El soberano incapaz
Por Eric Labbe
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En Quebec, la noción de soberanía se ha vuelto tan trivial que ya no parece guardar ningún secreto para nadie. Los independentistas repiten desde hace cincuenta años que es fundamental que Quebec se adueñe de la soberanía para poder tomar las riendas de su propio destino. Sin embargo, al centrarse tanto en lo que la soberanía les permitiría hacer, tal vez hayan olvidado hablar de la soberanía en sí misma, de dónde viene, a dónde va, cómo funciona. No obstante, ya existe una soberanía canadiense que está muy viva y podría ocurrir que, a pesar de sus intentos de subversión, sea más inherente a la sociedad quebequense de lo que nunca querrán admitir.
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El soberano incapaz - Eric Labbe
El soberano incapaz
Debate sobre la caída del movimiento soberanista en Quebec
Llevaba ya mucho tiempo trabajando en torno a la noción de soberanía. Después de haber acumulado varios años de investigación sobre el tema, me sentía listo para publicar una obra académica como lo suelen hacer los doctorandos en el marco de sus estudios superiores. Sin embargo, tras mi encuentro con Roland, uno de los tres protagonistas de este libro, estimé conveniente publicar una obra dirigida a un público más amplio. De hecho, gracias a ese encuentro entendí que en un país en que la noción de soberanía se emplea por la clase política de manera casi cotidiana, sin que por ello se explique de manera detallada, era comprensible que los intelectuales dejasen por un momento su torre de marfil universitaria con el objetivo de ayudar a sus semejantes a entender de qué se trata la soberanía. Me pareció que en la medida en que hiciese uso de un vocabulario usual y nociones comunes, se podía suscitar un interés más conceptual sobre la cuestión sin aburrir por ello al lector con sistemas filosóficos muy complicados. Posiblemente conseguiría demostrarle que a pesar de la confianza que generan los secesionistas con su proyecto, quedan en el aire numerosas preguntas hasta el punto de que ni siquiera es seguro que la soberanía pudiese resultar viable, llegado el día, cada vez menos probable por lo demás, de su materialización.
––––––––
Sin duda alguna, una obra académica ayudaría más a la evolución del fenómeno que una obra destinada a un público profano en la materia. Sin embargo, tratándose de un tema que en Quebec está a la orden del día, me pareció igual de importante, incluso más, concentrar mi esfuerzo en las concepciones frecuentes de la soberanía, es decir, aquellas con las que los políticos quebequeses sermonean a los ciudadanos desde hace ya más de cincuenta años; y contribuir a su crítica, en lugar de identificar con la ayuda de grandes pensadores la definición más representativa de las realidades de la soberanía. Cuando los políticos mezclan soberanía y partidismo de con la mayor desenvoltura y se declaran dispuestos a dividir Canadá en beneficio de un nuevo Estado, el ciudadano tiene derecho a exigirles que hayan hecho sus deberes intelectuales, esto es, que se hayan parado a analizar detenidamente la cuestión en todas sus dimensiones, incluidos los aspectos susceptibles de generar problemas todavía más graves que los que estarán destinados a resolver. Por lo tanto, estaría más satisfecho si pudiese colaborar, aunque solo fuese de una forma muy modesta, en la elaboración de dicha crítica, que si llegase a llamar la atención de dos o tres doctores con una tesis académica. Por lo demás, nada me impide iniciar poco a poco a mi lector en mis investigaciones doctorales, sin que tenga la necesidad de bombardearle con nociones complejas sacadas de obras de la cuales nunca ha oído hablar. Me parce posible exponer, en un segundo plano, una serie de conceptos inspirados directamente de la filosofía, al mismo tiempo que atraigo la atención del lector en un primer plano concreto y accesible al sentido común.
Al día siguiente de mi encuentro con Roland, me di cuenta, después de haber puesto por escrito el debate del día anterior, de que esta obra crítica destinada al público en general se había escrito, por así decirlo, por sí sola, al hilo de la conversación. En realidad, fue en un lenguaje claro y familiar, además no siempre políticamente correcto, en el que hablamos durante horas acerca del particular caso de la soberanía de Quebec, tal como es propuesta por los políticos secesionistas y en especial por los del Partido Quebequés (PQ). Alternativamente, fuimos elaborando una serie de hipótesis sobre las desilusiones actuales del soberanismo. A pesar de nuestras discrepancias, nos pusimos de acuerdo sobre un aspecto fundamental: la conceptualización del principio de soberanía es excesivamente pobre para que el proyecto pueda salir adelante. Está claro que los políticos secesionistas conocen muy bien las características de la soberanía. Tomando los poderes legislativo y judicial, sin olvidar el poder de firmar acuerdos con los otros países, cuentan gobernar Quebec sin ningún impedimento exterior, es decir, sin que una autoridad superior como el Tribunal Supremo de Canadá venga a ponerles piedras en el camino. No obstante, nos parece evidente que el conocimiento de la cosa no debe limitarse a saber lo que hace. No es lo mismo saber lo que hace una cosa que saber lo que es. Ahora bien, ¿saben realmente los líderes secesionistas con lo que tratan cuando reivindican la soberanía?
Es cierto que estas cuestiones pueden resultar a priori de un interés puramente académico, ya que el político no necesita saber que es la soberanía para hacerla valer. De manera bastante curiosa, ni siquiera necesita saber dónde reside para disfrutar de ella. Sabe que las leyes actuales obligarían al Gobierno a negociar de buena fe la secesión de Quebec llegado el día de la victoria del SÍ en el próximo referéndum[1]. Como resultado de esas negociaciones, el Gobierno quebequés se vería autorizado a ejercer la totalidad de los poderes que actualmente ejerce sobre Quebec el Ejecutivo canadiense. En este sentido, apenas se le puede culpar al político, por poco que haya desarrollado una opinión sobre el tema, de concebir la soberanía como un producto de la soberanía misma, como si el soberano canadiense aceptara que le amputasen una parte de su territorio en beneficio del soberano quebequés.
Sin embargo, es evidente que la soberanía no se limita a un asunto de legalidad. Tal y como lo precisan las mismas leyes federales, el proceso de secesión no se puede empezar sin el acuerdo previo del «pueblo» mediante la mediación de un referéndum. Claramente, no todo el mundo que aspira a ser «pueblo» lo puede ser, entendido aquí como los habitantes de un territorio delimitado hace mucho tiempo por los juristas canadienses y británicos, entre los cuales estaban los padres de la Confederación. Pero a pesar de la naturaleza jurídica de la definición, el «pueblo» conserva su poder de bloquear o de aprobar el traspaso de la soberanía pasando así a decidir sobre los asuntos que le conciernen y a depender de ellos. Parece, no obstante, que los secesionistas, quienes reiteradamente se han basado en factores sociales para justificar sus ambiciones, no han tomado conciencia de los impactos que semejante constituyente popular puede tener en su propio proyecto de secesión.
Los dirigentes del PQ no contemplan conceder en un Quebec independiente el derecho a su vez a las comunidades a separarse. Mal que le pese a las comunidades que aspirarían a crear su propio Estado, o bien a anexionarse a Canadá, la integridad del territorio quebequés parece innegociable.
Sin embargo, ese empecinamiento tan solo puede volverse en su contra. Por un lado, parecen haber olvidado que los colectivos humanos son capaces, si llega el caso, de cambiar el orden establecido tal y como lo atestiguan las innumerables revueltas y revoluciones que han marcado la historia de la humanidad. El fenómeno es hasta tal grado recurrente que cabe preguntarse si finalmente la soberanía no reside en el pueblo en vez de en los parlamentos o en las Casas Reales. Hay que admitir que los soberanos, a pesar del derecho, a pesar de la espada, no han dispuesto siempre de los medios para reprimir las revueltas, por no mencionar que no siempre han tenido ganas, como demuestran al inicio de la Revolución francesa las vacilaciones de Luis XVI en derramar la sangre de sus propios súbditos. Por el contrario, dentro de un Quebec soberano, quizás no sería tanto una revuelta lo que vencería a la obstinación del Gobierno, como un vicio de concepción en el seno del soberano mismo.
En su libro Opción Quebec, el fundador del Partido Quebequés, René Lévesque, afirma que la «personalidad» de «Quebec» se diferencia de la del resto de Norteamérica desde hace tres siglos y medio. En el corazón de esta diferencia se encuentra un elemento fundamental, la lengua francesa, a la cual todo lo demás parece estar conectado[2]. Ahora bien, lo mínimo que se puede decir es que esta visión romántica no se ajusta a la realidad. En primer lugar, entre los residentes de Quebec, cientos de miles tienen orígenes variados, comparten una historia muy reciente y apenas hablan un mismo idioma, que suele ser el inglés más que el francés. Otras decenas de miles provienen de comunidades cuyos ancestros vivían ya en Quebec en la antigüedad, han vivido una historia diferente a la de los francófonos, y la mayor parte de ellos habla francés tan solo como segundo idioma. Otros cientos de miles proceden de inmigrantes estadounidenses, irlandeses, ingleses y escoceses, están instalados principalmente en los Townships y en West Island, también tienen una historia diferente a la de los francófonos, y tampoco hablan mucho francés. Esto no impide, sin embargo, a los secesionistas, querer imponerles una soberanía de la que no quieren saber nada y borrar su especificidad poniendo el foco de manera continua sobre la cultura dominante. De esta manera se sirven de los criterios identitarios para justificar sus ambiciones sobre un territorio en donde la realidad cultural es mucho más compleja de lo que sugieren.
Tal reducción puede, naturalmente, volverse en su contra. Puesto que los francófonos son una minoría en Canadá, los juristas canadienses podrían hacer lo mismo que piensan hacer los líderes del PQ, es decir, privar a las minorías del derecho a la secesión. Así pues, estos últimos juegan con dos factores de legitimidad conformes al principio de autodeterminación (queda saber cuál les permitirá el «pueblo»): el primero consiste en inclinar el derecho canadiense hacia el reconocimiento de su causa, y el segundo trata de invalidar desde el principio las reivindicaciones secesionistas de las poblaciones minoritarias. De este modo, según haya que convencer a los quebequeses de cepa, a los juristas canadienses, o a las comunidades rebeldes, la soberanía dependerá a veces del pueblo, y a veces será el pueblo el que dependa de la soberanía.
Desde el momento en que esta estrategia contribuye a lograr la soberanía, las contradicciones intrínsecas no parecen preocupar demasiado a los líderes secesionistas. Es cierto que, una vez adquirida, la soberanía les permitirá ilegalizar cualquier intento de secesión, esté o no respaldado por un referéndum victorioso. Sin embargo, parecen haberse olvidado de que los hombres tienen, a pesar de todo, el poder natural de rebelarse contra su soberano cuando este les conduce a un descrédito todavía peor que aquel cuya revolución tenía como objetivo liberarles. ¿Qué haría el Gobierno de Quebec si al día siguiente de la secesión, los residentes de West-Island organizasen un referéndum sobre su anexión a Canadá? ¿Le bastaría con aporrear a los organizadores y dispersar a los participantes con gases lacrimógenos? ¿Y si Canadá, o incluso Estados Unidos, apoyasen el proyecto de anexión de los anglófonos? Los soberanos pueden designar al pueblo como quieran y negar esta condición a quien quieran, pero difícilmente pueden impedir a las comunidades, ya sean minoritarias o mayoritarias, reivindicar su propia condición de pueblo, y alimentar la ambición de fundar su propio Estado, cuando eso provocaría sumir a todo el país en los horrores de la guerra civil. ¿Acaso no fue esto lo que ocurrió no hace mucho tiempo en un país no tan lejano llamado Estados Unidos?
Por tanto, las reducciones culturales e identitarias de los secesionistas, y más particularmente, las de los líderes del PQ, son un arma de doble filo. Habiendo entendido que el principio de autodeterminación solo es aplicable en la medida en que satisface a aquellos que se amparan en ella, las comunidades no tienen en absoluto ganas de dar su apoyo a un proyecto que, en pocas palabras, les privará de su actual vínculo con Canadá, y les prohibirá mediante sofismos legalizados, cualquier posibilidad de anexión a la federación o de independencia respecto a Quebec. Después nos asombramos de que los ciudadanos de West Island hayan votado toda su vida al Partido Liberal de Quebec (PLQ) por miedo a que el PQ, una vez en el poder, vuelva a poner el proyecto de secesión sobre la mesa.
Una lástima para las comunidades, parecen decirse los secesionistas, desde el momento en que los francófonos apoyan de forma incondicional su proyecto. A poco que los «lana pura» (aquellos cuya ascendencia es exclusivamente francocanadiense) permanezcan unidos, no debería costarles mucho obtener el 65 % de los apoyos que necesitan para esperar superar la barrera del 50 % en el próximo referéndum[3]. Sin embargo, este tercer referéndum no parecer estar a la vuelta de la esquina. En efecto, sucede que desde hace diez años, el PQ no puede hablar de soberanía sin sufrir un batacazo electoral. Sin duda hay un montón de razones que pueden explicar esta creciente impopularidad, pero yo soy de la opinión de que, a este respecto, la falta de profundidad conceptual desempeña un papel fundamental en el resultado de las elecciones.
Los secesionistas repiten a aquellos que quieren oírlo que hay que cambiar la soberanía canadiense que, al fin y al cabo, no funciona tan mal, por una soberanía quebequesa que, al parecer, funcionará mucho mejor. Tal vez, a pesar de todo, las diferencias propuestas no son en el fondo más que menores. Sin duda alguna, los líderes del PQ plantean el fin de la monarquía en beneficio de una república no federal, lo que constituye ciertamente un cambio constitucional más bien radical. Sin embargo, no proponen absolutamente nada nuevo que una al ciudadano y su gobierno, o lo que es lo mismo, las cláusulas del contrato social. A decir verdad, no está para nada previsto que el ciudadano pueda participar de forma más activa en el ejercicio del poder como es el caso por ejemplo en Suiza, donde el pueblo no solo es consultado regularmente por el Parlamento, sino que los ciudadanos también pueden iniciar proyectos de ley tal y como lo contempla la carta magna. De la misma manera que ocurre en el actual régimen, el ciudadano únicamente haría valer su soberanía para privarse a sí mismo de ella a través del proceso electoral. Además, es tan improbable que el ciudadano pueda participar activamente en el poder que el PQ ni siquiera se plantea organizar una consulta, ya que la redacción de la carta magna parece estar reservada a los juristas.
––––––––
Pero hay más. La soberanía tan solo no sería prácticamente la misma, sino que tampoco resultaría mucho