Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El Cetro De Ur
El Cetro De Ur
El Cetro De Ur
Libro electrónico437 páginas6 horas

El Cetro De Ur

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

661 páginas (A5)

PRÓLOGO

Gabriel Torres, un joven universitario sevillano, descubre de la noche a la mañana que su vida se ve envuelta en una espiral impredecible y apocalíptica; un inmenso poder encumbra su apellido.

Desde el amanecer de los tiempos los seres humanos han manipulado a perpetuidad al resto de sus congéneres, y dos hermandades ancestrales que compiten por comandar el destino de la humanidad ligan tan intrínsecamente su existencia que están dispuestas a extinguir toda la vida sobre la Tierra.

Les aguarda un maravilloso viaje sobre una viva alfombra de mágicos colores, que les transportará desde la cuna de la civilización en Oriente Medio hasta el gran Colisionador de Hadrones europeo y el incipiente continente asiático. Un maremágnum caótico y desenfrenado de espionajes, teorías y leyendas, poderes sobrenaturales y seres de otros planetas.

Bajo el plácido mar de la China y el saludable frescor del cielo tokiota, la madre de todas las guerras está a punto de desatarse...

Bienvenidos a un relato contemporáneo que nació en los albores de la civilización.

Bienvenidos a El Cetro de Ur.

IdiomaEspañol
EditorialJosé Cámara
Fecha de lanzamiento28 jun 2020
ISBN9780463600177
El Cetro De Ur
Autor

José Cámara

Sobre el autor:Nací en Sevilla (1.978) y sentí pasión por la literatura desde muy joven. Radico entre Europa y el continente americano.Mi amor y respeto por las letras me animó a publicar El Cetro de Ur, la primera novela de una trilogía realizada con sumo esmero y cariño.

Relacionado con El Cetro De Ur

Libros electrónicos relacionados

Ciencia ficción para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El Cetro De Ur

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El Cetro De Ur - José Cámara

    A Patricia… el amor de mi vida.

    Esta novela no habría nacido sin ti.

    Realizado por el autor, con colaboraciones de

    Patricia Giovanna Pure Cusi.

    E-mail: elcetrodeur@gmail.com

    Facebook: ElcetrodeUr

    Twitter: @CetroEl

    ISBN: 978-84-09-13380-2

    Reservados todos los derechos. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, su incorporación a un sistema informático y su transmisión en cualquier formato o medio (electrónico, impreso, fotocopiado u otros) sin autorización expresa del titular del copyright.

    El Cetro de Ur.

    © JOSÉ CÁMARA, [2020]

    El modelo social que no base sus

    cimientos en la voluntad

    de sus partícipes

    nace muerto.

    La sociedad que no vele por

    su verdadera libertad

    morirá…

    CAPÍTULO I (El hallazgo)

    Desierto de Iraq. Nasiriya, antigua Ciudad de Ur

    Octubre de 1.938

    Otto Rahn limpiaba minuciosamente aquella tablilla desgastada, anhelando que les sacase de la frustración en la que estaban inmersos.

    A sus treinta y cuatro años, de mediana estatura y complexión delgada, este escritor de cara amable y mirada penetrante notaba ojeroso el desgaste tras los seis meses de arduo trabajo que llevaba en la excavación.

    Miembro del Partido Nazi y de las Shutzstaffel, más conocidas como las S.S., tenía asignada una misión primordial junto a su compañero de filas, Edmund Kiss, bajo las órdenes de su amigo Heinrich Himmler; comandante en jefe de las S.S.

    Edmund, por el contrario, paseaba de arriba a abajo nervioso mientras daba órdenes a diestro y siniestro. Superaba los cincuenta años y era un hombre de temperamento rudo y mirada angosta. Excombatiente de la Primera Guerra Mundial, escritor, arqueólogo y arquitecto, compartía con Otto multitud de inquietudes e incluso algunas similitudes físicas.

    ―¿Estás seguro de que es aquí, Otto? ¡Llevamos semanas dando palos de ciego! ―vociferó enfadado mientras pateaba con fuerza un plato colmado de la fina arena de aquel desierto.

    ―Sabes que es muy difícil interpretar estos planos ―contestó con la mirada perdida en un papiro polvoriento y desvencijado―. Tiene que ser la casa de Abraham y Saray, debemos avanzar unos metros más hacia el noreste. ¡En aquella dirección! ―Señaló a los muros de adobe.

    Edmund chascó los dedos con la energía que le caracterizaba, y provocó que los operarios reaccionaran a sus órdenes y prosiguieran con su labor pese al calor insoportable; les inspiraba menos respeto que el temor a su mal carácter.

    Otto tuvo la fortuna de comprar dos años antes en el mercado negro de Bagdad, cerca del minarete de Suq Al-Ghazel, un enorme y variado juego de piezas a un traficante de poca monta que las había robado de uno de los camiones de las excavaciones que Sir Leonard Wooley llevó acabo la década anterior.

    Contaba dicho mercante que sustrajo las piezas con gran habilidad hasta conformar aquel magnífico lote, y todo a pesar de las medidas de seguridad que el Ejército británico desplegó para la protección de unas reliquias que tenían como destinos principales el Museo Británico y la Universidad de Pennsylvania.

    Nada más lejos de la realidad. Después de doce años de excavaciones tal era el interés de los británicos por salir de aquel desierto que muchas de las piezas, sobre todo las pertenecientes a las ruinas de la ciudad, no tanto las del interior del zigurat, se soltaron por la sobrecarga de los amarres en los camiones o se dejaron en las ruinas sin catalogar.

    Un desastre lamentable que Otto y la SS-Ahnenerbe, la Sociedad para la Investigación y Enseñanza sobre la Herencia Ancestral Alemana que dirigía Himmler, estaban dispuestos a aprovechar.

    Edmund estaba ansioso porque recibía abundantes presiones de muchos frentes distintos. Por un lado, de la propia Ahnenerbe y Karl Wolf, general de las S.S, al que debía su compromiso por la tardanza en los resultados y, por otro lado, de Nuri Al-Said, el político al que sobornaban para mantener en la inopia a los británicos.

    Gran Bretaña conservaba bases militares y libertad de movimientos por todo el territorio tras el tratado Anglo-iraquí de 1.930, aunque dejó fuera de la tutela del Imperio a Iraq en 1.932.

    Miraba con recelo el Totenkopfring, el anillo de honor de las S.S que Otto exhibía con orgullo en su mano derecha. Aquella sortija de plata repleta de símbolos rúnicos, con su calavera y sus dos tibias cruzadas, era la distinción privada de Himmler a los más reconocidos miembros de la sociedad.

    Una admiración que Edmund codiciaba sobremanera, y esta misión era la culminación de su carrera y la llave para alcanzar dicho respeto.

    El destello de la luz del Sol sobre el anillo le hizo posar la vista sobre uno de los operarios de la excavación, un joven medio esclavo oriundo de la zona que trabajaba con escasa diligencia cerca de las columnas de adobe, y no dudó un instante en descargar todas sus frustraciones tras hundirle la suela de su bota en la espalda.

    Aquella patada miserable le derribó sobre una de las mesas de vianda que soportaba un lavatorio de agua repleto hasta el borde.

    ―Sucio y torpe desgraciado. ¡¡¡Estoy rodeado de inútiles!!! ―gritó furibundo mientras se ensañaba a gusto.

    ―¡Detente! ―le interrumpió su compañero―. ¡Mira!

    Edmund se dio la vuelta con ánimo de mitigar el resto de su ira contra Otto, al que culpaba de gran parte de sus frustraciones, pero en cuanto tomó consciencia de lo sucedido enmudeció; en el suelo de la excavación no quedaba ni rastro del agua.

    Ambos se miraron perplejos. ¿Dónde se había filtrado?

    Dio un empujón al joven que había vejado segundos antes para que se apartase de la zona, agarró el pico que portaba en sus manos y golpeó el suelo con extrema brutalidad hasta que se quebró.

    ―¡Eureka! ―exclamó de alegría.

    Por primera vez en meses, su mirada era distinta y rebosaba excitación. Un metro cuadrado se había desprendido y revelaba la existencia de una construcción subterránea, algo inédito en ese tipo de asentamientos, que al estar oculta debía de ser muy valiosa.

    ―Dadme una antorcha, ¡rápido! ―exclamó Otto asombrado.

    Uno de los vigías que habían situado a varios kilómetros de la excavación les sorprendió. El pobre crío, descalzo y medio famélico, cubrió aquella distancia bajo un calor asfixiante y llegaba sin respiración.

    El capataz jaleó al chico para que les informase, pero de la cabalgada conservaba el aliento a duras penas.

    Todos se mantuvieron expectantes a lo que el pequeño entre estertores musitó.

    ―Al-Said...

    Ambos compartieron sus miradas de asombro. Nuri Al-Said se aproximaba a la excavación con un convoy de soldados y estaba claro que no era una visita de cortesía.

    Llevaban meses haciendo caso omiso a sus advertencias porque aquella sanguijuela siempre pedía más dinero para mantener cerradas las bocas de los funcionarios que otorgaban los permisos de la explotación.

    ―¡Lo sabía! Ese desgraciado no ha pagado a nadie y se ha gastado todo ―afirmó Edmund preocupado.

    ―Y llega justo ahora, ¡joder! ―exclamó Otto nervioso―. No podemos dejar esto en sus manos, es demasiado importante. ¡Cubrid todo con las lonas! ―ordenó a los operarios―. Ve con él, prométele lo que sea, amenázale si es necesario, pero, por el amor de Dios, ¡tiene que salir de aquí!

    Edmund corrió hacia la entrada de la excavación, pero era demasiado tarde; los vehículos ya estaban dentro del complejo.

    Aun así, prosiguió en su dirección para acrecentar la distancia que les separaba del hallazgo y, en cuanto estuvo cerca, frenó en seco para realizar el saludo nazi a regañadientes y con la sonrisa de bosquejo, preparado para la mejor interpretación de su vida.

    ―¡Heil, Hitler! ―exclamó en alto cuando la oleada de polvo y arena que arrastraban los vehículos penetró en su boca, voló su sombrero y le impregnó el sudor, pareciendo aún más mugriento.

    El convoy se detuvo bruscamente a su altura, y uno de los soldados corrió a abrir la puerta del Rolls Royce Phantom de Nuri Al-Said mientras el resto permanecía en el interior de los vehículos.

    Edmund era consciente de que les iba a resultar carísima una oferta económica y no le tranquilizó en absoluto que uno de los vehículos portase una ametralladora que le apuntaba con cara de pocos amigos.

    ―¡Mi querido Edmund!, ¿qué voy a hacer contigo? ―dijo Nuri en tono altivo y arrogante mientras se despojaba de los guantes y sacudía el polvo de sus botas.

    De la misma altura que Edmund, pero mejor alimentado, rondaba los cincuenta y pocos años. Con cejas prominentes, orejas alargadas y proceder desconfiado se plantó con la sonrisa falsa y las manos en los bolsillos mientras le miraba de los pies a la cabeza.

    ―Veo que el desierto no te trata nada bien… ―comentó por el desaliño y la suciedad en sus ropas.

    ―No puedo decir lo mismo de ti. ―Se tragó su orgullo mientras admiraba la imponente carrocería del Rolls Royce.

    ―Es evidente que, si me va bien, no es gracias a vosotros… ―afirmó como reproche―. En vista de las presiones a las que estoy sometido me veo obligado a pediros que abandonéis la excavación hoy mismo.

    ―¿Hoy?, pero Nuri, es impos...

    ―¡Hoy! ―le interrumpió―. De hecho, os vais ahora mismo y traigo a estos señores conmigo para asegurarme de ello.

    Edmund se quedó estupefacto. Le costaba creer que fuese capaz de echarles tan rápido, mas la decisión estaba tomada y casi no le quedaban opciones.

    Tenía la posibilidad de prometerle más dinero, pero no sabía si las Shutzstaffel iban a concedérselo o si Nuri lo aceptaría. Otra alternativa era amenazarle con una denuncia. Una actitud un tanto temeraria cuando la boca de un cañón de ametralladora te está diciendo a la cara: «alégrame el día, insensato». Y, por último, siempre les quedaba la opción de marcharse.

    Aquello significaba echar por tierra todo su trabajo, perder toda esperanza de obtener un reconocimiento y quedar como un pusilánime traidor al servirle en bandeja el descubrimiento a los británicos, que serían en última instancia quienes se apropiarían de su autoría.

    Ignoraba qué decisión tomar porque todas le parecían igual de malas, así que tragó saliva y dejó que su mente articulase al azar las palabras.

    ―Nuri, Nuri, Nuri... ¿y ahora qué vamos a hacer contigo? ―cuestionó sin titubeos.

    Al-Said se sorprendió; no esperaba tanto desparpajo de alguien que estaba siendo encañonado por una Bren del 7,70mm.

    ―¡¡¡Otto, ven un momento!!!

    Su compañero ignoraba lo que estaba sucediendo, pero al llegar a su altura le sujetó de la mano y acercó el Totenkopfring al rostro de Nuri.

    El reflejo del Sol en la calavera del anillo centelleó bajo sus prominentes cejas oscuras mientras lo bailaba ante sus ojos cual hipnotista aleccionado.

    ―Nuri, amigo mío. Eres consciente de quién financia esta explotación y tiene intereses en la misma, como también sabes que los británicos no van a estar mucho más tiempo en Iraq.

    ―El Fürher no ha tenido reparos en invadir Austria, los Sudetes y Checoslovaquia, y las amenazas de los británicos y los franceses no le han intimidado lo más mínimo ―afirmó en el mismo tono soberbio y arrogante con que se dirigió a él minutos antes.

    La expresión en el rostro de Nuri devino a enigmática. Pensaba que el Gobierno alemán financiaba la explotación, mas no que lo hicieran las S.S., e ignoraba que Otto fuese un miembro reconocido de la Ahnenerbe y un amigo personal de Heinrich Himmler, la mano derecha del Führer.

    En 1.938, Adolf Hitler era un personaje temido y respetado en todo el mundo, tanto que la mismísima revista Time le otorgó su reconocimiento como «hombre del año» el dos de enero de 1.939.

    ―Los ingleses se marcharán de aquí pronto. ―Enfatizó sus palabras con una pausa―. Si estalla una guerra en Europa protegerán sus núcleos estratégicos, y está claro que Iraq no es uno de ellos. Asimismo, el Fürher está muy interesado en esta excavación y puede ser muy generoso con las personas que le apoyen.

    ―Alguien con tanto mando en la administración del país sería indispensable en un futuro gobierno y, quién sabe, podría incluso regirlo.

    ―En un barco siempre hay que sujetarse con una mano… ―comentó con habilidad porque los ingleses no le apoyaron en la revuelta del General Bakr Sidgi.

    Ambos aguardaron la reacción de Nuri con una extraordinaria cara de póker, pero en su interior estaban aterrorizados. En particular Otto, que no paraba de dar vueltas en su cabeza al error que Edmund había cometido en el discurso; dijo que la excavación era muy importante para el Führer. Aquello significaba reconocer que era vital para Alemania y pagarían muchísimo por ella llegado el caso.

    «¡Menuda insensatez! ¿Qué evitaba que Nuri diese la orden de acribillarles a tiros sin que nada ni nadie se lo impidiese?, pensó». Le había servido en bandeja la oportunidad de sacar una enorme tajada de lo que estuvieran buscando en aquellas ruinas arcaicas.

    Aun así, en la mente de Nuri las palabras de Edmund sobre la predisposición de Alemania pesaban como piedras. Recordó el Anschluss en Austria y la invasión de los Sudetes y le hizo pensar que, «si el Führer estaba dispuesto a romper los tratados y enfrentarse a las potencias en una guerra mundial, ¿qué le impediría borrarle del mapa si lo que hubiese en aquellas ruinas que ya los propios ingleses habían expoliado era tan valioso para el mismísimo Hitler?».

    Nuri les miró a los ojos durante unos segundos incómodos, buscando un atisbo de duda que resultó inexistente.

    ―¡Sólo era una broma, amigos míos! ―exclamó con una enorme sonrisa.

    Los dos contuvieron la respiración en aquel lance extraordinariamente vital y aprovecharon la monumental carcajada para exhalar al fin el aire de sus pulmones.

    Edmund sobrellevó situaciones muy tensas durante la guerra y estaba bien acostumbrado, pero Otto jamás había soportado una situación de semejante calibre y le temblaron tanto las piernas que tuvo que apoyarse en el Rolls Royce para no caerse.

    ―La semana que viene arreglamos unos pagos y listo. ¡Nos vamos! ―Subió al coche y partió de inmediato.

    Ambos sostuvieron la sonrisa falsa hasta que el convoy cruzó los límites y se miraron entonces con una expresión de alivio y complicidad que duró menos de lo esperado, el tiempo que tardó Edmund en recordar el hallazgo.

    ―¡La excavación!

    Otto apartó las lonas que bloqueaban el acceso a aquel espacio inexplorado y pidió al capataz una antorcha mientras los trabajadores horadaban los bordes de la entrada.

    La lanzó al interior para comprobar la presencia de oxígeno y la ausencia de gases inflamables y, una vez que confirmó para bien dicha inquietud, se aproximó a su compañero con el cabo de una cuerda.

    ―Después de un discurso tan memorable sería un orgullo que entrases primero.

    Edmund olvidó cualquier inquina con tan honorable gesto, le dirigió una sonrisa sincera y descendió por la cuerda hasta tocar el suelo.

    Le costaba bastante respirar, era evidente que lo que hubiese en el interior del habitáculo llevaba siglos, tal vez milenios, sin exponerse de nuevo al mundo, y recogió la antorcha para adentrarse a lo desconocido.

    Al perderle de vista y con la impaciencia propia de aquel momento, Otto le interpeló varias veces sin obtener respuesta.

    ―¿Edmund, qué ves? ¡Edmund, contesta!

    A punto de estallar por los nervios y la desesperación divisó su rostro titilante entre las sombras.

    ―Otto, ve a llamar a Karl Wolf, dile que informe a Himmler. ¡Lo hemos encontrado!

    CAPÍTULO II (Génesis)

    Sevilla, España. 2.004

    Era su ritual en los desayunos y especialmente aquella mañana por ser domingo: vaso alto y colmado con medio paquete de galletas y cuatro magdalenas imbuidas de leche.

    Una elaboración que cual receta de alta cocina no quedaba rigurosamente terminada hasta que la cuchara quedaba en vertical y sin meneo alguno.

    Tan fascinante amalgama bien pudiera utilizarse de hormigón en una obra, pero no hay estomago en un niño de cinco años que no digiera hasta el cemento si fuera necesario.

    Para Gabriel era el desayuno perfecto, en cambio Miguel, su tedioso hermano mayor, se inclinaba más por los cereales.

    Gabriel Torres o «gaby», como le llamaban cariñosamente, dudaba de que le gustasen en realidad por su afición a utilizarlos de munición en el desayuno, siendo más bien un instrumento con el que dar rienda suelta a las travesuras de un niño.

    A sus diez años, Miguel era un insidioso aguafiestas más que un hermano protector. Sus padres, Claudia y Manuel, sufrían con resignación que no llevase bien la pérdida de protagonismo con el nacimiento del pequeño y, aunque intentaron por todos los medios lidiar con esa envidia, con profuso amor y santa paciencia, no lo consiguieron del todo.

    —¡Me ha dado en las gafas, mamá! ―masculló hastiado mientras se rascaba la mejilla con la manga del jersey.

    ―¡Te aguantas, cuatro ojos!, ¡capitán de los piojos! ―Repicó Miguel con la estúpida cantinela que usaba siempre para mofarse de su precoz miopía, acompañada de un dejo gutural característico que repetía tres veces al finalizar la risa y resultaba insoportable.

    ―¡Deja en paz a tu hermano! ―le reprendió su madre―. Si no os portáis bien, nos quedamos en casa.

    Aquella mañana tenían pensado hacer un picnic familiar y disfrutar del tenue Sol de un invierno lluvioso y templado, algo insólito en la época del año.

    Claudia Fernández, ama de casa, y Manuel Ramírez, arquitecto de profesión, formaban parte de la clase media humilde que sobrevivía con pocos lujos, un viejo coche y una inquietante hipoteca.

    ―¡Vamos, chicos! Recoged el desayuno, que nos vamos.

    ―Se espera tormenta por la tarde ―señaló Manuel mientras le daba un dulce beso en el cuello.

    ―¡Estate quieto! ―exclamó complacida―. Ayúdame, que quiero tomar el Sol, ¡que estoy pálida! ―Se pellizcó los cachetes frente al espejo del vestíbulo―. Y a ti también te hace falta, que tienes moreno de oficinista.

    Los niños descendieron a tropel por las escaleras y arrastraron a sus padres en la puerta antes de lanzarse sobre los asientos posteriores del coche. Miguel jaleaba a codazos y empujones a su hermano mientras Claudia observaba cómo su esposo intentaba arrancar en vano el motor, que parecía sucumbir a un ataque de tos ferina.

    ―Te dije que tenías que llevarlo al taller, ¡qué un día nos iba a dejar tirados!

    ―Tranquila, mujer, aún tiene para mucho. Es el motor que está frí...

    ―¿Frío? ―Elevó el tono de su voz―. Porque el mecánico dijo la última vez que era el motor de arranque, y los amortiguadores, y las trócolas… ¡qué no se ni lo que son! Jamás es la misma historia, ¿y ahora qué vamos a hac... ―El encendido del motor silenció sus palabras. La sombra de acabar sus días en un desguace lo rejuveneció un lustro.

    Manuel resopló aliviado, pero sabía que era mejor estar calladito que echarse al monte con un reproche y emprendió el viaje sin rechistar.

    Sentado en el asiento posterior, Gabriel observó cómo su madre posaba la mano en la de su padre mientras esbozaba una tímida sonrisa que, aunque breve, venía a decir muchas cosas. La experiencia que otorga la convivencia de muchos años, donde una simple mueca o una levantada de cejas desataban la tormenta perfecta o una cascada de besos. Gestos singulares que sólo ellos descifraban.

    Llegaron a su destino deseando bajar del coche y terminar cuanto antes aquella escena familiar tan bochornosa. Gabriel, con el brazo enrojecido por los pellizcos de su hermano, se tapaba los oídos mientras rehuía hastiado la cantinela, los insultos y su risa tripartita, y Claudia no cesaba de repetir que le dejase tranquilo.

    El paísaje era espectacular: pinares, eucaliptos y algunas tímidas alisedas copaban hasta donde alcanzaba la vista. Las hojas y ramas caídas de los árboles conformaban genuinos camastros en un abanico de tonos amarillentos, marrones y verdosos. El ruido del viento al golpearlas era somnoliento y su pisar se asemejaba al romper lejano de las olas del mar.

    Se sentaron juntos bajo la sombra de un majestuoso eucalipto y en compañía de un picnic para nada opulento que, al terminar en disfrute y tras un merecido reposo que no pudo alagarse más por la inquietud de los niños, finalizó con su permiso para explorar el bosque bajo la condición de regresar en cuanto fuesen llamados, por si tenían que partir antes debido a la tormenta.

    Sus padres se sirvieron sendas copas de vino en provecho de su ausencia y se acurrucaron como tórtolos bajo aquel extraordinario eucalipto, que tan buena sombra y buenos ratos les había obsequiado en el pasado.

    Mientras se adentraba a lo desconocido en compañía de su hermano, Gabriel regresó la mirada para tomar referencias y no pudo evitar la sonrisa al ver que Manuel recostaba a Claudia sobre su regazo y desbordaba buena parte del vino que se acababan de servir.

    Avanzaron hacia la espesura y en apenas un centenar de metros el ambiente se tornó lúgubre y siniestro. Los árboles copaban la escasa luz que a regañadientes penetraba hasta el suelo, y el sonido repetitivo y monótono de las olas de viento sobre las hojas de eucaliptal cesó, tornándose silente.

    Gabriel caminó con cautela sobre aquel «mar de hojas» por la maraña de insectos, reptantes y alimañas que pudiera contener, mas su hermano se adentró en el bosque tan rápido que le perdió de vista e intuyó que se había perdido.

    ―¡Migue!, ¿dónde estás? ¡¡¡Migue!!! ―gritó varias veces sin obtener respuesta.

    Regresó la mirada para recordar el punto de referencia exacto que señaló en su mente al partir y aquello calmó sus nervios porque le permitiría al menos alertar a sus padres, pero en cuanto se dispuso a hacerlo oyó la voz de su hermano.

    ―¡Gaby, ven! ¡Corre!

    Al llegar a su lado el pequeño se encontró con una imagen dantesca: en la cima de una escarpa, entreverada de matorrales y hierba, yacía una liebre de color moteado, grandes orejas y penacho albo. Aquel pobre animal tuvo la mala fortuna de tropezar con un cepo de caza que le había quebrado una pata, y gimoteaba desfallecida por las horas que llevaba cautiva mientras se desangraba tan lentamente que aquello no sería la causa de su final, sino devorada con vida por los depredadores o de pura inanición.

    Gabriel sintió una mezcolanza de pena y frustración, por el trágico final de un animal tan tierno y no poder hacer nada para salvarlo. Sentimientos a los que unió la rabia y la ira al ver cómo su hermano, que compartía su misma sangre, disfrutaba picando a la liebre con una rama afilada mientras chillaba de dolor.

    ―¿¡Qué haces!? ―preguntó visiblemente enfadado―. ¡Déjala en paz!, ¡le estás haciendo daño!

    ―¡Cállate, enano!

    ―¡Se lo voy a decir a papá y mamá! ―exclamó impotente.

    De nada sirvieron sus exiguas amenazas, Miguel seguía picando a la pobre liebre y se reía como un lerdo con aquella sonrisa estúpida.

    Gabriel era incapaz de comprender tanta crueldad en su propio hermano, su misma sangre.

    «¿Cómo podían ser tan distintos?, se preguntó».

    A pesar de ser mucho más pequeño en edad y tamaño se armó de valor e intentó detener su vileza, pero Miguel le golpeó en la cara y le tiró al suelo.

    Se llevó la mano a la nariz y la sintió húmeda. Sangraba por el puñetazo, pero aquello no le amilanó. Muy al contrario, le provocó aún mayor rabia.

    Gabriel tenía claro lo que estaba bien y lo que no, y se consumía de impotencia al ver que maltrataban a un animal indefenso.

    Miguel se divertía con su fechoría, ajeno al estado de su hermano e insensible con los actos que realizaba, cuando de repente sintió un golpe en el costado que le derribó. Al darse la vuelta en el suelo, se sorprendió al ver que el pequeño sostenía una piedra en sus manos de semejante tamaño que a él le hubiese costado bastante levantar.

    Le miraba con una expresión de ira que jamás había conocido, con los ojos llorosos y encolerizados, y la mitad de su rostro teñido de un rojo-pardo brillante mezcla de la tierra con su propia sangre.

    Sintió miedo de su hermano menor por primera vez en toda su vida y, tal fue su temor, que con la voz entrecortada por el pánico le gritó:

    ―¡¡¡Para!!!

    Gabriel le miró fijamente a los ojos y arrojó la piedra sobre la liebre.

    ―Ya no sufre… Puedes picarle todo lo que quieras ―señaló mientras se alejaba por la llamada de sus padres.

    Miguel soltó el palo cariacontecido y siguió sus pasos…

    ―¡Niños, empieza a llover! ―exclamó Manuel al verles asomar entre los árboles―. ¿Dónde os habéis metido? Os estamos llamando hace rato.

    ―¿Qué te ha pasado, Gaby? ―preguntó Claudia en cuanto se percató de que llevaba sus ropas manchadas de sangre―. ¿Estás bien, cariño?

    Gabriel miró a su hermano, que estaba asustado por la merecida reprimenda que le aguardaba en ciernes.

    ―¡Nada, mamá! He tropezado con una piedra y me he caído ―respondió con una cómplice sonrisa―. Estoy bien, ya no sangra.

    Miguel respiró aliviado, aquella lección despertó lo mejor en él. Era el comienzo de una tregua en la relación con su hermano y le agitó sonriente el cabello en un cariñoso gesto ante la mirada atónita de Claudia, que hacía años que no percibía esa complicidad entre ellos y prefirió no preguntar.

    En cuando partieron comenzó a llover. La carretera discurría paralela a un canal de riego que se prolongaba decenas de kilómetros, era sinuosa y se deterioraba con facilidad.

    Los niños bromeaban en los asientos traseros ajenos a las palabras de su madre, que les ordenó abrocharse los cinturones de seguridad, y se alertaron en cuanto la lluvia se transformó en una tromba de agua que les impedía distinguir las líneas en la calzada.

    Manuel condujo lo más rápido que la visibilidad le permitió. El nivel del agua en el canal era muy alto debido a las lluvias y, como había tenido oportunidad de comprobar en no pocas ocasiones, las hojas y ramajes de la arboleda obturaban los desagües e inundaban la vía, así que primaba alcanzar la carretera principal cuanto antes.

    Para colmo de sus desgracias, si la situación en sí no era ya bastante arriesgada, un vehículo les deslumbraba con sus luces.

    ―¿¡Qué esta haciendo ese idiota!? Pero ¿no ve que no se puede ir más rápido?

    El coche circulaba pegado a su parachoques trasero, hacía destellos con sus luces y tocaba el claxon para intentar adelantarles, pero al cruzarse con los vehículos que circulaban en sentido contrario retomaba su posición y les deslumbraba de nuevo.

    De poco o nada sirvió que Manuel inclinase el espejo retrovisor para evitar que los destellos le cegasen directamente; al estar tan próximo el coche que les hostigaba y tener el suyo los cristales empañados, la luz se reflejaba en el interior como si fuese una feria y resultaba imposible distinguir la trayectoria de la calzada.

    ―¡Este loco va a hacer que nos matemos! ―exclamó su mujer mientras tocaba el claxon desesperada.

    Manuel bajó la ventanilla para girar el retrovisor exterior y contener el deslumbramiento. El agua penetraba en la parte trasera del vehículo y empapaba a los niños mientras Claudia clamaba medio histérica una ristra de insultos concebidos sobre la marcha, salvo que mascachapas y cagaprisas tuvieran un sentido apelativo reconocido.

    Desesperado, decidió orillarse en la vía para dejar espacio a aquel malnacido mientras le indicaba con los intermitentes que le adelantase, pero justo cuando inició la maniobra un camión que circulaba en sentido contrario hizo ráfagas con sus luces para alertar de su presencia.

    Como no desistió en el intento, maniobró para evitar un accidente y su coche derrapó sobre la pista en un singular aquaplaning.

    Tuvo que hacer uso de sus habilidades para no terminar en la cuneta y faltó bien poco para que los tres vehículos acabaran estrellándose, pero a pesar de la dantesca escena y tras una excursión por el exterior de la calzada al fin consiguió sobrepasarles.

    El silencio tomó su correcto protagonismo y Manuel reajustó los retrovisores para ver los rostros de sus hijos, amoratados por el frío y la impresión. Para quebrar su angustia, cerró la ventanilla y les dijo sonriente.

    ―¡Niños!, lo que habéis oído de la boca de vuestra madre jamás se os ocurra repetirlo.

    Claudia soltó una carcajada y todos rieron alborotados para descargar la tensión acumulada en aquellos minutos de infarto. La lluvia incluso amainaba y Gabriel se recostó en su asiento mientras se imaginaba en casa bien duchado y calentito, mas la tirantez de su sonrisa distendió al contemplar la silueta de su hermano, que pálido y con la boca desencajada señalaba en la dirección de avance del vehículo.

    Observó cómo se hinchaba su pecho y se engrosaban las venas en su cuello hasta que sintió el resonar de su grito.

    ―¡¡¡Papá, cuidado!!!

    Cuando alzó la mirada más allá del parabrisas comprendió la reacción de su hermano: atravesado en la calzada estaba el coche que les había atormentado.

    La visibilidad era exigua y su padre reaccionó tarde. El desbordamiento le impidió frenar a tiempo y sólo pudo girar el volante en dirección al canal. A la velocidad a la que circulaban, la colisión fue comparable a impactar contra un muro.

    El agua penetró en el interior por las ventanillas y el parabrisas que se descolgó tras el choque, y entumecía el cuerpo de Gabriel mientras se filtraba a sus pulmones y restaba la vitalidad que alojaban.

    Se hundían sin remedio en la profundidad de las aguas, pero, justo antes de desvanecerse, sintió que le tiraban del brazo…

    CAPÍTULO III (A la caza de las estrellas)

    París, Francia. 5 de octubre de 2.025

    Los cuatro ascendían por las escaleras del edificio en dirección a la azotea y para no ser reconocidos utilizaron seudónimos en lugar de sus nombres.

    ―¿Es un buen sitio? ¿Has traído el objetivo? ―preguntó Newton.

    ―Sí, está en la mochila junto al trípode ―respondió Einstein agitado mientras proseguía su ascenso a buen ritmo―. Es el mejor lugar sin duda: la terraza es amplia y al ser más alta que los edificios cercanos no se ve reflejada. Con la Luna nueva y el cielo despejado es la conjunción perfecta.

    ―A mí los escenarios perfectos no me agradan. Por probabilidad, si todo es perfecto ahora, luego será un desastre ―contestó Newton.

    ―Siempre previendo lo peor y con tu tendencia natural a equilibrarlo todo, querida mía. Entropía y suerte no tienen nada en común.

    ―Mejor no me hables de suerte que son trece plantas.

    ―Doce. ¡Ah!, doce y la azotea… ―afirmó sonriente―. Olvidé tu triscaidecafobia.

    Copérnico y Ptolomeo llevaban un buen rato discutiendo durante el ascenso y, al llegar a la puerta de la terraza y recuperar el aliento, Einstein interrumpió su conversación.

    ―A ver chicos, ¿cuál es el problema? ―preguntó mientras Ptolomeo se inclinaba para forzar la cerradura.

    ―¿Que cuál es el problema? ―dijo Copérnico disgustado―. ¿Además de las doce plantas que hemos tenido que subir a pie?

    ―Trece ―corrigió Newton sonriente.

    ―Sucede, querido amigo, que Ptolomeo conjetura la absurda hipótesis de que cuanto más calor hace en la Tierra más lejos se encuentra respecto al Sol, y yo no le veo el sentido.

    ―¡Qué pesado!, ya te dije que es así, llevas toda la tarde con lo mismo ―contestó molesta.

    ―No soy pesado… El Sol irradia calor y es lógico pensar que cuanto más cerca estamos de él más calor percibimos.

    ―Tienes razón… no eres un pesado, ¡eres un coñazo!

    Newton y Einstein compartieron una sonrisa por la trifulca entre los niños; estaban más que acostumbrados a este tipo de riñas pueriles.

    ―Así que soy un coñazo, ¿no? ―contestó molesto―. Te pondré un ejemplo práctico para que me entiendas…

    Mientras aguardaban que Copérnico expusiera sus motivos, el grito de Ptolomeo les sorprendió de repente.

    ―¡¡¡Serás gilipollas!!!

    Newton y Einstein hicieron lo imposible por mantener la discreción, pero no pudieron contener la risa. Copernico llevaba un rato prendiendo el pantalón de Ptolomeo con un mechero de bolsillo y, en cuando sintió la quemazón, cayó contra la puerta que se abrió tras el impacto.

    ―¿Lo ves?, ¿no decías que la entropía y la suerte no tenían nada en común? ―cuestionó Newton con ironía―. Aquí tienes un ejemplo de entropía y buena suerte.

    Einstein forzó una mueca de dudosa aprobación y entraron a la azotea. Las condiciones eran idénticas a como las describió previamente: oscura en novilunio, cielos despejados y una magnífica vista.

    ―Por favor, pasadme el trípode y el objetivo… ―Les rogó Newton amablemente.

    Copérnico y Ptolomeo se enfrascaron de nuevo en la discusión, pero Einstein se dispuso a zanjar el dilema para no llamar la atención de los vecinos.

    ―Ambos tenéis razón y ambos estáis equivocados ―sentenció―. Es cierto que la temperatura es más alta cuando la Tierra está más lejos del Sol, pero...

    ―¿Lo ves, idiota? ―le interrumpió Ptolomeo sin dejar que terminase.

    ―¿Queréis que siga?... ―Requirió de atención―. Entendiendo que existen dos veranos al año, uno para cada hemisferio, la razón por la que el verano más caluroso se produce cuando el Sol está más lejos, distancia que se llama afelio, es una conjunción singular de nuestro planeta y está motivada por dos factores: la inclinación del eje terrestre y la existencia de mayor cantidad de tierra que agua en el hemisferio norte.

    ―En el perihelio, que es cuando la Tierra está más

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1