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Un verano con Baudelaire
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Libro electrónico134 páginas1 hora

Un verano con Baudelaire

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En este libro, Antoine Compagnon se propone recorrer la obra inagotable del gran poeta francés, "el del crepúsculo, de la sombra, la añoranza y el otoño". En treinta y tres capítulos breves, el autor nos guía iluminando detalles íntimos de la biografía de Charles Baudelaire: las deudas, la procrastinación, la relación compleja con la madre o la tirantez con el padrastro. Aquí se revela, asimismo, una trama de pensamientos sobre temas tan diversos —y polémicos— como el arte, el progreso, la prensa, las mujeres o la política.
Con un estilo llano y elegante, Compagnon nos presenta una panorámica fascinante del hombre, del crítico, del dandy, del amante de la fotografía. Deshoja Las flores del mal con una mirada llena de respeto por las contradicciones del poeta maldito del spleen, que en una carta dirigida a su madre en julio de 1857 escribió: "Me lo niegan todo, la inventiva e incluso el conocimiento de la lengua francesa. […] Yo sé que este volumen, con sus virtudes y sus defectos, se abrirá camino en la memoria del público letrado, junto a las mejores poesías de Victor Hugo, de Théophile Gautier e incluso de Byron".
Un verano con Baudelaire, tan sensible y profundo como accesible, pone en perspectiva aquellas palabras y la confirmación de esa visión de futuro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 oct 2020
ISBN9789875996601
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    Un verano con Baudelaire - Antoine Compagnon

    Antoine Compagnon

    Un verano

    con Baudelaire

    Traducción de Pablo Krantz

    Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’aide à la publication Victoria Ocampo, a bénéficié du soutien de l’Institut français d’Argentine.

    Esta obra, publicada en el marco del Programa de ayuda a la publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo del Institut français d’ Argentine.

    Diseño de tapa: Stéphane Rozencwajg.

    Foto de solapa: Derechos Reservados

    Traducción: Pablo Krantz

    Título original: Un été avec Baudelaire

    © Éditions des Équateurs/France lnter, 2015

    © Libros del Zorzal, 2020

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la ley 11723

    Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra, escríbanos a: .

    Asimismo, puede consultar nuestra página web:

    .

    Índice

    Ayer era verano | 5

    1 Madame Aupick | 9

    2 El realista | 12

    3 El clásico | 15

    4 El mar | 18

    5 Un farol oscuro | 21

    6 La procrastinación | 25

    7 Spleen | 29

    8 Acerca del vituperio | 32

    9 El espejo | 35

    10 París | 38

    11 Genio y tontería | 41

    12 Pérdida de aureola | 44

    13 La transeúnte | 47

    14 Delacroix | 50

    15 El arte y la guerra | 53

    16 Manet | 56

    17 Acerca de la risa | 59

    18 Modernidad | 62

    19 Bello, extraño, triste | 65

    20 1848 | 68

    21 Socialista | 72

    22 Dandy | 75

    23 Las mujeres | 79

    24 El católico | 83

    25 Los diarios | 86

    26 Bella conspiración por organizar | 89

    27 La fotografía | 92

    28 El barro y el oro | 95

    29 Extravagante esgrima | 99

    30 Acertijos entre los desechos | 102

    31 Moraleja desagradable | 105

    32 Banalidades | 109

    33 Mariette | 113

    Ayer era verano

    ¿Qué podría resultar más descabellado que un verano con Baudelaire? Eso debe haber pensado sin duda más de un conocedor de Las flores del mal. En efecto, el verano no fue precisamente la estación preferida de nuestro poeta.

    ¿Quién le cantó al verano, entonces?

    El mediodía, rey del verano, desparramado sobre la

    / llanura,

    cae como manto de plata desde las cimas del cielo azul.

    Esos versos son de Leconte de Lisle, nacido en la isla Borbón en medio del océano Índico, y no de Baudelaire, nacido en París en la estrecha rue Hautefeuille.

    Baudelaire fue el poeta del crepúsculo, de la sombra, la añoranza y el otoño. Canto de otoño, musicalizado por Gabriel Fauré y citado en varias ocasiones por Proust, sigue siendo uno de los poemas más memorables de Las flores del mal:

    Pronto nos sumergiremos en las frías tinieblas;

    ¡adiós, intensa claridad de nuestros veranos tan breves!

    Ya oigo caer al son de fúnebres golpes

    la leña estrepitosa sobre el empedrado de los patios.

    Con el final del otoño, regresa el tiempo de la memoria y la imaginación, del spleen y la melancolía, capacidades y sentimientos inseparables de nuestra percepción de Baudelaire:

    Acunado por esos golpes monótonos, me parece

    que clavan a toda prisa un ataúd en alguna parte.

    ¿Para quién? Ayer era verano; ¡ha llegado el otoño!

    Y ese ruido misterioso suena como una partida.

    Amo de tus vastos ojos la luz verdosa,

    mi dulce belleza, pero hoy todo me resulta amargo,

    y nada, ni tu amor, ni la alcoba, ni la chimenea,

    me hace olvidar el sol resplandeciente sobre el mar.

    Encontramos aquí una suerte de nostalgia eterna del sol sobre el mar, del sol del mediodía en verano. ¿Existe acaso algo más huidizo que el estío? Cuando se va, ya solo queda por doquier el sol poniente, ese símbolo de la decadencia tan celebrado por Baudelaire, el momento del claroscuro o la semioscuridad, el crepúsculo del anochecer mucho más que el del alba:

    Amante o hermana, sé como la dulzura efímera

    de un glorioso otoño o de un sol poniente.

    Baudelaire asocia a la mujer amada con la caída de la noche o el amanecer y en sus poemas privilegia siempre las demás estaciones:

    ¡Oh, finales de otoño, inviernos, primaveras empapadas

    / de barro,

    adormecedoras estaciones! Yo os amo y os alabo.¹

    Hablar de Baudelaire en verano resultaría, entonces, un reto más desmesurado y un proyecto aún más absurdo que evocar a Montaigne o a Proust. Baudelaire, que conoció el sol cuando su padrastro, para encarrilarlo, lo envió a los mares del sur a los 20 años, pegó media vuelta al llegar a la isla Borbón y regresó velozmente a la orilla norte de la isla Saint-Louis para ya nunca más abandonar París, excepto durante algunas escasas estadías en casa de su madre, retirada en Honfleur, y durante su último y desastroso exilio en Bruselas.

    Un otoño con Baudelaire hubiera sido quizá más apropiado: una temporada muerta en la que los días se acortan y los gatos se acurrucan junto al fuego. Para peor, dos o tres factores agravaban el desafío.

    En primer lugar, mi libro Un verano con Montaigne alcanzó un éxito inesperado, en la radio y luego en las librerías, pues los oyentes de France Inter, y después los lectores del libro que compiló aquellos programas del verano de 2012, decidieron respaldar al autor de los Ensayos. La vara estaba muy alta y provocaba aprensión. Dos años más tarde, al retomar el micrófono a pedido de Philippe Val y Laurence Bloch, no se trataba de hacerlo mejor, sino al menos de no decaer demasiado, no decepcionar tanto.

    Por otra parte, Baudelaire resulta un tema mucho más riesgoso que Montaigne. Este último nos gusta por su franqueza, su moderación y su modestia, su benevolencia y su generosidad. Es un amigo, un hermano, porque era él, porque era yo,² y es autor de un solo e inmenso libro que conservamos gustosos en nuestra mesa de luz, del que cada noche releemos algunas páginas para vivir mejor, más sabia y humanamente. Mientras que el poeta de Las flores del mal, y más aún el de El spleen de París, es un hombre herido y amargo, un cruel polemista, un loco genial, un agitador de insomnios.

    Su obra es múltiple y dispersa: poemas en verso y en prosa, crítica de arte y crítica literaria, fragmentos íntimos, sátiras y panfletos. La justicia del Segundo Imperio lo condenó. Sus contemporáneos nos transmitieron numerosas anécdotas sobre sus excentricidades. Si bien al final de su vida existió una escuela Baudelaire —lo que lo irritaba bastante—, hubo que esperar mucho hasta que su obra fuera enseñada en las escuelas e incluso hoy, cuando los estudiantes secundarios descubren algunos de sus poemas en verso o en prosa, quedan perturbados por un buen tiempo. En muchos sentidos, Baudelaire es nuestro contemporáneo, pero algunas de sus opiniones —sobre la democracia, las mujeres o la pena de muerte, por ejemplo— nos parecen chocantes, incluso escandalosas.

    Y, por último, un tono de gran familiaridad convenía perfectamente a la hora de hablar de Montaigne. Decidí abordar a Baudelaire con el mismo espíritu, a saltos y brincos,³ sin intentar decirlo todo, buscando no necesariamente hacer amar a un hombre que no pedía ser amado, sino al menos impulsar a cuantos sea posible hacia las librerías para que vuelvan a encontrar el camino de Las flores del mal y El spleen de París.

    1

    Madame Aupick

    No he olvidado, en las inmediaciones de la ciudad,

    nuestra blanca casa, pequeña pero tranquila;

    su Pomona de yeso y su vieja Venus

    en una arboleda enclenque ocultaban su desnudez,

    y el sol, al atardecer, desbordante y soberbio,

    detrás del cristal en que su haz se quebraba,

    parecía, como un gran ojo abierto en el cielo curioso,

    contemplar nuestras cenas largas y silenciosas,

    derramando generosamente sus bellos reflejos de cirio

    sobre el frugal mantel y las cortinas de sarga.

    ¿Por qué comenzar de buenas a primeras con este pequeño poema sin título de Las flores del mal, casi siempre olvidado? Porque el mismo Baudelaire le tenía un cariño especial, y porque es uno de los más personales, los

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