El Inmigrante
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El inmigrante es una novela conmovedora, realista y profundamente crítica; alejada, al menos en lo posible, de subjetividad y prejuicios, para narrar acontecimientos vividos en comunismo en Cuba. Pero más allá de la esfera política y social, esta novela cuenta cómo el plan de Dios, para la vida de David, su protagonista, se va gestando a pesar de la decepción, la humillación y el encierro. Esta tampoco es una novela teológica, pero sí una prueba, a modo de relato, del plan divino para cada persona, que encomienda su camino a Cristo.
La historia surge de una chispa, un atrevimiento de escapar del sistema político de Cuba, lo cual resulta en dos intentos fallido y frustrados por abandonar La Isla, teniendo como consecuencia el encarcelamiento, la humillación y la desesperanza. No obstante, a pesar del dolor, Dios va abriendo caminos, que requieren de obediencia, perdón y paciencia, para finalmente alcanzar la ansiada libertad en los Estados Unidos y cumplir con ese plan divino y perfecto previamente trazado por Dios.
A pesar de la retórica política y sus contradicciones, y las presiones constantes del entorno social, David se mantuvo aferrado a su deseo de huir y rehacer su vida, lejos del comunismo. A pesar de los golpes y humillaciones que vivió desde pequeño, como si estuviesen marcando para este libro, hubo dos pilares fundamentales que nunca le pudieron arrebatar y lo llevaron a alcanzar la libertad, su fe, tardía, pero determinante en Cristo, y su dignidad.
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El Inmigrante - Luis Carlos González Rodríguez
I
Así empezamos
"La tierra cubana qué linda es
Isla feliz que dicen de ti ser
Admiración que a veces engaña
Cruel realidad que no logramos ver
Un rubí a medio acabar por fuego
Sufrimiento a diario que duele querer"
Linda Cuba, un archipiélago del mar Caribe que no pareciera acabarse de formar. Una joven cuya inocencia le fue arrebatada a medio camino, la última de las hermanas del Caribe que alcanzó su emancipación del patriarca colonial. Después de la larga lucha independentista, surgieron las pugnas internas por ejercer el poder y gozar de los beneficios y regalías de facciones extranjeras que ahí se posicionaron. Esto causó que movimientos de estudiantes y obreros se involucraran en la contienda constante por la igualdad y la democracia. A pesar de algunos avances importantes y la aparición de políticos loables de trayectoria recordada, el sosiego era inestable y la paz quebrantable. La cosa iba de un presidente prudente a un dictador insensato, hasta que finalmente sucedió lo inesperado. De entre las filas estudiantiles surgió un líder agitador de masas, con el coraje para retar al tirano de turno; este último, por cierto, ya iba por un segundo mandato de facto. Aquel líder emergente supo cautivar a la multitud con elocuencia y promesas, aprovechando el descontento general y el patrocinio internacional.
Lamentablemente, lo que comenzó con entusiasmo comenzaba a teñirse de frustración y quebranto. Cuando el temor de Dios no soporta el corazón del hombre, la altivez sutilmente corrompe su andar. Tan es así, que las buenas intenciones se volvieron un sin fin de acciones perversas. Aquel dizque amor por La Isla se fue convirtiendo en una soga al cuello de la ciudadanía. De hecho, no le bastó con ascender súbitamente al poder, sino que terminó emulando y hasta superando lo que tanto había criticado, la dictadura. A medida que sus decisiones se tornaban drásticas y despiadadas, dejando ver su verdadera intención, hubo quienes aprovecharon de huir hacia tierras lejanas, lejos de la barbarie que apenas comenzaba. La mecha de la impaciencia colectiva permanecía encendida, haciendo pensar que muy pronto habría un estallido social. No obstante, las represalias eran tan severas, que la mayoría temía dar un paso al frente, para más tarde perder la vida poniendo en jaque su propia familia. Quienes tenían la oportunidad de huir, principalmente gente adinerada, tomó consigo cuanto pudo y abandonó su tierra. El vacío era grande, pero el dolor mucho más; sobre todo, por aquellos que debieron quedarse, confiando que algún día todo podía cambiar.
A pesar de los intentos fallidos por recuperar La Isla y la presión internacional, la dictadura castrense logró atornillarse en el poder, gracias al apoyo de otras naciones, todas de tendencia izquierdista; porque Dios los cría y el diablo los junta
. De esa manera, se acentuó la conformación de dos bloques mundiales políticamente opuestos, amenazando con enfrentarse entre sí a punta de bombas nucleares, arrastrando con ellos al mundo entero. No obstante, salvo la crisis de los misiles en la década de los 60, la pugna nunca fue más allá de la diatriba política y algún rumor de enfrentamiento o de mediación del conflicto. Ante tanta confusión e incertidumbre, lo único inminente era la huida de miles de cubanos despavoridos, dispuestos a dejar atrás su vida y su familia, con tal recuperar la libertad. Hubo quienes perdieron propiedades de mucho valor, que con el paso del tiempo fueron ocupadas por varias familias, mostrando un deterioro notable con el paso del tiempo. Otros dejaron atrás empresas que habían levantado con dedicación y esfuerzo, para que luego pasaran a manos de quienes despreciaron su legado y no sabían nada del oficio.
Por su parte, quienes se quedaron en La Isla, se iban acostumbrando a la incertidumbre de no saber si verían hecha realidad la utopía que les habían ofrecido; como quien sabe que lo van a defraudar, pero no tiene más remedio que seguir viviendo como sea, a ver si algún día les mejoraba la vida. La algarabía que habían dejado los nuevos aires, se fue desvaneciendo a punta de censura e inclemencia por parte de los nuevos líderes. Seguramente, las ansias de poder causaron que perdieran la cordura, llevando la vehemencia de su discurso a la realidad; de todas formas, las masas les seguían y ellos tenían las armas, con lo que fue inevitable la destrucción de La Isla.
La dictadura supo capitalizar el descontento de la población, haciendo uso de muchos medios para alcanzar el dominio absoluto. Tan es así, que conforme pasaban los años y recrudecían las represalias contra la gente, el furor colectivo desapareció y se volvió un mero recuerdo de antaño. La inconformidad general era notoria, más nadie decía nada, temiendo que alguien lo delatara, con tal de ganar el favor de la autoridad. La euforia social mermó hacia un fuego interior que no se veía, pero que quienes lo llevaban dentro sentían cómo ardía. De esa manera, el ímpetu se redujo a una reunión en secreto y con temor, para planificar el escape hacia la libertad; el cual no podía ser de otro modo que a través del mar.
De esta manera empezó la travesía de David Beltrán, un humilde niño de apenas 7 años, oriundo de Gibara, en la zona sur oriental de Cuba. Él, junto con su madre y unos allegados del pueblo, se atrevieron a poner en marcha un plan que hacía mucho habían ideado; que, de lograrlo, les otorgaría la libertad y una mejor vida. Para ello, solo debían surcar el mar en un barco, del sur al norte, por el mar Caribe, hasta llegar a la costa de Estados Unidos; no sin antes superar algún embate del clima y cualquier otro obstáculo en plena huida; particularmente, los patrulleros de la armada cubana, que vigilaban las costas noche y día.
David había crecido con el buen ejemplo de su madre, en la serenidad propia de un pueblo costero; y aunque la gente se mantenía optimista en medio de la queja, desde hace tiempo que las circunstancias los afligían a él y Maribel, su madre. A los dos años de edad, sus padres se separaron; entonces se quedó con su madre, mientras que Juan, su padre, se fue con una querida. Desde entonces, el vínculo entre David y su madre se hacía más fuerte cada día; a diferencia de su padre, quien mostraba un profundo desapego, mientras atendía a su nueva familia. Aunque en casa siempre tenían algo que comer, no siempre había variedad y sino, todo era cada vez más costoso, mientras que otras veces les limitaban la comida. Asimismo, todo a su alrededor seguía igual, como si nadie pudiese aspirar a algo nuevo y, mucho menos, de calidad superior. La monotonía y, sobre todo, la falta de innovación, hacían que la gente se debatiese entre la impotencia y el conformismo, hasta que por fin se obstinaban y si podían, huían de La Isla.
No eran pocos los que habían probado su suerte en el mar, sin saber si llegarían a su destino o acabarían ahogados o como comida para tiburones; o, peor aún, de vuelta en La Isla para enfrentar el castigo por su desatino. Aunque parecía fácil, esa acción debía evaluarse con tiempo y con detalle, a propósito de los inconvenientes que podían surgir en el camino, que se sabía que eran muchos y sus víctimas fatales, muchas más. Sin embargo, la miseria que se veía llegar en algún momento, y el dolor de una vida marcada por la sumisión, hacía que muchos llegasen a tomar el riesgo de alcanzar la libertad o morir en el intento; de lo contrario, la vida se les iría como agua entre los dedos, viendo los días pasar sin mayor contratiempo. Algún tiempo después de haber estado soltera, Maribel empezó una relación sentimental con Adonis, un muchacho soñador y tenaz del pueblo, que conocía desde la infancia. Al tiempo de estar juntos, Adonis se fue vivir con ella y su hijo, en un ambiente de armonía y cariño, salvo los asuntos políticos que ni queriendo pasaban desapercibidos.
Por su parte, David crecía feliz bajo el cuidado de su madre, a quien él cariñosamente llamaba Mima
, un apodo común en La Isla. Ellos vivían en una casa modesta de un piso, con ventanas pequeñas y cuadradas y un color verde claro, algo deslucida por el sol y el polvo (pues algunas calles adyacentes eran de tierra). El techo de la casa era de tejas, aunque por la acumulación de residuos y la falta de mantenimiento, se apreciaba negro y con tejas rotas. A la entrada de la vivienda había un pequeño espacio con aires de balcón cercado por un parapeto, cuyo techo era una endeble estructura de zinc que a duras penas sostenían unas vigas de metal. Algunas tardes, especialmente durante el verano, cuando el calor arreciaba, les resultaba mejor resguardarse debajo de un enorme árbol de mangos que había en el patio trasero de la casa, que dentro de la vivienda misma. Desde su ubicación, en una pequeña cuesta, se podía apreciar fácilmente la línea costera, casi en forma de semiluna, que daba la entrada al pintoresco pueblo de Gibara.
Lamentablemente, con el paso del tiempo y a causa del sigiloso, pero abrumador deterioro social en La Isla, el pueblo fue perdiendo su color y vitalidad. La nacionalización de la actividad económica en su totalidad provocó un quiebre en el funcionamiento eficiente de las empresas privadas y públicas, particularmente, las vinculadas con los servicios básicos. Así, las calles fueron cubiertas de huecos y roturas como si un montón de minas de guerra hubiesen explotado a lo largo y ancho de su extensión. No obstante, si bien la destrucción externa era abrumadora, lo que sucedía dentro de las viviendas era casi insostenible. El abastecimiento de agua se veía interrumpido constantemente, al igual que el de la luz eléctrica y ni hablar de la recolección de desechos sólidos. De esa manera, las tuberías de aguas negras se tapaban con regularidad produciendo un olor putrefacto que se sentía con facilidad. Los platos y utensilios de cocina sucios se acumulaban sin cesar, aumentando el riesgo de atraer insectos y, con ello, enfermedades. En fin, una situación tan caóticamente pública, como familiar y personal. Algunos se valían del ingenio y una precaución desmedida para sobrellevar la situación y así adaptarse al mar de la felicidad.
Claro está que para el Estado había un solo responsable para cada problema, cualquiera que fuese su índole o tiempo de existencia; la cruel e insistente coalición opositora. Según la retórica oficialista, esa fuerza se componía de enemigos de procedencia interna, apoyados por facciones políticas extranjeras. Para las autoridades castristas, esa era la verdad, única e irrefutable, que solo un necio contradiría. Pero en realidad, la mayoría de los casos (por no decir todos) eran producto de la ineptitud e ineficiencia de quienes tenían tanto la autoridad como los medios para que la realidad fuese mejor o, al menos, distinta. La situación era tal, que la gente no tenía más remedio que reinventarse, dándole nuevos usos a artefactos viejos y sacándole algún provecho a lo que antes no servía. Mientras otras sociedades evolucionaban e inventaban formas innovadoras de llevar la vida, en La Isla la gente se esmeraba a llegar al día siguiente, extendiendo la vida útil de todo lo que tenía. Absolutamente todo lucía alterado por ese estilo de vida desgastado y apremiante, como es el caso del transporte, el cual se hacía en cuanto vehículo viejo que pudiese andar, bicicletas rudimentarias y hasta burros o mulas para