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Antología poética
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Antología poética

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Sor Juana Inés de la Cruz (Juana Inés de Asuaje y Ramírez, 1651-1695) es una de las mayores figuras de las letras hispanas del siglo XVII y su nombre figura por derecho propio junto a los grandes autores del Siglo de Oro. Cultivó la lírica, el auto sacramental y el teatro, así como la prosa. Por la importancia de su obra, recibió los sobrenombres de "el Fénix de América", "la Décima Musa" o "la Décima Musa mexicana".

Destacó en la corte virreinal de Nueva España por su erudición y talento lírico, pero, pese a esta fama, en 1667 ingresó en un convento de las carmelitas descalzas de México y permaneció en él cuatro meses, al cabo de los cuales lo abandonó por problemas de salud. Dos años más tarde entró en un convento de la Orden de San Jerónimo, esta vez definitivamente. Más que por vocación religiosa, se ha apuntado que esta decisión la toma para eludir el matrimonio y poder cultivar sus aficiones intelectuales; de hecho, su celda se convirtió en auténtico punto de reunión de poetas y eruditos.

Se ha conservado una amplia obra, con ejemplos en los ámbitos del teatro, los autos sacramentales y la prosa, pero donde destacó especialmente es en el campo de la poesía, tanto sacra como profana. Este último ámbito es el objeto del presente libro, una antología con algunas de sus principales creaciones poéticas convenientemente anotadas y comentadas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 feb 2021
ISBN9788446050247
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    Antología poética - Juana Inés de la Cruz

    Akal / Literaturas / 60

    Juana Inés de la Cruz

    Antología poética

    Edición: Ariadna G. García

    Juana Inés de la Cruz (Juana Inés de Asbaje y Ramírez, 1651-1695) es una de las mayores figuras de las letras hispanas del siglo XVII y su nombre figura por derecho propio junto a los grandes autores del Siglo de Oro. Cultivó la lírica, el auto sacramental y el teatro, así como la prosa. Por la importancia de su obra, recibió los sobrenombres de «el Fénix de América», «la Décima Musa» o «la Décima Musa mexicana».

    Destacó en la corte virreinal de Nueva España por su erudición y talento lírico, pero, pese a esta fama, en 1667 ingresó en un convento de las carmelitas descalzas de México y permaneció en él cuatro meses, al cabo de los cuales lo abandonó por problemas de salud. Dos años más tarde entró en un convento de la Orden de San Jerónimo, esta vez definitivamente. Más que por vocación religiosa, se ha apuntado que esta decisión la toma para eludir el matrimonio y poder cultivar sus aficiones intelectuales; de hecho, su celda se convirtió en auténtico punto de reunión de poetas y eruditos.

    Se ha conservado una amplia obra, con ejemplos en los ámbitos del teatro, los autos sacramentales y la prosa, pero donde destacó especialmente es en el campo de la poesía, tanto sacra como profana. Este último ámbito es el objeto del presente libro, una antología con algunas de sus principales creaciones poéticas convenientemente anotadas y comentadas.

    Ariadna G. García es licenciada en Filología Hispánica y está en posesión del DEA. Vive en Madrid, donde obtuvo una Beca de Creación en la Residencia de Estudiantes. Ha publicado, entre otros, los libros de poemas Napalm (2001), Apátrida (2005), La Guerra de Invierno (2013), Helio (2014), Las noches de Ugglebo (2016), Línea de flotación (2017) y Ciudad sumergida (2018); además de las novelas Inercia (2014) y El año cero (2019), y del libro de ensayos Cornucopia (2019). Ha ganado los premios Hiperión, Arte Joven de la Comunidad de Madrid, Internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana y El Príncipe Preguntón. También ha preparado la edición de las antologías Veinticinco poetas españoles jóvenes (en colaboración con Guillermo López Gallego y Álvaro Tato, 2006), Antología de la poesía española 1939-1975 (2006) y Poesía española de los Siglos de Oro (2009). Ha traducido (en colaboración con Ruth Guajardo) el libro Vivo en lo invisible. Nuevos poemas escogidos, del escritor Ray Bradbury (2013). En el último lustro ha preparado materiales didácticos para SM. Es profesora de secundaria en el IES Cervantes de Madrid.

    Diseño de portada

    RAG

    Director de la colección

    Francisco Muñoz Marquina

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    © de la introducción, notas y apéndices, Ariadna G. García, 2019

    © Ediciones Akal, S. A., 2019

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 978-84-460-5024-7

    A mi mujer

    A nuestros hijos, Kai Luke y Leia Alma

    Con gratitud, a Sonia Molina

    1. MÉXICO EN EL SIGLO XVII

    Se trata de uno de los reinos de la Monarquía Hispánica, creado tras la guerra que enfrentó a las tropas imperiales que dirigía Hernán Cortés contra los guerreros nativos del Estado azteca, en el continente americano, a las órdenes de Moctezuma. No se consideraba, pues, una colonia, sino un reino con los mismos derechos y deberes que los otros reinos integrantes del Imperio de Carlos V.

    Nueva España se caracterizó por los siguientes rasgos: gozaba de una burocracia poderosa; el Estado estaba fuertemente centralizado; había estatutos especiales que regían a las diferentes comunidades étnicas (indígena, negra, mulata, mestiza, criolla y española); la Iglesia secular y las órdenes religiosas, a su vez, poseían una legislación al margen; así como los artesanos, mineros y comerciantes. Pese al mosaico de gentes y de oficios, los grupos raciales y laborales no estuvieron representados en ningún órgano colectivo que regulara la vida en sociedad, como lo fueron las Cortes en España. Por otro lado, se instauró la encomienda de indios, por parte del rey, como medida para recompensar a los conquistadores españoles. La Corona también se encargó de que la tierra fuese comunal y no pasase a manos de criollos, a fin de impedirles la acumulación de riqueza y poder. Más de la mitad de la tierra pertenecía al clero. Además, Nueva España contaba con un ejército profesional, a cuyos altos mandos no podía optar la clase criolla. En cuanto a la educación, gozaba de dos canales de difusión: la Iglesia y la Universidad.

    Las autoridades siempre siguieron con recelo las actividades de los criollos (hijos de españoles, nacidos en tierra americana). Aunque Nueva España, en teoría, era un reino como los demás, lo cierto es que los criollos no eran iguales, en derechos, a los súbditos imperiales oriundos de la metrópolis (España).

    Los virreyes (representantes de la Monarquía Hispánica en los reinos de ultramar) reunían en sí también los cargos de gobernadores, capitanes generales y presidentes de la Real Audiencia. Salvo alguna excepción, ostentaban el cargo poco tiempo. A los tres años, si el rey no se oponía, eran relevados. Tampoco podían llevar a sus hijos, ni a sus respectivas parejas, a Nueva España. Ambas medidas perseguían un mismo objetivo: extinguir su ambición de perpetuarse en el puesto y rebelarse contra la lealtad debida a la Corona.

    En vida de sor Juana, al frente de Nueva España hubo seis virreyes:

    • El marqués de Mancera (Antonio de Toledo y Salazar. 1664-1673), hábil político a quien sí pudo acompañar su esposa (Leonor de Carreto). Sufragó expediciones para explorar y conquistar California. Se mostró en contra del tráfico de esclavos.

    • El duque de Veragua (Pedro Nuño Colón de Portugal. 1673), Almirante de Indias y descendiente directo de Cristóbal Colón. Anciano y enfermo, murió al poco de ocupar su cargo.

    • El arzobispo de México (Payo Enríquez de Rivera. 1673-1680). Su virreinato impulsó las obras públicas, fortificó la costa oriental para repeler los ataques de los corsarios ingleses y pacificó a los indios nativos que se alzaban al norte.

    • El marqués de la Laguna (Tomás Antonio de la Cerda. 1680-1686), casado con María Luisa Manrique de Lara (marquesa de Paredes). Bajo su mandato se produjo la insurrección de varias comunidades de indios de Nuevo México, que demolieron iglesias y asesinaron a sacerdotes y colonos. Esta revolución indígena expulsó a los españoles de la región por más de una década.

    Por otro lado, el virrey envió una nueva expedición a California, que fue conquistada.

    Sin embargo, no pudo evitar que los piratas saqueasen Veracruz.

    • El conde de Monclova (Melchor Portocarrero y Lasso de la Vega. 1686-1688).

    • El conde de Galve (Gaspar de Sandoval Cerda Silva y Mendoza. 1688-1896). Famoso por su victoria contra los filibusteros franceses en la batalla naval que se libró en la isla de la Tortuga.

    Frente al poder político y judicial del virrey, se alzaba otro estandarte: el arzobispo de México, que representaba el poder moral y religioso en el reino de Nueva España.

    En la base de la pirámide social se encontraban los indios; y en la cúspide, los criollos (que ostentaban el poder económico) y españoles (al mando del poder político-militar). En cuanto a los mestizos, eran rechazados por todos los grupos y vivían en la marginalidad (estaban abocados al bandidaje, el vagabundeo o a la soldadesca).

    Como consecuencia de la victoria de Hernán Cortés sobre Moctezuma, la civilización azteca fue destruida sin dejar rastro. Y apenas sobrevivieron sus creencias a través de la mitología cristiana.

    Con el tiempo, gracias al ascenso de la orden jesuita, se produjo el despertar de los criollos. Herederos del Imperio español y del azteca, reclamaban un mayor protagonismo en el virreinato.

    2. PANORAMA CULTURAL Y POÉTICO

    Fue el núcleo moral y literario del reino de Nueva España. La corte irradió las costumbres y modas llegadas de la península. Ofreció a la sociedad americana un modelo de cultura vitalista, en contraste con la ortodoxia católica que imponía la Iglesia.

    Según se desarrollaba la corte a lo largo de la centuria, se fue extendiendo el lujo y la exuberancia. La sociedad oscilaba entre la sensualidad y la superstición. La propia aristocracia, con el mecenazgo de autores, fomentaba y protegía el de­sarrollo de las artes.

    No obstante, apenas se publicaban libros. Se hablaba de las obras en tertulias palaciegas, o se difundía el conocimiento desde el púlpito o el aula universitaria.

    En esta época, cobraron importancia los concursos poéticos, que acapararon la actividad literaria de la corte. La nómina de poetas que festejaron en estos certámenes la pompa civil es amplia. Con sus textos pretendían alcanzar renombre literario y reconocimiento social. El Triunfo Parténico, compilado por Carlos de Sigüenza y Góngora, recoge los poemas galardonados entre los años 1682-1683. Antes, en el año 1633, la Relación historiada de las solemnes fiestas que hicieron en México al glorioso san Pedro Nolasco reunió las composiciones ganadoras de un certamen religioso, y supuso el primer escaparate del gongorismo novohispano. El certamen Empresa Métrica (convocado en 1665, del que resultaron ganadores Juan de Guevara, Ramírez de Vargas y Félix López) premió centones a base de versos de Góngora.

    Plano de la ciudad virreinal.

    En el Virreinato de Nueva España existía «un rígido aparato de control generalizado en donde, de muy especial manera, se vigilaba a la mujer para excluirla de los espacios visibles de poder» (Margo Glantz, 1995). La mayoría trabajaba en el campo o en la ciudad, a la orden de un patrón. Cuando alguna destacaba por sus dotes intelectuales, se la confinaba dentro de su casa o en el convento, donde vivía bajo una supervisión constante, con el objetivo de que no infringiese las reglas que la sociedad había establecido para garantizar el orden y condenar todo aquello que se saliera de su concepto de normalidad.

    La ideología de la colonia consideraba a la mujer un ser débil, instintivo y carente de razón; por lo que le asignaba un rol secundario.

    La mujer estaba socialmente marginada. No podía acceder a los colegios de enseñanza superior ni a la Universidad. La cultura era un territorio que se le vedaba. La única opción para adentrarse en él consistía en franquear la puerta del palacio o del convento (Paz, 2012).

    La literatura del virreinato fue escrita y leída por hombres. No obstante, hay algunas excepciones, como las poetas Catalina de Eslava (autora de un soneto –de 1610– laudatorio a la moda italiana, en homenaje a su tío: Fernán González de Eslava), María Estrada de Medinilla (quien compuso una extensa crónica rimada en 1640 a propósito de la entrada en la corte del nuevo virrey –el duque de Escalona y marqués de Villena–: Relación en ovillejos castellanos; en la que muestra, según apunta Martha Lilia Tenorio [2013]: «gran oficio y asimilación de los recursos gongorinos». A esta siguió su Descripción en octavas reales de las fiestas de toros, cañas y alcancías –1641–; «que no está a la altura de las facultades mostradas en la obra anterior») y, sobre todo, Juana Inés de la Cruz –paradójicamente–: el escritor más importante que dio Nueva España.

    Aquellas damas que se dedicaron a la lírica se enfrentaron a un obstáculo insalvable: el elevado coste de las ediciones. Motivo por el que participaron en los concursos públicos.

    Los otros géneros literarios a los que se aplicaban las escasas mujeres que escribían eran: la crónica de convento y la biografía de monjas. La mayoría, sin embargo, perdió la autoría de sus obras, al atribuírsela sus confesores o autores consagrados.

    Según Octavio Paz, el Barroco mexicano se prolongó hasta mediados del siglo XVIII, y se encuentra ligado a la sensibilidad criolla. La nueva estética favoreció la inclusión en las composiciones de los elementos nativos, por naturaleza singular y exótica. Si la meta del Barroco consistía en maravillar, en causar asombro, nada mejor que incorporar a los textos la desmesurada naturaleza local, el pasado legendario de la civilización azteca o el habla popular de los mulatos e indios (el náhuatl).

    Los modelos en los que se inspiraron los poetas del virreinato son españoles (Quevedo, Lope, Góngora y Calderón), de modo que cultivaron un barroco conceptista y culterano. No obstante, trataron de ir más allá de dichos referentes en el desarrollo de la extrañeza, quizá porque ellos –criollos a caballo entre dos mundos– se sentían extraños.

    Sorprende el elevado número de autores. Muchos son clérigos. La mayoría se decanta por el gongorismo.

    Destacan los poetas Fernán González de Eslava (autor de romances divinizados al estilo del romancero nuevo, creado por Lope y Góngora. Su poema «Las carnes sobre la tierra» es contrahechura de otro del cordobés: «Las redes sobre la arena»), Luis de Sandoval y Zapata (inédito en su época, famoso por sus sonetos y romances históricos), Agustín de Salazar y Torres (poeta lírico, sensual, cuya obra fue editada en Madrid bajo el título Cítara de Apolo –en 1681 y 1689–), y los religiosos Matías de Bocanegra (autor de la Canción a la vista de un desengaño), Diego de Ribera, Bernardo de Balbuena (autor de los poemas épicos Grandeza mexicana –1604– y El Bernardo, o victoria de Roncesvalles –1624–, así como de una novela pastoril en verso: Siglo de Oro en las selvas de Erifile –1608–. En su Compendio apologético declara su admiración hacia los poetas oriundos «de España»: Garcilaso, Boscán, Castillejo, Acuña y el «agudísimo Góngora». En la obra de Balbuena, dice Gerardo Diego –Antología en honor de Góngora–, hay «intención plástica» y «sentido musical») y la ya mencionada María Estrada de Medinilla («tal vez, la discípula más aplicada y destacada de Góngora» [Lilia Tenorio]).

    Sobresale la poeta Juana Inés de la Cruz, a quien acompaña una constelación de poetas menores, no en vano Méndez Plancarte habla de «corte lírica» en el virreinato: Carlos de Sigüenza y Góngora (autor de Primavera indiana, texto gongorista y alambicado –1668–), Juan de Guevara (de sonetos ingeniosos), Miguel de Castilla (responsable del arco triunfal de Puebla, Géminis alegórico –1681–, en honor de los marqueses de la Laguna; de cuño culterano), el capitán Alonso Ramírez de Vargas (que firmó poemas sobre celebraciones públicas), el padre Francisco de Castro (autor de un extensísimo canto en octavas reales, La octava maravilla –1680–, dedicado a la virgen de Guadalupe. Según Plancarte, se trata «de un poeta de verdad, alto y hondo»), el también jesuita Juan Carnero (que imprimió la Métrica Pasión del humanado Dios, donde gongoriza la pasión de Jesús) o Juan de Almazán (para Plancarte, su Poética sombra del portentoso ejemplar de Penitencia, María Magdalena, es un texto «memorable», deudor tanto de Góngora como de Calderón).

    En esta segunda mitad de siglo, la expresión gongorina dominó por completo. La dicción culterana se consideró la manifestación más elevada de la poesía. «No hubo justa en la que el poeta cordobés no fuese uno de los requisitos: como modelo por imitar, como surtidor de versos para centones, o como inspiración» (Lilia Tenorio). Este triunfo del culteranismo se llevó a cabo de dos maneras: en el plano conceptual, el juego metafórico entretiene el intelecto; y en el plano formal, se halaga la imaginación sensorial (visual y auditiva).

    3. VIDA DE JUANA INÉS DE LA CRUZ

    Juana Ramírez de Asuaje nació en San Miguel Nepantla, se duda entre dos posibles fechas: 2 de diciembre de 1648 (Octavio Paz, Antonio Alatorre) o 12 de noviembre de 1651 (Georgina Sabat). Su padre, Pedro Manuel de Asuaje y Vargas Machuca, fue un caballero oriundo de Vizcaya. Es probable que no lo conociera. La familia materna era criolla, así como su padrastro y cuñados. Sus abuelos, con los que se crió (Pedro Ramírez y Beatriz Rendón), procedían de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz).

    Pedro Ramírez era arrendatario de dos haciendas de titularidad eclesiástica: la de Nepantla, donde nació la poeta; y la de Panoayán, en la que se crió.

    Octavio Paz apunta un rasgo notable de su familia: todas las mujeres mostraron independencia y fuerza de carácter. Así, la madre de Juana Ramírez, Isabel, tuvo cinco hijas y un varón con dos hombres diferentes sin pasar por la vicaría; algo, no obstante, aceptado con normalidad por la sociedad novohispana.

    Ya de niña mostró la futura autora un espíritu curioso y una querencia innata hacia la cultura. Según su propio testimonio, a los tres años ya sabía leer. Por lo visto, engañó a la maestra de una de sus hermanas mayores para que le enseñara el alfabeto; luego ocultaría este ardid para que su madre no la castigara. Niña precoz, soñadora y astuta, también mostró cierta tendencia a la introspección. Tanto fue así, que a la temprana edad de cuatro años le gustaba pasarse las horas leyendo en la biblioteca de sus abuelos. Su afán por el conocimiento la animó a pedir a su madre que la enviase a la Universidad vestida de hombre, lo que revela que a la futura poeta –desde bien temprano– «no le importaba transgredir las pautas culturales de su tiempo» (María Eugenia Sánchez, 2011). La negativa que recibió le sirvió de acicate para formarse de manera autodidacta. Su empeño por el aprendizaje era tan fuerte, que si no se sabía una lección ella misma se cortaba el pelo, como si una cabeza desprovista de datos, imaginación y conceptos, no mereciese el abrigo de la melena.

    A la muerte de su abuelo, cuando apenas tenía ocho años, Juana convivió con su tía materna y su marido. Por esas fechas, su madre acababa de concebir un hijo nacido de una nueva relación. Con el tiempo, sus tutores la enviarían al palacio virreinal en calidad de criada (Alatorre, 2006), donde asumiría su protección doña Leonor de Carreto, marquesa de Mancera y virreina consorte, de ascendencia germana (rubia y hermosa). Juana contaba con dieciséis años; la virreina, con treinta.

    Retrato de Juana Ramírez de Asuaje en su adolescencia, por J. Sánchez (1663-1666).

    La inteligencia de la joven, no menos que su belleza, causó impresión en la corte, y en concreto en Leonor de Carreto. «La señora virreina –dice Calleja, uno de los biógrafos de la escritora– no podía vivir un instante sin su Juana Inés». La admiración fue mutua. La futura poeta encontró en Leonor el cariño, la comprensión, el respeto y la sintonía intelectual que necesitaba. Fácilmente debió de enamorarse de ella. Este amor de juventud la inspiró para algunos de sus primeros poemas.

    Casi un lustro sirvió la autora como criada de la virreina. A los dieciocho escribió sus primeras composiciones, de cuño laudatorio y circunstancial. Este precoz virtuosismo llevó al marqués de Mancera a reunir en palacio a 40 eruditos y expertos en distintas materias (matemáticos, filósofos, historiadores, poetas…), con el fin de someter a la joven a una prueba de habilidades y conocimientos. El resultado causó admiración en la corte. Juana Ramírez había demostrado una sabiduría y una sensibilidad fuera

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