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Memorias de viaje (1929)
Memorias de viaje (1929)
Memorias de viaje (1929)
Libro electrónico403 páginas6 horas

Memorias de viaje (1929)

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Con una escritura agradable y humorística, sin ser avaro ni recargado con las descripciones, considero que mi abuelo [Raúl Vélez González] en cierta forma, con este estilo, pudo haber sido sin saberlo el autor del primer blog de viajes en Colombia conocido. Con su pequeño cuaderno de profesor, convertido en diario de a bordo, para su mamá y el recuerdo personal, sin duda marcó un ritmo dialéctico bien parecido al de los actuales blogeros de viajes que inundan internet con sus relatos, pero más fino en el estilo, por supuesto.

Debo aclarar que la decisión de publicar íntegro este diario de viajes, que inicialmente el mismo autor no lo vio como un texto para enviar a una editorial ni lo escribió para eso, se debe a que tenemos conocimiento en la familia de que en algún momento mi abuelo sí manifestó que quería publicarlo. Lo cierto es que lo fue posponiendo, como nos suele pasar a todos los viajeros empedernidos con nuestros propios escritos sobre esos temas, y es un honor para nosotros poder cumplir ese deseo como un homenaje a su memoria.
David Roll Vélez
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2020
ISBN9789587205787
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    Memorias de viaje (1929) - Raúl Vélez González

    PRIMER CUADERNO

    CONTIENE EL VIAJE HASTA EUROPA, HAMBURGO, BERLÍN, POTSDAM, COLONIA, BRUSELAS, WATERLOO, EL FRENTE DE BÉLGICA EN LA GRAN GUERRA, PARÍS

    [1929 – Impresiones de un viaje]

    Estas noticias están destinadas a mi mamacita y a una que otra persona interesada por mi suerte, y por, desde luego, íntimas y desnudas de toda pompa retórica. En ellas se leerán casi solamente fechas, nombres, algo de estadística y cosas prosaicas como precios de la fonda y del automóvil. Quiero, al escribirlas, dejar datos que indiquen algo a quien las lea y que me sirvan a mí para recordar.

    [4 de marzo]

    Salgo de Bolívar a las 5 de la mañana. Quisiera no recordarlo, el dolor de mi mamacita en los últimos momentos me hace desear no emprender ningún viaje. Me arranco por la fuerza y salgo en compañía de mi hermano que me llevará hasta Cauca y de O. Manuel Uribe, compañero que será en todo el viaje. A las 12 me separo de mi hermano y me parece que voy dejando la vida por momentos. El tren me conduce a Medellín.

    [12 de marzo]

    Por fin he salido de Medellín. ¡Qué afanes! El pasaporte, los consulados, las cartas de recomendación, las ropas de viaje, el banco, los amigos, la novia. Si no he perdido la cabeza, ya no la pierdo. Pero ya voy tren abajo. Tres fieles amigos me acompañan hasta las estaciones próximas. Samuel Vieira y Antonio Sierra, hasta Copacabana, Rodolfo Mejía, hasta Girardota. Cada amigo que me deja va arrancándome algo de mi ser. Quisiera no haber sido nunca ni hijo, ni hermano, ni novio, ni amigo.

    Era tarde en Puerto Berrío. Al día siguiente, a las 3 p. m. tomé el vapor Atlántico y todavía allí tengo el dolor de despedirme de los queridísimos parientes que viven en ese puerto. Ya dejé a Antioquia, ya no veré caras conocidas. Mejor. Así ya no tendré más pesares de despedida.

    De Barranca para abajo no conozco nada, pero allí todavía me atormenta el recuerdo de un paseo feliz que hice a ese puerto con mi incomparable primita […]. ¿No se acabará este vía crucis?

    [16 de marzo]

    Hemos llegado a Barranquilla. Estamos instalados en un hotel muy confortable, el Atlántico. Desde que arrimó el barco, fue invadido por una legión de agentes de hoteles, emboladores, vendedores de periódicos y de Chucherías, de choferes que ofrecen su carro a $3 diarios, un hotel, por el que nos pidieron $6, y más tarde, al dejar el hotel para irnos a Puerto Colombia, nos cobraron a $2. Vemos pues que hay necesidad de recatearlo todo.

    El auto que nos conduce cobra $0.50 por persona: caro también, pero nosotros estamos acostumbrados a darles la bolsa y la vida a los choferes de Medellín por dos cuadras de recorrido y a quedarles debiendo el favor.

    La ciudad es hermosa y muy comercial. Nunca me la figuré así. El barrio nuevo de El Prado, hacía honor a cualquier ciudad europea.

    A los tres días, hechas todas nuestras diligencias y hartos de tanto calor y tanta bulla, nos vamos a Puerto Colombia a esperar una semana la llegada del Magdalena, el barco que nos ha de conducir a Europa. Todavía allí me despido de amigos que me han salido al encuentro y que me dan un placer y que dejo con pena: Arturo Arcila, Dr. Rivera Tamayo, Eduardo Arbeláez. Y ya no más conocidos. (El tren vale $0.80).

    [19 de marzo]

    Acabamos de llegar a Puerto Colombia. Desde el tren he visto el mar. Por la primera vez de mi vida contemplo tan magnífico espectáculo. Aunque el cine y las ilustraciones nos han mostrado muchas veces y muy claramente el mar, no dejo de encontrarlo mucho más hermoso. El puerto está en una pequeña y linda bahía donde el mar, como en un remanso, apenas lame la orilla; solamente la brisa de la tarde hace que las olas crezcan un poco. Tiene el mar un color verde típico, que solo he visto en unas esmeraldas que, por cierto, se llaman aguamar, y con las hermosas velitas blancas que se mueven en los alrededores del puerto, forma este color un bellísimo contraste. El muelle, ese enorme puente que emerge en el mar, tiene 1500 metros de largo y a su lado hay 6 u 8 vapores casi siempre. Aunque teníamos intenciones de volver a Barranquilla, nos retiene en este puerto el gusto de la brisa del mar, sus sabrosos baños, el hotel (que hemos contratado a $2.50) muy confortable, y la dulce pereza que en estos climas se acaricia.

    [20 de marzo]

    Hoy cumplo 36 años de edad. Ayer llegué a este puerto y hoy me doy el primer baño de mar. A los 36 años de vida llego a bautizarme en esta enorme pila de agua bendita.

    [25 de marzo]

    Hemos pasado aquí la semana, muy contentos. Anoche se destacaban en el horizonte las dos chimeneas del barco que esperamos. Como a las 8 atracó en el muelle y nos acaban de decir que a las 10 recibirán pasajeros. A las 9:30 nos alistamos y emprendimos para el embarcadero y entramos en el barco.

    La primera impresión que se recibe al comenzar este viaje, es de aturdimiento. Me dejo conducir al camarote y me instalo allí con comodidad, después de haber entregado el pasaporte y el billete al mayordomo. Vuelvo a la cubierta y a poco (12m) el barco sale del puerto, majestuoso y haciendo gran ruido de maquinaria. Llaman para el almuerzo y entramos en el lujoso comedor. No tengo apetito y aunque procuro comer algo, no lo consigo bien. Me entretengo a través de los amplios ventanales, en ver el color del mar que se trocó ya en azul de Prusia casi negro; la espuma que levanta el barco forma enormes franjas que lo rodean sobre el azul intenso y sin límites. Pronto comienza el malestar del mareo, muy leve, pero inconfundible. No dudo de que es la terrible enfermedad del mar y procuro desechar el pensamiento y distraerme en otra cosa. Pero no hay remedio: ya tengo náuseas y apenas hace dos horas que salimos. Puedo, a fuerza de valor, tenerme en pie y no sé lo que me hablan. Voy a tientas al camarote, me acuesto, cierro los ojos y creo que llevo el barco sobre el estómago. Pero me duermo y a las 4 despierto muy mejorado. Subo a la cubierta y encuentro a varios compañeros de viaje, pálidos y postrados en las sillas. Aseguran que no están mareados y casi no pueden abrir la boca para decirlo. Es que el mareo se esconde, como una vergüenza, como la tisis; solo los que ya están desahuciados lo confiesan. Pero a poco van desfilando hacia el camarote los que se decían buenos. Van con la boca tapada y una mirada vidriosa. Llaman a comer y van los más fuertes. Yo me niego, aunque me aconsejan que coma algo: todo me repugna, y espero por ahí, andando algo. Poco después bajan del comedor algunos sin haber probado la sopa.

    Toy malo, me dice un bogotanito que va dándose contra las barandas, y desaparece. Yo también vuelvo a sentirme malo y a las 8 ya no resisto. Me voy al camarote y duermo bastante bien, como si me mecieran en hamaca.

    [26 de marzo]

    No estoy tan malo como ayer, pero tampoco bueno; voy al comedor a las 8 y tomo café negro. A pesar de esta parquedad, creo que me he comido una ballena y que se me quedó atrancada en el esófago. No hay remedio: tengo que arrojarla, y me voy al reservado, donde me pongo en carácter: inclinado sobre la taza, agarrado a unas argollas y poniendo la cara muy fea, hago el esfuerzo, pero en vano; lo que logro es hacer unas arcadas con un ruido escandaloso, y otro y más; se me brotan los ojos, sudo frío, abro la boca en gesto agónico, y nada: definitivamente la ballena se siente bien en mi tubo digestivo y no quiere abandonarlo. Con el mismo malestar vuelvo a la cubierta, donde un zipaquireño pálido por el mareo, me dice:

    —Ala, ¿ha devuelto usted el desayuno?

    —Qué desayuno hombre; ¿quiere usted que lo devuelva si ni siquiera me lo han prestado?

    Pero, cosa inesperada: voy, componiéndome hasta el punto de que a las 10 estoy completamente bien. La ballena, temerosa de que la devuelva, se ha aquietado; me deja almorzar. Hacia las 3 vemos tierra: son las estériles costas de la península de Coro. Y me figuro al Libertador, hace más de cien años, desembarcando son sus quinientos reclutas, para emprender la campaña más grande que vieran los siglos. Dejamos de ver las costas y poco antes de las 5 divisamos a Curazao, la estéril pero muy comercial colonia holandesa. El puerto, a donde llegamos antes de ocultarse el sol, es una entrada del mar, larga y estrecha, que se multiplica en infinidad de pintorescos canales. Por el mayor, entra sereno y majestuoso nuestro barco, y vemos a lado y lado del canal las hermosas casas de las orillas, todas de ladrillo rojo o de cemento, y todas comerciales: bancos, agencias, almacenes, factorías, etc. Pero andando el canal vemos un obstáculo insalvable. Es un puente que lo atraviesa de uno a otro lado de la ciudad, y tan bajito que no cabría por sus ojos ni una lancha. Seguramente vamos a una de la orillas antes de llegar al puente. Y estoy pensado en esto cuando, de repente, se abre imponente, sin ruido, sin aparato, dejando libre el canal y recostándose a un lado contra la orilla. Es una hermosa combinación de barcas, que apenas conocía yo por los libros. Las barcas están escalonadas a unos 20 metros una de otra; sobre ellas hay un tablado sucio, y todo el andamiaje está cogido por un lado con gigantes goznes, y por el otro, empalma con un pequeño muelle. La barca que está junto al muellecito está provista de un motor potente, y le basta echar a andar canal arriba para que todo el puente gire, describiendo un arco de círculo con centro en los goznes, para quedar todo el puente recostado a la orilla.

    [27 de marzo]

    Desde anoche hay al pie del barco una multitud de lanchas de gasolina ofreciéndose para llevarnos a la ciudad, pues el vapor atracó un poco distante. Presentan, estos barquitos que van y vienen por los canales, un cuadro fantástico y hermoso, con sus luces multicolores que vagan en la oscuridad de la noche. No quiero salir de noche. A las 8 de la mañana de hoy embarcamos en una lanchita. Hermosos almacenes y gran comercio de toda clase. Me doy cuenta de la importancia de este puerto al ver sobre los canales un verdadero bosque de chimeneas, de mástiles y de velas; pertenecientes a barcos de todos los tamaños y de todas las partes del mundo; no sabría calcular el número: ¿50? ¿80? ¿150? Tal vez más. Me aturde el gritar propio de las gentes de puertos. Y qué gritos, y con qué lenguas, ¡Dios mío! Hablan en este Curazao una revoltura incomprensible de holandés, español, inglés y hasta francés que se conoce con el nombre de papiamento. Nadie les entiende, pero se me dice que predominan las palabras españolas. Mas, si usted les habla en inglés, le contestan con toda corrección, y así con los demás idiomas, aunque el oficial es el holandés.

    El mejor carro de la plaza, nos dice un negro simpático mostrándonos su automóvil a 8 florines la hora.

    Al fin lo contratamos a 5 ($2) y nos lanzamos a buena velocidad hacia la hacienda de avestruces llamada Albertini, famosa en todas las Antillas. Llegamos en media hora y un criado muy atento nos abre la finca. Pero es holandés, y aunque habla papiamento, no entiende español. Rápidamente nos habla en alemán, en inglés y en francés; alcanzo a oír el francés y me enredo con el sirviente ese en charla amena e instructiva respecto de los avestruces. Se excusa de hablar mal el francés, pero yo le entiendo perfectamente. Al ver los animalejos esos me siento desconcentrado. En efecto son iguales a los que vemos en grabados, pero de pluma fea y sucia; yo que me los figuraba limpiecitos y de variados colores, encuentro con unos animales negros o grises. Pero poco después, en la casa de la hacienda, veo ya las plumas arregladas admirablemente y cambia mi opinión. Veo pollitos de avestruz de 40 y 60 días, del tamaño de un pizco, huevos como una toronja grande y aves de 45 años de edad. Vamos a la casa donde nos dan un fresco de limón, compramos plumas y postales y volvemos bien satisfechos a la ciudad.

    En el camino vemos una iglesia de buen tamaño y muy limpia, dedicada a san José, dice el chofer que unos edificios que la rodean son escuelas de niños pobres, o sea un asilo. Yo quiero entrar, pero al querer traspasar la puerta del patio donde están los edificios, el chofer lee un aviso que hay sobre el muro, y detiene el carro. Auto no por drenta. Bien comprendemos que se prohíbe entrar en auto y dentramos a pie. Escuelita simpática. Se enseña el papiamento y el holandés; me acerco y no entiendo ni jota. La religiosa que enseña me invita a entrar, con una inclinación de cabeza.

    A las 12 ya estoy de nuevo en el barco y no salgo más. A las 8 p.m. sale el barco hacia Puerto Cabello.

    [28 de marzo]

    Cuando despierto tengo la impresión de que marchamos con lentitud. Me asomo a la ventanilla y veo a lo lejos unas lucecitas diseminadas: es que hemos llegado a Puerto Cabello y el buque espera permiso del puerto para atracar. Atracamos a las 8 y en el desayuno nos anuncian que podemos disponer de 14 horas. Desembarcamos y echamos a andar calles. Es jueves santo; en una iglesia replican; yo me acerco y veo que está llena de fieles. Luego van saliendo las devotas con trajes parecidos a los de las devotas de mi pueblo, que creo estar en él. Solo que usan todas cachiruela negra sobre traje de cualquier color, y las damas de calidad llevan unas más grandes, a manera de mantas de encaje. Veo los ojos más grandes y más bonitos que jamás he visto, sobre los rostros morenos de estas devotas.

    Como estamos por gastar el día, tomamos un auto a 15 bolívares la hora ($3), y nos vamos al balneario llamado el Palito, a tres kilómetros de distancia, por una hermosa carretera que atraviesa una hacienda toda de cocoteros. El resto del día lo pasamos en niñerías. Inclusive la de conseguir a novia por cabeza. La mía fue una ojona, más que morena, tímida y encogida. A las diez zarpó el barco.

    [29 de marzo]

    Hoy hemos tenido el día más agradable de toda la travesía que llevamos. Como ayer, al despertar, divisé tierra, fue que llegamos en la noche a la Guaira, puerto avanzado de Caracas. El mayordomo nos anuncia que tenemos tiempo hasta las 4 p. m. Hay diez horas libres y resolvemos emplearlas en un viaje a Caracas, distante 7 y ½ leguas. Contratamos un auto por 70 bolívares para ir, ver lo que queramos de la ciudad y regresar; somos 7 compañeros y el auto nos contiene con holgura. Emprendemos el ascenso de la cordillera, trasponiendo la cual está Caracas. La carretera tendrá muy pocas como iguales. Mejores y más atrevidas, es difícil encontrarlas. Subimos, pues, en poco más de una hora desde la orilla del mar hasta la cima de la montaña, cruzando vertiginosos abismos, trepando pendientes al desarrollo de atrevidas curvas que en elegantes caracoles van coronando la montaña. El mar va apareciendo cada vez más lejano; allá en lo hondo se divisa como un bosquecito cuyo límite lejano tuviera neblina. Llegados a la ciudad, recorremos las principales calles y nos dirigimos a la casa donde nació el Libertador. Un atento guardador de la casa, nos la muestra toda: allí la cama donde nació Bolívar, allá muchos de sus vestidos, su hamaca, su poncho peruano, una chinela de casa (la otra está en poder de una familia bogotana), etc. Nos quedamos atónitos ante tanto recuerdo histórico; tomamos fotografías, dejamos el autógrafo en el libro que hay al efecto, y salimos en dirección al Panteón Nacional. Sería obra de mucho espacio, hablar con detenimiento de este lugar. Es un templo, recubierto por dentro de mármol jaspeado y blanco; en el gran nicho central está la estatua del Libertador y al pie la urna que guarda sus restos; mil alegorías, inscripciones, coronas, diademas de oro con piedras preciosas, rodean el monumento.

    A la derecha, Sucre, el más grande de los hombres de América, y a la izquierda Miranda, que tiene a los pies una urna entreabierta y una sentida inscripción que lamenta no poseer los restos del ilustre cuanto desgraciado precursor. Cuando estoy embelesado viendo estos monumentos, miro al suelo para contemplar las grandes baldosas que forman el pavimento, y quedo azorado al ver que cada una de esas losas cubre el sepulcro de algún héroe. Al frente de la estatua de Sucre estoy, y mis pies pisan el nombre de Páez; miro a mi derecha: Nariño; sigo mirando a mi alrededor: Torres, Salom, ¡Arismendi!, Infante, Rondón… Todas las losas cubren sepulcros venerados y me aparto temeroso de abrasarme los pies por profanar con ellos lo que queda en el mundo, de esos semidioses. Nuestro guía es una niñita de 7 años, simpática y bonita, a quien doy un bolívar y una caricia.

    —Pero me da mucho, señor– me dice la chica mirando asombrada la peseta.

    Quisiera decirle que la emoción que me proporciona vale más que mil monedas, le dedico algún halago y doy por terminada la visita, no sin dejar también allí la firma, en el álbum del Panteón. Regresamos a la Guaira y aún tenemos tiempo de visitar el famoso balneario de Macuto, montado a la europea y distante una legua. Pero yo ya no siento nada viendo paisajes porque mi cerebro está remarcando historia. Volvemos a la Guaira y a las 4 nos hacemos a la mar. Mañana, según parece, estaremos en Trinidad.

    [6 de abril]

    Hace ocho días que no pongo una sola nota en este cuaderno. Y hay motivo: el 30 de marzo a las 3 p.m. comenzamos a ver las bellas y escarpadas cimas de los innumerables islotes que preceden en el camino a la importante isla de Trinidad, posesión inglesa muy adelantada. Esperaba la salida del barco a alta mar para reseñar la visita a la isla, pero estuvo el mar tan agitado que volvimos a sentirnos molestos. Yo tengo otra vez la ballena en todo el tragadero y solo a fuerza de limonadas y de quietud, amén de ayuno, vuelve a calmarse. Ahora comienza a sentirse el frío. Hace 4 días que pasamos el trópico y navegamos en la zona templada. Temo que el frío me impida escribir.

    Decía que al entrar a Trinidad se encuentran muchos islotes, los que forman la boca del Orinoco al caer en el golfo de Paria y que parecen servir de límite al golfo. Por entre unos y otros islotes todo el mar es navegable y por entre dos muy altos y provistos de hermosos faros, pasa nuestro buque. Llegamos a las 4 a Trinidad. El barco fondea a distancia porque no hay muelle, y un vaporcito nos lleva a Puerto España, capital de la Isla. Bonita ciudad: las calles asfaltadas, mucho parque, buenos bares, almacenes, avenidas, chalet, etc. Apenas disponemos de una hora y recorremos lo más importante, pusimos cartas al correo, compramos postales y volvemos al vaporcito que nos trae nuevamente al nuestro. Aunque corto, estuvo agradable el paseo. Al volver nos reímos de las peripecias de los compañeros bogotanos que tomaron en el puerto un auto, como nosotros; pero como no saben inglés, le dijeron al chofer, en castellano y por señas, que los llevará al correo para poner una correspondencia y los llevó a los telégrafos; volvieron a indicarle y en la misma forma los llevó sucesivamente a la Gobernación, a la policía, a una farmacia y al cementerio. Como ya fuera la hora, tuvieron que regresar con sus cartas en el bolsillo.

    —Algo curioso me ocurrió en el puerto: un viejecito, casi un mendigo, me ofreció unos bastones que estaba vendiendo, pero hablaba inglés y al no entenderle me propuse reírme de él y le contesté en francés que no compraba, y el viejecito me dijo, en correcto francés, que perdonara, y luego, en español, bien pronunciado, me objetó que yo podía ser francés, pero que parecía sudamericano. Luego lo vi vendiéndoles sus bastones a unos alemanes, ¡probablemente en alemán!

    Levamos anclas a las 8 p.m. y emprendimos la ruta francamente hacia Europa. No más pisar tierra hasta Ámsterdam. Al día siguiente vimos, como a una legua, la isla de Barbados, posesión inglesa. Nos quedamos viendo sus pobladas laderas, luego el verde de sus faldas, ya solamente el azul vago de sus montañitas, hasta que al fin se confundió con el azul del mar y del horizonte. Tenemos, pues, por delante, 12 días sin pisar tierra y 7 casi sin verla. Y digo casi, porque tal vez hoy si pasamos de día, veremos la isla de las Flores, del grupo de las Azores, pertenecientes a Portugal.

    [La vida de a bordo]

    Ahora que estoy completamente desocupado y que tengo aún 6 días de mar, procuraré consignar aquí algo de la vida que me llevo en este barco, grande como un distrito.

    Al embarcar en Puerto Colombia, nos agrupó el mayordomo a 8 en una mesa, lo que desde luego nos agradó. Exceptuando a un italiano, todos somos colombianos, y todos desconocidos para mí, si exceptuamos a O. Manuel. Hoy ya la llevamos como si todos nos conociéramos desde niños; estamos muy contentos en nuestra mesa y congeniamos muy bien. Somos: Gabriel López, de Medellín, chisparoso y chancero, que todo se lo sabe y que domina la reunión con sus dichos crudos y graciosos; un italiano llamado Alfredo Squarcetta, profesor de música, amable y sonriente, que lee de continuo un romanzo: Un cuore ferito; Apolunio Granados, de Zipaquirá, hombre débil de salud, culto y agradable, que va siempre embalado en abrigos y bufandas; Antonio Robayo, también zipaquireño, serio y con esa cultura petulante de la altiplanicie: tiene un aire muy marcado de calavera aburrido; Bernardo García, bogotano, alharacoso, amigo de decir chistes y de figura infantil; Carlos Perdomo, de Girardot, muchacho serio y tratable, de aindiada figura; O. Manuel, y yo.

    Nos hemos instalado al frente de esa mesa y comenzamos a ser servidos. La carta (15 o 20 platos) no dice nada: está en alemán y aunque la traducción se pone al frente, ¿qué puede uno entender donde dice "filetes a la Bismark o pechuga a la Kumiffmonanchifft con cervelas"? Todas las cosas saben a apio. Yo no puedo ver ni pintado el apio desde que me curaron con esa esencia unos cólicos que tenía cebados y para quitarme los cuales me daban aguardiente. Al principio le hice fuerza, pero me fue estragando de manera que hoy ya todo me huele, en el magnífico comedor, al maldito apio.

    A veces dice en la carta: Buey a la…, cualquier cosa, y pido buey. Buey y papas son mi alimento. Todo lo demás tiene apio o le ponen el 50% de vinagre, hasta a las compotas. El café es malo, pero mi vicio desmedido por esta infusión me hace encharcarme el estómago del brebaje que me presentaron como tal. A pesar, pues, de la veintena de platos, indudablemente elegantes y ricos, mi paladar montañero y mi estómago selvático, sufren y echan de menos las simples mazamorras antioqueñas, los fríjoles, las doradas arepas, las carnitas al natural que me sirven en mi casa.

    El criado que nos sirve, hombre gordo y con tipo de cónsul, habla algo de español; para indicar que una cosa es buena por lo fina o por lo agradable, usa un término aprendido tal vez en la Argentina: "Stá macanuto". Y nosotros llamamos al criado Macanudo, aunque sabemos que se llama Federico. Nos cuenta que en la guerra sirvió como soldado en un submarino y que pasó año y medio sin saltar a tierra y casi sin verla. Es gracioso oírlo expresarse en español: quiere suprimir vocales y meter la k donde no cabe. En P. Cabello lo invitamos a saltar a tierra para dar una parranda. "No tenko platas, contestó. Yo tenko", le dije, y nos acompañó. A pesar de nuestras platas y de que hacíamos nosotros los gastos, siempre se veía este hombre como el jefe de la cuadrilla.

    Mal lo voy pasando en el comer, pero estoy contento en el viaje. El camarote, pequeño y coquetón, tiene todas las comodidades: cama (la mejor y más blanda que han pisado mis espaldas), agua corriente, lavabo, espejo de medio cuerpo, luz eléctrica, ventilador, timbre, armario, perchas, calefacción artificial, escritorio, ventana y un cuadro. Una magnífica biblioteca está contigua al salón de fumar, hay mesas de juego donde me paso los días enteros jugando dominó con un viejo que dice ser francés pero que revela su ser de judío en su nariz de lora, en sus ojos tristes y en los zarpazos con que se apodera de las moneditas cuando me gana. Se llama Elie Simón, es ateo, mujeriego, corrompido y avaro.

    Salvo el comienzo de mareo del primer día y de la indisposición al dejar a Trinidad, he estado sano y me divierto como puedo. El domingo de Pascua tuvimos desayuno especial y sorpresas. Casi todos los días hay orquesta en el almuerzo y aseguro que no he oído nunca música más bien ejecutada; generalmente tocan los trozos más salientes de algunas óperas. Cada dos noches hay cine. Con frecuencia se baila, y el sábado hubo baile de máscaras con todo y reina. A estas parrandas no voy nunca; me chocan hasta en tierra. Todos los días, a las doce, aparece, sobre un mapa que está en sitio visible, una banderita que señala el punto donde estamos en el océano, y en un cartelito la longitud, la latitud y las millas recorridas durante las últimas 24 horas. Generalmente pasa de 120 leguas (hoy hicimos 133 por haber ya entrado el barco en el Golffs Treen o corriente del Golfo, que ayuda a la

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