Al servicio de la monarquía
En el pulso entre monarquía y papado, que definió el proceso de consolidación de la Inquisición en España durante el siglo XV, nunca hubo un ganador claro. O en realidad sí lo hubo: la Inquisición desde mediados del siglo XVI era un actor político de primera magnitud. Tras décadas de muy hábiles maniobras, el tribunal había logrado cuotas de poder –y no precisamente religioso– extraordinarias, mimado por la monarquía, que se valió del Santo Oficio como arma arrojadiza en contra el papado y que, en tal empeño, terminó creando un monstruo.
Unidos por la fe
Esta enorme acumulación de poder sólo puede entenderse como una consecuencia de la consolidación del absolutismo monárquico, toda vez que la herejía dejó de ser una amenaza para la religión oficial, convirtiéndose en un peligro para la propia supervivencia del Estado. En la Europa del antiguo régimen, la unidad de la fe era condición indispensable para la cohesión del Estado y el mantenimiento de la paz social sencillamente porque no era concebible una nación en la que los súbditos del rey no profesaran incondicionalmente la religión del monarca. La lucha contra la herejía era, por tanto, una cuestión de Estado, y de la máxima importancia. La identificación de política y religión en la España de los Austrias, y en todas las monarquías europeas del periodo, es total. La Inquisición, como señaló el historiador alemán Leopold von Ranke, cuajó como el instrumento más eficaz para asegurar el poder absoluto del monarca, como herramienta para la centralización y la homogeneización ideológica, moral y religiosa –y por para que cristalizara el embrión de este nuevo modelo de gobierno. Es lo que muchos historiadores han dado en llamar el proceso de “confesionalización” de la monarquía, que no fue sino el triunfo de una ideología religiosa que está en la mismísima raíz de la justificación teórica del poder político. El Estado moderno se caracteriza, pues, por la dualidad, por un permanente conflicto y tensión entre el poder temporal y el espiritual. Un pulso en toda regla que es en particular cruento en la monarquía española desde el momento en que, a partir de los Reyes Católicos, España se postula como paladín del catolicismo ortodoxo; lo que, inevitablemente, y a medida que los fundamentos del absolutismo monárquico cobren forma, desembocará en una tensión cada vez más encendida entre ese poder temporal representado por el rey y ese otro poder religioso que representa la Santa Sede.
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