El divino Bolívar
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El paladín ha sido convertido en consejero político; en emblema de partidos y fracciones, en amigo líder del momento –que habla por él como si viniera a consultarlo personalmente–, convertido también en explicación de problemas sobre los que jamás tuvo conocimiento; en confidente para la atención de situaciones minúsculas y en compañero habitual de un pueblo que cree en la seguridad de sus milagros.
Quizás estas páginas, llenas de revelaciones sobre una religión establecida en Venezuela como factor de patriotismo, puedan advertir sobre el desarrollo de fenómenos semejantes en otras latitudes y sobre sus dolorosas consecuencias. El autor mete el dedo en la llaga de una patología nacional, en una operación que puede involucrar a otras naciones postradas ante su respectiva deidad.
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El divino Bolívar - Elías Pino Iturrieta
Contenido
Introducción
La necesidad de los héroes
El culto justificado
La cohabitación con una estatua
Los altos pontífices
Los humildes sacristanes
La comunión de los fieles
El Elegido y el pecado
El adalid y el sucesor
Las dos transfiguraciones
La apoteosis compartida
La vitrina nacional
El viaje al Olimpo
El vuelo del héroe
El curioso purgatorio
Los autos de fe
La salud de Hércules
La iglesia militante
El árbol del Señor
La túnica de César
El presidente místico
El sacerdote preocupado
Los tiempos del derrumbe
La carga de la iniquidad
La bendición de la Corona
El taumaturgo del pueblo
La silla vacía
Las tres raíces
La espada vengadora
La espada inminente
La parentela del auriga
La nueva negociación
La multiplicación de la insania
El nombre del Padre
El tercer siglo
Bibliografía
Notas
Créditos
El divino Bolívar
ELÍAS PINO ITURRIETA
@eliaspino
Introducción
El tema bolivariano ocupa bibliotecas enteras. Tal vez sea Simón Bolívar el latinoamericano sobre quien se haya escrito con mayor asiduidad. Agotar el tema de su liturgia obligaría a un estudio de nunca acabar, si se pone uno tras la pista de todo lo que se ha publicado en sentido apologético. Por fortuna, ya intentó con éxito la faena Germán Carrera Damas en El culto a Bolívar, una obra de 1969 que se debe consultar con atención cuando los ojos quieran detenerse en las preces que el pueblo venezolano y pueblos parecidos dirigen a quien estiman como luz y salvación.
Ahora se ofrecen los testimonios que parecieron más evidentes para mostrar los perjuicios que puede acarrear a la sociedad la sobrestimación de los pasos de un héroe por la historia. Pese a que apenas son los eslabones de una cadena de una longitud sin cuento, seguramente la escala de un conjunto de exageraciones capaces de llegar con creces a lo estrambótico sea suficiente, no sólo para sustentar las páginas que vienen a continuación, sino también para dar mayor intensidad a la luz roja que pretenden encender.
No solamente se acopian y critican algunos de los excesos más elocuentes sobre las hazañas del Libertador, sino también las voces que por su posición en la vida pública pudieron influir en el crecimiento del fenómeno hasta extremos de demencia. El trabajo toma una ruta distinta en relación con el texto pionero de Carrera Damas no sólo porque el correr del tiempo sugiere la búsqueda de explicaciones diversas y el auxilio de respuestas más enfáticas, sino especialmente porque cuando el maestro escribió sus páginas no podía imaginar el desenfreno que caracterizaría al objeto de su estudio treinta años más tarde.
Guiado por las evidencias de tal desenfreno, el libro pugna ahora por desvelar un mal que quizá nadie se haya atrevido a juzgar con insistencia partiendo de sus orígenes hasta detenerse en la observación de los dislates sucedidos en los últimos años; pero, a la vez, ofrece un espacio a los factores de origen popular debido a cuya influencia ha crecido el templo cívico hasta su colosal expansión de nuestros días. Las referencias del pueblo sobre las facultades milagrosas del personaje, hacen pensar en cómo no sólo se ha intentado desde las cúpulas la elevación de una deidad capaz de ponerse a su servicio a través del tiempo. El crecimiento de una basílica iletrada obliga a repensar la hipótesis de que sólo el interés de los manipuladores de la política y de la actividad intelectual podía desembocar en la adoración desmedida que terminó por imponerse. El culto no sólo se sostiene en los estereotipos impuestos por los gobiernos y sus plumarios, sino también en un clamor sin prevenciones ni designios previos nacido en el seno de las clases más humildes y desamparadas.
El suceso obliga a hacer preguntas diversas sobre la causa del hombre convertido en santón, pero sin caer en la tentación de sacralizar a los individuos sin luces que también han fabricado el tabernáculo. Forman parte de un doloroso disparate, según se tratará de mostrar, aunque algunos lo juzguen como la pieza transparente de las usuales y universales operaciones de mitificación. En un momento sus solicitaciones se juntan con el rezo camuflado de racionalidad que suena en las alturas, para completar un cuadro anómalo sobre el cual difícilmente se pueden ofrecer opiniones indulgentes. Las salmodias aparentemente diversas terminan por contaminarse a la recíproca, o se valen mutuamente de sus contenidos para volverse ingredientes comunes de un mismo mal sin accesible remedio. Llega un momento en que la palabra de las autoridades y de los oradores de turno se confunde con los conjuros de arrabal, para que adquiera mayor fortaleza una lectura de la sociedad y una propuesta de soluciones frente a las cuales no queda otro camino que tomar partido con el objeto de rebatirlas sin vacilación.
Los lectores tienen razón si desde el principio advierten beligerancia. Acaso les llame la atención una postura así de banderiza frente a los adoradores de un personaje histórico quien realizó el trabajo de la Independencia de una gran porción de la América española y quien fue capaz de permanecer como referencia legítima para futuras edades. Ojalá aprecien, si tienen la paciencia de examinar las páginas que siguen, cómo no se emprende una batalla contra una figura cuya estatura merece respetuosa consideración en muchos lugares y desde numerosas tribunas, sino contra el engendro fraguado por una serie de interpretaciones absurdas e insostenibles La guerra es contra sus sacristanes, una guerra tan decidida como anacrónicas y simplonas son sus formas de negar humanidad y conceder santidad a un grande hombre. La guerra es contra los pontífices que se anuncian como sucesores y continuadores del grande hombre mientras martirizan a sus pueblos o los conducen al precipicio. La guerra es contra los beatos que de tanto adorar a quien no tuvo vocación de ídolo olvidan el movimiento de la historia y las mudanzas de la sociedad.
La carencia de ciudadanía y de un republicanismo capaz de variar el camino de los negocios públicos también debe colocarse entre los resortes del escrito. El ciudadano consciente y responsable no es una presencia estable en la vida venezolana. El vínculo entre el destino de los particulares y la suerte de la sociedad no se ha establecido en términos recurrentes. Numerosos factores que encuentran origen en el desarrollo de la Independencia y en los primeros capítulos del Estado Nacional pueden explicar la falencia, pero también los mandamientos de la religión nacional. En la medida en que la religión nacional nubla el entendimiento e invita a la subestimación de lo que cada generación ha hecho en su época, frena o demora la afirmación de una fuerza capaz de fundar la sociabilidad republicana que tanto se echa en falta. Cuando hace que cada presente se encandile por las glorias del pasado heroico y por los portentos de un artífice irrebatible, contribuye a la persistencia de la masa parasitaria. Una fe susceptible de decretar la incapacidad de los herederos del superhombre, o de presentarlos como sujetos inmaduros que dependen del Padre ubicuo y omnisciente le quita combustible al motor que cada uno debe poner en marcha para salir de su atolladero. Cambia el combustible por una inútil agua bendita. De allí la aparición de otro motivo plausible para la discusión del bolivarianismo desorbitado.
Viniendo de las mañas de un historiador, el escrito se atiene a las prevenciones de la profesión. Sin embargo, no pocas veces toma el rumbo que la pluma resuelve por su cuenta y riesgo. Como la pluma corre en medio de un teatro conmovido por los efectos de la religión patriótica en la actividad política y en la vida cotidiana, pugna por alejarse de las fuentes primarias para meter el dedo en la llaga de forma más expedita, según tiene el derecho de hacerlo la pluma de un ciudadano a quien sofoca la invasión de los chupacirios del personaje, pero también el personaje innecesariamente metido en la sopa de cada día, la verdad sea dicha. De allí que en el título se anuncie expresamente la circulación de un ensayo en lugar de una investigación con toda la barba. Tal vez la subjetividad distanciada de los rigores de lo historiográfico rinda mayores servicios, o provoque suficientes ronchas como para que el asunto llame la atención de los acólitos cautivos. De allí que también se quiera mostrar sin disimulos la existencia de una patología relacionada con la liturgia patriótica.
Hacia finales de los años sesenta del siglo pasado tenía yo la costumbre de ver en la televisión de México a un grato comediante llamado El Loco Valdés
. En una ocasión el gobierno suspendió su programa durante una semana porque hizo un chiste de difícil digestión. Preguntó el comediante a sus espectadores algo como lo siguiente: ¿Quién fue el héroe de nuestra historia que ejerció la profesión de bombero?
. Después del correspondiente silencio, respondió así: Bomberito Juárez
. Quiso hacer un juego de palabras relativo a don Benito Juárez, justamente venerado por los mexicanos, pero el detalle le valió una suspensión que me pareció entonces exagerada. Era como la negación de la gracia y la prohibición del ingenio en beneficio del lustre de un icono, según llegué a sentir. He de confesar ahora que la medida fue una minucia si se compara con los excesos promovidos en Venezuela por los centinelas del Libertador, cuya observancia de la interpretación de un evangelio redactado en términos rigurosos amenaza con penas curiosamente severas a unos pocos heterodoxos que jamás llegarían al atrevimiento de El Loco Valdés
.
La apología de Bolívar ha traspasado con generosidad el límite de crear una grey militante. También ha dispuesto una especie de secuestro que obliga a conducir la conducta por el cauce de una ortodoxia de la cual sólo se pueden distanciar los ciudadanos a costa de una insólita y silenciosa excomunión. Aparte de crear acólitos, el imperio de un dogma exclusivo y excluyente ha fabricado generaciones de rehenes que deben pagar el precio del silencio y del disimulo frente a la calamidad resumida en la imposición de la autoridad de un héroe y del influjo de las ejecutorias de su época en perjuicio del entendimiento de situaciones posteriores. Una especie de acuerdo compartido desde antiguo y asumido por la sociedad como una placentera obligación, conduce a la repetición de una cartilla de la Historia Patria cuyo peso desemboca en una obligante unanimidad. La necesidad de mantener un consenso abrumador provoca la segregación de los relapsos sin que se recurra a penalidades como la que debió sufrir el comediante mexicano, mucho menos a castigos más vigorosos y visibles. Un hilo sutil hace que las criaturas de la sociedad se ajusten a la demasía del poder de un superhombre resucitado y, sin estridencias, arrojen del cuerpo místico de la República a las pocas ovejas descarriadas.
El poeta Andrés Eloy Blanco escribió en 1946:
«Bolívar es oceánico. Es el árbol: el que quiera una fruta para dar de comer a alguien, allí está Bolívar fruta; el que quiera una estaca para dar golpes a un yangües, allí está Bolívar con armazones, el que quiera una cruz para clavar a alguien, allí tiene a Bolívar con sus ramas cruzadas, el que quiera una flor para adornar la frente de la patria, allí está Bolívar florecido, y el que quiera una sombra para esconderse y ocultar una trampa o disparar un perdigón sobre algún incauto pájaro electoral, allí está Bolívar frondoso.»
El libro que ya empieza confirma esas palabras tempraneras, pero llama la atención sobre cómo hacemos aquí para escalar por las extremidades del árbol y para dictar cátedra desde su sombra sin darnos cuenta del horror que la operación significa, sin siquiera pasearnos por los corolarios de las afirmaciones y las exclusiones escandalosas a los cuales conduce el personaje devenido tótem.
Las gentes sencillas, pero también las más cultivadas, no tienen problemas con la cadena que los amarra a un personaje del pasado y los lleva a satisfacerse en el yugo. Se regocijan en su rol hasta el punto de machacar actitudes disparatadas como si fueran partes de una cohabitación normal, de una sociabilidad como la de los hombres y las comunidades corrientes de la actualidad. Acaso sea tan poco evidente la anomalía que puedan tomar el descubrimiento como afrenta, o como una inconfesable conspiración contra los buenos hijos de la patria. Tal vez ni las evidencias que llenan las páginas del presente ensayo sean capaces de producir un entendimiento de la distorsión, menos aún la alternativa de su superación, debido a las maneras brillantes de disfrazarse de salud y de virtud que ha tenido la enfermedad. En todo caso, la decisión y la pasión de las letras que ya empiezan están en proporción directa con el daño que reprochan a los campaneros del oratorio. Pero también con el respeto por un pueblo merecedor de una fe que no lo castre.
Elías Pino Iturrieta
Caracas, junio de 2003
Hesíodo: Ante los dioses no podemos
hacer más que inclinarnos.
Mnemosina: Deja en paz a los dioses.
Yo existía cuando no había dioses.
Puedes hablar conmigo.
Diálogos con Leucó
Cesare Pavese
La necesidad de los héroes
Todos los pueblos requieren una cuna de oro. Así como los judíos han pregonado su calidad debido a que Dios los escogió como criaturas predilectas, el resto de las sociedades ha batallado por presentarse a la consideración del mundo con unos blasones que funcionen como patente de dignidad. Jehová dice en el segundo libro de Samuel:
«Le asignaré un lugar a mi pueblo, Israel; lo plantaré allí para que habite en su propia tierra. Vivirá tranquilo y sus enemigos ya no lo oprimirán más, como lo han venido haciendo desde los tiempos en que establecí jueces para gobernar a mi pueblo, Israel. Y a ti, David, te haré descansar de todos tus enemigos. Además, yo, el Señor, te hago saber que te daré una dinastía; y cuando tus días se hayan cumplido y descanses para siempre con tus padres, engrandeceré a tu hijo, sangre de tu sangre, y consolidaré su reino. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí y tu trono será estable eternamente.»
Si la historia de Israel es la historia sagrada
por antonomasia, el resto de las sociedades ha ocupado un tiempo precioso en la arquitectura de un pasado digno de veneración. Como no han disfrutado de la expresa preferencia del Creador, las otras colectividades han de buscar un protector que se le asemeje en algo aunque se trate de un propósito inaccesible. Pero deben mover algunos resortes para no quedar huérfanos del todo o con manchas de bastardía. Deben encontrar una garantía a través de la cual estén seguros de llegar igualmente a la tierra prometida. En consecuencia, dado que la marcha de las sociedades hacia un pináculo anhelado no cuenta con la compañía divina en el primer tramo, registran en el almacén de sus antigüedades para sentir la presencia de figuras que se le parezcan. El Dios de los israelitas es suplantado por unos ídolos susceptibles de iniciar con brillantez la genealogía. Todos los pueblos se anuncian como producto de hechos insólitos en cuyo desarrollo se encuentra un linaje especial de seres humanos. No son como nosotros, simples hombrecitos del futuro. Sus proezas son tan grandes que, así como causaron la admiración de sus épocas, son capaces de hacernos mejores y hasta parecidos a ellos. Casi parecidos, desde luego, pero jamás iguales, no en balde les hemos concedido parentesco con la divinidad.
En algunos casos, tales personajes son figuras de la vida terrena y piezas de la voluntad metafísica, a la vez. Como Juana de Arco, quien rindió servicios a Francia porque Dios se lo ordenó a través de heraldos celestiales. Como Carlomagno, amalgama de guerrero y santo, de soldado y religioso. De allí que mereciera también el honor de las estatuas y la elevación a los altares. Cuando no son producto de la influencia divina se pierden en la oscuridad de los tiempos sin que manejemos pruebas inequívocas sobre su existencia. Es el predicamento de Mío Cid Campeador, quien sale de los cantares de gesta –mezcla de fantasía popular y realidad– para convertirse en arquetipo de unas virtudes caballerescas que no siempre demostró y en raíz de una unificación territorial que no fue realmente su desvelo. La corte del rey Arturo en Camelot, sobre cuya existencia nadie guarda testimonios, ha dejado una nómina de varones portentosos que sirven de espejo a los británicos y un catálogo de prendas incuestionables para la sensibilidad occidental.
La idea procedente de Alemania de que cada pueblo poseyera un Volkgeist, esto es, un imprescindible espíritu nacional, influyó en las colectividades angloparlantes desde mediados del siglo XVIII y condujo a la búsqueda de un hombre viril en quien se asentaran los valores de la nacionalidad. Arbitrarias listas de héroes inexistentes, cuyas hazañas improbables remontaban a los tiempos de Tácito, reforzaron entonces el imaginario que venía del medioevo y animaron las empresas de Albión en el extranjero. El historiador germánico Justus Moser divulgó el mito de los anglosajones libres por obra de unos adalides levantados contra el yugo normando, y sugirió que se desarrollara en Alemania una versión de la misma catadura. Sus discípulos pusieron manos a la obra hasta el extremo de colocar los pilares del racismo ario. Tanto los colonos norteamericanos de los siglos XVI y XVII como los revolucionarios de las Trece Colonias alimentaron la rutina del poblamiento y la insurgencia contra el Rey, respectivamente, en la ascendencia de esos sujetos sorprendentes cuyo resorte los impulsaba desde la antigüedad clásica. Como ingredientes de supuestos designios nacionales, nadie se atrevió a poner en duda su existencia ni su necesidad. Con esa levadura se amasó después el pan del Destino Manifiesto[1].
Pero los héroes no aparecen sólo por influencia divina, ni como consecuencia de los ensueños plebeyos, ni por la manipulación de los historiadores. La mayoría son hombres que interpretaron con fortuna su circunstancia y pudieron realizar una obra remitida a un conjunto posterior de destinatarios. Cuando tales destinatarios los requieren como suscriptores de su partida de nacimiento o como probanza de legitimidad, pero también como hilo capaz de reunirlos en cada presente, los llevan a la hipérbole. Mientras aumenta la estatura de la hipérbole, mayores son las posibilidades de integración afectiva y de congregación en torno a causas comunes. Sin embargo, se da el caso de que puedan los destinatarios provocar el crecimiento de los influjos perniciosos de su culto, vinculados a sentimientos e ideas sobre la patria y sobre el patriotismo. Si tales factores pudieron producir en Inglaterra las tropelías del imperialismo, en Alemania los horrores del racismo y la filosofía expansionista en los Estados Unidos, ninguna sociedad es inmune a sus perjuicios. Así como los necesita, puede convertirlos en escudos del mal y del disparate.
El culto justificado
Si se juzga por la cantidad de retórica, de estatuas y monumentos, la Independencia es el periodo que más influye en los venezolanos. En sus protagonistas, especialmente en Simón Bolívar, se encuentra la base de nuestro culto a los héroes[2]. Pero que la Independencia pese tanto no debe sorprendernos. La liquidación del imperio hispánico y la fundación de un mapa estable de repúblicas en la primera mitad del siglo XIX, cuando aún la topografía política de occidente debe esperar para asentarse, es un hecho trascendental. La alternativa de convertir en realidad las ideas de la modernidad en un territorio dispuesto para una renovación, mientras el Antiguo Régimen pugna en Europa por el restablecimiento, obliga a un análisis diferente del mundo. La aparición de unos interlocutores flamantes y de mercados libres del control metropolitano mueve a otros usos en las relaciones internacionales. Los arquitectos del proceso, desconocidos al principio más allá de las fronteras lugareñas, se transforman en celebridades que han hecho morder el polvo a una de las potencias más influyentes de la tierra o ascienden al poder en medio de grandes expectativas.
La república naciente, convertida en desierto por la inclemencia de la guerra, debe acudir al pasado próximo para sacar de sus hechos la fuerza necesaria en la inauguración del camino. No puede mirar hacia más atrás porque luchó contra los antecedentes remotos. En la epopeya que acaba de terminar encuentra abono un sentimiento susceptible de unificar a la sociedad, mientras se pasa de la pesadilla de los combates a la pesadilla de un contorno agobiado por las urgencias. La apología de esos paladines y de sus hazañas debe ayudar en el tránsito de una senda tortuosa. Un pueblo que al lograr su emancipación descubre que tiene un trabajo pendiente, pero que apenas posee las herramientas para realizarlo, siente que el tiempo transcurrido fue mejor. Un pueblo que deja de pelear contra el Imperio para sacarse las tripas en casa le hace un monumento a quienes, según estima, cumplieron a cabalidad su cometido. Hay suficientes elementos, pues, para encontrar apoyos a la religión de los héroes que comienza a florecer.
Tienen sentido los mitos de un país heroico y la liturgia que nacen después de la insurgencia. El santoral erigido en lo adelante no es un capricho sino una necesidad. En adelante los próceres de la Independencia, especialmente el Libertador, se convierten en símbolos patrios junto con el himno y con la bandera nacionales. Pero, ¿para qué existen ayer y hoy los símbolos de la patria? Su cometido es agruparnos y cobijarnos. La sociedad se siente reflejada en sus señales, en sus letras y colores. A nadie le parecen feos ni anacrónicos. Pueden contener figuras y lemas incomprensibles, pero no están en las fachadas de los edificios y en las ilustraciones oficiales para que la gente los descifre. Quizá anuncien cosas contraproducentes para la actualidad, o quieran algunos de sus intérpretes que así suceda –como la superioridad de unos individuos sobre otros,