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Libro electrónico304 páginas3 horas

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Experimente el suspenso y el misterio de los mejores thrillers legales de ficción más vendidos y ganador de los Beverly Hills Book Awards al mejor thriller legal y una medalla de bronce en ficción. Misterio y asesinato del favorito de los lectores Premios de libros. Los críticos llaman al autor "uno de los escritores de suspenso más fuertes de la escena".

¿Y si asesinar fuera tan fácil como hacer clic en un botón?

Una turba de acosadores cibernéticos anónimos atormenta al abogado Brent Marks con publicaciones difamatorias en Internet en esta quinta novela de la serie de suspenso legal. Cuando aparece un misterioso asesino anónimo a sueldo, el abogado Marks se ve acusado de asesinato y en una carrera desesperada para demostrar su inocencia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ago 2020
ISBN9781071563908
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Autor

Kenneth Eade

Described by critics as "one of our strongest thriller writers on the scene," author Kenneth Eade, best known for his legal and political thrillers, practiced International law, Intellectual Property law and E-Commerce law for 30 years before publishing his first novel, "An Involuntary Spy." Eade, an award-winning, best-selling Top 100 thriller author, has been described by his peers as "one of the up-and-coming legal thriller writers of this generation." He is the 2015 winner of Best Legal Thriller from Beverly Hills Book Awards and the 2016 winner of a bronze medal in the category of Fiction, Mystery and Murder from the Reader's Favorite International Book Awards. His latest novel, "Paladine," a quarter-finalist in Publisher's Weekly's 2016 BookLife Prize for Fiction and winner in the 2017 RONE Awards. Eade has authored three fiction series: The "Brent Marks Legal Thriller Series", the "Involuntary Spy Espionage Series" and the "Paladine Anti-Terrorism Series." He has written twenty novels which have been translated into French, Spanish, Italian and Portuguese.

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    Killer.com - Kenneth Eade

    ASESINO.COM

    KENNETH EADE

    Times Square Publishing  Copyright 2015 Kenneth Eade

    ISBN: 1517277205 

    All rights reserved.  No part of this book may be reproduced or transmitted in any form or by any means, electronic or mechanical, including photocopying, recording, or by any information storage and retrieval system, without permission in writing from the publisher.  Reviewers may quote brief passages in the context of a review.

    This is a work of fiction.  Names, characters, places, and incidents either are the product of the author’s imagination or are used fictitiously, and any resemblance to actual persona, living or dead, business establishments, events or locales is entirely coincidental.  The publisher does not have any control over and does not assume any responsibility for author or third-party Web site or their content.

    The scanning, uploading and distribution of this book via the internet or any other means without the permission of the publisher is illegal and punishable by law.  Please purchase only authorized electronic editions, and do not participate in or encourage electronic piracy of copyrighted material.

    OTROS LIBROS DE KENNETH EADE

    Serie de novelas de suspenso legal de Brent Marks

    A Patriot’s Act

    Predatory Kill

    Locura en la comunidad de propietarios

    Una fuerza irracional

    Intolerancia absoluta

    Espionaje

    Un espía involuntario

    A Rusia por amor

    No ficción

    Bless the Bees: The Pending Extinction of our Pollinators and What You Can Do to Stop It

    A, Bee, See: Who are our Pollinators and Why are They in Trouble?

    Save the Monarch Butterfly

    Dedicado a Joyce, mi primera y más duradera admiradora.

    «Los monstruos no existen. De los que tienes que tener miedo es de los hombres, no de los monstruos».

    -Niccolo Ammaniti

    PRÓLOGO

    Los muchachos se pusieron en fila en seis grupos de siete, vestidos con los pantalones cortos de color rojo tomate y las camisetas blanqueadas con lejía de sus uniformes de gimnasia de la escuela secundaria Hale Jr. High. Era un bello día en el sur de California, y el sol resplandecía sobre el campo donde los jóvenes se habían formado. Cada equipo tenía un capitán que respondía al entrenador, Vince Nieman, que no era más que un adulto con mentalidad de muchacho; alguien a quien ya se le había pasado el cuarto de hora, cuyo desempeño en el equipo titular de fútbol americano en sus épocas de estudiante en la escuela secundaria había sido lo suficientemente bueno como para conseguirle una beca para la universidad. Ahora, para lo único que servía era para dar clases de educación física. El capitán del equipo de Brent era un estudiante mediocre de nombre Russ Carlton, un bravucón corpulento, pelirrojo y pecoso respecto de quien, ya desde la escuela media, hasta el último de sus maestros se hubiese atrevido a apostar que con toda probabilidad acabaría convirtiéndose en un delincuente —a excepción, por supuesto, del entrenador Nieman, que encontraba en la fuerza física del muchacho un recurso útil para controlar a las masas.

    Brent dejó caer la cabeza y se puso en fila.  Odiaba la clase educación física, y no tenía intención de disimularlo.

    —¡Eres un marica, Márquez! —gritó Russ Carlton.

    —¡Un marica sin pelotas! —continuó otro.

    —¡Eres un marica sin pelotas que chupa vergas! —Ahora sí que eran todo un coro.

    —¡Hazlo, ya, Steinman! —ordenó Russ.

    Esa fue la señal para que Gary Steinman, un joven desgarbado y de aspecto patético con una abundante mata de cabello crespo castaño desalineado, se ubicase en la fila detrás de Brent. Con ambas manos, lo tomó por el elástico de la cintura de los pantalones y de la ropa interior y tiró hacia abajo con todas sus fuerzas, dejándolo con ambas prendas a la altura de los tobillos. En ese mismo instante, una algarabía de carcajadas del resto recompensó los esfuerzos de Gary.

    Brent se subió de prisa los pantalones y se alejó corriendo del lugar, al tiempo que Russ le ratificaba al grupo: —Lo ven, ¡les dije que era un marica!

    —Sí, ¡vaya cobarde! —gritó Gary.

    Corrió hacia el vestuario, dejando a su paso al entrenador Nieman.

    —¿Dónde crees que vas, Márquez? —le preguntó el entrenador, y al ver que Brent lo ignoraba, decidió recurrir a Russ—. Carlton, ve a buscar a Márquez y tráelo aquí.

    —Acompáñame, Steinman —ordenó Russ, al tiempo que salía corriendo detrás de Brent en dirección al vestuario, con su secuaz siguiéndole los pasos como un perro adiestrado.

    Brent hizo girar la cerradura y abrió el casillero. El olor del vestuario era nauseabundo: una mezcla de transpiración, bolas sudorosas y calcetines sucios y rancios. Se estaba poniendo los vaqueros cuando los dos jóvenes ingresaron.

    —Ponte el uniforme, Márquez. El entrenador quiere que vuelvas.

    Brent simuló no escucharlo y continuó vistiéndose.

    —¿Acaso eres sordo, marica? —insistió Steinman.

    —Te escuché. No pienso ir.

    —Ve por él, Steinman —ordenó Russ, empujando a su subordinado con fuerza hacia Brent y provocando que este se golpeara la espalda contra el casillero. Como una cobra, Brent contraatacó a Steinman, lo agarró del brazo izquierdo, se lo torció detrás de la espalda y se lo presionó con fuerza hacia arriba, lo que le provocó una mueca de dolor al tiempo que giró y se golpeó la nariz contra la puerta del casillero.

    —¿Quién es el marica ahora? —le gritó Brent al oído.

    —Suéltalo, Márquez, o te las verás conmigo —amenazó Russ sin éxito, pues Brent lo ignoró y mantuvo la presión.

    —¿Qué está pasando aquí? —retumbó en el vestuario la voz del entrenador. Brent no pensaba ceder, y continuó ejerciendo presión en el brazo del muchacho hasta que creyó que se rompería, para luego meterle la cabeza dentro del casillero, provocando que se le doblaron las gafas con montura metálica a la altura de la nariz, que finalmente fueron a parar al suelo del repugnante vestuario.

    —Basta de peleas, Márquez. ¡Suéltalo, ahora!  —vociferó Nieman. Brent acató por fin la orden, empujando al joven al suelo—. Ustedes dos, largo de aquí; Márquez, ve a la oficina del vicedirector, ¡apresúrate!

    —¡Esto no ha terminado, marica! —insistió Russ, al tiempo que retrocedía y apuntaba a Brent con el dedo en tono amenazante.

    ***

    La visita a la oficina del vicedirector lo dejó con una suspensión de dos días, lo cual no le pareció demasiado grave. En lo que a él respectaba, sus compañeros no eran más que un montón de parásitos adolescentes. Las clases le parecían a duras penas un mal chiste, y aquellos que se suponía que asistían a la escuela a estudiar parecían estar compitiendo en un concurso de popularidad donde el objetivo era consagrarse como el más ignorante.

    Cuando cerró la puerta de su casillero y se volvió, Russ Carlton lo esperaba con ocho de sus matones. «Vaya sorpresa».

    —¿El cobarde quiere pelear? —preguntó Carlton, empujándolo contra el casillero y provocando que la combinación numérica se le incrustara en la columna vertebral—. ¡Te haré pedazos! —Brent sabía que eran demasiados y no se atrevió a responder. Se limitó a ponerse nuevamente en pie, pero Steinman volvió a empujarlo dentro del casillero, seguido por un golpe de Nate, otro empujón de Joe y una patada al estómago de Briscoe.

    —¿Llaman a esto una pelea justa? —preguntó Brent, respirando con dificultad—. ¿Cinco contra uno?

    Russ cacareó como una gallina y dijo en tono burlón: —¡El mexicano quiere una pelea justa!

    —No soy mexicano.

    —Cuanto lo siento, se me olvidó. Supongo que no tienes la piel morena, ¿no? Seguramente solo te gusta ir por la vida frotándote excremento por el cuerpo. —Russ volvió a reír a carcajadas, acompañado por su séquito de malhechores. Se inclinó tanto hacia él que Brent pudo oler su aliento putrefacto cuando le olisqueó el cuello para hacer una mueca.

    —A mí me huele a frijoles. ¿A ti, Briscoe?

    El joven puso su enorme nariz justo debajo del lóbulo de la oreja de Brent y olfateó:

    —Sí, a frijoles y tortillas.

    —Es oficial, Márquez: ¡eres un frijolero! —se burló Russ, riendo a moco tendido al compás del coro de carcajadas y risotadas de su séquito.

    —Te diré qué: Steinman todavía no se ha ganado su lugar en el grupo. Además, me temo que es cierto que la pelea de hoy en el vestuario no ha sido justa.

    —Es verdad, aún no ha tenido su iniciación formal —añadió Briscoe.

    —¿Acaso te pedí tu opinión, zopenco? Como decía, es hora de que Steinman tenga su primera pelea. La haremos el sábado, a las doce del mediodía, en Knapp Park. Más te vale que aparezcas o iremos a buscarte, y no necesito decirte lo que te esperaría.

    Tras meterlo de un empujón nuevamente dentro del casillero, Russ se alejó, seguido por Steinman y el resto de los matones, y Brent permaneció allí hasta que cayó por fin sobre sus nalgas en el rígido hormigón. En cuanto logró ponerse de pie, se sacudió el polvo de las rodillas y, en ese preciso momento y lugar, se prometió que nunca se rendiría ante ningún matón.

    CAPÍTULO UNO

    Matthew Kronenberg —a quien muchos de los abogados que solían frecuentar su tribunal llamaban cariñosamente «Kronendork»— era un hombre con un marcado complejo napoleónico, una característica bastante habitual en los jueces federales. Habiendo sido designado en su cargo de forma vitalicia por el presidente George W. Bush por recomendación del congresista local, este hombre de pequeña figura, como tantos otros magistrados, subía las escaleras y se erigía en su estrado en lo alto del tribunal día tras día, para pronunciar sentencias que afectarían a completos desconocidos de los que no sabía nada en absoluto. El juez tenía decidido que ese mismo día finiquitaría el caso por difamación de Brent Marks, y no había nada que fuese a hacerlo cambiar de opinión, aunque les había notificado a las partes la sentencia tentativa que tenía pensado dictar, para darle a Brent —a quien dicha sentencia perjudicaría— una última oportunidad de presentar sus argumentos en una audiencia oral antes de dar por terminado el asunto. El magistrado tenía en el rostro una mueca constante, que hacía parecer que vivía aquejado por el estreñimiento. «Si sonriera, se le quebraría el rostro», recordó Brent que su madre solía decir sobre la gente con esa clase de expresión. 

    El caso giraba en torno a una serie de declaraciones difamatorias contra Brent, que habían sido publicadas en internet. Aunque no era la primera vez que debía enfrentarse a un grupo de acosadores, en cierto modo, en el pasado le había resultado más sencillo, ya que no tenían la posibilidad de ocultarse detrás del muro de anonimato que ofrece internet. Durante gran parte de su adolescencia, se había visto obligado a enfrentar a esta clase de individuos, a un punto tal que su padre había tenido que cambiar su apellido de Márquez a Marks. Los acosadores suelen ensañarse con una o varias características específicas de una persona y utilizarlas en su contra. En este caso, la característica elegida había sido su apellido. Su padre, José Márquez, había emigrado de España antes de conocer a su madre. Al nacer Brent, José nunca imaginó los problemas que el apellido familiar le provocaría en el futuro a su hijo. Los acosadores se burlaban permanentemente de su apellido, refiriéndose a él como mexicano, y, desde entonces, Brent se había preguntado por qué considerarían ese calificativo como un insulto. Con su cabello castaño oscuro y sus ojos avellana que a menudo podían confundirse con marrones, podría haber pasado por mexicano perfectamente, aunque era bastante más alto que la mayoría de ellos. También hablaba español con fluidez, lo que le había resultado de mucha utilidad en los viejos tiempos, pues muchos de sus clientes de Santa Bárbara eran mexicanos.

    Brent se puso de pie y se ubicó frente al juez.  Se había vestido para impresionar, con su mejor traje gris de dos piezas y una camisa azul cobalto con cuello abotonado, pero su elegancia no lo protegería de la tempestad que estaba a punto de caerle encima. «Nunca te rindas. Vaya mantra», pensó, de pie frente al hombre que estaba a punto de pronunciar la sentencia que lo convertiría de demandante en demandado.

    —Su señoría, para que pueda prosperar la moción de desestimación presentada por la otra parte, deben probar que la declaración del demandado está amparada por el derecho a la libertad de expresión. No hay posibilidad de que eso ocurra, dado que la declaración en cuestión es difamatoria en sí misma, y las declaraciones difamatorias no están amparadas por el derecho a la libertad de expresión consagrado en la Constitución de los Estados Unidos. Por otra parte, también debe probar que la declaración en cuestión se relaciona con una cuestión de interés público. 

    »Las declaraciones difamatorias fueron todas contra mi persona, su señoría. Yo no soy ni una estrella de cine, ni un presidente, ni un congresista; ni siquiera soy un juez federal como usted. Soy una persona común y corriente a la que no le agrada que su reputación se vea mancillada por un grupo de ciberacosadores. Por lo tanto, no se me puede considerar una persona de interés público, y este caso no puede, por definición, constituir una demanda estratégica contra la participación pública. La intención de los demandados es únicamente conseguir inmunidad en relación con su responsabilidad por haber cometido actos de difamación, lo cual constituye un uso indebido de la ley que regula las demandas estratégicas contra la participación pública, en virtud del fallo Hilton.

    El abogado de la contraparte, Geoffrey Kelley, del bufete Noble, Saperstein y Kelley, estaba tan ansioso por hablar que parecía que estaba por salirse de su traje de tres piezas como si se tratase de un tubo nuevo de pasta dental que alguien apretó demasiado fuerte. No dejaba de mordisquearse el labio y de moverse en su asiento, ansioso por que le llegara el turno de hablar, pero Brent estaba decidido a utilizar los diez minutos que el juez le había concedido para exponer sus argumentos. Si el juez hacía lugar a la moción y desestimaba su caso por difamación, habría dos consecuencias: en primer lugar, lo condenarían al pago de altísimos honorarios y costas legales, y, en segundo lugar, comenzarían a aparecer más y más publicaciones difamatorias en su contra en internet; esta vez, con total impunidad. Sería una especie de «luz verde» para los ciberacosadores, una suerte de invitación a que lo insultasen como se les diera la gana y la oportunidad de poder acusarlo de cualquier conducta vil, ilegal o inmoral que se les pudiese ocurrir.

    —Adicionalmente, su señoría, en su sentencia tentativa sostiene que las publicaciones anónimas en las que se me acusa de robo y fraude constituyen opiniones no accionables. No se trata de opiniones. Se trata de acusaciones vinculadas a la comisión de un delito, y eso constituye una difamación en sí misma que implica haber actuado con la intención de provocar un daño, por lo que se trata de una cuestión que debe decidir un jurado y no puede resolverse por medio de esta moción.

    A Brent le hubiese gustado dar su opinión sobre Kronendork, pero eso solo le habría valido un boleto de ida a la cárcel por desacato.

    —Señor Marks, en este caso, usted demandó al sitio web. ¿En qué se basa para decir que el proveedor de servicios no tiene inmunidad frente a las declaraciones en cuestión publicadas por terceros cuando así lo establece la Ley de Decencia en las Comunicaciones? —inquirió el juez.

    «Decencia en las Comunicaciones. Vaya nombre para una ley que les permite a las personas difamar a otras de manera anónima en internet», pensó Brent. Las comunicaciones en cuestión no tenían nada de «decentes», pero la pregunta de Kronendork era retórica, por lo que cualquier respuesta que fuera a darle le resultaría irrelevante.

    —Su señoría, demandé al sitio web no solo porque actúan como un proveedor de servicios que brinda a sus usuarios acceso a un foro donde publicar sus declaraciones difamatorias, sino porque intervienen también como moderadores y aportan su proprio material a las conversaciones, lo que los convierte, a su vez, en un proveedor de contenido; por este motivo, no tienen inmunidad en los términos de la Ley de Decencia en las Comunicaciones, de conformidad con el fallo Kruska que he citado en mi presentación.

    »Además, si no se me permite examinar la información del sitio web del demandado, nunca podré conocer la identidad de quienes realizaron las publicaciones difamatorias. Se trata de un sitio despreciable que actúa en connivencia con los ciberacosadores, su señoría, que no son más que antiguos bravucones escolares devenidos en adultos, y es inconcebible que se les permita publicar mi dirección, imágenes de mi casa y mi número de teléfono, pues eso constituye una clara violación de mi derecho a la privacidad.

    Por sensatos que sonaran sus argumentos, a Brent no le estaba yendo nada bien, y era probable que el grupo de ciberacosadores ya estuviese reclutando nuevos miembros para sumar a sus filas, y preparando otra embestida de calumnias y difamaciones en su contra. Las declaraciones del estilo «Brent es un abogado sin ética y un delincuente, y deberían quitarle la matrícula» se consideraban como expresiones de opinión y, por lo tanto, estaban amparadas por la Primera Enmienda.

    —Señor Marks, se le acabó el tiempo. El tribunal escuchará ahora al señor Kelley.

    Los jueces nunca se refieren a sí mismos en primera persona, sino en tercera, como la reina de Inglaterra. Kelley se levantó y estuvo a punto de tropezar con los cordones de sus zapatos. Su emoción era tal que le faltó poco para llevarse puesto a Brent en su camino hacia el estrado, quien tuvo que contener el impulso de deslizar «accidentalmente» un pie para hacerlo caer. Una prominente barriga le colgaba por encima del cinturón, y un dejo de piel flácida le asomó por el lugar en el que alguna vez había estado un botón.

    —Gracias, su señoría. La defensa ha demostrado de manera concluyente que las declaraciones realizadas constituyen expresiones de opinión protegidas por la Constitución y que, dado que en ellas se hacía referencia a cuestiones vinculadas al señor Marks —que es un abogado habilitado para ejercer su profesión en el estado de California—, constituyen cuestiones que podrían considerarse de interés público. Por lo tanto, conforme se ha sostenido en el fallo Nygard v. Uusi-Kerttula, podemos afirmar que las declaraciones resultan efectivamente de interés público. 

    »Dado que hemos demostrado que las declaraciones están amparadas por el derecho a la libertad de expresión garantizado por la Constitución de los Estados Unidos y que resultan de interés público, se traslada la carga de la prueba al señor Marks, y es él quien debe demostrar que tiene probabilidades de obtener un fallo favorable respecto de su reclamo. Esto es algo que lógicamente no ha podido —ni podrá— demostrar.

    «No me digas. Ni siquiera se me ha dado la posibilidad de llegar a la instancia del proceso de exhibición anticipada de pruebas».

    —Por último, su señoría, la Ley de Decencia en las Comunicaciones les otorga inmunidad a los proveedores de servicios, como mi cliente, cuyos actos se limitan a la publicación del contenido generado por los usuarios. El señor Marks es libre de demandar a terceros, los usuarios que generaron el contenido en cuestión, pero es un despropósito que pretenda demandar al servicio informático interactivo que les brindó el espacio para publicarlo en internet.

    «Pero por supuesto, Gee-offrey, todo lo que tengo que hacer es demandar a Agente 007, Aniquilador de Charlatanes y Perro de Ataque, que se esconden detrás de la falda de tu cliente».

    —El tribunal hace lugar a la moción y pará a dictar sentencia —anunció el magistrado—. Se desestima la demanda y se condena al señor Marks al pago de cincuenta mil dólares en concepto de honorarios del abogado defensor.

    «Por supuesto, su señoría. Déjeme ir hasta el auto por mi chequera. ¿O será que aceptan tarjeta de crédito?».

    Ahora sí que era oficial. Brent Marks, otrora un ciudadano común y corriente de profesión abogado, era ahora una figura pública sin derecho a la privacidad. En lo sucesivo, cualquiera podría decir lo que quisiese sobre él, fuera o no cierto,

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