Poesías completas
Por Antonio Machado
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Antonio Machado Ruiz (Sevilla, 26 de julio de 1875-Colliure, 22 de febrero de 1939) fue un poeta español, el más joven representante de la generación del 98. Su obra inicial, de corte modernista (como la de su hermano Manuel), evolucionó hacia un intimismo simbolista con rasgos románticos, que maduró en una poesía de compromiso humano, de una parte, y de contemplación casi taoísta de la existencia, por otra; una síntesis que en la voz de Machado se hace eco de la sabiduría popular más ancestral. Dicho en palabras de Gerardo Diego, «hablaba en verso y vivía en poesía». Este libro recopila sus poemas populares
Antonio Machado
Antonio Cipriano José María Machado Ruiz. (Sevilla, 26 de julio de 1875 - Coillure, Francia, 22 de febrero de 1939). Poeta, dramaturgo y narrador español, poeta emblemático de la Generación del 98.Realiza sus estudios en la Institución Libre de Enseñanza y posteriormente completa sus estudios en los institutos San Isidro y Cardenal Cisneros. Realiza varios viajes a París, donde conoce a Rubén Darío y trabaja unos meses para la editorial Garnier.En Madrid participa del mundo literario y teatral, formando parte de la compañía teatral de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza. En 1907 obtiene la cátedra de Francés en Soria. Tras un viaje a París con una beca de la Junta de Ampliación de Estudios para estudiar filosofía con Bergson y Bédier, fallece su mujer - con la lleva casado tres años - y este hecho le afecta profundamente. Pide el traslado a Baeza, donde continúa impartiendo francés entre 1912 y 1919, y posteriormente se traslada a Segovia buscando la cercanía de Madrid, destino al que llega en 1932. Durante los años que pasa en Segovia colabora en la universidad popular fundada en dicha ciudad.En 1927 ingresa en la Real Academia y un año después conoce a la poetisa Pilar de Valderrama, la "Guiomar" de sus poemas, con la que mantiene relaciones secretas durante años.Durante los años veinte y treinta escribe teatro en colaboración con su hermano Manuel. En la Guerra Civil Machado no permanece en Madrid ya que es evacuado a Valencia en noviembre de 1936. Participa en las publicaciones republicanas y hace campaña literaria. Colabora en Hora de España y asiste al Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. En 1939 marcha a Barcelona, desde donde cruza los Pirineos hasta Coillure. Allí fallece al poco tiempo de su llegada.En la evolución poética de Antonio Machado destacan tres aspectos: el entorno intelectual de sus primeros años, marcado primero por la figura de su padre, estudioso del folclore andaluz, y después por el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza; la influencia de sus lecturas filosóficas, entre las que son destacables las de Bergson y Unamuno; y, en tercer lugar, su reflexión sobre la España de su tiempo. La poética de Ruben Darío, aunque más acusada en los primeros años, es una influencia constante.El teatro escrito por los hermanos Machado está marcado por su poética y no permanece en los límites del teatro comercial del momento. Sus obras teatrales se escriben y estrenan entre 1926 (Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel) y 1932 (La duquesa de Benamejí) y consta de otras cinco obras, además de las dos citadas. Son Juan de Mañara (1927), Las adelfas (1928), La Lola se va a los puertos (1929), La prima Fernanda (1931) - escritas todas en verso - y El hombre que murió en la guerra, escrita en prosa y no estrenada hasta 1941. Además, los hermanos Machado adaptan para la escena comedias de Lope de Vega como El perro del hortelano o La niña de Plata, así como Hernani de Víctor Hugo.
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Poesías completas - Antonio Machado
POEMAS
PRÓLOGO
En una mañana fría y húmeda llegué por primera vez al inmenso país de los Estados Unidos. Iba el steamer despacio, y la sirena aullaba roncamente por temor de un choque. Quedaba
atrás Fire Island con su erecto faro; estábamos frente a Sandy Hook, de donde nos salió al pa- so el barco de sanidad. El ladrante slang yanqui sonaba por todas partes, bajo el pabellón de bandas y estrellas. El viento frío, los pitos arromadizados, el humo de las chimeneas, el movimiento de las máquinas, las mismas ondas ventrudas de aquel mar estañado, el vapor que
caminaba rumbo a la gran bahía, todo decía: all right. Entre las brumas se divisaban islas y barcos. Long Island desarrollaba la inmensa cinta
de sus costas, y Staten Island, como en el marco de una viñeta, se presentaba en su hermosura,
tentando al lápiz, ya que no, por falta de sol, a la máquina fotográfica. Sobre cubierta se agru-pan los pasajeros: el comerciante de gruesa
panza, congestionado como un pavo, con en-corvadas narices israelitas; el clergyman hueso-
so, enfundado en su largo levitón negro, cubier- to con su ancho sombrero de fieltro, y en la mano una pequeña Biblia; la muchacha que usa gorra de jockey, y que durante toda la travesía ha cantado con voz fonográfica, al són de un banjo; el joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficionado al box, tiene los puños de tal modo, que bien pudiera desquijarrar un rinoce- ronte de un solo impulso... En los Narrows se
alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Luego, levantando sobre su cabeza
la antorcha simbólica, queda a un lado la gigan- tesca Madona de la Libertad, que tiene por peana un islote. De mi alma brota entonces la salutación:
«A ti, prolífica, enorme, dominadora. A ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas ma- mas de bronce alimentan un sinnúmero de al- mas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y
magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de mi steamer, prosternándome delante de tu majestad. ¡Ave:
Good morning! Yo sé, divino icono, ¡oh, magna estatua!, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la manera del fiat del Señor.
Allí están entre todas, brillantes sobre las listas de la bandera, las que iluminan el vuelo del
águila de América, de esta tu América formi- dable, de ojos azules. Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es contigo: bendita tú eres. Pe- ro, ¿sabes?, se te ha herido mucho por el mun- do, divinidad, manchando tu esplendor. Anda en la tierra otra que ha usurpado tu nombre, y
que, en vez de la antorcha, lleva la tea. Aquélla no es la Diana sagrada de las incomparables
flechas: es Hécate.»
Hecha mi salutación, mi vista contempla la ma- sa enorme que está al frente, aquella tierra co- ronada de torres, aquella región de donde casi
sentís que viene un soplo subyugador y terrible: Manhattan, la isla de hierro, Nueva York, la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tor-mentosa, la irresistible capital del cheque. Ro-
deada de islas menores, tiene cerca a Jersey; y agarrada a Brooklyn con la uña enorme del puente, Brooklyn, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un ramillete de campanarios.
Se cree oír la voz de Nueva York, el eco de un vasto soliloquio de cifras. ¡Cuán distinta de la voz de París, cuando uno cree escucharla, al acercarse, halagadora como una canción de amor, de poesía y de juventud! Sobre el suelo de Manhattan parece que va a