, a los teléfonos celulares, a las redes sociales, en fin, a todas las nuevas tecnologías de la inmediatez, cualquier persona puede producir contenido informativo sobre un acontecimiento —ya no hay redacción de noticias que pueda ignorar la capacidad de Twitter o Facebook para convertirse en fuente de noticias y, al mismo tiempo, en canal de divulgación—. Más aún, cualquier usuario de esas redes sociales puede desmentir —con pruebas— al reportero que se equivoque o engañe en una nota. En esta época, periodistas y ciudadanos se encuentran cara a cara —o, mejor dicho, palabra a palabra—. Y tras todas las disrupciones que han transformado su relación, necesitan reconstruir su vínculo de confianza, no ya por un principio de autoridad sino por un pacto de rigor y transparencia.

    ¿Qué es lo que quiere Elementos del periodismo de nosotros? Que aprendamos a leer críticamente las noticias. Va un ejemplo. En su discusión sobre fuentes anónimas —una práctica demasiado habitual y, por lo tanto, sospechosa—, Kovach y Rosenstiel aseguran que tú, lector, puedes exigir del reportero que explique su decisión. ¿No hay otra persona que pueda decir lo mismo o confirmarlo on the record? ¿No hay documento que ayude a probarlo sin el recurso al anonimato, ni siquiera un audio, una fotografía? No identificar a una fuente solo se justifica cuando esta no puede aportar cierta información, con su nombre y apellido, por miedo a las represalias. Cuando el carácter y la relevancia de lo que comparte al público pone en riesgo su vida, su integridad física —o la de su familia— o su trabajo. Sin embargo hoy, cualquier día, encontramos la misma redacción nota tras nota: un alto funcionario dice, testigos afirman, una fuente cercana asegura. La leo en casos que exigen andarse con cuidado, sí, pero también en ocasiones perfectamente mundanas, para reportar —por ejemplo— si una obra de arte se rompió por accidente o si alguien la destruyó intencionalmente. En el diarismo mexicano, el anonimato está muy lejos de ser una situación excepcional. Es más bien un hábito, una práctica en la que muchos reporteros descansan cómodamente. Quizá sea una inercia. Quizá se deba a una simple falta de reflexión. Pero ¿cuál es su efecto en la relación de la prensa con el público? Es una falta de transparencia, un motivo de desconfianza. ¿Y yo, se preguntará el ciudadano, cómo puedo creerle a una persona de la que ni siquiera conozco el nombre? ¿Quiénes trabajan en este periódico pueden asegurarme que es de fiar o solo me piden que no dude primero de ellos y después de una fuente anónima? ¿Y por qué no habría de hacerlo?

    El periodismo, dicen Rosenstiel y Kovach, requiere que las personas se hagan responsables de lo que dicen. Y eso es justo lo que evitan hacer quienes abusan del recurso del anonimato. En el mejor de los casos, por flojera o indiferencia; en el peor, para engañar y manipular. Si todo puede ser anónimo, entonces no podemos estar ciertos de nada. Muchos reportajes empiezan con tips, con lo que una fuente le confiesa o le avisa a un reportero. Pero el periodismo exige que esos insumos se trabajen y procesen para convertirse en información; de lo contrario, nada distingue al espacio en el que se publiquen de un vil chismógrafo. Anticipo la peor reacción de los descreídos del periodismo: Ahora sí estás hablando en serio. Así son los periodistas. ¡Exhibámoslos! Esa es precisamente la reacción a la que no podemos resignarnos porque, como sociedad, no podemos prescindir del servicio de una prensa libre y veraz. Vuelvo a lo que dije antes: las personas usamos las noticias para ubicarnos en el mundo. Si luego de leer una nota nos quedamos con la impresión de que alguien dijo algo importante, o hizo un señalamiento grave, pero solo Dios y quien escribió esa nota saben quién fue, entonces no estamos realmente seguros. Andamos a ciegas. Y no es, reitero, un asunto trivial. No podemos ejercer plenamente el derecho a saber si apenas tenemos acceso a dichos sin confirmar y a rumores. En el caso del periodismo, ejercer ese derecho significa crear un contexto de exigencia como audiencias críticas, como ciudadanos lectores —o radioescuchas, televidentes o internautas.

    En este punto quisiera detenerme en una conocida variación del recurso al anonimato: las columnas de trascendidos, una ignominiosa costumbre particularmente arraigada en nuestro país. No me refiero a la circulación de habladurías, a la publicación de versiones oficiosas o a las columnas de opinión que dan por buenas filtraciones sin corroborar. Eso ocurre, en mayor o menor medida, en muchos países. A lo que me refiero es al mexicanísimo hábito de otorgarle un espacio fijo dentro de las páginas de los periódicos a secciones que no firma nadie y que se dedican a difundir informaciones poco fidedignas, no del todo comprobadas y a veces ni siquiera comprobables, pero que pueden parecer verosímiles por la pobre razón de que están ahí, en la prensa, y eso les otorga la falsa autoridad de lo publicado, o porque una cultura periodística profundamente lastrada por la experiencia de la impunidad y décadas de oficialismo tiende a darle más crédito a lo que parece confidencial que a lo que se dice de frente. Contra la necesidad de construir confianza pública a partir de un pacto de veracidad, el hábito de los trascendidos construye una cultura de la credibilidad basada en mover a la sospecha. Es una práctica opaca, al margen de las normas básicas de cualquier código de ética, cuyo contenido no entraña responsabilidad personal (porque no hay autor que se haga responsable), no remite a fuentes claras ni reconocibles (nunca aclara de dónde proviene esa información), ni se refiere siempre a hechos noticiosos (de evidente relevancia pública, pues). Se trata, en suma, de una práctica que normaliza la excepción del anonimato hasta convertirla en regla. No es que sea un periodismo cuestionable, es que se trata de una aberración periodística.

    Con todo, si nuestro deber ciudadano se limita a exigir de los periodistas, este libro que tienes en las manos no sería tan subversivo. Porque la relación entre unos y otros es, tiene que ser, una relación en pie de igualdad. El internet y las redes sociales han hecho posible que cualquiera de nosotros publique. Ya nadie necesita buscar un editor y convencerlo de las virtudes de nuestro sesudo argumento. Solo hay que darle clic al botón send. En una plataforma de blogs prediseñados, en tu muro de Facebook, en tu cuenta de Twitter, lo que quieras decir estará en línea, disponible para miles de personas. No hay una agencia central que verifique lo que acabas de publicar. Ni siquiera una confederación de agencias con sucursales en cada ciudad podría con semejante encargo. Aquí reside la segunda parte de nuestra obligación ciudadana. Rosenstiel y Kovach quieren que aprendamos a publicar y compartir información veraz. Por eso su libro pone tanto énfasis en hablarle al público, no nada más a los periodistas, en acercarnos las herramientas que antes solamente le pertenecían al gremio. Conocerlas y apropiárnoslas, entenderlas como un derecho y un deber, mejora la calidad de la información que todos comunicamos. Ahora quizá queda más claro por qué dije que Elementos del periodismo es un libro democrático. Porque nos hace responsables, a todos, en la labor de producir y difundir información verídica.

    Después de tantos párrafos, reparo en que apenas he hablado de otras de las grandes virtudes de este libro, y anuncié al principio de este prólogo que tiene muchas. Aprovecho para nombrar, de golpe, algunas de ellas. Pocas veces en mi vida como lector he tenido ante mí un libro capaz de matar tan contundentemente estos dos pájaros de un solo tiro: amplitud y profundidad. A este le bastan diez capítulos para abarcar todos los temas centrales del periodismo, para atacar las preguntas más persistentes de quienes trabajan en la producción de noticias y de quienes las consumen y, por si fuera poco, ofrecer excelentes respuestas. Insisto en que no exagero. Sus autores entran sin timidez en discusiones espinosísimas como qué es la verdad, si es posible conocerla y razonable exigirla, si los periodistas —con su sentido práctico— pueden aportar algo a debates de tremenda hondura filosófica. No lo hacen por ociosos, ni para cumplir con una cuota de palabras y páginas. Lo hacen porque esas discusiones dejaron hace tiempo de habitar solo en la provincia del claustro académico y se volvieron cruciales para la convivencia democrática, para la viabilidad de la democracia misma. Las dudas sobre la capacidad humana de conocer o no algo que merezca el nombre de verdad no son nuevas, pero la necesidad de plantearlas y las posturas a las que da pie esa discusión son más relevantes y urgentes que nunca. No son nada más un asunto técnico de especialistas, son una franca cuestión de supervivencia ciudadana.

    Me detengo ahora en uno de los temas de ese debate porque me topo con él, una y otra vez, en los reparos que algunas voces —sobre todo las que promueven deliberadamente la polarización— le hacen al periodismo: la objetividad. Dime qué periodista es realmente objetivo, la objetividad es una hipocresía, no podemos ser objetivos, todos tenemos preferencias o intereses. Esos y otros alegatos por el estilo abundan en la furiosa denuncia que partidarios de uno u otro bando hacen de la prensa que no milita abiertamente en su causa o en la contraria, del periodismo que —según ellos— se parapeta en la pretensión de objetividad no como principio sino como máscara. Nadie puede ser objetivo, concluyen, para entonces darle rienda suelta a un afán propagandístico malamente disimulado. En el fondo, lo suyo es menos un argumento que una provocación, un recurso que no convence pero aturde y, al hacerlo, pone a su destinatario contra la pared mediante la trampa retórica de mentir con la verdad. Porque, en efecto, conforme a su acepción más literal, la objetividad no es más que la fantasía de que puede haber tal cosa como observación sin observador (Heinz von Foester). Pero el concepto admite otras acepciones y puede interpretarse de un modo más productivo: reconocer las dificultades que entraña es una cosa y otra, muy distinta, concluir que no queda más que rendirse a la tentación de una subjetividad sin límites, sin otro interés que el de quitarse la máscara de la objetividad. Hay, advierten los autores, otra forma de plantear ese problema y, por lo tanto, de resolverlo. Para ellos, tratar de ser objetivos no es renunciar a la propia subjetividad, es asumir la responsabilidad de contenerla. Porque la objetividad no puede ser una fórmula para desconocer el hecho de que tenemos percepciones y preferencias distintas, de que no hay un lugar fuera de nuestra propia condición subjetiva desde el cual mirar y entender el mundo. Esa forma de definir la objetividad, en última instancia, como un argumento para obligar (Humberto Maturana) es profundamente autoritaria. En democracia, no podemos aspirar a la cancelación de nuestros propios sesgos; podemos, en todo caso, reconocer la necesidad de que esos sesgos no cancelen la posibilidad de un nosotros, de una vida en común más allá de nuestras diferencias y desacuerdos. Así pensada, la objetividad no es lo contrario de la subjetividad sino la capacidad de mantenerla a raya.

    ¿Cómo? Las personas solemos aferrarnos a los hechos que confirman nuestra opinión y descartar aquellos que la contradicen. Y no lo hacemos de vez en cuando, sino la mayoría de las veces. Peor aún, sobreponemos nuestros intereses personales a los de otros, incluso al interés público o al beneficio colectivo. Sin embargo, a veces podemos organizarnos de un modo que permite gestionar o incluso superar esa tendencia. Para eso existe, por ejemplo, el método. En el periodismo se corrobora o se desmiente lo que dice una fuente contrastándolo con lo que dicen otras: consultando documentos, entrevistando a los involucrados, incorporando voces que normalmente no se escuchan, acudiendo al lugar de los hechos para desarrollar una perspectiva propia, haciendo solicitudes de información, etc. El punto de partida, dicen Rosenstiel y Kovach, tiene que ser el siguiente: incluso la mejor de nuestras intuiciones sobre un asunto público puede estar equivocada. Por eso, antes de publicar cualquier cosa, hay que acatar el deber de dudar. Incluso los periodistas con más experiencia y talento buscan pruebas que puedan desmentir sus hipótesis iniciales. A esto se le llama honestidad intelectual. No, yo no soy ni puedo ser objetivo en el sentido de que tengo gustos y aversiones, simpatías y antipatías, amigos y enemigos; prefiero este partido sobre aquel, este tipo de política en vez de tal otra. Pero eso no significa que voy a publicar todo lo que pienso. No. Yo solo voy a publicar lo que pueda demostrar según un procedimiento de investigación y un estándar que acredite mi evidencia. Seguir disciplinadamente un método de verificación —sobre todo, uno que sea exhaustivo— no es fácil. Primero, porque nos impone la obligación de no ser complacientes con nosotros mismos; segundo, porque nos hace trabajar y trabajar y trabajar. Investigar toma mucho tiempo, requiere grandes esfuerzos. Pero no porque sea difícil vamos a ahorrárnoslo. Los lectores, por lo pronto, jamás deberíamos dejar de exigirlo. Las noticias falsas, la desinformación, el repudio al conocimiento especializado o a la evidencia empírica no le sirven a la democracia, al interés de la ciudadanía. Pueden servirle a las partes en conflicto en la refriega política, a las fuerzas de la polarización, pero no le sirven nunca al nosotros de la democracia. Eso que se ha dado en llamar la posverdad no es tanto un régimen de mentiras como un régimen en el que la idea misma de la verdad, como imperativo ético de la información y como fundamento empírico de la vida en común, se vuelve irrelevante. Nos toca, a periodistas y ciudadanos, como quieren Rosenstiel y Kovach, cerrar filas contra ese mundo que algunos se empeñan en construir: uno donde no importan los hechos, los datos, la información verídica, donde la crítica contra aquella noción a un tiempo ingenua y autoritaria de la objetividad termina convertida en una tramposa pero efectiva coartada para la propaganda.

    Llego al final con más pendientes de los que esperaba. Elementos del periodismo tiene más virtudes de las que caben, comentadas, en este breve prólogo. ¿Cómo es posible un libro así? ¿En qué condiciones se llevó a cabo? ¿Qué proceso siguieron sus autores para escribirlo? Elementos del periodismo es un libro no solo actual sino vivo. Sus autores nunca lo han dado por terminado. No pasan de él y continúan con el siguiente proyecto. Esta no es una obra que publicaron para disfrutar brevemente de su éxito y luego olvidarse de ella. Esta es su tercera edición. Rosenstiel y Kovach se reúnen cada tanto para releer y revisar lo que escribieron. Incluyen temas que se volvieron prioritarios (la primera edición, por ejemplo, se concentró en el fin del modelo de negocios tradicional del periodismo; esta, en cambio, fue escrita pensando en el escenario digital). Actualizan las páginas de este libro como si se tratara de notas en línea (este es un buen ejemplo: si la edición anterior citó a un periodista que después abandonó la profesión porque se descubrió que su integridad estaba comprometida, que había incurrido en un conflicto de interés o que transgredió claramente los principios del periodismo, los autores de este libro no lo eliminan, por el contrario, consignan lo que ocurrió y, mejor aún, analizan el caso; en otras palabras, agregan información). Kovach y Rosenstiel investigan, profundizan, amplían, introducen nuevos ángulos, entrevistan a más reporteros y periodistas, consultan estudios novedosos y confiables. Al hacerlo, demuestran que el periodismo es un aprendizaje constante pero, al mismo tiempo, que también acumula conocimiento. Y que es, de hecho, una forma de conocimiento, incluso de autoconocimiento colectivo. Qué es y qué no es noticia, las prácticas periodísticas, la credibilidad de la prensa, su relación con los poderes pero también con la ciudadanía, la calidad de la conversación pública, son todos indicadores, señales, síntomas, del estado en el que se encuentra la democracia. Como forma de gobierno, como cratos, desde luego, pero también como expresión del demos, de ese nosotros ciudadano que se constituye como su sujeto y al que se dirige como público.

    Carlos Bravo Regidor


    1 *Aprovecho esta oportunidad para agradecer a Sandra Barba y a Pablo Duarte por su valiosísimo apoyo en la revisión técnica de la traducción.

    Prefacio a la tercera edición

    Cuando escribimos por primera vez este libro, en 2001, nuestro propósito era distinto del que es ahora.

    Nuestra intención fue identificar principios que compartían las personas que se llamaban a sí mismas periodistas y que trabajaban en diferentes medios y tradiciones. Incluso entonces esas ideas en común y teorías del periodismo no eran tan bien comprendidas ni estaban tan bien articuladas como muchos hubieran creído, incluidos quienes estaban involucrados en el ámbito de las noticias. La gente en distintos medios de comunicación solía usar vocabularios distintos. Muchos confundían sus prácticas —las técnicas que usaban a diario en el trabajo— con principios fundamentales. (El concepto de que los periodistas deben llegar a la verdad de los hechos es un principio. El uso de la estructura de la pirámide invertida para escribir historias noticiosas es una práctica.) La mayoría de los periodistas, formados como aprendices según un modelo que ponía énfasis en el oficio, solía descartar —por demasiado teóricas— cuestiones abstractas como el intento por definir el papel de los periodistas en la sociedad. En ese tiempo, también hubo una creciente guerra cultural dentro de las compañías de noticias, entre empresarios y editores, mientras veían venir las presiones, cada vez mayores, causadas por la entonces venidera revolución digital. La razón por la que escribimos este libro fue, en parte, que la vaguedad sobre los principios y valores subyacentes del periodismo había dejado vulnerables a los periodistas: primero, ante una mentalidad de despacho contable que desalentaba invertir en innovación y luego ante la disrupción digital que definió la época y le exigió al periodismo repensar cómo cumplía su propósito fundamental en favor de los ciudadanos.

    Pero en ese entonces los valores que descubrimos como elementos constitutivos del periodismo pertenecían principalmente al ámbito de los profesionistas, un grupo débilmente organizado que ejercía el periodismo para ganarse la vida y cuyos miembros se llamaban a sí mismos periodistas.

    Ahora, una docena de años después, nuestra meta para la nueva edición es distinta en un aspecto importante. Nuestro propósito es identificar los principios centrales que subyacen a la producción de un periodismo responsable y en el que cualquier persona en el mundo puede participar.

    El periodismo y los elementos del periodismo deben implicar, más que nunca, a todos los ciudadanos, precisamente porque las distinciones entre ciudadano y periodista, reportero y editor, audiencia y producción, no están desapareciendo pero se están volviendo borrosas. El periodismo no se muere. Se convierte, cada vez más, en un trabajo de colaboración. Y los periodistas no son reemplazados ni se hacen irrelevantes. Su papel se ha vuelto más complejo y más crucial.

    Esta transformación ha sido muy profunda desde la segunda edición de este libro, publicada en 2007. Las marcas mediáticas que dominaron el siglo

    xx

    , como la revista Newsweek y las compañías de periódicos como Times Mirror y Knight Ridder, ya no existen. Las redacciones de las cadenas de televisión se han encogido a menos de la mitad, las redacciones de los diarios en una tercera parte y las utilidades de la industria periodística en mucho más. En un grado significativo, en menos de un lustro, la disrupción digital anuló el modelo económico que sostuvo durante más de un siglo la cobertura y la presentación de noticias.

    Ante esta situación, nos hacen cada vez más la misma pregunta:

    ¿Hasta qué punto aún son válidos los principios que guiaron al periodismo en los siglos

    xix

    y

    xx

    ? De hecho, ¿todavía existen tales principios?

    Conforme se han aclarado los contornos de la revolución digital, hemos ganado confianza no solo en que perduran los elementos constitutivos del periodismo, sino en que resultan más importantes que nunca cuando cualquier persona puede producir y distribuir noticias.

    Lo que se transformó —profundamente— fue la forma en que los productores de noticias cumplen esos principios.

    La razón por la que perduran los elementos centrales del periodismo es simple: porque, de entrada, no provinieron de los periodistas; surgieron de la necesidad que tiene el público de noticias creíbles y útiles. Los elementos del periodismo son los ingredientes que permiten a la gente conocer los hechos y su contexto, entender cómo deben reaccionar a esa información y trabajar en arreglos y soluciones que mejoren sus comunidades. Los periodistas no crearon esas necesidades, simplemente desarrollaron una serie de conceptos y métodos para satisfacerlas.

    Hoy esos principios son más importantes precisamente porque una marca de confianza dejó de ser la única pista para determinar el valor de un trabajo periodístico. En una época en que el periodismo puede provenir de muchas fuentes, todos debemos aprender a navegar con un ojo más perspicaz para saber cuál contenido es creíble y cuál es sospechoso.

    Los elementos del periodismo, en otras palabras, siempre pertenecieron al público. Para sobrevivir como ciudadanos hoy, debemos entenderlos, apropiárnoslos y aplicarlos como nunca antes.

    Un reportaje debe ser veraz, ya sea que lo haya producido un ciudadano que fue testigo presencial, que lo haya financiado una organización de activismo sin fines de lucro o que lo haya presentado una fuente informativa convencional. Sin embargo, en una época en que los rumores falsos pueden tuitearse en tiempo real, la forma en que alguien cumple con el principio de veracidad al informar las noticias ha cambiado sustancialmente. Un reportero no puede ignorar lo que ya es público o lo que fue reportado en otro sitio. Debe advertir la presencia del rumor falso, rastrear su efecto y mostrar por qué debe ser desmentido o qué sería necesario establecer para demostrar su veracidad.

    Decir que los principios del periodismo perduran no debe confundirse con un argumento nostálgico y reacio a la innovación. Al contrario, es una llamada para hacer una aplicación más amplia y profunda del propósito del periodismo —adaptado a las nuevas maneras en que se acopian y difunden las noticias.

    En la primera edición de Los elementos del periodismo, publicada en 2001, argumentamos que la meta del periodismo, su valor y propósito, era ayudar a los ciudadanos a obtener el conocimiento que necesitan para gobernarse a sí mismos y navegar por sus vidas. Los principios del periodismo que delimitamos en la primera edición resultaron ser algo que muchos periodistas no podían articular pero que era consistente en diferentes estilos y enfoques acerca de las noticias. Describimos para qué eran las noticias, su valor, por qué fueron creadas y, por lo tanto, qué tipo de noticias debían hacerse públicas.

    Desde que salieron a la luz las dos primeras ediciones de este libro, el periodismo se ha vuelto un ejercicio colaborativo, una conversación participativa en curso entre quienes producen las noticias y quienes las consumen. En esta nueva edición describiremos los contornos de esa colaboración y los nuevos conceptos necesarios para que el periodismo sea confiable, útil y digno de la misión de servicio público a la que aspira —y que en Estados Unidos goza de protección constitucional.

    Este objetivo no es fácil de cumplir. Muchos de los cambios de la última década pueden parecer, a primera vista, estorbos para el resurgimiento del periodismo. El colapso del modelo de ingresos con base en la publicidad encogió el tamaño de la mayoría de las redacciones organizadas. Al mismo tiempo, sobrevino una nueva ola de redes sociales, construida en torno a la brevedad, la interconexión y la facilidad de uso, liderada por YouTube, Facebook, Twitter, Pinterest, Storify, Instagram y otras. Estas nuevas plataformas empezaron a hacer realidad la promesa de que todos somos productores además de consumidores de noticias, algo que la primera ola de redes sociales —los blogs— apenas había insinuado.

    La crisis principal que enfrenta el periodismo organizado después de estos cambios no es un problema de audiencia. En particular a escala local, las audiencias en el espacio digital todavía obtienen sus noticias de marcas familiares y de confianza, aunque lleguen a ellas a través de sistemas de distribución distintos. La crisis fundamental que enfrenta el periodismo organizado es un problema de ingresos. Aunque la audiencia haya migrado hacia las noticias en línea, los ingresos no lo han hecho.

    Al mismo tiempo, la tecnología que ha arrasado con la estructura económica de los medios informativos también ha creado nuevas herramientas poderosas para mejorar las noticias que recibimos. El periodismo puede ser ahora más preciso, más informativo y más atractivo si se produce en colaboración con la inteligencia de la comunidad —que alguna vez se concibió meramente como una audiencia— y si se emplea la maquinaria de la red para hacerlo más empírico.

    Cuando se trata de la libertad, la apertura de la red también supone jaloneos en direcciones opuestas. Los ciudadanos que quieren resistir a los regímenes autoritarios tienen ahora más herramientas para hacerlo. Pero la red está igual de abierta para quien quiera manipular al público, desde propagandistas y comerciantes hasta gobiernos.

    Por lo tanto, recae sobre todos nosotros, como ciudadanos y periodistas, una responsabilidad mayor de asir los fundamentos del periodismo y protegerlos. El periodismo es la literatura de la vida cívica. Cuando todo el mundo puede ser parte de su personal, entender los elementos del periodismo es responsabilidad de todos.

    Los lectores familiarizados con las ediciones previas de este libro encontrarán cambios en esta. Hemos reemplazado muchos de los ejemplos que ilustran nuestras ideas con otros más nuevos. En algunos casos, añadimos nuevos planteamientos a los incidentes que habíamos presentado, porque se suman y juntos cuentan una historia más compleja. La nueva edición, de forma más extensa que las anteriores, atiende el papel de los agregadores, las redes sociales, el giro hacia una mayor colaboración con la comunidad, o lo que algunos llaman periodismo abierto.¹ Al mismo tiempo, lidia con la nueva ola de concentración mediática que ocurrió tras la Gran Recesión, después de la cual muchas compañías fueron compradas por fondos de inversión y otros actores para quienes el periodismo no es una actividad central. Gran parte de los ingresos que se generan alrededor del periodismo fluye ahora hacia empresas como Google, encargadas de su distribución, pero no de su creación, y tampoco de sus valores.²

    Entre los cambios, hemos reimaginado el capítulo sobre la lealtad del periodismo hacia los ciudadanos para adaptarlo al hecho de que el periodismo ahora se produce más a menudo en sitios como centros de investigación, corporaciones y grupos activistas. ¿Conforme a qué estándares decide el público si es creíble el trabajo periodístico de esas organizaciones? La segunda edición de este libro hablaba de la creciente influencia de la mentalidad del contador en las empresas de noticias y del fracaso de una serie de fusiones después de 2001. Esta tercera edición incluye debates sobre las nuevas tensiones que recaen sobre los valores periodísticos conforme las compañías luchan con el fracaso de la publicidad en línea para atraer ingresos conmensurables al tamaño de su audiencia en esa plataforma.

    En la primera edición, afirmamos que el verdadero significado de la objetividad tenía que ver más con la transparencia que con la ausencia de sesgos —un argumento que resultó desafiante y controvertido cuando lo presentamos—. Hoy ya fue aceptado y ha sido ampliamente reproducido. Hace una década sostuvimos que un método transparente de verificación era la herramienta más importante para los periodistas profesionales que intentaban responder las dudas del público sobre su trabajo. Ahora es también una forma de invitar al público a producir noticias, a crear un periodismo colaborativo, que es mejor que el que pueden producir, por su cuenta, tanto los periodistas como los ciudadanos.

    En el capítulo sobre el periodismo como un foro público, la naturaleza de ese foro se ha expandido de manera importante con las innovaciones de las redes sociales. En la segunda edición, hablamos sobre cómo aquello que la lingüista Deborah Tannen llamó cultura de la polémica, en la que los medios montaban debates polarizadores para atraer audiencia, daba paso

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1