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Waterloo: La última batalla de Napoleón
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Libro electrónico537 páginas8 horas

Waterloo: La última batalla de Napoleón

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Una reconstrucción magistral. El rigor y el talento de Alessandro Barbero hacen de Waterloo un libro único, que nos lleva, como en una película, hasta el corazón de la última batalla de Napoleón. "Un libro iluminador y emocionante...Una magnífica reconstrucción de la batalla que significó la derrota definitiva de Napoleón"
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 ene 2021
ISBN9788494427237
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    Waterloo - Barbero

    cover.jpg

    ÍNDICE

    PORTADA

    CITAS

    PREFACIO A ESTA EDICIÓN

    PRÓLOGO

    PRIMERA PARTE. «MAÑANA VEREMOS»

    1. LA VIGILIA

    2. «¿QUIÉN ATACARÁ PRIMERO MAÑANA?»

    3. «EL MOMENTO DECISIVO DEL SIGLO»

    4. LA NATURALEZA DE LOS EJÉRCITOS

    5. EL EJÉRCITO INGLÉS: «LA ESCORIA DE LA TIERRA»

    6. EL EJÉRCITO FRANCÉS: «TODOS DEBEN MARCHAR»

    7. EL EJÉRCITO PRUSIANO

    8. LOS EJÉRCITOS MENORES

    9. «LA PEOR NOCHE DE NUESTRA VIDA»

    10. EN EL CAMINO DE BRUSELAS

    11. CARTAS EN LA NOCHE

    SEGUNDA PARTE. «SERÁ TAN FÁCIL COMO TOMAR EL DESAYUNO»

    12. «MUY POCOS DE NOSOTROS ESTARÁN VIVOS ESTA NOCHE»

    13. EL DESAYUNO DEL EMPERADOR

    14. LOS NÚMEROS EN LIZA

    15. LA ALINEACIÓN DE WELLINGTON

    16. LA ALINEACIÓN DE NAPOLEÓN

    17. «VIVE L’EMPEREUR!»

    18. QUÉ ES UNA BATALLA

    19. LAS ÓRDENES DE NAPOLEÓN

    20. LA TÁCTICA DE LA INFANTERÍA NAPOLEÓNICA

    21. LA LÍNEA DE LOS TIRADORES

    22. HOUGOUMONT

    23. LA DEFENSA DEL CASTILLO

    24. EL BOMBARDEO EN EL SECTOR DE HOUGOUMONT

    25. EL ATAQUE AL PORTÓN NORTE

    26. LA «GRANDE BATTERIE»

    27. NOTICIAS DE LOS PRUSIANOS

    28. LA MARCHA DE VON BÜLOW

    29. LAS NUEVAS ÓRDENES PARA GROUCHY

    30. LA HAYE SAINTE

    31. EL PRIMER ATAQUE CONTRA LA HAYE SAINTE

    32. LA CARGA DE CRABBÉ

    33. EL AVANCE DE D’ERLON

    34. EL ATAQUE AL CAMINO ENCAJONADO

    35. EL COMBATE A FUEGO A LO LARGO DEL «CHEMIN D’OHAIN»

    36. LA INTERVENCIÓN DE LA CABALLERÍA INGLESA

    37. LA CARGA DE LA HOUSEHOLD BRIGADE

    38. LA CARGA DE LA UNION BRIGADE

    39. DRAGONES CONTRA CAÑONES

    40. LOS LANCEROS DE JACQUINOT

    41. «TU N’ES PAS MORT, COQUIN?»

    TERCERA PARTE. «UN CUERPO A CUERPO ENTRE DOS PÚGILES»

    42. «ME PARECE QUE ESTO VA MUY MAL»

    43. LA PAPELOTTE

    44. EL SEGUNDO ATAQUE CONTRA LA HAYE SAINTE

    45. LAS GRANDES CARGAS CONTRA LOS CUADROS

    46. «¿DÓNDE ESTÁ NUESTRA CABALLERÍA? ¿POR QUÉ NO VIENEN A ATACAR A ESTA GENTE?»

    47. «VOUS VERREZ BIENTÔT SA FORCE, MESSIEURS»

    48. BLÜCHER AL ATAQUE

    49. PLANCENOIT

    50. «QUE ME CONDENEN SI NO PERDEMOS ESTA POSICIÓN»

    51. EL CAMINO DE NIVELLES

    52. «¡MÁS INFANTERÍA! ¿Y DE DÓNDE QUERÉIS QUE LA SAQUE?»

    53. EL ÚLTIMO ESFUERZO CONTRA HOUGOUMONT

    54. LA TOMA DE LA HAYE SAINTE

    55. EL AVANCE DE LA ARTILLERÍA FRANCESA

    56. EL NUEVO ATAQUE A PLANCENOIT

    57. ZIETHEN EN SMOHAIN

    58. EL ÚLTIMO ATAQUE DE NAPOLEÓN

    59. «VOILÀ GROUCHY!»

    60. EL AVANCE DE LA GUARDIA

    61. EL ATAQUE DE LOS GRANADEROS DE LA GUARDIA

    62. «LA GARDE RECULE!»

    CUARTA PARTE. «¡VICTORIA! ¡VICTORIA!»

    63. EL AVANCE INGLÉS

    64. LOS CUADROS DE LA VIEJA GUARDIA

    65. EL ENCUENTRO EN LA BELLE ALLIANCE

    66. LA PERSECUCIÓN PRUSIANA

    67. LA NOCHE EN EL CAMPO DE BATALLA

    68. «UNA MASA DE CUERPOS MUERTOS»

    69. CARTAS A CASA

    70. «ESPERO NO VOLVER A VER NINGUNA OTRA BATALLA»

    EPÍLOGO

    BIBLIOGRAFÍA

    FOTOS

    NOTAS

    CRÉDITOS

    La historia de una batalla es como la historia de un baile. Algunos pueden recordar todos los pequeños acontecimientos cuyo gran resultado es la batalla ganada o perdida, pero nadie puede recordar el orden, o el momento exacto, en que se han verificado, y es precisamente esto lo que marca la diferencia.

    WELLINGTON

    Yo me opongo a cualquier propósito de escribir una historia de la batalla de Waterloo. Porque si se escribe la verdadera historia, ¿qué sucederá con la reputación de la mitad de aquellos que la han adquirido, y la merecen por su valor, pero si sus errores fueran hechos públicos NO saldrían tan bien parados?

    WELLINGTON

    Dejad correr la batalla de Waterloo.

    WELLINGTON

    PREFACIO A ESTA EDICIÓN

    Este libro, cuya primera edición se publicó en 2003, vuelve a ver la luz ahora, en el doscientos aniversario de Waterloo, la batalla que tuvo lugar a pocos kilómetros de Bruselas el 18 de junio de 1815. Las habitaciones de los hoteles de la zona están reservadas desde hace meses, y durante esos días miles de reenactors de toda Europa se concentrarán en Bélgica para escenificar una de las más grandiosas recreaciones históricas de todos los tiempos. Muchos de esos «actores» se parecen poco a los soldados de Napoleón, de Wellington y de Blücher: están demasiado bien alimentados, lucen barrigas de oficinista y no pueden renunciar a las gafas que en aquella época nadie, ni siquiera un general miope, hubiera llevado en el campo de batalla. Pero nadie mejor que ellos sabe manejar un mosquete o un cañón, o conoce los detalles de un uniforme de la época napoleónica: la pasión por la historia, sobre todo por la historia militar, nunca ha estado tan extendida como hoy en Occidente. Puede que este amor por el pasado nazca del desánimo por el presente y la poca confianza en el futuro, pero se trata en sí mismo de un hecho cultural destacable.

    El aniversario se acerca y el historiador que hace doce años publicó un libro sobre Waterloo se pregunta, inevitablemente, cómo lo escribiría hoy. Esta pregunta conduce en seguida a otra: ¿qué se ha publicado desde entonces? Los recursos disponibles en la red —que en este tiempo se han multiplicado de manera exponencial, conllevando, así, un cambio crucial en nuestra manera de trabajar al que nos hemos acostumbrado con una facilidad impresionante— revelan que Waterloo nunca ha dejado de despertar interés y que la bibliografía sobre la batalla aumenta de año en año. Es imposible dar cuenta aquí de todo lo que se ha publicado desde 2003, aunque algunas tendencias resultan evidentes: la bibliografía inglesa sigue siendo la más abundante, pero parece que en Francia se han superado las rémoras de antaño y aumentan las publicaciones sobre el tema. Al mismo tiempo, en la parte inglesa también ha empezado a manifestarse una mayor atención hacia otros puntos de vista, tal como demuestra el importante trabajo de Andrew Field Waterloo, The French Perspective, que reúne más de noventa testimonios de primera mano del lado francés, o la publicación de fuentes como la Hanoverian Correspondence y la Netherlands Correspondence, recopiladas por John Franklin.

    Empieza a ser menos cierto —y es una constatación feliz— lo que el general Alberto Polli escribía en 1906 y que a mí me parecía válido todavía en 2003, a saber, que solo un italiano —o un español— libre de pasiones nacionales puede intentar juzgar de manera equilibrada la batalla de Waterloo.

    Eso no quita que los ingleses —deberíamos decir «los británicos», pero a fin de cuentas para los soldados de Napoleón sus enemigos eran les Angluches— ocupen aún hoy un lugar preponderante en los epistolarios y las memorias publicados en los últimos doce años: en la Inglaterra industrializada y alfabetizada del siglo XIX la presión sobre los veteranos para que dieran a las prensas sus testimonios del gran triunfo era mucho mayor que en cualquier otro país. En este sentido es necesario mencionar ante todo el gran trabajo de Gareth Glover: sus Letters from the Battle of Waterloo, que contienen la parte todavía inédita de la correspondencia recopilada por Siborne en el siglo XIX, y sobre todo los seis volúmenes de su Waterloo Archive, divididos a partes iguales (o casi iguales) entre testimonios británicos y alemanes, representan un tesoro extraordinario que en 2003 aún no estaba disponible. Y lo mismo vale para los cada vez más numerosos epistolarios, diarios y memorias individuales, casi todos del lado británico, descubiertos y publicados por Glover y por otros con la colaboración de editoriales especializadas como la mítica Ken Trotman de Cambridge. A esos nuevos descubrimientos habrá que añadir las numerosas reimpresiones de fuentes conocidas antes solo en ediciones raras y poco accesibles, pero que hoy se pueden encargar por pocos euros y recibir en casa con un clic del ordenador.

    Ante esta gran abundancia de fuentes, la primera reacción del autor de un libro sobre Waterloo publicado en 2003 es preguntarse: «¿por qué no he esperado hasta ahora para escribirlo?». Sin embargo, todo indica que el flujo de las publicaciones y los descubrimientos continuará en el futuro, de modo que quien hoy escriba sobre Waterloo lamentará no haber esperado hasta 2025. Nunca se escribirá el libro definitivo sobe esta batalla, y también esta es una buena noticia. Pero eso no quita que el autor, cada vez que tropieza con un libro publicado después del suyo, no pueda dejar de fijarse en todos los pasajes que él habría podido utilizar. Consideremos por ejemplo las memorias —publicadas durante estos años en dos ediciones— de aquel soldado del 71.º regimiento de la Highland Light Infantry, brigada de Adam, desplegado detrás del castillo de Hougoumont, que en su escrito dice llamarse Tom. No importa si en realidad se llamaba Thomas Howell, James Todd o, al parecer, Joseph Sinclair; o si quien lo ayudó a redactar o escribió por él —no un editor, pues, sino un ghostwriter— era un escritor profesional o un oficial de su regimiento: queda claro que la materia de la narración procede de alguien que estuvo allí.

    Tom escribe que al principio de la batalla, cuando los hombres recibieron la orden de tumbarse en el suelo para no ofrecer un blanco fácil a la artillería enemiga, «estábamos tan cansados por haber marchado durante dos días que en cuanto nos tumbamos nos dormimos». Luego describe el cuadrado del 71.º regimiento y las repetidas cargas de caballería que tuvo que soportar; una casi llegó a romperlo porque el regimiento estaba todavía desplegado en línea y «el cuadrado estaba completo solo en el frente cuando llegaron hasta las puntas de nuestras bayonetas. Muchos de nuestros hombres se encontraban fuera de posición». Finalmente lograron rechazar a la caballería, pero «un general francés yacía muerto dentro del cuadrado: tenía una gran cantidad de condecoraciones en el pecho. Nuestros hombres se le tiraron encima para arrancárselas, empujándose y quitándoselas de las manos los unos a los otros». Tal vez no fuera un general, pero la escena es igualmente memorable, igual que otra en que el regimiento, que seguía desplegado en cuadrado, asiste, como en un circo, a una escaramuza entre el 13.º Light Dragoons y un escuadrón de dragones franceses, mientras los hombres gritan de entusiasmo cada vez que cae un francés y de decepción cuando tocan a uno del 13.º. En suma, ¿qué otro soldado inglés, al resumir sus sensaciones de la jornada, nos ha contado que «todo el día nos había aplastado el peso de las mantas y los abrigos que estaban empapados por la lluvia y nos pesaban en los hombros como troncos»?

    Si tiene la debilidad de abandonarse a estos pensamientos, el autor empieza a fijarse también en el provecho que habría podido sacar no solo de los testimonios de la batalla de Waterloo, sino más en general de todos los memoriales de las guerras napoleónicas. Las aventuras de Tom en España, por ejemplo, están repletas de pasajes que habrían podido utilizarse asimismo para el libro sobre Waterloo. Se trata de observaciones de tipo general, como la comparación entre el ruidoso avance de los franceses y el silencio en la línea inglesa que los espera; sin duda es algo que ya muchos han contado, pero Tom, del 71.º regimiento, lo expresa mejor que otros:

    ¡Qué distinto es el oficio de los oficiales franceses al de los nuestros! Ellos espolean a sus hombres con el ejemplo: los hombres vocean, se incitan los unos a los otros hasta que llegan gritando y se arrojan contra las puntas de nuestras bayonetas. Tras el primer hurra, los oficiales británicos retienen a sus hombres en un silencio mortal: «Quietos, muchachos, quietos» es todo lo que se oye, y eso incluso se dice en voz baja.

    O después de la batalla de Fuentes de Oñoro: «Tenía el hombro negro como el carbón por el retroceso del mosquete; aquel día había disparado 107 cartuchos», y después de Vitoria, «Aquel día había disparado 108 tiros. A la mañana siguiente nos despertamos aturdidos, rígidos y cansados. Casi no podía tocarme la cabeza con la mano derecha; tenía el hombro tan negro como el carbón». Estas son observaciones concretas que solo puede hacer alguien que estuvo presente y que enriquecerían cualquier libro sobre la guerra en tiempos de Napoleón; no solo por el morado en el hombro, sino también por el descubrimiento de que por lo menos algunos soldados, la mañana después de la batalla tenían curiosidad por saber cuántos cartuchos habían disparado.

    Además, las cifras de Tom refuerzan los cálculos que hice en el libro (y que otros habían hecho antes que yo) sobre la relación entre los tiros disparados y los que alcanzaron el blanco: porque si en Vitoria el ejército de Wellington contaba con unos 80.000 hombres y los franceses perdieron unos 8.000 entre muertos, heridos y prisioneros, eso quiere decir que se necesitaron 10 soldados de Wellington para poner fuera de combate a un adversario, y si cada soldado de Wellington disparó 100 tiros, el porcentaje es de 1.000 disparos por cada baja enemiga. Es un cálculo aproximado, no todos los soldados de Wellington eran mosqueteros y no todos dispararon tantos tiros como Tom, pero por otra parte las bajas francesas incluyen también a los soldados capturados por el enemigo y a los desaparecidos, y, sobre todo, una parte de ellas debió de producirse por la artillería, por lo que en realidad la relación entre bajas y disparos debe de ser aún inferior. En suma, el testimonio de un soldado tan atento nos lleva a pensar que las conclusiones estadísticas sobre la eficacia del fuego que se manejan hoy pueden ser incluso optimistas.

    Y para terminar: ¿qué anécdota expresa mejor la estructura clasista del ejército inglés que la del día en que, cerca de Salamanca, a Tom y cuatro de sus camaradas se les ordenó desmigajar unas galletas «para los perros de lord Wellington», y los soldados tenían tanta hambre que se llenaron la barriga con una parte de las migas destinadas a los perros?

    Al final, sin embargo, es inútil lamentar las fuentes que no se han podido utilizar. Utilizando más materiales el libro sería más grueso, pero no necesariamente mejor. Y ya en 2003 estaban disponibles más fuentes de las que empleé, incluido el Journal of a Soldier of the 71st, que hoy es mucho más accesible, pero que con algo más de esfuerzo hubiera podido consultar ya entonces, porque la primera edición, por muy rara que fuera, es de 1819. La cuestión, ya evidente en 2003, es que ningún libro sobre la batalla de Waterloo puede tener en cuenta todas las memorias existentes. Tenía razón el duque de Wellington: si se interrogara a todos los participantes, en teoría sería posible conocer todos «los pequeños eventos cuyo gran resultado es la batalla ganada o perdida», pero tal acumulación de detalles no sería un fin en sí, sino un medio. Mejor dicho: es un fin en la medida en que hoy cada libro de historia militar se propone narrar qué era una batalla y hacer revivir las sensaciones de un ser humano que estuvo allí presente. Pero también, un libro sobre Waterloo tiene que intentar descubrir qué les sucedió en aquellas largas horas no tanto a los individuos como a esos organismos tan complejos y frágiles a los que pertenecían: los ejércitos; y además tiene que intentar entender por qué la batalla se perdió cuando en realidad pudo ganarse.

    En 2003 este libro narró cómo y por qué la batalla se perdió, y aquella reconstrucción, tan distinta a las que dominaron en los siglos XIX y XX, tiene valor aún hoy. El duque de Wellington observó que Waterloo fue como «un combate entre dos púgiles», pero esa es una definición tendenciosa, porque los púgiles fueron dos solo al principio. El púgil francés empezó el combate sin tomárselo en serio, porque era el más fuerte y lo sabía; su contrincante esquivó inesperadamente algunos golpes de KO y consiguió asestar algún puñetazo contundente, aunque se estaba cansando y a la larga se hubiera derrumbado si no hubiera subido al ring el tercer púgil, el prusiano. Este también era débil en comparación con el francés, pero empezó a desgastar al adversario golpeándole en los flancos y lo obligó a que usara la derecha para defenderse. El francés siguió atacando a su primer rival usando solo la zurda, y lo hizo con tanta efectividad que el púgil inglés, ya aturdido por los golpes, perdió las ganas de contraatacar y se limitó a enrocarse en defensa, mientras el púgil prusiano se dejaba masacrar en el asalto. Sin embargo, aunque el francés era el más fuerte, a la larga no podía aguantar solo contra dos, y al final tuvo que tirar la toalla y perdió por KO técnico. Mientras, el inglés fingió percatarse de que el prusiano se había subido al ring solo en ese momento, y se preparó para conceder entrevistas en que hablaba de su aliado lo menos posible; y al prusiano, que no sabía idiomas, nadie le hizo caso.

    En suma, desde que los hombres de Blücher aparecieron en el campo de batalla, la suerte de la pelea estaba echada, pero no había sido así hasta un momento antes. En Waterloo Napoleón podría haber ganado, y quizá sea por eso por lo que nunca se dejarán de escribir libros sobre aquella jornada.

    ALESSANDRO BARBERO

    15 de enero de 2015

    PRÓLOGO

    En la tarde del 1 de marzo de 1815, una flotilla compuesta por una nave de guerra y seis pequeñas embarcaciones fondeó ante la costa de Antibes, a la vista de los que hoy son los lugares de vacaciones más lujosos de la Costa Azul, entonces unas miserables aldeas de pescadores, aferradas a un territorio inhóspito. En cuanto anclaron, las naves echaron al agua sus chalupas y comenzaron a desembarcar escuadras de soldados, bajo los ojos pasmados del funcionario de aduanas que había acudido para cuestionar la irregularidad de aquel amarre. Los primeros soldados que llegaron a tierra golpearon a la puerta del fuerte de Antibes, donde fueron rápidamente arrestados. Pero las chalupas seguían transportando a otros, hasta que en la playa hubo más de un millar de granaderos, dos cañones e incluso un escuadrón de lanceros, que entre ellos hablaban en polaco. Por fin, al atardecer, el jefe de toda aquella gente bajó a tierra en persona, recorriendo una pasarela improvisada que sus hombres sostenían para él, sumergidos en el agua hasta la cintura. Un oficial fue enviado a notificar al comandante del fuerte que el emperador Napoleón, después de diez meses de exilio en la isla de Elba, había vuelto a Francia para recuperar su trono.

    Incluso en una época en la que aún no se conocían los mass-media, la noticia del regreso de Napoleón era tan sorprendente que en pocos días dio la vuelta al continente, suscitando por doquier consternación o entusiasmo. Europa había creído verdaderamente que las guerras napoleónicas habían terminado, y con ellas la Revolución que durante veinticinco años había incendiado el mundo. Los reyes habían recuperado sus tronos, los ejércitos habían sido desmovilizados, el reclutamiento obligatorio abolido, y una clase política cosmopolita y satisfecha de sí misma se preparaba para administrar tranquilamente una larga paz. El hecho de que Napoleón aún estuviera vivo, exiliado en una isla en alguna parte del Mediterráneo, era desde luego fastidioso, pero todos se esforzaban por olvidarse del tema: cuando el duque de Wellington anunció en el Congreso de Viena que el exiliado había huido de Elba y desembarcado en Francia, los delegados se partieron de risa, creyendo que era una broma. Bastaron pocos días para hacerles cambiar de opinión: el 13 de marzo el Congreso publicó una resolución, formulada en el francés diplomático de la época, en que declaraba a Napoleón un forajido, sujeto a la «vindicte publique». Después de lo cual el Parlamento inglés y las cancillerías de media Europa comenzaron a discutir para establecer si, en base a esta fórmula, cualquiera podía matarlo impunemente, o si en cambio primero era preciso arrestarlo y procesarlo.

    En tanto, el 20 de marzo el emperador entraba triunfalmente en París, desde donde expidió cartas personales a todos los soberanos de Europa, asegurando en el tono más modesto que sólo deseaba la paz, y renunciaba a cualquier reivindicación sobre los territorios que con anterioridad, en el apogeo de su imperio, habían pertenecido a Francia. Las cancillerías europeas no se dignaron a responder a estas misivas. En Londres, el primer ministro ni siquiera dio al Príncipe Regente el permiso de abrirla, y la hizo devolver todavía sellada. Ya el 25 de marzo las cuatro grandes potencias que el año anterior habían derrotado a Napoleón —Inglaterra, Austria, Rusia y Prusia— firmaron un tratado de alianza que las comprometía a poner en liza un ejército de 150.000 hombres cada una para invadir Francia apenas fuera posible. Inglaterra, que entonces era la potencia económica dominante en el mundo, aceptó financiar la movilización de los aliados, y el banco Rothschild comenzó a reunir dinero para proporcionar al gobierno de Su Majestad la inmensa suma de 6 millones de libras esterlinas, que se estimaba necesaria para pagar toda la operación.

    Así las cosas, a Napoleón sólo le quedaba rearmarse, y lo hizo con todas sus extraordinarias capacidades organizativas, que no habían disminuido en absoluto con el paso de los años. Se llamó a filas a todo el personal del ejército heredado de los Borbones, fueron reclamados los reclutas del año anterior, la Guardia Nacional fue movilizada, comenzó la producción masiva de mosquetones, se adquirieron o confiscaron todos los caballos disponibles, consumiendo en pocas semanas las reservas del Tesoro y extorsionando financieramente a los bancos más reticentes. Sin embargo, incluso así, el emperador no podía pensar en oponerse con éxito a los cuatro ejércitos que estaban a punto para invadir Francia: ya lo había intentado el año anterior, cuando sus recursos eran decididamente más vastos, y le había ido mal. La única esperanza era batirlos con el tiempo: aunque el período de adiestramiento de los reclutas podía reducirse en caso de urgencia a pocas semanas, los ejércitos de la época requerían, de todos modos, varios meses para equiparse y ponerse en pie de guerra. A principios del verano, sólo dos de los cuatro ejércitos invasores se habían reunido en las fronteras de Francia: uno, al mando del duque de Wellington, comprendía, además del contingente británico, las tropas de los Países Bajos y de varios principados alemanes, el otro era el prusiano, al mando del viejo mariscal de campo Von Blücher. Tomado aparte, cada uno de los ejércitos era más débil que el que Napoleón había destinado a la defensa de la frontera septentrional, la Armée du Nord. Por eso el emperador, si hubiera conseguido atacarlos por separado, habría tenido buenas probabilidades de batirlos.

    Para comprender el plan de Napoleón es preciso tener claro que un ejército acuartelado a la espera de comenzar las operaciones militares ocupaba un territorio inmenso. Los soldados, en esa época, eran alojados por los civiles, que tenían la obligación legal de hospedarlos, y para alojar y alimentar a semejante cantidad de hombres y caballos era indispensable dispersarlos: el ejército de Wellington y el de Blücher, a principios de junio, estaban acuartelados prácticamente por todo el territorio de Bélgica, uno al noroeste, el otro al sudeste. Se necesitarían al menos dos o tres días para que cada uno de estos dos generales estuviera en disposición de concentrar sus tropas y presentar batalla en buenas condiciones. Avanzando por sorpresa en medio de ellos, el emperador contaba con aniquilar al primero que se pusiera a tiro, sin que el otro estuviera preparado para intervenir. El secreto, obviamente, era el elemento indispensable para el éxito del plan: en los primeros días de junio Napoleón cerró las fronteras, y ordenó que ningún hombre, diligencia o carta saliera de Francia. Luego, con extremada rapidez, concentró la Armée du Nord junto a la frontera belga. Y al alba del 15 de junio las primeras patrullas de caballería entraron en territorio enemigo, inmediatamente seguidas por largas columnas de infantería. Comenzaba aquella campaña de Waterloo que a los supervivientes de ambas partes, todos igualmente convencidos de haber luchado por una causa justa, luego parecería, como escribió un oficial inglés: «Un terrible enfrentamiento combatido por una apuesta terrible: la libertad o la esclavitud de Europa».

    PRIMERA PARTE

    «MAÑANA VEREMOS»

    1. LA VIGILIA

    Era casi de noche. Desde primera hora de la tarde había comenzado a llover, y las colinas del Brabante empapadas de agua se habían transformado en un mar de fango. Sólo el camino empedrado, el gran camino real que llevaba de los confines de Francia a Bruselas, era todavía transitable, aunque con esfuerzo. En él se amontonaban los soldados, los caballos y los cañones de Napoleón, que perseguían al ejército de Wellington en retirada.

    En condiciones normales, aquel 17 de junio la luz habría debido durar hasta después de las nueve de la noche, pero desde que el sol cálido de la mañana había dejado su sitio a los chaparrones el horizonte se había oscurecido, como si estuviera cayendo un crepúsculo precoz. En ambos ejércitos todos los soldados, hasta el último mocetón holandés o alemán reclutado desde hacía pocas semanas en la milicia y completamente ignorante de qué era la guerra, comprendía que por hoy ya no habría batalla. Pero ¿mañana?

    Cabalgando bajo el diluvio, Napoleón llegó a la hostería la Belle Alliance, que se levantaba, y aún se levanta, en un punto panorámico del camino real, en el municipio de Plancenoit. Desde allí se veía el camino, que descendía a trompicones a través de una amplia zona de campos cultivados, que la lluvia había reducido a aguazales, y luego subía hacia una larga cresta, paralela a la línea del horizonte, en la que resaltaba, en aquella época, un gran olmo solitario. Allí, el camino hacia Bruselas se cruzaba con otro camino, de menor importancia, llamado localmente el chemin d’Ohain, que corría a lo largo de toda la cresta. Superado el cruce, el camino real descendía, fuera de la vista, hacia otra granja y un grupito de casas, apenas una aldea, ambos llamados Mont-Saint-Jean. Un hombre a pie necesita un buen cuarto de hora para recorrer la distancia de la Belle Alliance hasta el cruce, que existe aún hoy, aunque los caminos están todos asfaltados, y en el lugar del olmo ha surgido un grupito de hoteles y restaurantes.

    Napoleón extendió el catalejo que uno de sus ayudantes se había apresurado a ofrecerle, y exploró el horizonte. Una oscura columna de infantería enemiga estaba atravesando a buen paso el valle y se preparaba para remontar la vertiente opuesta, bajo la protección de una línea de caballería inglesa, desplegada a lo largo de la cresta y lista para cubrir la retirada de aquellos últimos soldados de infantería, como ya había hecho varias veces en el curso de aquella fatigosa jornada. Las primeras vanguardias de la caballería francesa también habían descendido a la hondonada y se mantenían a poca distancia de la retaguardia enemiga, para hacerle sentir en el cuello el aliento de la persecución. Llovía a mares, y bajo el cielo oscuro y sombrío era imposible ver nada más. El grueso del ejército de Wellington, aquel ejército remendado en el que se hablaban cuatro lenguas, compuesto por tropas inglesas, alemanas, belgas y holandesas, había desaparecido detrás de la dorsal de Mont-Saint-Jean.

    Imatge-001.jpg

    MAPA I    El campo de batalla (Waterloo se encuentra a unos dos kilómetros más al norte, fuera del mapa).

    El emperador desmontó del caballo, entró en la hostería, y mientras se quitaba el sombrero y el capote empapados por la lluvia hizo extender sobre una mesa el mapa que llevaba siempre consigo, en un compartimiento especial de su carroza de viaje, junto con todos los libros y documentos que podían serle útiles durante la campaña. En la carta geográfica realizada por Ferraris para el gobierno austríaco en 1777, e impresa en París por Capitaine en 1795, se veía con bastante claridad que el camino real, después de haber superado la cresta y la aldea de Mont-Saint-Jean, bordeaba aún algunas granjas aisladas y algunos molinos de viento, y finalmente llegaba a otra gran aldea: Waterloo. A espaldas de esta última se cernía un vasto bosque, la floresta de Soignies. Después de Waterloo, el camino se adentraba resueltamente entre los árboles. Siguiéndolo con el dedo sobre la carta, era fácil calcular que una columna de infantería, marchando por el pavé, emplearía pocas horas en atravesar la floresta, y al salir a campo abierto se encontraría a la vista de los campanarios de Bruselas.

    Para Napoleón la situación se aclaraba, porque las alternativas ahora eran sólo dos. Si el duque de Wellington tenía la intención de defender Bruselas, primero debía presentar batalla en Waterloo y, por tanto, su ejército debía detenerse allí, al abrigo de aquella larga y baja cresta que lo escondía del catalejo del emperador. No se presentaba batalla en una floresta, en una época en que la vista y la voz del general y de sus ayudantes eran el único medio para maniobrar un ejército y mantener la cohesión. En cuanto a refugiarse en la metrópolis con todo el ejército, y esperar pacientemente los acontecimientos, los generales de otra generación quizá lo hubieran hecho, pero después de lo que Napoleón había enseñado al mundo nadie estaría tan loco como para meterse solo en la trampa, y precisamente delante de él. Por eso, si Wellington quería defender Bruselas, evitando a su aliado, el rey de los Países Bajos, la afrenta de perder una de sus capitales desde los primeros días de la guerra, pasaría la noche en Mont-Saint-Jean, y al día siguiente presentaría batalla.

    Si, en cambio, las columnas enemigas continuaban su triste retirada bajo la lluvia, quería decir que las vanguardias ya se habían adentrado en la floresta de Soignies, y que el duque había renunciado a defender Bruselas. Pero esta hipótesis, a pesar de su apariencia favorable, no alegraba en absoluto al emperador. En medio de aquellas mismas suaves colinas, más a oriente, pero no demasiado lejos de allí, otro ejército estaba en marcha bajo la lluvia: el ejército prusiano al que Napoleón había batido el día anterior en Ligny, y que ahora se estaba retirando, sin que aún estuviera demasiado claro por qué caminos y en qué dirección. Aceptando abandonar Bruselas, y retrocediendo todavía más, Wellington aún habría podido unirse a los prusianos: en ese caso la toma de la ciudad ya no habría significado nada. Si Napoleón había entrado en Bélgica, atacando primero a los dos ejércitos enemigos que se estaban concentrando en las fronteras de Francia, era precisamente para enfrentarlos y batirlos por separado: dejar que los ingleses se le escaparan, ahora, y permitir que se reunieran con los prusianos, equivalía a ver esfumarse el objetivo de la campaña.

    Por eso el emperador prefería que Wellington, en vez de prolongar en la oscuridad nocturna la marcha de sus agotados hombres, se detuviera para presentar batalla a lo largo de la dorsal de Mont-Saint-Jean. Napoleón se sentía capaz de ganar esa batalla: entonces la floresta de Soignies se transformaría en una trampa mortal a espaldas del ejército derrotado. Era urgente descubrir, pues, qué tenía en mente Wellington, porque si del otro lado de la colina sus tropas continuaban la retirada, era preciso lanzarse de inmediato hacia delante, y proseguir la persecución sin conceder respiro. Si, en cambio, el ejército enemigo se preparaba para vivaquear al abrigo de la cresta, también las exhaustas tropas francesas, a medida que llegaban a las alturas de la Belle Alliance, podían ser distribuidas en los vivaques, para preparar la sopa y tratar de dormir algunas horas bajo la lluvia, con vistas a la batalla de mañana.

    Junto a la vanguardia de la caballería francesa habían llegado a la Belle Alliance dos baterías de artillería a caballo, con doce piezas de seis libras. El emperador ordenó que esos cañones entraran en posición y abrieran fuego contra la cresta donde aún se entreveía, detrás de un velo de lluvia, a la caballería enemiga, a la espera. A esa distancia, y bajo el chaparrón, los cañones no podían hacer mucho daño, pero si los ingleses estaban allí sólo para ponerse a cubierto, tendrían que abandonar la posición para reanudar la marcha, ahora que la infantería estaba a salvo. En cambio, no pasó demasiado tiempo para que la artillería enemiga comenzara a responder al fuego, y no con algunas piezas, sino con un gran número de baterías colocadas a lo largo de toda la cresta. La infantería francesa que llegaba encolumnada por el camino real se encontró bajo el fuego, y sufrió algunas pérdidas antes de que sus oficiales consiguieran hacerla retroceder hasta una posición más resguardada. Algunas balas de cañón impactaron en la hostería de la Belle Alliance. Después de un rato, Napoleón decidió que ya sabía bastante, y ordenó interrumpir la acción. Wellington había resuelto aceptar la batalla delante de la floresta: su ejército estaba perdido.

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    MAPA 2    El área estratégica de la campaña.

    Mientras quedó un poco de luz, el emperador continuó vigilando con el catalejo aquel que al día siguiente se convertiría en el campo de batalla. La dorsal de Mont-Saint-Jean era la principal posición defensiva, y sin duda el ejército enemigo esperaría el ataque al abrigo de aquel relieve, que lo protegía del bombardeo de la artillería: según contaban los generales del emperador, aquélla había sido siempre la táctica favorita de Wellington, que durante la larga y feroz guerra de España los había batido uno tras otro. Pero delante de la cresta había algunas posiciones avanzadas que podían obstaculizar la ofensiva francesa y, sin duda, el enemigo las habría fortificado. En el centro, justo al lado del camino hacia Bruselas, surgía la granja de la Haye Sainte, un edificio de piedra rodeado por robustos muros, medio escondido en un pliegue del terreno. Sería necesario tomarla antes de poder desbaratar el centro de la alineación enemiga. Al fondo, a la izquierda, el catalejo de Napoleón mostraba una espesura de árboles: el ojo no veía nada más, pero la carta indicaba que el bosque ocultaba un complejo de edificios, el castillo de Hougoumont. Si decidía rodear al enemigo por ese lado, Napoleón debería adueñarse ante todo de ese bosque, que estaba muy lejos de él, al fondo del valle, a medio camino entre la dorsal de la Belle Alliance y la de Mont-Saint-Jean. Por último, en el lado opuesto, a la derecha del emperador, apenas visibles en medio de las ralas manchas de árboles, había varios pequeños pueblos, marcados en la carta con los nombres de la Papelotte, la Haye Sainte y Smouhen (o Smohain, según la grafía actual), que si eran defendidos protegerían del envolvimiento el flanco izquierdo del enemigo.

    Mientras Napoleón examinaba la posición, sus comandantes de cuerpo fueron convocados en asamblea y recibieron instrucciones para el vivac de sus tropas: sobre la cima de la Belle Alliance, o más atrás, a lo largo del camino, en el caso de aquellos cuerpos que aún estaban demasiado lejos para llegar hasta allí. Aparte de las órdenes para el vivac, los generales no recibieron del emperador ninguna otra disposición. «Mañana veremos», dijo Napoleón a D’Erlon, comandante del I cuerpo, antes de subir a caballo para llegar a la granja de Le Caillou, algunos kilómetros más atrás, donde el numeroso personal de su corte le estaba preparando la cena y el catre. Y, en verdad, el emperador sabía demasiado poco de la formación asumida por el enemigo al abrigo de la cresta para decidir con anticipación qué ocurriría. Él mismo, por otra parte, siempre había repetido que las batallas no se pueden planificar sobre la carta, como si fueran representaciones teatrales, sino que había que saber administrarlas improvisando: «On s’engage, et puis on voit». Siempre que el enemigo no permaneciera donde estaba, habría habido tiempo para obligarlo a desenmascarar sus posiciones, y sólo entonces se vería dónde asestar el ataque decisivo.

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    MAPA 3    Ampliación del mapa de Ferraris y Capitaine.

    Napoleón cenó solo, en una habitación de la granja de Le Caillou. En la habitación de al lado se había dispuesto una mesa en la que ocuparon su sitio sus ayudantes de campo y varios oficiales superiores, entre otros el coronel Combes-Brassard, jefe del estado mayor del VI cuerpo. Alguno, mientras cenaban, habló en voz alta de la batalla que les esperaba al día siguiente y el emperador lo oyó. Entró bruscamente en la habitación, dio algunos pasos con las manos a la espalda, luego exclamó, sin dirigirse a nadie en particular: «¡Una batalla! ¡Señores! ¿Sabéis qué es una batalla? ¡Hay imperios, reinos, el mundo o la nada, entre una batalla ganada y una batalla perdida!». Luego volvió a su alojamiento, sin añadir nada más. El coronel Combes-Brassard dijo a continuación que en aquel momento le había parecido oír una sentencia del Destino.

    2. «¿QUIÉN ATACARÁ PRIMERO MAÑANA?»

    El duque de Wellington nunca había tenido la intención de abandonar Bruselas sin combatir. Dos días antes, al recibir la terrorífica noticia de que Napoleón había invadido Bélgica, sin que sus espías hubieran conseguido advertírselo con anticipación, el duque había intentado concentrar su ejército entre Bruselas y la frontera, para interceptar lo antes posible el avance enemigo, mientras que su colega prusiano, el mariscal de campo Von Blücher, reunía sus fuerzas más a oriente. De ello había nacido, el 16 de junio, la doble batalla de Quatre Bras y Ligny, en la que Wellington había logrado detener, a duras penas, las columnas francesas al mando del lugarteniente de Napoleón, el mariscal Ney, mientras que a poca distancia el emperador, con el grueso de su ejército, había derrotado a los prusianos. A la mañana siguiente, al constatar que el descalabro prusiano hacía indefendible la posición de Quatre Bras, Wellington había ordenado la retirada («Al viejo Blücher le han dado una buena tunda y se ha retirado. Dado que él se ha marchado, debemos marcharnos también nosotros»). Pero el duque estaba decidido a probar de nuevo suerte delante de Bruselas. Si hubiera abandonado la capital de Bélgica sin combatir, la batalla de Quatre Bras parecería una derrota, porque es el perdedor quien se retira y abandona al enemigo los objetivos estratégicos al día siguiente de un enfrentamiento: la prensa inglesa se lo habría comido crudo. El duque de Wellington era un general prudente, pero también un político ambicioso, con una imagen que defender: no tenía otra elección que afrontar otra batalla.

    Dada la situación había un solo lugar en que podía hacerlo, delante de aquella aldea de Waterloo, que era el último poblado antes de la gran floresta. La leyenda se ha adueñado del episodio en que Wellington, en el atardecer del 15 de junio, consultando la carta geográfica en casa del duque de Richmond en Bruselas, después de haber expresado su irritación por cómo estaban yendo las cosas («¡Napoleón me ha jodido, por Dios!»), habría indicado con el dedo dos puntos uno después del otro: Quatre Bras («No lo detendremos aquí...») y Waterloo («entonces deberé enfrentarme a él aquí»). En realidad no se trataba de una previsión sobrenatural: la serie de crestas y hondonadas paralelas al sur de Waterloo era el lugar más adecuado para una batalla defensiva en todo el amplio trecho, unos 35 kilómetros, que separa Quatre Bras de Bruselas. Desde el año anterior, cuando visitó la zona durante una inspección, Wellington había advertido aquel lugar, con el ojo del profesional habituado a valorar el terreno por donde pasaba y hacerse un apunte mental que podría serle útil en el futuro.

    En los últimos tiempos, además, cuando ya estaba claro que Napoleón se preparaba para atacar, el duque había vuelto a Waterloo y confirmado a más de un oficial que aquél era el lugar donde pretendía presentar batalla, si se encontrara en la necesidad de defender Bruselas. Ya al amanecer del 16 de junio, cuando las tropas aliadas acababan de ser puestas en alarma, entre los oficiales ingleses corría la voz de que había que marchar hacia un sitio llamado Waterloo, aunque a la mayoría aquel nombre no les decía nada. Sir Augustus Frazer, que estaba al mando de la artillería a caballo, escribió aquella mañana en una carta a su esposa, después de una conversación con su superior sir George Wood: «Acabo de enterarme de que el duque partirá dentro de media hora. Wood piensa que hacia Waterloo, que no conseguimos encontrar en el mapa. Es la historia de siempre». Al día siguiente, apenas comenzada la retirada de Quatre Bras, Wellington mandó a Waterloo a su jefe de estado mayor, el coronel De Lancey, con el encargo de identificar con precisión la posición a defender. De Lancey tomó en consideración primero la dorsal de la Belle Alliance, pero decidió que allí la línea defensiva sería demasiado larga, y al fin optó por la cima siguiente, la de Mont-Saint-Jean.

    En aquel anochecer del 17, pues, el duque de Wellington, a medida que sus tropas remontaban la pendiente y desaparecían a la vista del enemigo, no las hizo proseguir hacia Bruselas por el camino real, sino que las encaminó a

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