La epigenética: Cómo el entorno modifica nuestros genes
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Con este conocimiento, llamado epigenética, se inaugura una era que nos ofrece nuevas herramientas para comprender, predecir e incluso revertir enfermedades de una forma que no podíamos imaginar. La epigenética nos abre la puerta a la medicina de precisión y personalizada, una de las últimas fronteras biomédicas.
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La epigenética - Carlos Romá-Mateo
Más allá de la genética
Con la finalización en 2013 del Proyecto Genoma Humano obtuvimos la mayor cantidad de información conseguida hasta entonces respecto a nuestra biología: la lista completa de genes que contienen todas y cada una de nuestras células. Muchos vaticinaron entonces el fin de la enfermedad, hasta que comenzaron a aparecer problemas: hechos que la genética no podía explicar por sí sola y errores que parecían contradecir algunos de sus cimientos. La visión clásica de la genética llevó a asumir durante muchos años que la dotación genética de un organismo en el momento de su nacimiento es inmutable y condiciona su destino inexorablemente. Se instauró así un determinismo genético que, no obstante, comienza a diluirse.
¿Cuál es realmente el papel del ambiente? ¿No influye en absoluto sobre la actividad de los genes y su efecto final sobre el organismo? Para responder a estas preguntas hubo quien se fijó más en las células que en los individuos, y en los momentos tempranos de la vida embrionaria antes que en los seres adultos, llegando a asentar la disciplina que hoy día conocemos como epigenética. El biólogo escocés Conrad Hal Waddington acuñó el término con el objetivo de intentar dar nombre a esos procesos que, pese a no ser capaz de desentrañar, entendía que actuaban como mediadores entre los estímulos que una célula recibe desde el exterior, fruto de su interacción con el medio y con las demás células que la rodean, y el efecto final sobre la actividad de sus genes. Los mecanismos epigenéticos «dosificarían» la información confiriendo a dicha célula propiedades nuevas, capacidad de responder a cambios externos… En definitiva, modulando pero al mismo tiempo afianzando su destino (fig. 1).
Trasladar estas conclusiones al individuo completo, ya desarrollado, nos permite entender un poco mejor cuán probable es que exista un nivel de regulación que actúe como mediador entre ambiente y genética. Este es el lugar que ocupa la epigenética, una disciplina que parte de la genética clásica para ir más allá, para mostrarnos que los genes no tienen la última palabra y que el destino celular no está sellado de manera irreversible. El debate «adquirido versus innato» ya no es tal. Ahora sabemos que el ser humano no solo se define por la composición del conjunto de genes de sus células —el genoma—, sino que su epigenoma, influido por el ambiente, es vital en su existencia.
FIG. 1
«Paisaje epigenético» basado en una ilustración de Conrad H. Waddington. Muestra que el proceso de desarrollo —la caída de la bola por el terreno— puede seguir diversos caminos en función de alteraciones del ambiente hasta llegar al final —la diferenciación completa de la célula—.
El epigenoma es un conjunto de «marcas químicas» sobre el genoma que dirigen acciones tales como la activación o desactivación del gen que se ha marcado y el control de la producción de proteínas a partir de ese gen concreto. Los mecanismos epigenéticos dotan, pues, a nuestras células de la capacidad de ser lo que son y, por lo tanto, son una parte esencial de las funciones que nos definen como individuos. Están detrás de procesos tan básicos como respirar, moverse o digerir el alimento, pero también de otros aún en la frontera de nuestro conocimiento, como sentir, pensar o amar. Solo entendiendo estos mecanismos podremos comprender la maravillosa complejidad del ser humano, y también mejorar en el diseño de terapias adecuadas para patologías como el cáncer. La epigenética y la genómica de alta resolución abrirán las puertas a la tan ansiada medicina personalizada, que permitirá diseñar tratamientos para un individuo según sus características genéticas y celulares específicas.
Para poder entender plenamente cómo la epigenética es capaz de modularnos —incluso podríamos decir de «programarnos»— para ser quienes somos, antes debemos comprender la base molecular de nuestra existencia.
EL DESTINO ESCRITO EN LOS GENES
Las aproximaciones indican que un ser humano podría tener entre cincuenta y setenta billones de células en su organismo. Estas se agrupan y constituyen tejidos altamente especializados, que a su vez dará lugar a los órganos. Cada una de estas células constituye una entidad en sí misma, capaz de nutrirse, comunicarse con otras células, crecer e incluso reproducirse. Pero en el conjunto de un organismo pluricelular, cada célula tiene una función muy específica durante su vida, la cual viene determinada por el conjunto de proteínas del que dispone.
Las proteínas son los ladrillos que construyen tanto la mayoría de las estructuras de la célula como las máquinas moleculares que le proporcionan sustento, forma y multitud de propiedades. Para que una neurona, que es una célula del sistema nervioso, sea funcional, necesita exhibir en su superficie determinadas proteínas que permitan el intercambio de pequeñas partículas con carga eléctrica —iones de diferente naturaleza— a través de su barrera externa. Este intercambio de iones entre el exterior y el interior constituye la base de la comunicación eléctrica entre neuronas. Por otro lado, una célula del sistema inmunológico como un linfocito, cuya función principal es patrullar el torrente sanguíneo al acecho de invasores o cuerpos no deseados, deberá presentar en su superficie otro tipo de proteínas: receptores específicos de reconocimiento de moléculas. Al mismo tiempo, deberá generar proteínas que inicien una respuesta inflamatoria para luchar contra dicho invasor, o que controlen su capacidad para multiplicarse mediante la regulación de la división celular.
El conjunto de proteínas que una célula expresa es el responsable del aspecto final, de la forma, de las capacidades y, por tanto, de la función de dicha célula. Este conjunto de rasgos es lo que llamamos fenotipo, en contraposición al genotipo, que es el conjunto de genes que la misma célula porta en su interior. Porque, de manera simplificada, podemos afirmar —y esta es una de las claves para comprender la vida— que cada una de estas proteínas proviene de un gen, de un fragmento de información en forma de ADN, entre los miles que guarda el núcleo de nuestras células. El ADN o ácido desoxirribonucleico se encuentra en todos los seres vivos y pertenece a la familia de los ácidos nucleicos, que son moléculas de gran tamaño que tienen una naturaleza química similar a la de las proteínas pero una función muy distinta. Todo el ADN de una célula, el conjunto de sus genes, que conocemos como genoma, determina su identidad. Y todas las células de un mismo organismo comparten esa identidad porque todas, sin excepción, han derivado de una misma célula original por sucesivas divisiones.
> LOS PRIMEROS PASOS HACIA LA EPIGENÉTICA
Imagen de cristalografía de rayos X de la molécula de ADN obtenida por Rosalind Franklin que permitió a Watson y Crick formular el modelo de la doble hélice.
A lo largo de la dilatada historia de observaciones, elucubraciones e intentos más o menos acertados de explicar los mecanismos que regulan la herencia de los caracteres, se han sucedido algunos hitos clave que han sentado las bases de la genética, el sustrato esencial sobre el que, más tarde, ha surgido y se desarrolla la epigenética. Aparte de la célebre teoría de la evolución de las especies, basada en las observaciones de los naturalistas británicos Charles Darwin y Alfred Russel Wallace, que impregna todas y cada una de las ramas de la biología, otro avance destacado fue la enunciación en 1866 por parte del monje y naturalista austriaco Gregor Mendel de las leyes que modelan la transmisión de caracteres de progenitores a descendientes. Para ello, Mendel llevó a cabo numerosos experimentos con guisantes, a cuyos resultados aplicó un tratamiento estadístico. Por otro lado, el descubrimiento, casi un siglo después, de la estructura molecular del ADN, la famosa doble hélice, permitió comprender los mecanismos básicos por los que la información contenida en el ADN termina convirtiéndose en proteínas, que son las que finalmente hacen que una célula tenga una u otra característica, una u otra función. Los biólogos Francis Crick y James Watson, británico y estadounidense respectivamente, dedujeron en 1953 la estructura de la molécula de ADN a partir de una imagen de rayos X obtenida por la química y cristalógrafa británica Rosalind Franklin.
Pues bien, ¿qué determina que una célula tenga un cierto conjunto de proteínas y la célula vecina tenga otro? Si tienen el mismo genoma, el mismo ADN, ¿por qué son tan distintas? ¿Qué hace que dos gemelos monocigóticos, que son genéticamente idénticos, puedan tener distintas enfermedades a lo largo de su vida? ¿Por qué unas personas padecen depresión, otras algún tipo de cáncer y otras alzhéimer si no se les encuentra ninguna alteración genética asociada? Todas y cada una de estas preguntas pueden responderse mediante la epigenética.
Los organismos que se reproducen de manera sexual confieren a sus descendientes la ventaja de poseer un genoma totalmente original, una mezcla equitativa de ADN procedente de cada uno de sus progenitores. Esta mezcla de genes hará que el embrión en desarrollo se parezca a ellos, pero ostente diferencias que lo hagan único, mejor en muchos aspectos, con las consecuencias evolutivas que eso conlleva. El nuevo e híbrido genoma que es la seña de identidad de este cigoto se mantendrá intacto división tras división, hasta dar lugar a un ser humano completo. En cada una de estas divisiones celulares embrionarias, las células hijas se van especializando poco a poco mediante un proceso llamado diferenciación celular, la clave de la diversidad estructural que encontramos en los organismos pluricelulares.
Todas las células de nuestro organismo comparten el mismo genoma y sin embargo son muy diferentes unas de otras, lo que significa necesariamente que existe algo que permite a las células interpretar de manera diferente dicho genoma. Pero antes de profundizar en esta idea de la lectura e interpretación del «libro de instrucciones», es preciso entender cómo está escrito dicho libro: comprender de qué está formado el genoma humano y descifrar el lenguaje codificado por el ADN.
EL ADN, EL LENGUAJE DE LA VIDA
Cada célula viva, ya sea en sí