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Alta Traición
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Alta Traición

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La plasmación literaria de lo que ha supuesto Chávez para Venezuela y América latina ha traspasado los límites de la poesía épica y se ha manifestado en la ficción, como por ejemplo, en la novela Alta Traición. BBC MUNDO

Esto no es solo buena literatura por parte de dos escritores sofisticados, sino una lección de historia en forma de novela. Y aún más importante, los autores han creado una pequeña banda de amigos que se convierten en nuestros amigos también. Esta es una obra excepcional que merece amplia audiencia. GRADY HARP

Excepcional, una conmovedora! UNIVISION

Definitivamente oportuna...EL NUEVO HERALD

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 mar 2020
ISBN9781952570056
Alta Traición
Autor

Alberto Ambard

Alberto Ambard divides his time between writing and practicing maxillofacial prosthodontics. He co-authored High Treason, a novel Adelaide Books recently re-published. His short stories have appeared in various publications. His love of music and diverse background are often exposed in his writing. A descendant of French, American, Spanish, and Venezuelan families, he grew up in Caracas, a city of immigrants Isabel Allende said to have given her a sensual vision of the world. He also lived in Capaya, a remote Afro-Caribbean village. While in the Amazon, he interacted with tribes largely unknown to civilization. He later lived in contrasting Birmingham, Alabama, and Chicago. Mr. Ambard received the José Félix Ribas Medal for his achievements in collegiate and international karate. Currently, he lives in Portland, Oregon with his wife and children. You can find him at www.albertoambard.com

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    Alta Traición - Alberto Ambard

    Hasta principios de los años ochenta los venezolanos vivían en una fiesta continua donde la única controversia era si el Caracas o el Magallanes ganarían la liga de béisbol.

    Pero en 1981 el efecto ilusorio y paternalista de los petrodólares empezó a desvanecerse. Con la caída de los precios del petróleo emergieron a la superficie la corrupción administrativa y el marcado contraste social que se venían arrastrando desde el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (1974-1979).

    En 1989, exacerbado por el aumento de precios en el transporte público, el disgusto de los venezolanos se manifestó en el Caracazo, quizás la mayor protesta popular ocurrida hasta ahora en Venezuela y cuyo violento saldo fueron tres mil muertos y decenas de saqueos al pequeño comercio. Tres años después dos sucesivos intentos de golpe de estado dieron fin a la hasta entonces envidiada estabilidad política de Venezuela.

    Sin embargo, aún cuando era cada vez más evidente la distancia entre las clases sociales, no había un imaginario colectivo que propugnara el total rechazo y la consecutiva aniquilación de los sectores pudientes del país.

    Sin excepción, los gobiernos democráticos que se sucedieron después de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, en 1958, estuvieron caracterizados por una gran capacidad para incorporar a sus filas líderes provenientes de todos los sectores sociales. De allí la eficiencia con que los heterogéneos grupos gobernantes lograban mediar entre los intereses de los grandes capitales, sus propias ambiciones de poder y los intereses de los sectores más desamparados, quienes vivían de promesas y resoluciones políticas que no lograban erradicar sus males.

    Así, la estructura patrimonialista de los gobiernos, aunque amenazada por las frustradas esperanzas que el grueso de los venezolanos siempre ha depositado en ella, pudo mantener al país unido aún durante casi toda la década de los noventa. De alguna forma, la fiesta continuaba.

    En 1998, Hugo Chávez —líder del primer golpe de estado de 1992— emergió como figura política y fue electo presidente tras derrotar a los dos grandes partidos políticos de Venezuela: AD y COPEI. Tal triunfo se debió en gran medida a un discurso radical y beligerante que abocado a redimir a las masas frente a sus explotadores, pronto generó una profunda e irracional polarización dentro de la sociedad venezolana.

    Quienes compartían la ideología de Chávez alzaron la voz para exigir reivindicaciones mientras culpaban de sus males a todos cuantos permanecían escépticos. Estos, a su vez, vislumbraron el aislamiento que les aguardaba de no hacer causa pública con los primeros, aún a costa de sus más íntimas convicciones.

    Muchos han sido los acontecimientos en tal clima de tensión ideológica pero, sin duda, el primero de ellos, la tragedia de Vargas, simultánea al referéndum constitucional que erosionó la base democrática del país, fue decisivo para que un sector de la población, particularmente conformado por las capas medias, se adentrara en el profundo túnel del desengaño.

    En diciembre de 1999 unas cincuenta mil personas murieron a raíz de los deslaves en las montañas costeras de La Guaira, en el estado Vargas. Aunque varios alertas habían sido emitidos desde el 10 de diciembre, lejos de evacuar la zona en riesgo, el gobierno de Chávez hizo un llamado instando a la población a votar en el referéndum que había sido convocado para el 15 de diciembre, justo cuando ocurrió la tragedia.

    Ese lluvioso día de diciembre, ignorando la muerte que los deslaves sembraban y a pesar del 55% de abstinencia, Chávez obtuvo el poder de reconstruir lo que él insistentemente denominaba la moribunda constitución venezolana. La nueva ley pronto disolvió el congreso y transfirió al presidente los poderes e instrumentos necesarios para desarrollar su plan político.

    Con apenas un año en el gobierno, Chávez comenzó a sufrir duras críticas por parte de la oposición civil, paulatinamente fortalecida durante los dos años siguientes. Como consecuencia, la polarización social se volvió mucho más marcada y originó actos de violencia.

    El primero de ellos fue la tragedia de Puente Llaguno. El 11 de abril del 2002 varios ciudadanos opuestos al régimen murieron durante una marcha que algunos adeptos a Chávez trataron de impedir con armas de fuego. Al día siguiente hubo un golpe fallido contra Chávez, quien tras aceptar que debía dejar la presidencia, volvió a asumirla tres días después gracias al apoyo de un considerable sector de las masas y a la falta de visión de los sectores políticos que lo repudiaban.

    Con Chávez de nuevo en el poder, las tensiones continuaron hasta explotar en la tragedia de la Plaza de Altamira. A finales del 2002 y después de varias semanas en las que un grupo de opositores al gobierno se reunían en dicha Plaza para manifestar pacíficamente, Joao De Guveia, un adepto a Chávez, disparó contra los manifestantes y mató a tres personas. Ciertamente, la fiesta se había acabado en Venezuela.

    Desde el año 2003, gracias al aumento extremo de los precios del petróleo, la historia se repitió y la ilusión de los petrodólares ayudó a Chávez a recuperar la popularidad, consolidar el poder y radicalizar aun más su política socialista, por lo que la polarización social continua en el presente.

    Quienes apoyan a Chávez aseguran que su gobierno es más justo que los anteriores porque está al servicio de los previamente ignorados, pues prioriza programas para combatir tanto la pobreza como el analfabetismo y la falta de atención médica.

    En cambio sus opositores argumentan que la pobreza sigue aumentando mientras Chávez utiliza los bienes de la nación para desarrollar su agenda política en el exterior y fortalecerse dentro del país mediante una nueva clase social, los chavistas. Tal como muchos se enriquecieron en décadas anteriores al apoyar a los partidos de turno, así los que ahora secundan a Chávez adquieren un extraordinario poder y se enriquecen de un día para otro.

    Con la nueva burocracia, Chávez ha creado un sistema centralista cuyo evidente objetivo ha sido el de erosionar la iniciativa privada y apoderarse de sus bienes, aún cuando las leyes que él aplica fueron rechazadas por los venezolanos en un referéndum convocado por él mismo el dos de diciembre del 2007.

    Por lo tanto, quienes están en su contra perciben no sólo su propia fragilidad personal en el nuevo régimen, sino la forma violenta o anticonstitucional de las gestiones gubernamentales, entre las cuales insistentemente denuncian la participación de Chávez en actividades terroristas en Suramérica y el desbordante crimen que azota al país. Con siete millones de habitantes, Caracas es hoy en día una de las ciudades más violentas del mundo.

    La calidad de vida ha disminuido a tal punto que Venezuela —país por tradición receptor de inmigración hasta 1982—, que ha perdido al menos 1.5 millones de venezolanos, en su mayoría profesionales actualmente afincados en Estados Unidos y Europa. Hasta la fecha no existe información sobre los emigrantes ilegales.

    Las consecuencias de la llamada Revolución de Chávez aún no pueden ser del todo medidas. Pero no cabe duda de que Venezuela ha dado fin a un período de su historia y se remonta, tanto desde el punto de vista político como económico y psicológico, hacia un horizonte de divisiones todavía más profundas que comprometen el sentido de nación tal y como lo hemos entendido desde la Independencia.

    Mientras un sector de la sociedad sigue esperanzado, imaginando un mejor futuro, el otro expresa resignación y amargura ante un entorno social violento e intolerante.

    La novela se abre en el festivo clima de 1988 y concluye en 2007. Aunque sus personajes son ficticios, casi todas las situaciones en que se ven envueltos pertenecen a la historia reciente de Venezuela, a sus drásticos cambios y a las emociones nacidas de éstos.

    INTRODUCCIÓN

    (2007)

    10 de septiembre, 2007

    Este es un boletín extraordinario. En horas de la mañana una bomba explotó en la sede del Banco del Tesoro en Porlamar mientras el presidente Chávez se encontraba inaugurándola. Hubo varios heridos, entre ellos uno de los camarógrafos de Venezolana de Televisión que estaba ajustando los focos de luz cerca del lugar donde se hallaba la bomba.

    El responsable del atentado cayó muerto de un disparo después de que la policía le diera alcance en las cercanías del barrio Bella Vista. El sujeto en cuestión es Maikel Salgado, un hombre de treinta y ocho años que trabajaba para el oficialismo en la Isla de Margarita. Se cree que Salgado actuaba solo y que la bomba, de manufactura casera, presentaba un fallo y no logró detonar con la intensidad esperada. Oficiales y agentes compañeros de Salgado afirman que éste tenía experiencia en detonantes…

    A través de la televisión y la radio, el primer comunicado llegó a todos los hogares del país; a los abastos y supermercados, cafés, bares, tiendas y puestos de venta, a las oficinas y fábricas, a las playas, montañas y llanos. También llegó a la selva mientras se editaba y se lo traducía en otros países para hacerlo llegar a otros hogares, aunque sin el sentido de urgencia que le imprimía la voz del narrador de noticias caraqueño, quien con una mezcla de arrogancia y recelo entendió, mientras leía la noticia y ésta se propagaba vía satélite, el supremo poder que el suceso le otorgaba a su voz.

    Las palabras que pronunciaba sorprendían a la audiencia de todo el territorio venezolano, desde Caracas hasta la Guajira en occidente, hasta Santa Elena de Uairén en el sur, y al oriente, hasta Curiapo. Sin embargo, el locutor ignoraba las repercusiones del atentado y quiénes entre los veintiocho millones de habitantes del país sentirían aprensión, temor, tristeza, rabia o alegría. Uno nunca sabe cómo puede reaccionar la gente hasta que reacciona, pensó.

    Eran las cuatro de la mañana en el cuartel municipal número tres de Porlamar, Isla de Margarita. Un oficial de policía buscaba el resultado de los últimos juegos de Grandes Ligas cuando decidió encender la radio. Estaba sólo en esa estancia, con el periódico extendido sobre el único y desvencijado escritorio de la sala. Al oír un polo margariteño a través de la destartalada radio, se puso a tatarearlo mientras tamborileaba la porosa madera con las sucias uñas de su mano izquierda.

    Dos bombillas eléctricas suspendidas a medio metro del techo por sendos cables pelados le daban una grata iluminación a la zona donde el policía, después de desabotonarse la bragueta para liberar el profuso vientre, pasó la página del periódico buscando las noticias de boxeo.

    A sus espaldas y en lo alto, prisionero de una vieja litografía y no sin cierto estupor, Simón Bolívar contemplaba la casi desnuda sala y sus amarillentas paredes. Pero no podía percibir el olor a manteca rancia que se desprendía de éstas ni ver, dado el ligero ángulo que controlaba la posición de su cabeza, el pasillo donde las tres celdas se alineaban.

    Las tres pequeñas celdas de barrotes oxidados y sin más ventilación que la poca que compartían con el pasillo estaban casi sumidas en la penumbra. Como en las otras dos, el piso de la más distante al guardia y la más oscura estaba cubierto de una masilla compuesta por orines, vómitos y sangre resecos. Sobre esa mugre acumulada desde tiempo inmemorial yacía Rodrigo, más asqueado de sí mismo que de todo cuanto lo rodeaba.

    La radio del agente empezó a anunciar los titulares del día. Era una de esas radios que parecen de juguete pero que nunca se echan a perder. De su caja amarilla emergía una antena doblada en varias partes por el uso y el maltrato. Rodrigo trató de ponerle atención a las noticias pero con el cerebro entumecido, la distancia que lo separaba del guardia y la lamentable calidad sonora de la radio, apenas podía oír al narrador. Sin embargo, cuando escuchó el nombre de Maikel un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo y empezó a vomitar regalándole al pestilente piso una fresca constancia de su estadía en esa celda.

    Pasado el mareo, se sentó con las piernas recogidas y apoyó los codos en ellas para sostenerse la cabeza con ambas manos. La radio volvía a repetir la noticia como si fuera un disco rayado y Rodrigo pudo por fin captar lo que se estaba diciendo sobre Maikel y Chávez. Inerte y tembloroso, tensó los músculos de la cara para finalmente dejarse vencer por un sollozo discontinuo y deshidratado.

    Cuando logró calmarse sintió el aleteo de una mosca y miró al suelo, buscándola en el charco del fresco vómito. Los débiles haces de luz que llegaban a la celda desde la mortecina bombilla del pasillo lo ayudaron a detectarla: era de un verde fosforescente y escrutaba lo que iba a ser su festín. Pero inquieta y avariciosa, pronto empezó a volar por la estancia y a quererse posar sobre la cabeza y el pecho de Rodrigo. Fue entonces cuando éste se dio cuenta de que en algún momento de la noche anterior también se había vomitado encima, sobre la pechera de su camiseta. E inmediatamente le vino otro ataque de llanto, más prolongado y consolador.

    La mosca acabó conformándose con el vómito del suelo y ya no lo molestaba. Procurando capear un nuevo mareo, Rodrigo se quedó quieto sintiendo girar sobre su cabeza, como un enjambre de moscas verdes, los acontecimientos que lo habían llevado a esa celda en un cuartel de Porlamar.

    PRIMERA PARTE

    LA FIESTA

    (1988 – 1997)

    CAPÍTULO 1

    14 de julio, 1988.

    Mi nombre es Rodrigo Fernández, profesor de castellano y literatura. Mis amigos y vecinos suelen llamarme cariñosa y equívocamente el gallego dada mi ascendencia española y por pensar que todo el que emigra de España tiene por fuerza que proceder de Galicia.

    Mi padre Emiliano nació en Asturias, donde mi madre también creció aunque su familia y ella misma son de Navarra. Se conocieron en Caracas y se casaron cuando él era apenas un albañil y ella costurera en una fábrica de ropa de niños. Con el tiempo él se convirtió en maestro de obras y ella dejó la fábrica pero no la costura, pues ahora trabaja en casa haciéndoles vestidos a las elegantes y no tan elegantes damas del Este de Caracas. Tengo, además, una hermana menor, Raquel.

    En la época que ahora relato, la de mi adolescencia, vivíamos en un apartamento que daba sobre la Avenida Francisco de Miranda, en la urbanización Bello Campo, que a pesar de pertenecer al Este, es una zona mayormente habitada por la clase media, una raza en extinción en Venezuela.

    Antes vivíamos en La Candelaria, barrio inclasificable a no ser que se diga que allí se concentró la inmigración española y portuguesa de Caracas. Su población es versátil, ruidosa e impredecible. Nuestra familia puso rumbo al Este cuando a un corredor profesional de motocicletas que vivía en el barrio le dio por hacer sus prácticas en nuestra cuadra y cada diez minutos, durante las horas de la madrugada y justo debajo del dormitorio de mi papá, montaba una serenata de piques y tubos de escape.

    Papá quería huir al fin del mundo, decía, dando a entender con ello que su felicidad hubiera sido completa de haberse podido mudar a los más lejanos sectores del Este, allí donde reinaba la profunda vegetación de la Cordillera de la Costa y aún podía respirarse la simpleza de los pueblecitos que en ese entonces bordeaban Caracas sin querer ser parte de ella. Pero dado su trabajo y sobre todo el de mi mamá, quien no sabía conducir para llegar hasta las casas de su clientas, tuvimos que contentarnos con Bello Campo.

    Mi hermana y yo fuimos criados dentro de las más estrictas convenciones íberas: todos los privilegios para el príncipe; ése era yo, y todos los trabajos caseros: limpieza, cocina, lavado y planchado, para mi pobre hermana, que no tenía más culpa que la de haber nacido hembra. Por si fuera poco, desde que cumplió los dieciocho años, Raquel era víctima de los sabios consejos de mi madre en cuanto al matrimonio, al que una mujer debía ir siendo joven y preferiblemente con un español, para procrear hijos sanos y felices, decía ella. Pero cómo hacerlo, se preguntaba mi hermana, cuando nuestro padre había convertido el apartamento en un fuerte impenetrable que desanimaba aún a los que eran capaces de imaginarse al viejo como suegro.

    A menudo sentía lástima de mi hermana, de su bien custodiada virginidad y del futuro que mamá le había diseñado. Pero no era la mía una lástima militante, al estilo de Don Quijote, porque yo supe desde muy niño que a pesar de su dulzura, mi madre era un molino de viento que podía descalabrar al más pintado, y no me sentía con ánimos de hacer de héroe allí donde todo estaba dispuesto para la derrota.

    Recuerdo aquel jueves en que les comenté el asunto a Manuel y a Alfredo. Estábamos en la playa tomándonos unas cervezas y se me ocurrió usar la palabra dicotomía para explicarles la conducta de mis padres:

    —¿Dicotomía?, ¡qué vaina es esa!, ¿estás oyendo, Manuel? ¡Esa es la típica palabra que el gallego se saca de la manga pa soná inteligente, ja, ja, ja! —así, con sus burlas, Alfredo ocultaba la buena intención que siempre lo movía frente a mis preocupaciones.

    —No es eso, sino que yo, a diferencia de otros, me he dedicado a la lectura. Ah, perdón; por un segundo olvidé que no conocen esa palabra. Les explico: lectura es básicamente lo mismo que ustedes hacen con las revistas porno, sólo que yo le pongo atención a las letras.

    —¿Y qué, Rodrigo?, ¿te excitan las letras? —Alfredo y yo nos reímos del comentario de Manuel, quien por unos segundos clavó una atónita mirada en mí como si me tomara en serio.

    Así era siempre. Nos gustaba ir a la playa y pasar horas hablando hasta que el frescor de la tarde nos tomaba por sorpresa y emprendíamos la vuelta a Caracas.

    Finalizado el bachillerato y en espera de comenzar las clases universitarias, nos hicimos de una rutina sencilla basada en el inagotable consumo de cerveza y la burla permanente, a veces ligera y otras, negra y punzante.

    Quien nos viera enfrascados en ésta última, podría creer que nos odiábamos cuando en realidad sólo éramos tres mamarrachos que con actitudes supuestamente viriles tratábamos de expresar el inmenso cariño que nos unía.

    Nos conocimos en el Colegio Don Bosco de Altamira. Aunque por ese entonces la educación pública no era mala en Caracas, mis padres acordaron enviarme a un colegio católico porque así, con un solo tiro de gracia, mamá cumplía con el deber cristiano de educar a su hijo como Dios manda y mi padre le daba rienda suelta a su mejor tesis, según la cual lo importante en Venezuela no es lo que sabes sino a quién conoces.

    Tanta fue la satisfacción producida por tal acuerdo que mi padre olvidó las diez horas de trabajo diario en las obras, y mi madre las otras tantas doblándose el espinazo con la costura. Para ellos el sacrificio valía la pena. No les importaba alargar su jornada porque pensaban que la vida debía ser dura, pues por algo era vida. Con tal noción habían vivido siempre en Venezuela, distanciándose así del común de los venezolanos, para quienes la vida era sólo parranda.

    Mi padre disfrutaba dándome largos discursos sobre la flojera del venezolano, según él, patológica. Sostenía, por ejemplo, que nuestros indios, favorecidos por las bondades del trópico, nunca habían tenido que trabajar como los europeos. Y se los imaginaba en la selva, antes de la Conquista, haciéndose la paja mientras les caían en la cabeza los mangos con los que más tarde almorzaban.

    El alegato de mi padre, usualmente extenso y en ocasiones metafísico —así de profundo cavaba en la historia del país—, siempre concluía afirmando que para colmo, la riqueza petrolera había debilitado el carácter venezolano, pues nada bueno salía de la vida fácil. Sin la inmigración española, italiana y portuguesa, desembarcada en el puerto de la Guaira a comienzos de los años cincuenta, Venezuela hubiera sido una jungla llena de mediocres haciéndose la paja.

    Ese jueves de la dichosa dicotomía, mientras estaba acomodándome en la cama para reposar las cervezas, papá irrumpió en mi cuarto. En sus ojos leí que estaba furioso por mis pequeñas vacaciones etílicas y efectivamente, sin muchas vueltas me informó que en su casa no se alimentaba a ningún vago. Debía conseguirme un empleo hasta que comenzaran las clases en la universidad.

    Quiso forzarme a vender seguros para la compañía de corretaje de un amigo suyo, pero yo, tan hijo de mi tierra como el que más, pensé en buscarme un trabajo mucho más venezolano mientras caía sobre mí, bañada en chispazos de saliva, su agotadora propedéutica.

    CAPÍTULO 2

    20 de julio, 1988.

    Tres religiones coexisten en Venezuela: el catolicismo, el béisbol y la cerveza. La última, monoteísta como la religión católica, le rinde culto a un solo dios, o mejor dicho, una diosa, La Polar, que reina en el noventa y cinco por ciento del simplista mercado venezolano. Y aunque sus adeptos sostienen que es la única cerveza verdadera, también es plural porque se la conoce por muchos nombres: la perolita, la catira, el oso y algunos otros.

    La noche en que mi padre y yo discutimos por lo de mi trabajo llamé a Alfredo para contárselo y pedirle consejo. Él me recomendó contactar a un primo suyo, un exitoso agente de publicidad que estaba empleando a muchachos como yo, recién egresados del bachillerato y ansiosos de tener un trabajo fácil y productivo.

    La ambiciosa campaña del primo de Alfredo intentaba cambiar drásticamente la cultura cervecera del venezolano, destronando para siempre a la Polar. Decenas de jóvenes sin muchas luces eran enviados a restaurantes y bares de Caracas con dinero en efectivo. Su misión era darle a los mesoneros quinientos bolívares cada vez que les ofrecieran a los clientes la cerveza representada por la campaña. Cuando por alguna razón los mesoneros ignoraban tales instrucciones, nuestros bachilleres les echaban un sermón y de postre, un bolígrafo como recuerdo del dinero que se hubieran podido ganar.

    Así, con apenas dieciocho años, mi primer trabajo consistió en ir todas las tardes de restaurante en tasca con la misión de espiar a los mesoneros, echarme una que otra Polar gratis, dar sermones y repartir los reales.

    Lamentablemente, la genial estrategia de Giovanni —así se llamaba el susodicho primo de Alfredo— pasó desapercibida. En aquellos días los caraqueños andaban preocupados por la creciente ola de crímenes. Cada fin de semana morían un promedio de veinte personas. Las causas resultaban diversas y a veces demasiado extravagantes, porque ¿cómo se puede matar a alguien para robarle, por ejemplo, un par de zapatos? Y así era. La inseguridad parecía haber llegado al punto más alto de la curva y de allí sólo nos quedaba descender.

    Pero estábamos equivocados. Hace sólo unas semanas mi mamá recordaba esos gloriosos días —así los llamó suspirando con inmensa nostalgia— en que nos dejaban magullados y sin zapatos en medio de la Avenida Francisco Solano, porque después, cuando Chávez subió a la presidencia, el número de muertos semanales empezó a multiplicarse de manera insólita.

    Algunos ciudadanos de poca fe llegaron a preguntarse si no estaríamos secreta o inconscientemente compitiendo con la guerra de Irak, al menos en cuestión de cadáveres. De ser así, las estadísticas muestran que no hay que preocuparse porque les llevamos la delantera. Caracas tiene el segundo índice más alto de homicidios en el mundo y el doble de Bagdad, ciudad en estado de guerra.

    Unos cuantos días después de la discusión con mi papá y con unas cuantas polares encima, iba yo caminando por el centro de Caracas y pensando alegremente que ya llevaba una semana en mi agradable trabajo de espía cuando de pronto un tipo de baja estatura y con la cara rajada se me puso al lado y me dijo:

    —No te pares, sifrinito, sabemos que tas embuchao. Cuando te diga, me das los reales o te quiebro. No te pongas cómico, no voy a comé cuento, te lo digo de una; me das el billete o te colto.

    De reojo noté que el malandro escondía las manos en su chaqueta de nylon. Pensando que estaba sacando una navaja, decidí empujarlo y correr.

    —¡¡Tiene un cuchillo!!, ¡¡tiene un cuchillo!! —grité a todo pulmón. Y mientras corría supe, como saben las gacelas, que los ojos son un lujo cuando el golpe viene, porque sin necesidad de mirarlo entendí que me iba a alcanzar.

    Lo único que recuerdo es el frío que me penetró por detrás, en el costado derecho y el inmenso dolor que empezó a paralizarme mientras trataba de no caer. Ese día decidí que lo de mi papá no eran cosas de viejo y que mi destino estaba en el trabajo duro. Las últimas zancadas de la huida pronto se convirtieron en mis primeros pasos hacia el realismo.

    CAPÍTULO 3

    21 de julio, 1988.

    Me desperté en el Centro Médico de San Bernardino, en un cuarto extremadamente limpio y lleno de luz, ocupando su única cama y mi mamá uno de los dos silloncitos para visitas dispuestos contra el ventanal. La pequeña mesa situada entre los sillones tenía un jarrón con azucenas. Por un instante fijé la vista en ellas tratando de decidir si eran naturales o de plástico, pero tenía la visión borrosa. Quise moverme y el dolor del costado me paralizó. Como sentía frío, lo primero que me salió de la boca

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