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Rafael Reyes Biografía de un gran colombiano
Rafael Reyes Biografía de un gran colombiano
Rafael Reyes Biografía de un gran colombiano
Libro electrónico449 páginas5 horas

Rafael Reyes Biografía de un gran colombiano

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Rafael Reyes es uno de los personajes más destacados en la turbulenta historia de Colombia. Dirigente político astuto y militar con grado de general como consecuencia de la cosecha de ascensos que depararon las absurdas guerras civiles de finales del siglo XIX, además de empresario e inversionista ambicioso, Reyes transitó por la burocracia de alto nivel como ministro, senador, embajador y finalmente presidente de Colombia entre 1904 y 1909.

Aunque no participó directamente en los sangrientos episodios de la guerra de los mil días (1899-1902) que condujeron al desmembramiento del territorio colombiano con la separación de Panamá patrocinada por el gobierno estadounidense de Theodore Roosevelt, el general Rafael Reyes hizo parte de las delegaciones diplomáticas que en vano intentaron que la Casa Blanca reversara su apoyo a los traidores panameños.

Ante la ausencia de liberales en la contienda electoral de 1904, Rafael Reyes ocupó la presidencia y con gran dinamismo intentó recomponer la deshecha unidad nacional e impulsar el desarrollo integral del país, pero las pasiones banderizas y los odios entre dirigentes político que siempre han promovido la violencia entre los colombianos para sacar réditos personales, condujeron a un atentado contra la vida de Reyes y poco tiempo después a su obligada renuncia al cargo, por reconocer que era imposible recuperar a Panamá mientras allí estuvieran los estadounidenses.
Apasionante biografía que en esencia resume la egoísta conducta permanente de la dirigencia política colombiana y su responsabilidad en el prolongado caos en el país.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 nov 2017
ISBN9781370963607
Rafael Reyes Biografía de un gran colombiano
Autor

Eduardo Lemaitre

El escritor cartagenero Eduardo Lemaitre es bien conocido del público colombiano, y no sólo como ágil periodista, a través de su columna semanal "Corralito de Papel" en "El Tiempo" de Bogotá, sino como historiador de fuste, en cuya pluma se funden la gracia del estilo con la seriedad conceptual y la solidez de sus fuentes documentales. Buena muestra de ello son algunas de sus obras, como "Panamá y su Separación de Colombia"; "La Bolsa o la Vida", y la biografía del General Rafael Reyes, obras todas que alcanzaron en nuestro país la categoría de "best-sellers".Obviamente, la materia que con más profundidad domina Lemaitre es la crónica de su ciudad natal, sobre la cual prepara, en colaboración con los historiadores Donaldo Bossa y Francisco Sebá Patrón, una extensa "Historia General de Cartagena", que se encuentra ya en sus últimos capítulos. La presente obra no es sino una síntesis de aquella; pero aunque breve, como lo indica su titulo, no deja por ello de reunir en sus páginas, en secuencia cronológica completa, y en ese estilo suyo tan peculiar, que mantiene al lector en permanente suspenso, todos aquellos episodios que importa conocer de la historia rica, turbulenta y variada de la "Ciudad Heroica", o si se quiere, del viejo "Corralito de Piedras"

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    Rafael Reyes Biografía de un gran colombiano - Eduardo Lemaitre

    ESTA CUARTA EDICIÓN

    Me hallaba cierta noche en el Club Cartagena, cuando entró al salón con algunos amigos, el entonces ministro de Hacienda de Colombia Jaime García Parra, a quien no veía hacía muchos años, desde su época de estudiante en Inglaterra.

    Nos saludamos efusivamente, entramos en conversación, y, a poco andar, trajo él a colación mi biografía del general Rafael Reyes, publicada por primera vez en 1951; un libro que, según me dijo, había dejado honda huella en su espíritu, y no sólo por su contenido, sino, así mismo, por la forma como lo conoció.

    En efecto, su padre, ese insigne colombiano que fue Alfredo García Cadena, tenía la costumbre patriarcal de leer obras instructivas durante las cenas familiares, ni más ni menos que como se hacía en los internados de los colegios de antaño; y uno de los libros que fue escogido por él para esa lectura hogareña, fue mi Reyes.

    No creo que un libro mío haya recibido nunca honor más alto.

    "Mi padre, me añadió, Jaime, gozó intensamente con la lectura de esta obra, tenía por ella un alto aprecio, la anotó profusamente en las márgenes, y, a su muerte, vino a parar a mi biblioteca. Pero veo que es obra ya agotada, y yo querría, ahora que puedo hacerlo, que volviera a ser editada, para que los colombianos de esta generación sepan también quién fue de verdad el general Rafael Reyes, y dejen algunos de estar todavía hablando tonterías sobre la noche oscura de su administración.

    Y añadió el ministro García Parra: ¿me das autorización para reeditarla?

    Con una condición, le respondí: que escribas el prólogo.

    A lo que él accedió con todo gusto.

    Por desgracia, las ocupaciones propias de su cargo, le impidieron cumplir aquella promesa; pero la edición fue ordenada, y aquí está de nuevo entre el público. Es la cuarta que sale a la luz.

    Ese público debe ser comprensivo con este libro. Se trata, ante todo de una obra juvenil y, por eso, es apasionada en favor del héroe; pero debe también tenerse en cuenta que, cuando se escribió, el nombre de Reyes no se podía ni mencionar entre nosotros, y obviamente era preciso escribirla con espíritu revisionista y combativo.

    Hoy, cuando ya la figura de Reyes ha alcanzado sus verdaderas pro-porciones históricas, (un poco, o tal vez un mucho, debido precisamente a estas páginas) yo habría escrito quizá una obra más tranquila, más fría, más objetiva; pero, por eso mismo, menos interesante.

    Sea como fuere, aquí está el fruto de ese impulso reivindicatorio. Los jóvenes que hayan de leerlo dirán si tuve o no razón para decir y contar las cosas que aquí están dichas y contadas.

    Eduardo Lemaitre

    Con los elementos morales que hay en el país, con nuestra educación, nuestros vicios y nuestras costumbres, sólo siendo un tirano, un déspota, podría gobernarse bien a Colombia. Yo no lo soy y nunca lo seré, aunque mis enemigos me gratifican con aquellos títulos; mas mi vida pública no ofrece ningún hecho que lo compruebe. El escritor imparcial que escriba mi historia, o la de Colombia, dirá que he sido Dictador, Jefe Supremo nombrado por los pueblos, pero no un tirano ni un déspota.

    Bolívar, Diario de Bucaramanga.

    AL LECTOR

    Vinculado por tradición familiar al movimiento político que, a principios del siglo, llevó y sostuvo al general Rafael Reyes por cinco años en el poder, sentí siempre el impulso de reivindicar la obra y el nombre de aquel a quien siempre consideré como uno de los grandes gobernantes de Colombia. No pude, sin embargo, comenzar a poner este designio en ejecución sino hace tres años, cuando, a propósito del centenario del nacimiento de Reyes, me dediqué a escribir una serie de artículos periodísticos sobre el famoso personaje y, yendo en busca de mejores informaciones, me fui insensiblemente internando en el tema, siempre fascinador, de nuestra historia política.

    De repente, hallándome en ese trabajo, me di cuenta que estaba en posesión de un acervo considerable de datos sobre el hombre y sobre su época, y de que, con alguna aplicación adicional, podría publicar un libro que realizara en cierto modo aquel justiciero anhelo de mi espíritu. Me puse, pues, a la tarea; amplié un poco el radio de mis investigaciones; profundicé mis lecturas; conferencié a menudo y largamente con algunos de los protagonistas que sobreviven de aquel período de nuestra historia, y el resultado es la obra que el lector tiene en este momento entre las manos.

    Con todo, y a pesar de su intención reivindicatoria, este libro ha sido escrito ingenuamente, sin el propósito antipático de llegar a determinadas conclusiones preconcebidas o de presentar ante el público un personaje angélico o un héroe perfecto. Reyes no lo fue y durante su vida pública incurrió en numerosos errores, de manera que si yo hubiera pretendido desconocer tales hechos, habría desvirtuado la historia y en vez de un personaje real, le habría entregado a los lectores un simple engendro de mi imaginación.

    Esto dicho, no negaré que, sin desconocerlos, he disimulado discretamente los defectos del hombre y del político. Porque es tanto lo que de ello se ha hablado que no vi la necesidad de insistir sobre la materia que el público conoce de sobra.

    No es fácil, cuando se escribe un libro de la naturaleza del presente, despojarnos por entero de nuestros prejuicios y de nuestras pasiones políticas. Yo, sin embargo, he tratado de hacerlo en la medida de lo posible y aunque estoy seguro de no haberlo siempre logrado, al menos me queda la satisfacción de mis buenas intenciones. Nada es, en efecto, más perjudicial, ni más sujeto a equivocaciones como el escribir historia con rótulos políticos.

    Porque en esto de los partidos y los sistemas de gobierno, como en la vida toda, y como en las gentes que los forman nada es totalmente malo, ni nada totalmente bueno, sino que la una cosa se entremezcla con la otra; y este país ha vivido ya lo bastante para saber que ninguno de sus dos grandes partidos puede cantar victoria, ni tirar la primera piedra, pues como están hechos de la misma masa humana, ambos se han apuntado aciertos y han vivido momentos de gloria, pero ambos, también se han equivocado y le han dejado al país su lote de infortunio.

    Ahora bien, si este sistema de preparación espiritual es siempre aconsejable cuando se escribe la historia, tenía que serlo mucho más y aun indispensable, al narrar la vida y los hechos de un personaje como Rafael Reyes porque nadie como él, entre todos los gobernantes colombianos, comprendió la esterilidad y trató de cambiar las dimensiones de nuestras luchas políticas, reemplazando la libertad teórica y el sojuzgamiento práctico de un partido por el otro, que era como entre nosotros se practicaba la democracia, con una libertad restringida pero que permitiera e hiciera posible la reconciliación de los bandos en pugna, la armonía social y el progreso colectivo.

    En un país destrozado materialmente por las guerras civiles y por la mala administración, y envenenado moralmente por implacables odios políticos, Reyes, aplicando métodos autoritarios, pero sobreponiéndose siempre a mezquinos sentimientos partidistas, sacó al país de aquella edad media colombiana que fue para nosotros todo el siglo XIX, lo reconstruyó de entre sus ruinas materiales, le mostró por primera vez cómo

    eran la vida moderna y la civilización contemporánea, y puso, en fin, a los

    liberales y a los conservadores codo a codo sobre la misma mesa de trabajo.

    La obra de tal hombre no puede ser analizada, por lo tanto, sino con criterio profundamente imparcial y desde un punto de vista puramente colombianista.

    *****

    Otro aspecto que no podía menos de enfocar sin prejuicios y sin apasionamiento, es el de la dictadura. Algunos lectores juzgarán que yo he presentado la de Reyes con colores demasiado atractivos y que quizás me he sobrepasado en la tarea de su justificación. Empero, creo haberme mantenido en los justos límites.

    Si las dictaduras no son aconsejables como sistemas permanentes de gobierno, no pueden, en cambio, ser consideradas sino como redentoras cuando las rodean determinadas circunstancias sociales. Por algo se ha dicho que ellas no son de generación espontánea, sino que, como los hon-gos, aparecen y prosperan en los terrenos políticos putrefactos.

    Tal ocurrió con la dictadura de Reyes. Cuando éste subió al poder, Colombia había llegado a un grado tal de postración física, económica y espiritual, que solamente por medio del ejercicio de una autoridad fuerte, de una dictadura, era posible re-construir los dispersos elementos de la nacionalidad. El general Reyes tuvo el talento de comprender la exigencia de la hora y el valor de resolverla sin necios escrúpulos.

    Con todo, aquella fue una dictadura paternal. Alguien dijo que, como la de Primo de Rivera en España, no fue dictadura sino dictablanda. No tuvo ella los caracteres que hicieron odiosa la dictadura militar de Juan Vicente Gómez o a la dictadura social de Castro, en Venezuela. Tampoco se encontrarán en ella esos rasgos de crueldad que han hecho de los caudillos bárbaros un tipo especial de la América Latina.

    La de Reyes fue, simplemente, una dictadura política, ejercida con ánimo patriótico y corazón magnánimo por un hombre ejecutivo, optimista, astuto, práctico, generoso y autoritario, que tenía, en cierto modo, los rasgos dominantes del ideal príncipe cristiano imaginado por Saavedra y Fajardo, y que, en su obra de gobierno, estuvo acompañado, casi hasta la última hora, por un arrollador movimiento de la opinión en el que se juntaron las mayorías de nuestras dos grandes colectividades históricas.

    Poner las cosas en su punto y destruir la leyenda negra que alrededor de esa dictadura se ha tejido es, precisamente, el objetivo principal de este libro.

    En mi tarea, además de diligentes funcionarios de la Biblioteca Nacional, me ayudaron dos amigos entrañables, sin cuyo consejo me habría sido imposible revivir, de manera siquiera aproximada, la época aquí narrada, o enfocar con justicia algunos de sus principales episodios. Me refiero a Fernando de la Vega y a Julio H. Palacio.

    Ambos han fallecido, antes de que mi trabajo estuviese concluido; pero no fue, por dicha, sin que hubieran podido traspasarme, de viva voz y en pláticas inolvidables, parte del riquísimo venero de sus conocimientos históricos y de sus experiencias personales.

    A Palacio le soy deudor de cuanto en mi libro es de carácter anecdótico así como de numerosos detalles que serán imperceptibles para el lector, pero que contribuyen a darle ambiente a la obra.

    Y a Fernando de la Vega, además del estímulo permanente para que escribiera este libro, le debo lo que para mí ha sido más valioso que todo: el consejo crítico fundamental, tanto más meritorio y precioso cuanto que quien me lo ofreció de manera tan generosa no fue en sus tiempos del partido reyista.

    A ambos quiero rendirles el tributo póstumo de mi devoción y de mi agradecimiento.

    Eduardo Lemaitre.

    PRIMERA PARTE

    EL CAUDILLO

    CAPITULO I

    UNA VISITA INTEMPESTIVA

    La guerra es el sufragio de los países bárbaros.

    C. Martínez Silva

    Muy temprano, en una mañana de los primeros días de abril de 1885, no había aún el presidente Núñez saltado de su lecho cuando su esposa le anunció que el señor William L. Scruggs, ministro de los Estados Unidos de América, se hallaba en el salón de espera de palacio y solicitaba una audiencia extraordinaria.

    Aunque los tiempos que por entonces corrían eran poco apacibles, pues el país se hallaba convulsionado por una de los más crueles y tal vez más injustas de nuestras guerras civiles, es cierto que la visita del conspicuo personaje a hora tan intempestiva y en forma tan contraria al protocolo diplomático, sobresaltó al primer magistrado; el cual, saliendo de la tibieza de las sábanas y peinando apenas perfunctoriamente la barba ya canosa, pronto estuvo en su despacho para recibir al representante norteamericano.

    En realidad, la solicitud de audiencia a esa hora extemporánea, era más que justificada. En aquella época, las comunicaciones telegráficas no solo eran incipientes y fragmentarias, sino que a causa de la propia contienda que asolaba al país, el servicio se prestaba con deficiencias más que deplorables, de manera que algunos diplomáticos, y en especial el ministro de los Estados Unidos, se encontraban a veces mejor enterados de lo que acontecía en la república, gracias a sus propios medios de información, que el mismo gobierno federal. Esta vez el diplomático norteamericano estaba en posesión de graves noticias que el gobierno desconocía, y que era indispensable comunicar, en el término inmediato, al presidente.

    En efecto, el Istmo de Panamá, que hasta entonces se había mantenido leal a las autoridades legítimas de Colombia, acababa de caer en manos de la revolución.

    El presidente de aquel Estado, general Santodomingo Vila, había viajado a Cartagena para ponerse al frente de esa plaza, cuyo asedio iniciaba por entonces el general Gaitán Obeso.

    Aprovechándose esta circunstancia los radicales panameños, capitaneados por el general Azpurúa, habíanse insurreccionado, y tras breves acciones de armas, se apoderaron de todo el Estado, comenzando así una serie de desórdenes cuya culminación en cosa de días fue el dramático y total incendio de la ciudad de Colón.

    Pero había algo más grave aún: en medio de la conflagración, cuando las llamas se alzaban amenazantes por todos lados y con el propósito de restablecer el orden y mantener el libre tránsito a través del Istmo, las fuerzas de la armada norteamericana habían desembarcado en Panamá.

    El gobierno colombiano estaba, pues, delante de una nueva e intrincada complicación, ya de carácter internacional.

    Pero en la frente del señor Núñez, pálida aún, como todo su rostro, de resultas de una casi mortal disentería de la que apenas hallábase convaleciente, no se marcó sino una leve arruga. Luego de breve conferencia, el ministro diplomático fue despedido cortesmente.

    *****

    Desde 1846, la Nueva Granada había firmado con los Estados Unidos, un tratado relativo al Istmo de Panamá. De acuerdo con él, esta poderosa nación garantizaba la soberanía nuestra sobre la invaluable faja istmeña.

    Ello significaba que, en caso de que el gobierno granadino no pudiera mantener el orden sobre Panamá, los Estados Unidos lo harían en su defecto, se entiende que a solicitud previa de la Nueva Granada.

    En el caso presente, la infantería de marina norteamericana había procedido por su cuenta y riesgo. Había habido, pues, una violación del tratado, que técnicamente no se amenguaba por el hecho de que el ministro Scruggs, ex post-facto, en nombre de su gobierno, le notificara al de Colombia las ocurrencias sucedidas.

    Pero tampoco podrá desconocerse el hecho de que hallándose el país en guerra y no existiendo prácticamente las comunicaciones telegráficas, el riguroso cumplimiento del tratado habría demorado en semanas, tal vez en meses, el restablecimiento del orden alterado, con grave perjuicio para todos.

    Además, el solo incendio de Colón, había constituido una catástrofe de proporciones aterradoras. De modo que la violación de la soberanía colombiana, que se trataba de sanear por medio de aquella tardía notificación al presidente Núñez, era en cierto modo explicable, ya que no justificada.

    Es propio, sin embargo, de un hombre de Estado, saber elegir entre grandes inconvenientes, y por esta razón el hábil mandatario optó por encarar los dolorosos hechos y se valió de un subterfugio: simulando ignorar la formal notificación del ministro americano, el gobierno de Colombia se acogió a los términos del tratado, y, como si el desembarco no se hubiera aún operado, solicitó al gobierno de Estados Unidos que garantizara el libre tránsito de uno a otro océano, con la condición, eso sí, de mantener la soberanía de Colombia sobre el territorio istmeño.

    Aquello era un duelo de hechos cumplidos que el arte de la diplomacia recubría con el ingenioso manejo de sus fórmulas y eufemismos.

    El decoro colombiano estaba, pues, a salvo, gracias al elaborado recurso del presidente; pero no por eso la situación en Panamá se aliviaba en lo mínimo.

    Antes, por el contrario, el problema, que de suyo era grave por el alzamiento de los radicales, se doblaba con el de la ocupación norteamericana; y ésta no podía eliminarse si aquél no se liquidaba previamente.

    De tal modo, que para el gobierno colombiano el envío de tropas organizadas y suficientes para doblegar la revolución en Panamá, y rescatar del poder de los norteamericanos el ejercicio de la plena soberanía sobre el Istmo, era cuestión de vida o muerte.

    ¿Cómo realizar ese esfuerzo supremo? ¿Cómo enviar auxilio militar a aquel lejano territorio cuya permanencia en la unión de estados colombianos era vital para los intereses de la patria e indispensable para el prestigio del gobierno?

    ¿Cómo surcar los mares o atravesar las selvas tupidas del Darién para llevar hasta allá un ejército capaz de recobrar la más hermosa parte del territorio colombiano?

    He allí la tremenda dificultad frente a la cual Núñez y sus secretarios, reunidos en círculo alrededor de la mesa de trabajo, se debatían aún al caer de la tarde en el Palacio de San Carlos.

    La solución no aparecía por parte alguna.

    CAPITULO II

    VENCEDOR DE IMPOSIBLES

    The right man for the right place.

    El jinete que dos días después de los hechos narrados en el capítulo anterior galopaba a pleno sol en dirección a Girardot, ignoraba tal vez que en el mensaje que llevaba dentro de su alforja, para ser enviado a Cali desde aquella ciudad, se escondía la clave del triunfo que el gobierno iría a obtener sobre la revolución; y que esas breves líneas con que horas después se iba a estremecer el hilo telegráfico encerraban el germen de un largo capítulo de historia nacional.

    Aquel telegrama del presidente Núñez iba dirigido a un joven amo de 35 años de edad, hasta entonces totalmente ajeno a la Política de partido, y ahora militar de ocasión, que respondía al nombre de Rafael Reyes. En él, Núñez confiaba a Reyes la misión de organizar una expedición marítima que, partiendo de Buenaventura, debería desembarcar en Panamá.

    Pero como no se contaba con naves adecuadas ni se sabía, a derechas, si habría que tomarlas en arrendamiento o improvisarlas de cualquier modo, el presidente terminaba su comunicación con estas palabras que tocarían directamente el corazón impetuoso y aventurero de su destinatario: Para realizar esta expedición lo espero todo de la facultad con que sabe usted vencer imposibles.

    Era, en efecto, Rafael Reyes, una de las pocas personas, quizá la única entre los partidarios del gobierno, capaces de emprender y coronar con buen éxito empresa tan arriesgada.

    Pero sus actividades, hasta entonces, habían estado encaminadas a fines muy distintos del de la guerra, la política o las letras; de suerte que su nombre, en un país en donde la popularidad solía alcanzarse tan sólo con la espada, la pluma o la oratoria, apenas si era conocido en el mundo de los grandes negocios —bien pocos en verdad a la sazón— y algo entre los políticos del sur de Colombia que, por un imperativo de su misma profesión, tenían que conocer forzosamente a quien, como Reyes, había intentado empresas comerciales de grande importancia en aquella región del país.

    Si alguna vez el regenerador dio pruebas palmarias de su fino conocimiento de los hombres, fue en esa ocasión en que le entregó a Reyes la suerte de las armas de la legitimidad y la difícil tarea de reconquistar a Panamá.

    Porque la verdad es que Rafael Reyes, para esa fecha, no llevaba sino dos meses escasos de haber ingresado por primera vez a la milicia. Su temperamento era, por cierto, tremendamente activo; su don de mando, innato; su aspecto físico, arrogante; su carácter, bizarro, y su valor, a toda prueba.

    Mas, alejado como había estado hasta entonces de esas cuestiones políticas y religiosas que sus conciudadanos gustaban discutir aun por medio de las armas; y dedicado por entero a los negocios de explotación de bosques en los ríos del sur, no era matemáticamente presumible que una vez al frente de la misión que se le confiaba, supiera realizarla a cabalidad, sorteando escollos, inclusive de carácter diplomático e internacional, en que no podía tener la deseada versación.

    Además, por esa época, Reyes era en cierto modo un fracasado. Se sabía de él que había llegado al Cauca siendo muy joven, y que en Popayán y Pasto había trabajado durante algunos años con su hermano mayor. Por un tiempo exploró las cumbres de nuestras cordilleras hasta la frontera con el Ecuador, en busca do quina, logrando organizar una empresa comercial para la exportación de aquella corteza tropical.

    Había viajado además por los Estados Unidos y Europa, y, en cierta ocasión, de regreso extranjero, concibió el proyecto de buscar una vía navegable vapor que, uniendo al Occidente colombiano con el Amazonas el Atlántico, hiciera posible el comercio de exportación de frutos e importación de mercancías, que por falta de caminos no era dado realizar económicamente por el lado del Pacífico.

    Aquella idea, al parecer fantástica, había sido, sin embargo, puesta en práctica por Reyes, quien después de superar, a fuerza de coraje y audacia, todo género de obstáculos, no solo redescubrió el río Putumayo prácticamente desconocido de los colombianos, y estableció la navegación a vapor, sino que abrió caminos desde la cabecera de ese río hasta Pasto, fundó numerosas colonias, combatió la trata de esclavos, civilizó tribus enteras de indígenas que practicaban la antropofagia y desarrolló, en fin, tan variadas y peligrosas actividades, que la simple narración de todas sus peripecias suministraría material para un relato digno de figurar entre las crónicas de nuestros grandes conquistadores.

    Pero ahora toda aquella inmensa empresa de colonización se había ido al traste, entre la indiferencia del gobierno, a cuyos oídos, aturdidos por el estrépito de las armas o la algarabía de los políticos, apenas si había llegado el confuso eco de las hazañas cumplidas por Reyes y con él un millar de colombianos en las selvas del sur.

    El clima mortífero de la amazonia había diezmar lo de modo impla-cable a los colonos; la lucha sin cuartel con la selva embrujada había hecho emigrar a los pocos sobrevivientes, y en fin, la depreciación de las quinas, debido a los cultivos técnicos que ingleses y holandeses acaban de establecer en los mares de la Sonda, había concluido la obra destructora de lo que fuera la empresa más audaz intentada, hasta entonces, por colombiano alguno. La barbarie extremada y la extremada civilización se habían dado así la mano para llevar hacia la ruina al intrépido empresario.

    Al iniciarse, pues, el año de 1885, Reyes se hallaba en quiebra. Había pagado, sin embargo, hasta donde pudo, no solo las deudas propias, sino las que afectaban el pasivo de sus otros hermanos, aun sin hallarse constreñido a ello. (NA1)

    (NA1) El siguiente es un aparte de una carta dirigida por don Luis Rubio Saiz al General Reyes con fecha mayo 6 de 1920: Recuerdo perfectamente que yo intervine en el arreglo que usted hizo con la casa de Rodulfo Samper & Cía. de París, uno de los acreedores de Elias Reyes & Hermanos. Como resultado de ese arreglo, usted pagó una suma fuerte de dinero por la firma de Elias Reyes & Hermanos, sin que usted tuviera obligación legal de pagarla, como lo hizo con los otros acreedores de ella, pues usted no era socio capitalista, sino socio industrial

    El siguiente es un aparte de una carta dirigida por don Luis Rubio Saiz al General Reyes con fecha mayo 6 de 1920:

    Recuerdo perfectamente que yo intervine en el arreglo que usted hizo con la casa de Rodulfo Samper & Cía. de París, uno de los acreedores de Elias Reyes & Hermanos. Como resultado de ese arreglo, usted pagó una suma fuerte de dinero por la firma de Elias Reyes & Hermanos, sin que usted tuviera obligación legal de pagarla, como lo hizo con los otros acreedores de ella, pues usted no era socio capitalista, sino socio industrial

    Pero su ánimo de empresa, lejos de haber decaído por el fracaso y por la pérdida de diez años de vida hundido en el fondo de los bosques, se hallaba pletórico de optimismo. Se sentía aún joven, lleno de bríos.

    Y comprendiendo que Colombia era terreno poco propicio para el desarrollo de las iniciativas que bullían en su cerebro, pensó entonces viajar a la Argentina. Tal vez en la pampa gaucha el destino le tenía reservado ese triunfo que afanosamente buscaba su espíritu emprendedor.

    Quizá, en un ambiente menos estrecho, allí en donde comenzaba a bañarse la tierra suramericana con las mareas civilizadoras de la inmigración, le fuera fácil rehacer la perdida fortuna y hallar marco apropiado para la miríada de proyectos que acariciaba.

    Las cosas, sin embargo, estaban dispuestas por la Providencia de otro modo. Rotundamente el gobierno militar del Cauca le negó pasaporte. Y la perplejidad en que esta negativa lo sumiera, hallándose imposibilitado para salir del país o para dedicarse al trabajo en él, no pudo tener otro desenlace que el de precipitar en el torbellino de la contienda civil a quien era ajeno a la política y enemigo temperamental de la guerra, y principal-mente de la guerra entre hermanos.

    ¿Cuál otro podía ser el camino que le quedaba a la juventud colombiana en esa época, así estuviera, como la de Reyes, destinada, aparente-mente, a labrar la grandeza de la patria en los campos del trabajo? (NA-2).

    (NA-2). Existe una carta de don Carlos Holguín, dirigida al doctor Joaquín P. Vélez, fechada en 1887, en donde le dice: Reyes entró en la guerra del 85 por buscar fortuna. Este juicio, que es exacto, no puede, sin embargo, interpretarse en el sentido de que aquél se enroló en el ejército en persecución de gajes y prebendas como cualquier aventurero o mercenario.

    La realidad es que Reyes cayó en la vorágine de la lucha armada, porque no podía hacer otra cosa. Era el camino que la locura colectiva de los conductores políticos colombianos trazaba a las generaciones jóvenes del país. Si no podían trabajar ni les era permitido apartarse de la pelea, había en todo caso que vivir, y, paradójicamente, los únicos campos para la vida eran los campos de la muerte

    Empero, todavía resistíase Reyes a empuñar la espada. No había sido político, pero tenía inconfundible temperamento conservador y era de ideas tradicionalistas. Por lo mismo, su simpatía hacia la causa del gobierno legítimo era apenas lógica, y él no la disimulaba. Hallándose en esas circunstancias, algunos conservadores caleños le propusieron que se hiciera cargo de la comandancia de un cuerpo cívico recién organizado.

    Por esos días había llegado a la ciudad un batallón de la Guardia Colombiana, a órdenes del general Márquez, el cual, silenciosamente, se hallaba comprometido a defeccionar poniéndose al servicio de la revolución.

    Algo se filtró de estos propósitos que llegó hasta los oídos de Reyes, y por eso, cuando sus amigos le propusieron la jefatura del cuerpo de cívicos, les manifestó que sólo la aceptaría en caso de que se comprometieran a librar combate, de una vez, contra el veterano batallón, antes de que la defección se cumpliera. Pero sus amigos no le creyeron, y pagaron esa incredulidad cayendo poco después prisioneros de Márquez, quien, efectivamente, se pasó a la revolución, tal como Reyes lo había pronosticado.

    Como era de presumirse, Reyes también fue perseguido por el general revolucionario. Pero en los primeros días no fue posible dar con su paradero. Hasta que una tarde, seguido de cerca por un piquete de soldados y después de saltar tapias y paredes, fue a dar a un solar en cuyo centro había un árbol. Era la hora del crepúsculo.

    Sin embargo, su silueta fugitiva alcanzó a ser percibida y a la orden de fuego veinte disparos consecutivos tronaron desde lejos. Era imposible que descarga tan cerrada no lo hubiera tocado; y los perseguidores, con-vencidos de haber eliminado a su enemigo, ni siquiera se tomaron el trabajo de buscar al que creían cadáver. Saliendo entonces del escondite, Reyes se encaminó al amparo de las sombras hasta el hotel, donde montó su caballo con el fin de salir de la ciudad.

    En la plaza se encontró con su amigo, el general Avelino Rosas, jefe de día de la revolución.

    —Acabo de saber que han querido asesinarlo, le dijo Rosas.

    —Así ha sucedido, le replicó Reyes, por lo cual he tomado la resolución de salirme de aquí, y he jurado no descansar mientras la anarquía y las revoluciones dominen en mi patria.

    —Siento advertirle que no le permitiré que salga, le intimó Rosas.

    —¡Pues deténgame!, arguyó Reyes posando la mano sobre uno de los revólveres de caballería que llevaba al cinto. Y espoleó su caballo...", según consta en el Boletín de Historia y Antigüedades, Año IV. N° 44. Bogotá escrito por J. M. Cordovez Moure.

    *****

    Muy cerca de allí, en el paso de La Balsa, el negro Candela tenía prácticamente en derrota a las fuerzas regeneradoras de Caloto, y ya comenzaban estas a experimentar los síntomas precursores del vencimiento, cuando a Reyes, que iba solo y trataba de incorporarse a aquellos, se le ocurrió disparar metódicamente sus revólveres a retaguardia de los radicales. Creyeron éstos que una poderosa fuerza enemiga les cortaba el paso por la espalda, y el negro 'Candela", empavorecido, cedió el paso a sus contrarios.

    Así, con esta estratagema si se quiere infantil, pero eficaz, Reyes quedó incorporado al ejército. Se abrían para él las sangrientas e indeseadas perspectivas de la guerra. El que había sido empresario apenas, explorador de un río y fundador de una navegación —dice un historiador— fue también a tomar el rifle. El jefe de la expedición al Amazonas, entró a servir como comandante de la 4a División del ejército caucano.

    Entonces se le ofreció a Reyes oportunidad, en cosa de dos meses apenas, de poner de manifiesto sus dotes naturales de estratega, las que unidas a su arrojo y valentía, fueron rápidamente abriéndole el camino de la fama. Una acción de armas, sobre todo, le valió la admiración de sus compañeros y comenzó a hacerlo temer de los adversarios radicales.

    Había necesidad de impedir que las fuerzas rebeldes del Cauca se unieran con el ejército revolucionario de Antioquia. Para conseguir este objetivo, era preciso hacer marchas forzadas y esguazar el río Cauca por el

    paso de Aganche, en cuya ribera opuesta el enemigo se hallaba atrincherado. Si se lograba realizar el movimiento, la retaguardia de los antioqueños quedaría cortada, y en esto precisamente radicaba la clave de toda la campaña.

    Pero no existían embarcaciones para pasar al otro lado. Todas las canoas se hallaban en poder de los revolucionarios, y atracadas en la barranca por ellos dominada. ¿Sería posible capturarlas a nado, exponiéndose a la metralla de los

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