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La obra de Antonio Deltoro se ha caracterizado por su variedad que explora múltiples realidades temáticas. Poeta de notables recursos imaginativos, estos ensayos son una clara muestra de su erudición y admiración por otros poetas. Antonio Machado, Góngora, Eliseo Diego, Luis Ignacio Helguera, López Velarde, entre otros, encuentran en estas páginas nuevas interpretaciones y posibilidades de lectura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 jun 2013
ISBN9786071614407
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    Favores recibidos - Antonio Deltoro

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    EL GUARDIÁN DEL SILENCIO

    El guardián del silencio

    SIEMPRE he pensado que a diferencia de la prosa, que tiende a ocupar todo el espacio, el verso, por su naturaleza, requiere que a sus lados crezca una zona de silencio. El verso, los versos, nacen de los trechos mudos, de los despalabrados, de los que punzan al pasmo.

    Creo en las propiedades curativas y transmutadoras del lenguaje. Desde muy pequeño, cuando estoy nervioso o adolorido repito unos cuantos versos y me voy introduciendo en otro estado; me mudo a otras partes; la realidad, mi realidad, se transforma: soy otro. Estos versos han ido variando y se han ido ensanchando: son mi tesoro esencial: Machado, Paz, san Juan, fray Luis, Garcilaso, Guillén, etcétera. Auden decía que el poeta es un enfermero; san Juan de la Cruz lo fue, antes de fraile o poeta, en el más literal de los sentidos. En consonancia con lo anterior, para Lezama Lima la poesía no es sino la figuración musical de la bondad.

    Si tomamos en cuenta la gran cantidad y calidad de la poesía que tenemos a nuestras espaldas, aparentemente resulta absurdo escribir; lo natural es leer. En el convivir se completa el vivir de un individuo, decía Ortega, pero también nuestro vivir individual enriquece el convivir. Escribimos porque queremos que nuestro tiempo único y concreto no pase sin dejar huella, sin sumarse al caudal de los otros; pero también porque sin nuevas aguas las aguas de la poesía se estancarían. Leer es releer; releer es moverse con respecto de otras lecturas anteriores; parte de este movimiento lo constituyen los libros que leemos entre una relectura y otra: leemos a fray Luis desde Borges; a Garcilaso desde Paz. Escribir es reescribir; es necesario que se siga escribiendo para que la poesía no se congele, no se vuelva manual ni Biblia, repetición mecánica ni retahíla beata y formal. El poeta introduce la tierra, el fuego, el aire y el agua a las palabras y a la época que le tocó vivir, pero también su época y sus palabras a los cuatro elementos de siempre.

    En la vida diaria nos amurallamos para que no nos hagan daño y suponemos que a nuestro alrededor los hombres y las cosas están anestesiados, cuando no muertos. El poeta, los poemas, combaten esta ficción; en realidad todo está prodigiosamente vivo. Uno de los libros que más me gustan es Maravilla del mundo, una selección de lo que ahora llamaríamos poemas en prosa de fray Luis de Granada, hecha por Pedro Salinas. En este librito se cantan con igual atención y entusiasmo las cosas grandes y las pequeñas. Yo sería partidario de una religión que no resaltara unas cosas en detrimento de otras, de una religión horizontal, que no hiciera distinción entre el torrente y la gota, entre la fogata y el cerillo, entre las criaturas y su creador; que cantara la simultaneidad; que restituyera a todo la dignidad de lo enigmático y su calidad milagrosa.

    En mi poesía actual intento hablar en un tono íntimo del asombro; pretendo hacer una poesía de baja velocidad, cercana a la materia y a la observación. Quiero hacer una bitácora de algunas modestas intuiciones, de algunos pequeños descubrimientos, frutos de una curiosidad miscelánea, pero obsesiva: la relación entre la temperatura de las almohadas y la coloración de los sueños, la delgada alegría de encender un cerillo, el común bipedismo de los pájaros y los hombres. Siempre me ha interesado la aventura de lo pequeño; la normalidad aguda para utilizar una expresión de Guillén; para mí no hay mayor honor que el de estar vivo; toda la poesía en el fondo celebra este hecho esencial; intenta devolverle la corona del ser a todo ser. Esto se puede realizar sin grandilocuencia, sin lujos verbales: también uno se enriquece con claridad; depurando se llega a nuevas abundancias. Del sol de Dios ventana cristalina, dice de la verdad Lope de Vega; yo lo diría de cierta poesía a la que aspiro.

    La poesía de baja velocidad que pretendo, capaz de ponerle la zancadilla al ritmo vertiginoso, desquiciado, pero dominante de la época, no quisiera que fuera una poesía provinciana, amodorrada, pacata; sino una que poseyera una lentitud alerta, despierta, combativa; ni plañidera ni frívola.

    Cercado por acontecimientos cada vez más rápidos, el hombre actual es incapaz de quedarse en nada. El poeta debe intentarlo; debe intentar detenerse para oír por debajo de los cambios un tiempo más hondo y verdadero: suyo, del cosmos y de la especie. Las fechas las colocamos a destiempo, vienen de afuera, de otros, de un tiempo no vivido.

    Para Bachelard, imaginarse un mundo es sentirse responsable, moralmente responsable de dicho mundo. Los ojos del poema son los del descubrimiento, los de la transmutación, no los del hábito ni los de la convención.

    En el barullo de la época, sólo haciendo silencio, separando, creando nuevos espacios se puede aspirar a cultivar esa pasión por la metamorfosis que, para mí, distingue al poema. El poema crea su soledad, su silencio. Esta zona de silencio, que está representada en la página por el blanco que rodea el poema, es el origen del rostro y de la voz del poeta; es su responsabilidad. Éste no debe rendirse a la superstición del resultado, de la prisa, de la cantidad, de lo lleno; que es la superstición de nuestros días. Debe ser fiel a su silencio y a su verbo; compartir con el pescador la religión de la espera. El poeta, porque es responsable de su voz, es el guardián del silencio; de su silencio.

    Hay dos modos de conciencia:

    una es luz, y otra, paciencia.

    Una estriba en alumbrar

    un poquito el hondo mar;

    otra, en hacer penitencia

    con caña o red, y esperar

    el pez como pescador.

    Dime tú: ¿Cuál es mejor?

    ¿Conciencia de visionario

    que mira en el hondo acuario

    peces vivos,

    fugitivos,

    que no se pueden pescar,

    o esa maldita faena

    de ir arrojando a la arena,

    muertos, los peces del mar?

    Esto que expresa de manera radical y pesimista este poema de Machado es, por decirlo así, el principio de indeterminación de Heisenberg del lenguaje: o nombramos o seguimos el movimiento de lo vivo. Por mucho que trabajemos la transparencia de las palabras, que tratemos de que se interpongan lo menos posible entre el instante y el poema, siempre estarán allí, y con ellas quien nombra y toda la historia del idioma. La ventana, por transparente que sea, tiene materia.

    Pero si queremos pescar, tenemos que tejer una red de silencio y de espera simbolizada esta vez por la página en blanco, para que en ella caigan, no los peces muertos del poema de Machado, sino los pescados vivos de la cita de Mairena con la que quiero concluir: El poeta es un pescador, no de peces, sino de pescados vivos; entendámonos: de peces que pueden vivir después de pescados.

    Poesía de baja velocidad

    EN UN ENSAYO publicado en 1849, El coche correo inglés, Thomas de Quincey escribía: Obligado a recorrer en algunos casos once millas en cincuenta minutos ¿podría esperarse que tuviera lágrimas para los accidentes del camino? Si parecía a veces pisotear la humanidad, lo hacía, a mi juicio, en cumplimiento de deberes más perentorios. El ensayo de De Quincey empieza cantando La gloria del movimiento y termina hablando, premonitoriamente, de la muerte súbita. Las hermosas bestias desbocadas de De Quincey sólo volaban metafóricamente. Durante mucho tiempo se creyó que cuando los caballos corrían al galope saltaban, cercanos al vuelo. Tuvo que inventarse el cine y la cámara lenta, el ojo que frena, para que nos diéramos cuenta de que los caballos, cuando corren, no abandonan la tierra.

    Peter Handke, en La tarde de un escritor, hace de pasada una moderna antítesis de las botas de siete leguas: Con vuestras antecesoras siempre tuve el peligro de ir corriendo. Pero vosotras sois justo lo que necesito, porque con vosotras puedo pisar la tierra y sentirla, y sobre todo porque sois para mí esas ‘botas-freno’ que tanto necesito. Ya sabéis que la única iluminación que he tenido hasta ahora es la lentitud.

    Fabio Morábito, un poeta nacido en los cincuenta, en un poema titulado Ars poética nos dice:

    Nunca he viajado rápido,

    pero he viajado,

    mis huesos cambian de dolor

    cada cien metros

    y nadie sabe como yo qué es un kilómetro.

    Dentro de la misma literatura mexicana López Velarde combina en casi todos sus poemas dos velocidades que se contraponen y se hacen la crítica mutuamente: una esdrújula, vertiginosa, moderna, mundana, para él pecadora, ciudadana, y otra llana, grave, lenta, religiosa y rural. Villaurrutia practica una poesía moderna, pero lenta, nocturna, chiriquesca y elegante. Octavio Paz, que ha llevado hasta sus últimas consecuencias múltiples aventuras, que es muchos poetas y no solamente uno, en su último libro, Árbol adentro, en un poema titulado Conversar, reivindica la conexión profunda y trágica entre el lenguaje y el tiempo; no entre el lenguaje y el tiempo sin tiempo, alado de los dioses, sino entre el lenguaje y el tiempo pesado y doloroso de los hombres:

    … La palabra del hombre

    es hija de la muerte.

    Hablamos porque somos

    mortales: las palabras

    no son signos, son años.

    He viajado cientos de kilómetros en avión, he volado sobre el mar para venirles a hablar de las virtudes de los pies, de lo cercano, del suelo, de las actividades quietistas. Salvo en los párrafos del principio no oirán en este texto hablar de la literatura mexicana. Yo soy un poeta mexicano, eso sí, y he discutido en México con otros poetas esto que mi locura ha dado en llamar poesía de baja velocidad. Somos más habitantes de una lengua que de una nación y más hijos de nuestro tiempo que de una tierra; además, si algo caracteriza a la poesía mexicana actual, a sus lectores, es que leen simultáneamente muchas de las poesías del mundo: hay poetas, en mi país, que están más pendientes de la poesía rusa o italiana que de la mexicana, pero que son puentes esenciales que enriquecen lo que se escribe en México. Yo he estado últimamente leyendo, sobre todo, a un poeta cubano, Eliseo Diego, que para mí es una especie, entre otras cosas, de puente en el tiempo, de heterónimo o complementario póstumo, real y latinoamericano, de otra de mis obsesiones: Antonio Machado. Hablar del tipo de poesía de estos autores, que los separa de otros más vertiginosos y audaces, más imaginativos y voladores, pero menos pendientes del paso del tiempo, menos caminadores, será mi propósito.

    Al detenernos, al frenar, descubrimos nuevos territorios, sólo colonizados o atravesados por la sombra de nuestro correr o de nuestro saltar desbocado: entre un pie y el otro, al caminar, hay un espacio interior, no pisado, pequeño, virgen e ignorado; un territorio que no tenemos frente a nuestras narices, sino entre los dos pies y que es tan esencial para la marcha como para la flecha la tensión entre la cuerda y el arco: un territorio que puede ser la América de un entomólogo. Reivindicar la lentitud hoy en día es ir a contracorriente, tomar distancia frente al ritmo dominante de la época.

    Quisiera acercarme, pues, a unos cuantos poetas, no sólo a su poesía, sino a su ética, no tanto a la pública, sino a la íntima, aunque en ellos la íntima es la pública e incluso la literaria. Machado, Borges, Eliseo Diego, se reúnen desde este punto de vista; no son poetas que se sientan en contacto con los dioses o vinculados con la energía de la palabra auroral; son poetas íntimos, gastados, de las cosas gastadas, vespertinos; son poetas más atentos, para utilizar una expresión de Eliseo Diego, a la música del significado que al impacto sorpresivo de las palabras. En su poesía podemos apoyarnos para intentar la utopía, la hazaña diminutiva de desacelerar el ritmo de nuestro tiempo. Se necesita mucha fortaleza para lograrlo. En un libro sobre el vuelo de las aves leí que para frenar el vuelo en el aire y volar a baja velocidad o no moverse se necesita más fuerza en las alas que para lograr altas velocidades. Frente a la historia reciente y su mal gusto, frente a la ancha y dura costra de vulgaridad o frente a la rapidez banal o insensata, una poesía vinculada con las capas más hondas, de surcos profundos, que atraviese la época y que se dirija a un tiempo más ancho. Canetti escribía que un bosquimano mira menos gente en toda su vida que un habitante de una de nuestras ciudades en unos minutos. Una sensibilidad que creara borrando y no añadiendo ¿no sería, paradójicamente, hoy en día, una riqueza? Existe un tipo de imaginación refrenada a la que no le gusta volar, abandonar, sino quedarse; no es la imaginación pura, de larga distancia y de metamorfosis numerosas; sino una subordinada al detalle, minuciosa e interior: exacta. Los que la practican son poetas íntimos, y en el espacio íntimo la dimensión más importante es el tiempo. La imaginación temporalizada por el verbo nos parece, en efecto, la facultad humanizante por excelencia, decía Bachelard. Si divino —como decía Nietzsche— es el arte de olvidar, humano es el arte de permanecer. Justamente, para Eliseo Diego, poeta del afecto y del cuidado, la poesía es el arte de atender en toda su pureza; sirvan entonces los poemas para ayudarnos a atender como nos ayudan el silencio y el cariño, y en uno de sus poemas más característicos añade:

    Y nombraré las cosas, tan despacio

    que cuando pierda el Paraíso de mi calle

    y mis olvidos me la vuelvan sueño,

    pueda llamarlas de pronto con el alba.

    En una conversación con Baudelaire, Delacroix le decía: Si no sois bastante hábil para hacer el croquis de un hombre que se arroja por la ventana en el tiempo que tarda en caer desde el cuarto piso hasta el suelo, no podréis escribir grandes obras. De Delacroix a Huidobro los poetas y artistas de la modernidad han estado obsesionados por la caída, por el vértigo y por la rapidez. A esta obsesión le debemos grandes descubrimientos y no pocas libertades. Pero hay otra tradición paralela, menos brillante, más apagada; una tradición que en la pintura tiene un exponente significativo en Edward Hopper y que uno de sus cuadros expresa sintéticamente muy bien: Sol en un cuarto vacío. Se le podría llamar la tradición de la ausencia, de la pausa, del silencio; de la quietud reveladora y central. No es una tradición rural que dé la espalda a la ciudad, sino una urbana que la reconoce, pero que se defiende del ruido, de la inquietud, de lo lleno, del lujo, de la velocidad; nosotros, al final del siglo XX, no podemos hablar del vacío como lo haría un monje japonés del medioevo; nuestros silencios y nuestras ausencias vienen de otros ruidos y de otras presencias. Es interesante, para seguir con Hopper, que el artista neoyorquino casi no pintara rascacielos ni avenidas, sino edificios de cuatro a siete pisos; que pintara la soledad y no la multitud, las luces marginales del amanecer o del anochecer, los suburbios, lo escueto. También Borges pertenece a esta familia de artistas que dudan del vigor y del progreso; que cultivan más la indecisión y la pregunta que la exaltación; que, para decirlo con palabras de Guillermo Sucre: intuyen más con el alma que con la imaginación. La poesía para Borges es inmortal y pobre, frecuentadora de la emoción de las costumbres. Los poetas y los artistas de la estirpe de la lentitud son más de cámara que sinfónicos, más dibujantes que coloristas: Qué mejor don que ser insignificantes podemos esperar, nos dice Borges. Esta pasión delgada como el trazo de un lápiz es quizá otra manera de ser, cercana al no ser, auténtica por despojada.

    Guillermo Sucre, al tratar la poesía de otro argentino, Roberto Juarroz, resume: Tal vez la existencia del hombre consista en perfeccionar el no existir. Si para Huidobro el poema es una carga eléctrica, una afirmación, una energía, para Machado y Borges es un dudoso logro:

    ¿Para qué esta porfía

    de clavar con dolor un claro verso

    de pie como una lanza sobre el tiempo

    si mi calle, mi casa,

    desdeñosas de símbolos verbales

    me gritarán mañana su novedad?

    (BORGES)

    Dime tú: ¿Cuál es mejor?

    ¿Conciencia de visionario

    que mira en el hondo acuario

    peces vivos,

    fugitivos,

    que no se pueden pescar,

    o esa maldita faena

    de ir arrojando a la arena,

    muertos, los peces del mar?

    (MACHADO)

    Si nos quedamos (el verbo es significativo) con unas cuantas cosas, tenemos al menos el espejismo de frenar un poco el tiempo, de oponer a su correr ágil y resbaladizo un dique como los castores al río. Esto se puede intentar con una poesía rugosa que ensayara capturar en sus paredes algo del tiempo que pasa, como lo hacen a veces Lezama y Neruda, o una muy transparente, capaz, como el aire de las alturas, de acortar distancias, como lo hace Jorge Guillén.

    Autores como Lezama, que logran metamorfosis milagrosas, son aparentemente seres rápidos, pero se mueven en eternidades que pueden ser un escalón, la corteza de un árbol o la espuma de un tarro de cerveza; son sedentarios y, por lo tanto, enamorados de la demora y del pasmo. Neruda también en gran parte de su obra es un poeta lento por espeso e interior, pero ambos son más poetas del asombro que de la extrañeza, y quisiera referirme, sobre todo, a este último género de poetas. Los poetas del asombro son viajeros que visitan territorios con costumbres raras, mares difíciles, mujeres prodigiosas; los de la extrañeza no se mueven o casi no lo hacen, tienen tendencias metafísicas, se preguntan por el tiempo, son ricos en incertidumbres y tenaces en sus obsesiones. Asombrarse y extrañarse son dos actitudes diferentes: una nace de la experiencia del espacio; la otra, de la del tiempo; del hombre meditativo que interioriza la duda, de la palabra quebrada y temblorosa machadiana o de la borgiana dubitativa y conversada. El hombre sabio se deleita en el agua; el hombre bueno se deleita en las montañas. El sabio se mueve, el bueno permanece inmóvil. El sabio es feliz, el bueno soporta. Según la cita anterior de Confucio, los poetas de la extrañeza serían buenos y no sabios, si la felicidad, como lo da a entender esta cita, es una forma de la sabiduría: Machado era, en el buen sentido de la palabra, bueno y para Eliseo Diego vivir es más que alegría; para Lezama, por cierto, la poesía es la figuración musical de la bondad.

    Para cantar las cosas en vísperas de su desaparición se necesita temple y resistencia; ser, incluso, intencionalmente anacrónico, no estar en la superficie del tiempo como el surfista, abarcar un arco temporalmente muy grande.

    Que yo, la gota, hable contigo, río

    Que yo, el instante, hable contigo, tiempo

    ¿Qué mejor forma de decir lo que he venido intentando que estos versos de Borges o estos otros de Machado?

    ¿Qué es esta gota en el viento

    que grita al mar: soy el mar?

    Borges mismo era partidario de una poesía de unos cuantos elementos, porque ser pobre implica una más inmediata posesión de la realidad; aunque desde esta pobreza pudiera en unas cuantas páginas o en unos cuantos versos vislumbrar el infinito.

    En un texto sobre Machado, al referirse a su definición de la poesía como la palabra en el tiempo, Octavio Paz nos dice:

    Ahora bien, el lenguaje del tiempo acaso no sea el lenguaje hablado en las viejas ciudades de Castilla. Al menos, no es el de nuestro tiempo. No son ésas nuestras palabras […] Machado reacciona frente a la retórica de Rubén Darío volviendo a la tradición; pero otras aventuras —y no el regreso al romancero—aguardaban a la poesía de lengua española […] Vallejo y otros poetas hispanoamericanos buscan y encuentran el nuevo lenguaje: el de nuestro tiempo. Es imposible seguir a Machado y Unamuno en su regreso a las formas tradicionales.

    Hoy en día, aunque a veces dude de su autenticidad, estamos asistiendo a un regreso a las formas tradicionales, pero la poética de la lentitud no necesariamente supone un abandono del verso libre y de la conquista de nuestro tiempo; al contrario, supone caminar sobre los dos pies y extender el arco de sombra de nuestro paso, apoyándonos en las formas tradicionales y en las formas de la tradición de la ruptura, como desde Paz se llama a la tradición dominante de este siglo. Estamos viviendo el cansancio y el agotamiento de una actitud de permanente juventud y de vindicación de lo nuevo. El culto a la juventud ha sido una característica del siglo XX. Una poesía de la lentitud no privilegiaría ningún instante sobre los otros; no resaltaría el instante juvenil contra el maduro, cargado de tiempo; explotaría la longevidad, el tiempo chino, canettiano, de la sobrevivencia: situaría el paraíso, no sólo al principio o al fin de los tiempos, sino aquí, en este tiempo; no solamente en la creación, sino también en lo creado, en lo saboreado, en lo vivido. Se puede no compartir con Machado sus rancias incomprensiones de las vanguardias, de la generación del 27, del cine, de una parte de lo mejor de nuestro tiempo y compartir su rechazo al empirismo de la época, a su crueldad, a su culto del éxito.

    En una reseña contemporánea a la edición de Cántico, de Jorge Guillén, de 1929, Azorín saluda con entusiasmo justiciero este libro, que no supo comprender Machado, haciendo una suerte de recorrido de la mística a la poesía lírica por cuatro siglos de una estética, una ética e incluso una metafísica que resumía en la habitación donde escribía el poeta:

    Cuatro paredes blancas; nada más […] Las cuatro paredes que albergan la santidad o la poesía lírica son un principio, parecen una iniciación, pero en realidad son un resumen y un epílogo […] Aquí, dentro de estos muros, se puede experimentar toda la honda transformación del espacio y el tiempo. Y estas cuatro paredes blancas no son las mismas —siendo idénticas— en el siglo XVI y en el XX.

    Esta especie de caza del no, como llaman los cazadores al espacio vacío, al tiempo de la espera, que desde mi punto de vista incluso en la poesía más abigarrada y barroca está representado por los espacios blancos que rodean el poema, es lo que en este momento quiero subrayar. Este silencio, si somos todavía capaces de él, no puede ser el de principios del siglo XX. El nuestro será un silencio que sea como un bajorrelieve en el ruido de la época, un corolario lento, pero provisional como todos.

    Debemos, con Auden, pensar que: El único retiro justificado es aquel en que las cosas y los hombres se hacen más visibles, la soledad en el centro de las cosas y no en sus orillas. El silencio en el centro del huracán.

    Machado todavía

    ANTONIO MACHADO logra, voluntariamente, pero también por destino, una síntesis rara en la poesía española, uno de cuyos temas centrales es el alejamiento del mundanal ruido. Nuestro poeta no se va a la ermita y sí acoge el sentimiento compartido (Pon atención / un corazón solitario / no es un corazón), pero huye del barullo y de las rencillas vanidosas del mundo literario. Soria, Baeza, Segovia le bastan para hacer una poesía plena de ritmos naturales y campesinos, profunda aunque monótona, voluntariamente monótona: tal parece que tiene una verdadera pasión por la monotonía. Algún viaje a París y a Madrid y la correspondencia con los mejores de su generación: Juan Ramón Jiménez, Azorín, pero sobre todo Unamuno, le son suficientes para no anquilosarse. No nos deslumbra; no es un poeta que pretenda encandilar al lector al primer contacto; es un poeta de acción retardada; sus recursos son más sutiles que evidentes; nos habla de corazón a corazón, a condición de que el nuestro lata lentamente; en voz baja dialoga, interroga, duda; no afirma, no declama. Leerlo hoy en día es ir a contracorriente; su ritmo nos permite vivir debajo de la prisa. A su poesía la hacen creíble y personalísima los nombres de los lugares, los datos minuciosos, las descripciones puntuales que vuelve universales e incluso míticas depositando en ellas sentimientos y afectos, repitiéndolas con fidelidad a lo largo de toda su obra. Alérgico a toda abstracción, para él un río no es un río; es el Duero o el Guadalquivir; un árbol no es un árbol; es un olmo; el olmo aquel con el que se identificó a orillas del Duero, el olmo aquel, el olmo viejo al que con la primavera le brotaron unas pocas hojas.

    Toda la escritura del autor de Nuevas canciones está destinada a subrayar el paso del tiempo y de los seres individuales, irrepetibles, únicos y finitos, por él. La metáfora es utilizada a cuentagotas; rechaza la metáfora meramente intelectual y lógica, homogeneizadora y no realizadora, pues piensa que: En la lírica, imágenes y metáforas serán, pues, de buena ley cuando se emplean para suplir la falta de nombres propios y de conceptos únicos, que requiere la expresión de lo intuitivo, pero nunca para revestir lo genérico y lo convencional.

    Dentro de las formas gramaticales es el verbo, para Machado, la más poética, y el verbo ser, entre los verbos, el más adecuado para la poesía, pues condensa como ninguno el paso del tiempo. Los adverbios abundan, significativamente, en su poesía; piensa que las rimas no deben utilizarse de manera ornamental, sino colocarse de tal forma, ni cercanas en demasía, ni demasiado lejanas unas de otras, que se crucen un sonido con su recuerdo, recalcando así la condición temporal de las palabras. Entre las formas, el romance es la forma poética por excelencia, con sus rimas asonantes y pares y,

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