La dialéctica invertida y otros ensayos
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La dialéctica invertida y otros ensayos - Emília Viotti da Costa
EMÍLIA VIOTTI DA COSTA (São Paulo, 1928-2017) fue una historiadora y catedrática brasileña. Recibió su doctorado de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias Humanas de la Universidad de São Paulo y ahí mismo impartió distintas cátedras hasta 1969 cuando el AI-5, implementado por la dictadura militar brasileña, la obligó a retirarse de las aulas. Posteriormente enseñó en distintas universidades de los Estados Unidos, incluyendo Tulane e Illinois; además, fue profesora de tiempo completo en Yale por más de dos décadas y en 1999 recibió de esta universidad el grado de profesora emérita. Entre sus obras más destacadas se encuentran Da Senzala à Colônia (1966), Da Monarquia à República (1977), A Abolição (1982), Coroas de glória, lágrimas de sangue: a rebelião dos escravos de Demerara em 1823 (1994) y O Supremo Tribunal Federal e a construção da cidadania (2001), así como numerosos artículos en publicaciones especializadas.
SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA
LA DIALÉCTICA INVERTIDA Y OTROS ENSAYOS
TRADUCCIÓN
L. Fátima Andreu
EMÍLIA VIOTTI DA COSTA
La dialéctica
invertida
y otros ensayos
Primera edición en portugués, 2014
Primera edición en español, 2019
[Primera edición en libro electrónico, 2019]
Título original: A dialética invertida e outros ensaios
© 2013, Editora Unesp
Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar
D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel. 55-5227-4672
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ISBN 978-607-16-6463-1 (ePub)
ISBN 978-607-16-6316-0 (rústico)
Hecho en México - Made in Mexico
SUMARIO
Presentación
La dialéctica invertida: 1960-1990
Primeros pobladores de Brasil: el problema de los degredados
El tráfico de esclavos: una lección sobre colonialismo
Esclavos: imágenes y realidad
Historia, metáfora y memoria: la revuelta de esclavos de 1823 en Demerara
El nuevo rostro del movimiento obrero en la Primera República
Estructuras versus experiencia: nuevas tendencias en la historia del movimiento obrero y de las clases trabajadoras en América Latina. Lo que se pierde y lo que se gana
Algunos aspectos de la influencia francesa en São Paulo en la segunda mitad del siglo XIX
El historiador y la sociedad
Bibliografía
PRESENTACIÓN
Reunimos en este libro algunos ensayos de historia e historiografía que abordan cuestiones relativas a los degredados, o desterrados, a la población esclava y al proletariado brasileño. Fueron escritos en tiempos diferentes: algunos, como el estudio sobre los desterrados, son de los años en que la autora iniciaba sus primeros pasos como historiadora, mientras que los ensayos sobre la historiografía del proletariado son de años más recientes. A pesar de la distancia que los separa, innegablemente existe una constante preocupación en mantener vivos la realidad histórica y el reconocimiento de que son los hombres y las mujeres los que hacen la historia, aunque no la hagan en condiciones escogidas por ellos, pues actúan sobre una realidad que ya encuentran definida por los antepasados, y es a partir de esa realidad, tal como la perciben, que actúan, y le toca al historiador, por lo tanto, recuperar tanto como sea posible de este proceso.
EMÍLIA VIOTTI DA COSTA
I. LA DIALÉCTICA INVERTIDA: 1960-1990
¹
MAI 68, on a refait le monde. Mai 86, on refait la cuisine.
² Este dístico pleno de humor de un anuncio publicado en mayo de 1986 en el periódico francés Le Monde, por parte de una compañía que vende cocinas modernas a los consumidores franceses, captura un momento de transición de una cultura comprometida a una cultura del consumismo que, a primera vista y para un observador incauto, parece, de hecho, encontrar correspondencia en la transformación de la historiografía europea en los últimos años, transformación que, teniendo en cuenta nuestra dependencia en relación con los centros hegemónicos de la cultura, provoca inevitablemente ecos en América Latina. Es muy cierto que se puede cuestionar la radicalidad del Mayo del 68 y dudar que en verdad haya remodelado el mundo (como sugiere el anuncio), pero no se puede dudar de que ésa era la intención de miles de jóvenes (y algunos no tan jóvenes) que se reunieron en aquella ocasión en las calles de París y en otras capitales del mundo. Por otro lado, también se puede dudar de que la mentalidad consumista, individualista y fundamentalmente conservadora sugerida por el anuncio represente escrupulosamente el estado de espíritu de las nuevas generaciones. Es probable que el anuncio revele más el deseo de los empresarios y vendedores que el comportamiento real de los consumidores. No hay duda, sin embargo, de que el anuncio, posteriormente reproducido en la portada de un volumen de la Radical History Review, publicado en los Estados Unidos en 1987 y dedicado al estudio del impacto de las nuevas formas de capitalismo consumista en la cultura y en la política contemporánea, caracteriza bien el estado de espíritu de muchos historiadores y militantes cuando éstos se enfrentan a las nuevas tendencias, ya sea en el campo de la política o en el campo de la historia.
Preocupados con las nuevas tendencias que desplazaron los estudios históricos de los caminos tradicionales que ampliaron enormemente las áreas de interés, y cuestionaron los métodos y los enfoques tradicionales y con frecuencia asociados a propuestas políticas nuevas, algunos historiadores reaccionan como si en verdad estas tendencias representaran una ruptura peligrosa y una amenaza al proyecto de construcción de una sociedad más humana. Esta preocupación es aún más visible entre los que se dedican al estudio de la historia del trabajo, en el pasado un campo preferido por los militantes. Un gran número de reseñas y artículos publicados recientemente, donde se critica la nueva historia social del trabajo, es testimonio de esta preocupación y hace de la historia del trabajo un campo ideal para estudiar este fenómeno. El campo parece dividirse en dos grupos. Por un lado, están los que enfrentan con sospecha y reserva las nuevas tendencias y siguen reproduciendo en sus trabajos enfoques estructuralistas típicos de la década de los sesenta, sin prestar oído a las nuevas propuestas. Por otro lado, están los que siguen en el trabajo de demolición de las posturas de los años sesenta, convencidos de la validez de lo nuevo, simplemente porque es nuevo, sin preocuparse por examinar las posibles limitaciones e implicaciones de los nuevos enfoques.
Tanto una postura como la otra me parecen igualmente equivocadas. Una porque se rehúsa a integrar la teoría a las transformaciones extraordinarias que ocurrieron en el mundo contemporáneo en los últimos 30 años, apegándose a los esquemas teóricos que ya no dan cuenta de lo real, y que perdieron así la capacidad de reclutar seguidores entre las nuevas generaciones; la otra porque, en su afán de originalidad, al invertir simplemente los postulados de la historiografía de la década de los sesenta, en vez de integrarlos en una síntesis más rica, corre no sólo el riesgo de recrear, bajo la apariencia de lo nuevo, un tipo de historia bastante tradicional, sino, lo que es más serio, en el afán de buscar nuevos temas puede dejar por completo de lado aspectos que son fundamentales para la comprensión de la vida del individuo en sociedad, dejándolo desprovisto de las referencias necesarias para que pueda situarse en el presente y proyectar la construcción de una sociedad más libre y más justa. La historiografía se transforma entonces en un ejercicio puramente estético y retórico, o, lo que es peor, en un ejercicio meramente académico que acaba por servir, a pesar de la intención explícita de los autores en sentido contrario, a propósitos eminentemente conservadores. En este campo de tal manera polarizado, me parece de suma importancia que nos detengamos para reflexionar sobre estas tendencias, no para regresar a enfoques y prácticas que fueron obviamente superados por la propia historia contemporánea, ni para simplemente celebrar los nuevos enfoques, sino con el objetivo de abrir caminos para una nueva síntesis más fecunda.
Para entender la ruptura epistemológica que ocurrió en la historiografía en los últimos 30 años es necesario examinar los profundos cambios que afectaron a la sociedad y, al mismo tiempo, modificaron las condiciones de producción intelectual. Para esto es necesario recordar, en primer lugar, que las marcas de las tensiones que vinieron a cuento en los últimos años pueden ser trazadas ya a fines de los años cincuenta. Las obras de Sartre, Crítica de la razón dialéctica, y de su adversario, Merleau-Ponty, Humanismo y terror y las Aventuras de la dialéctica, si bien respondieron de manera diversa a los desafíos de su tiempo, contenían ya las perplejidades y dudas que desembocaron en el impasse teórico con que se enfrentan hoy los historiadores. En un ensayo publicado en los años sesenta, Merleau-Ponty observaba que la dialéctica también tiene su historia. Después de llamar la atención hacia la tensión entre libertad y necesidad que existe en el interior de la dialéctica, observaba que, dependiendo de la praxis social de los varios momentos, los agentes históricos son llevados a enfatizar unas veces el papel del sujeto y, por lo tanto, de su subjetividad, de su voluntad y de su libertad, y otras veces el papel de las fuerzas históricas. De hecho, cuando se examinan los cambios que ocurrieron en la historiografía en los últimos 30 años, se observa un deslizamiento progresivo de un momento estructuralista que privilegiaba la necesidad hacia un momento antiestructuralista que pone énfasis en la libertad. De un énfasis en lo que se definía como fuerzas históricas objetivas
hacia un énfasis en la subjetividad
de los agentes históricos. De una preocupación con lo que en los sesenta se conceptualizaba como infraestructura
hacia una preocupación con lo que se conceptualizaba como superestructura
.
Lo que había comenzado como una crítica saludable y necesaria a mecanicismos y reduccionismos economicistas y a la separación artificial entre infra y superestructura —separación hábilmente criticada por Raymond Williams—, así como las críticas hechas por E. P. Thompson al estructuralismo de Althusser, acabaron, contrariamente a las intenciones de aquellos autores, en una total inversión de la dialéctica. Lo cultural, lo político, el lenguaje dejaron de ser determinados para ser determinantes. La conciencia comenzó a determinar al ser social. Así también, la crítica bastante válida a las nociones esencialistas de clase y a las relaciones mecánicas entre clase y conciencia de clase, correctamente problematizadas en la importante obra de Göran Therborn, La ideología del poder y el poder de la ideología,³ y los nuevos caminos que esa crítica abrió hacia una investigación de los procesos de construcción de las múltiples y frecuentemente contradictorias identidades (étnicas, religiosas, de clase, de género, de nacionalidad) desembocaron en posiciones que llevaron al completo abandono del concepto de clase como categoría interpretativa. La válida crítica al objetivismo positivista que postulaba una total autonomía del objeto en relación con el sujeto y que confiaba ciegamente en el carácter científico de la historia, y el necesario reconocimiento de que el historiador construye su propio objeto, con frecuencia llevó a un total subjetivismo, a la negación de la posibilidad de conocimiento y hasta al cuestionamiento de los límites entre historia y ficción.⁴
A mi manera de ver, tanto los enfoques tradicionales hoy sometidos a la crítica como las nuevas posturas son profundamente antidialécticas. Éstas no sólo postulan una separación artificial entre objetividad y subjetividad (o libertad y necesidad), olvidando que una está implicada en la otra, sino también ignoran un principio básico de la dialéctica que afirma que son los individuos (hombres y mujeres) quienes hacen la historia, si bien la hacen en condiciones que no fueron escogidas por ellos. El resultado de este movimiento de una postura teórica hacia otra fue que simplemente pasó de un tipo de reduccionismo a otro. El reduccionismo económico se sustituyó con un nuevo tipo de reduccionismo: cultural o lingüístico, tan insuficiente y equivocado como el anterior, tan sólo se invirtieron los términos del discurso historiográfico. A un tipo de reificación se opuso otro. Lo que se presenció fue una mera inversión de dos posturas igualmente insatisfactorias, ninguna de las cuales hace justicia a la complejidad de la dialéctica y de la teoría de la praxis.
En el proceso de liquidación de los enfoques tradicionales hubo otras víctimas. Una de ellas fue la noción de proceso histórico. Insatisfechos (y con bastante razón) con una historia teleológica que consideraba cada momento una etapa necesaria de un proceso histórico lineal que automáticamente conduciría a un fin ya explicitado de antemano, un gran número de historiadores comenzaron a negar que la historia obedeciera a alguna lógica. Al mismo tiempo, abandonaron todo esfuerzo de totalización. Esto llevó al descrédito y al abandono de todos los modelos teóricos, ya fueran emanados de las teorías de la modernización, de la teoría de la dependencia o de las teorías sobre los modos de producción. En consecuencia, las cuestiones teóricas que en el pasado con frecuencia se resentían de falta de bases empíricas y se perdían en debates escolásticos, estériles e infructuosos pasaron a un segundo plano, incluso al olvido total. El empirismo se puso de moda nuevamente, no como un momento necesario de la teoría, sino como un fin en sí mismo. Como si la historia inocentemente se revelara a cualquiera que examine los documentos. De un proceso deductivo, no dialéctico, que demostraba más de lo que investigaba y que ya parecía saber la historia de antemano, se pasó a un proceso inductivo que nunca se eleva al nivel teórico, y que cuando mucho se funda en la esperanza de que la acumulación de datos y monografías llegue un día a permitir la elaboración de una teoría. También se comenzó a privilegiar lo accidental, lo imprevisible, lo inesperado, lo irracional, lo espontáneo, y se llegó al grado de negar pura y simplemente la existencia de un proceso histórico. La historia tableau, las historias de la vida cotidiana, que parecían haber sido enterradas tiempo atrás, fueron resucitadas bajo un nuevo ropaje terminológicamente más sofisticado. Pero bajo ese ropaje vuelve a circular la vieja historia de la vida cotidiana, tan de moda en los años cincuenta. Así también la memoria y el testimonio tomaron cada vez más el lugar ocupado por la historia. Porque la historiografía tradicional abandonó erróneamente la subjetividad de los agentes históricos (y la transformó en un epifenómeno), la nueva historiografía hizo de ésta el centro de su atención. Hacer historia desde el punto de vista del participante pasó a ser el nuevo lema. La historia oral pasó a ser el género favorito. Se multiplicaron los estudios fundados exclusivamente en memorias, testimonios y entrevistas, como si contuvieran toda la historia, o, en otras palabras, como si la historia se resumiera en una confusión de subjetividades, en una especie de torre de Babel. Los más extremistas llegaron a imaginar que la única salida era permitir que cada uno contara su verdad. El trabajo del historiador en este caso se limitaría a registrar las varias versiones. Simultáneamente, la atención de los historiadores se desplazó de la preocupación con las estructuras globales de dominación, los procesos de acumulación del capital, el papel del Estado y las relaciones entre las clases sociales, que habían preocupado a la historiografía tradicional, hacia las llamadas microfísicas del poder.⁵
Esta tendencia, que debe mucho a Foucault, representó una extraordinaria expansión de las fronteras de la historia: la locura, la anorexia, la criminalidad, la prostitución, la homosexualidad, la hechicería, el carnaval, el olor, las procesiones, los misterios y los rituales, la teatralidad del poder, los mitos, las leyendas, las formas individuales y cotidianas de resistencia, que en el pasado sólo de manera marginal habían interesado a los historiadores, absorbieron gran parte de la energía de los jóvenes. Sin embargo, con raras y notables excepciones, los que en número creciente se dedicaron a esos estudios raramente intentaron establecer una conexión entre la micro y la macrofísica del poder. En la historiografía en general esos dos tipos de enfoque (con raras excepciones, por ejemplo, en el libro de Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos, o el de Natalie Davis, El regreso de Martin Guerre) continuaron paralelos sin jamás tocarse. El resultado fue que, a pesar de la extraordinaria expansión de las fronteras de la historia y del enriquecimiento innegable de nuestra comprensión de la multiplicidad de la experiencia humana a lo largo de los tiempos, la macrofísica del poder permaneció en la sombra. Cuando el poder está en todas partes, acaba por no estar en ningún lugar. Además de que el método de análisis derivado de una lectura simplificada y selectiva de la obra de Foucault, aunque haya contribuido a esclarecer y ampliar la comprensión de los varios locales donde el poder se ejerce, se niega a explicar cómo y por qué éste se constituyó, se reproduce y se transforma. Las conexiones entre lo cotidiano y la macrofísica del poder son olvidadas. Contrariamente a la intención original de Foucault, las microhistorias con frecuencia quedan como piezas de colores de un caleidoscopio roto, sin juntarse, sin articularse en un dibujo, y no pasan de ser fragmentos de una experiencia sin sentido.
Las formas de impugnación que en el pasado se basaban en la crítica del Estado y de las estructuras económicas y sociales no fueron validadas por la nueva práctica historiográfica; tal vez sería mejor decir que fueron descalificadas. Otras prácticas encontraron justificación en esa nueva historia que ve en cada gesto una forma de resistencia, celebra el espontaneísmo, la resistencia cotidiana, las armas de los débiles (weapons of the weak), según la expresión de James Scott, y predica la subversión del lenguaje.⁶ Mientras tanto, lo que potencialmente puede significar emancipación también puede fácilmente transformarse en un callejón sin salida, pues es difícil tomar posición en una historia arbitraria, caótica, sin sentido ni dirección.
Ninguna de las tendencias citadas hasta aquí contribuyó tanto a la inversión de la dialéctica como el excesivo énfasis en el discurso, ya sea el discurso de los oprimidos o de los opresores, de los reformistas o de los conservadores, tendencia que llevó a lo que un autor llamó lingüicismo vulgar (vulgar linguicism).⁷ Esta tendencia bastante generalizada en los variados campos de la historia apareció en toda su plenitud en estudios que nacieron de preocupaciones feministas. Bryan Palmer, en Descent into Discourse, después de reconocer el enorme valor y significado de estos nuevos estudios, llama la atención hacia el hecho de que, aunque muchos de ellos utilicen la teoría del discurso, la mayoría no hace sino importar una terminología que sirve tan sólo para adornar los textos de historia social que, a lo más, siguen metodologías bastante convencionales. Discursos, lenguaje, simbólico, deconstrucción pasaron a ser expresiones de uso corriente, si bien con frecuencia más como parte del vocabulario que de la teoría.⁸
El paso siguiente fue la reificación del lenguaje. Esta tendencia aparece claramente en los estudios sobre la clase obrera.⁹ Stedman Jones, por ejemplo, autor de un controvertido estudio sobre el cartismo,¹⁰ después de afirmar que no hay realidad social fuera del lenguaje —o anterior a él—, concluye que la clase es construida en una compleja retórica de asociaciones metafóricas, inferencias causales y construcciones imaginarias.¹¹ Al criticar a Stedman Jones por no ir hasta las últimas consecuencias de esta metodología, Joan Scott¹² va todavía más lejos al proponer un método de análisis que muestre cómo ideales tales como clase se convierten, por medio del lenguaje, en realidades sociales (ideas such as class become through language, social realities
). Según ella, el lenguaje determina la forma de las relaciones sociales, no al contrario;¹³ Scott da prioridad al concepto de clase sobre la experiencia de clase al afirmar que, antes de que los individuos puedan identificarse como miembros de una clase y actuar colectivamente como tales, éstos necesitan tener el concepto de clase, lo que evidentemente representa una inversión de las posturas teóricas tradicionales.¹⁴
Con esto no quiero decir que el análisis del discurso no sea una técnica imprescindible para el trabajo del historiador. O que la retórica no sea una importante, incluso fundamental, vía de acceso a la comprensión histórica. Pero reconocer esto no es lo mismo que decir que el análisis del discurso es suficiente para la comprensión de la historia. Y mucho menos, como quieren algunos, que lo que existe son tan sólo textos sobre textos, y que el trabajo del historiador es semejante al del crítico literario y no pasa de una deconstrucción ad infinitum.¹⁵
Al describir los sucesos de 1968 y la emergencia del posestructuralismo, Terry Eagleton comenta con ironía que, incapaz de subvertir las estructuras del poder del Estado, la generación del 68 subvirtió el lenguaje. En una reseña del libro de Furet sobre la Revolución francesa, Lynn Hunt comentaba en 1981 que la historia de la Gran Revolución asociada por mucho tiempo con la violencia, el hambre y el conflicto de clase fue transformada en un acontecimiento semiológico
. Al ignorar las estructuras de poder y la manera por la cual éstas modelan el lenguaje y la acción humana, Furet construye una nueva metafísica.¹⁶
La historiografía contemporánea revela una preocupación creciente con los problemas epistemológicos, con el discurso del propio historiador. Esta tendencia tampoco es nueva. En 1956, en una conferencia pronunciada en los Estados Unidos, en la Universidad Johns Hopkins, Derrida afirmaba: necesitamos interpretar la interpretación más que interpretar las cosas
. Su llamado encontraría un gran número de seguidores que se ocuparon más en discutir los límites de la conciencia histórica que la historia misma que, de esta manera, resultó cada vez más inaccesible. El cuestionamiento de las categorías explicativas utilizadas por el historiador llevó a una obsesiva indagación sobre la validez de aplicar nuestras categorías a otros espacios, otros tiempos, otras culturas. ¿Pueden las categorías nacidas de la experiencia europea ser aplicadas al Oriente?¹⁷ ¿Puede el colonizador hablar sobre el colonizado? ¿Pueden los hombres hablar sobre la experiencia de las mujeres, o los blancos sobre los negros? ¿Es posible escribir sobre la historia de las clases subalternas o deberán los subalternos hablar por sí mismos? ¿Pueden los subalternos hablar?¹⁸ ¿Serán las teorías sobre la división sexual del trabajo, adecuadas al estudio de las regiones centrales del capitalismo, aplicables a las regiones periféricas?, se pregunta una autora en un ensayo recientemente publicado en Latin American Research Review.¹⁹ Las dudas se multiplican. Aquí también, y una vez más, lo que puede ser una reflexión saludable sobre las distorsiones que el sesgo del historiador impone a la construcción de la historia puede también fácilmente llevar a la total negación de su posibilidad. Estamos lejos, evidentemente, de las muchas certidumbres que caracterizaban los años sesenta, y esto que puede ser bueno también puede ser malo.
Que la producción historiográfica derivada de cierta lectura positivista de los autores clásicos de la dialéctica dejaba mucho que desear es una observación muy antigua. En cierta forma, mucho de lo que se caracteriza hoy como posmoderno, posestructuralista, encuentra sus raíces en la obra de un filósofo francés que ejerció una fascinación extraordinaria en los años sesenta, pero que, curiosamente, fue puesto en el ostracismo, probablemente por sus vinculaciones políticas con el Partido Comunista Francés (PCF). Tal vez no sea casualidad que, mientras el silencio recayó sobre la importante obra de Jean-Paul Sartre, quien tomó su lugar fue un adversario político suyo, el periodista y panfletista Raymond Aron, cuya obra era despreciada por los intelectuales de los años sesenta por la falta de profundidad de sus ideas, pero que desde entonces comenzó a ser el gurú de una nueva generación. (Hace algún tiempo, el New York Times dedicó una página entera a Raymond Aron, escrita por un conocido intelectual de derecha.) Sin embargo, cualquiera que se dé al trabajo de leer la introducción de Sartre a la Crítica de la razón dialéctica²⁰ encontrará ahí una crítica perspicaz de la historiografía marxista francesa de su tiempo, una crítica ciertamente más rica y estimulante que la que fue hecha años antes por Nietzsche a la historiografía de su propio tiempo. No obstante, fue este último y no Sartre quien, junto con Raymond Aron, fue reciclado en los últimos años, a pesar de que Nietzsche fue uno de los ideólogos que sirvieron de inspiración a los nazis.
Fue Sartre quien en los años sesenta criticó al intelectual marxista que creía servir a su partido al violentar la experiencia y despreciar los detalles, simplificar burdamente los datos y conceptualizar el acontecimiento aun antes de haberlo estudiado.²¹ Sartre denunció también la transformación de un método de investigación en metafísica. Los conceptos abiertos, diría él, se cerraron, ya no son más claves, esquemas interpretativos, éstos se presentan como saber ya totalizado. La investigación totalizadora cedió el lugar a una escolástica de la totalidad. El principio heurístico: buscar el todo a través de las partes fue transformado en esa práctica terrorista de liquidar la particularidad.²² Al analizar la obra de Daniel Guérin intitulada La lutte des classes sous la Première Republique, Sartre comentaba: "Este método no nos satisface, es a priori; no extrae sus conceptos de la experiencia que quiere descifrar, está seguro de su verdad antes aun de comenzar […] su único objetivo es hacer entrar los acontecimientos, las personas y sus actos en moldes prefabricados". Sartre criticaba la reducción de lo político a lo social, así como la incapacidad de los historiadores de integrar en la