Colmillo Blanco
Por Jack London
4.5/5
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Información de este libro electrónico
Jack London
Jack London was born in San Francisco in 1876, and was a prolific and successful writer until his death in 1916. During his lifetime he wrote novels, short stories and essays, and is best known for ‘The Call of the Wild’ and ‘White Fang’.
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Colmillo Blanco - Jack London
Epílogo
Primera Parte
1. El Rastro de la Presa
A ambas orillas del helado río se extendía un lúgubre bosque de pinos. El viento había despojado a los árboles de su carga de nieve y parecían inclinarse los unos hacia los otros. Aquello era un desierto salvaje helado, propio de los países del Norte. Sobre la llanura reinaba un impresionante silencio.
Pero a pesar de todo allí había vida. Por el río helado, trabajosamente, avanzaba un trineo arrastrado por perros con aspecto de lobos. Tenían el pelaje cubierto de hielo y su aliento se posaba en su piel, cristalizándose. Llevaban un arnés de cuero mediante el cual se unían al trineo. Sobre éste iban una caja de madera, mantas, un hacha, una sartén y una cafetera. Pero lo más destacable era la caja larga y estrecha, que ocupaba casi todo el espacio del trineo.
Delante de los canes caminaba lentamente un hombre. Detrás del vehículo iba otro. Dentro de la caja yacía un tercero cuya actividad había terminado, la selva lo había vencido. A la selva boreal no le gusta el movimiento, la vida, y eso es lo que destruye. Hiela el agua para impedir que corra hacia el mar; arranca la savia de los árboles hasta paralizar sus poderosos corazones. Pero a quien ataca de la manera más terrible y feroz es al hombre.
Sin embargo, los que guiaban el trineo aún no estaban vencidos. Tenían las pestañas, las mejillas y los labios cubiertos de cristales de hielo. Caminaban sin hablarse, ahorrando el oxígeno para las funciones del cuerpo. En torno reinaba el silencio, oprimiéndolos con su presencia tangible. Su presión llegaba hasta lo más hondo de sus almas, se sentían como pequeñas manchas, que se movían débiles entre las poderosas fuerzas de la naturaleza. La débil luz de aquel día corto y sin sol empezaba a declinar, cuando un tenue y lejano aullido resonó hasta alcanzar su nota más alta, se afirmó vibrando para luego ir bajando hasta dejar de oírse. Habría podido pensarse en un alma en pena que se quejaba, si no hubiera sido por un cierto tono de hambre. Ambos hombres cambiaron una mirada por encima de la caja rectangular.
Se oyó otro aullido y después un tercero, que ambos localizaron enseguida. Provenía de algún punto del desierto nevado que acababan de atravesar.
–Nos buscan, Bill –dijo el hombre que iba adelante.
–La carne está escasa –respondió su compañero–. Hace días que no he visto un conejo.
No hablaron más, aunque seguían con el oído atento a los gritos de caza detrás de ellos. Como oscureciera, desviaron los perros hacia un grupo de abetos a la orilla del río. El ataúd les servía de asiento y de mesa. Los perros se agruparon lejos del fuego, mostrándose mutuamente los dientes.
–Me parece, Enrique, que los perros no quieren apartarse de nosotros –comentó Bill.
–Ellos saben dónde están seguros –dijo Enrique–; prefieren comer a ser comidos. Además, son perros muy inteligentes.
–¡No lo sé! –repuso Bill, sacudiendo la cabeza.
–Es la primera vez que oigo dudar de ello.
–¡Oye, Enrique! ¿Te fijaste cómo se alborotaron cuando les daba de comer?
–Es cierto, metieron más ruido que de costumbre.
–¿Cuántos perros tenemos?
–Seis.
–Bueno, verás... Tenemos seis perros. Saqué seis pescados de la bolsa. Le di uno a cada perro y me faltó un pescado.
–Te habrás equivocado al contar.
–Tenemos seis perros –insistió Bill tranquilamente–. Saqué mis pescados y Una Oreja se quedó sin el suyo. Volví a la bolsa y le di el que le tocaba.
–Ahora sólo hay seis –dijo Enrique, después de echarles una mirada.
–Vi al otro escaparse por la nieve –porfió Bill.
–Entonces tú crees que era uno de esos...
Lo interrumpió un aullido de una tristeza desgarradora. Luego de escuchar, Enrique terminó la frase señalando el lugar de donde provenía el grito:
–... ¿uno de ellos?
–Que me condene si pensé en otra cosa –asintió Bill.
Los aullidos provenían ahora de todas partes y los perros se acurrucaban tan cerca del fuego que les quemaba el pelo. Bill echó más leña antes de encender su pipa.
–Enrique... –dijo, señalando la caja sobre la que estaban sentados–. Estaba pensando que éste es mucho más feliz que nosotros. Seremos dichosos si sobre nuestros cadáveres ponen suficientes piedras como para alejar a los perros.
–Pero nosotros no tenemos familia ni dinero, como él –repuso Enrique–. El transporte de un cadáver es algo que está por encima de nuestras posibilidades.
Bill abrió la boca como para hablar, pero se contuvo. Señaló en la oscuridad un par de ojos que llameaban como brasas. Con un movimiento, Enrique advirtió a su compañero la existencia de otro par y aun de un tercero. Alrededor del campamento se había formado un círculo de ojos relucientes.
La intranquilidad de los perros crecía por momentos. Un ataque súbito de miedo los impulsó a acercarse más hacia los dos hombres. La conmoción obligó al círculo de ojos a retirarse un poco, pero se acercó otra vez cuando los canes se tranquilizaron.
–Es una desgracia habernos quedado sin municiones –dijo Bill, mientras ayudaba a hacer las camas de pieles y mantas sobre las ramas de pinos que habían colocado encima de la nieve.
–¿Cuántos cartuchos nos quedan? –preguntó Enrique.
–Tres. ¡Quisiera que fueran trescientos! Y me gustaría que este frío cesara de una vez –añadió–. No me siento bien con cincuenta grados bajo cero. Preferiría que nos encontráramos en el Fuerte McGurry, jugando a las cartas.
Enrique se metió en la cama. Cuando empezaba a dormirse, su compañero lo despertó:
–Oye, Enrique, ¿por qué los perros no atacaron al que se comió el pescado? Eso me preocupa.
–No hagas caso –le respondió–. Calla y duérmete.
Se durmieron pesadamente, cubiertos con la misma manta. Cuando el fuego se extinguió, el círculo de ojos brillantes se cerró aún más. Los perros, acobardados, se acurrucaron estrechamente, mostrando, amenazadores, los dientes. Llegó un momento en que el alboroto fue tal que Bill despertó. Se levantó cuidadosamente y arrojó más leña al fuego. Cuando las llamas empezaron a elevarse, el círculo de ojos se alejó. Casualmente, miró a los apiñados perros y se restregó los ojos. Luego gritó a su compañero.
–¡Enrique! ¡Enrique!
–¿Qué sucede ahora?
–¡Nada! Sólo que hay otra vez siete perros.
Enrique recibió la noticia con un gruñido y tornó a dormirse.
Eran ya las seis de la mañana cuando despertó Enrique, aunque aún faltaban tres horas para que amaneciera. Mientras preparaba el desayuno, Bill enrollaba las mantas y se disponía a atar los perros al trineo.
–¡Oye, Enrique! –exclamó–. ¿Cuántos perros dijiste que teníamos?
–Seis.
–Estás equivocado –afirmó Bill triunfalmente.
–¿Otra vez hay siete? –inquirió.
–No, cinco. Uno ha desaparecido.
–¡Diablo! –gritó Enrique, dejando de cocinar para contarlos–. Tienes razón –asintió–. El Gordito ha desaparecido. Seguro que se lo comieron vivo.
–Siempre fue un perro muy tonto –dijo Bill.
–Ningún perro, por tonto que sea, puede serlo tanto como para suicidarse de ese modo.
–Apuesto a que ninguno de los otros lo haría –aseguró Enrique.
–No los apartarías del fuego ni a palos –dijo Bill–. Siempre creí que el Gordito tenía algún defecto.
Y éste fue el epitafio para un perro muerto en aquellas frías tierras.
2. La Loba
Apenas desayunaron y amarraron al trineo el equipo del campamento, los dos hombres avanzaron en la oscuridad. Muy luego empezaron a oírse los aullidos de salvaje tristeza, encontrando eco al instante. A las doce, hacia el sur, el cielo adquirió un color rosa cálido, pero pronto desapareció. La luz del día se transformó en un gris uniforme que duró hasta las tres de la tarde, hora en que la noche ártica descendió sobre el paisaje solitario y silencioso.
Con la oscuridad, los gritos de caza se oyeron más próximos, tanto que más de una vez los perros se sobresaltaron.
–Ojalá encontraran una presa en otra parte y nos dejaran tranquilos –dijo Bill.
–Ataca los nervios oírlos –añadió Enrique.
No hablaron más hasta que acamparon. Enrique hacía la comida, cuando lo sobresaltó el ruido de un golpe, una exclamación de Bill y un aullido de dolor que provenía de entre los perros. Alcanzó a ver una forma difusa que desaparecía a través de la oscuridad. Al mismo tiempo vio a Bill, de pie entre los perros, con un palo en una mano y un trozo de salmón ahumado en la otra.
–Casi lo agarro –anunció–. Pero le di un buen golpe. ¿Oíste cómo aulló?
–Sí. ¿Y cómo era? –preguntó Enrique.
–No logré verlo. Pero parecía ser un perro.
–Debe ser un lobo domesticado, supongo.
–Domesticado por el diablo –rezongó Bill–.
Aquella noche, después de comer, cuando fumaban sus pipas sentados sobre la caja rectangular, el círculo de ojos se acercó aún más que antes. Enrique observaba el fuego y Bill los ojos que brillaban en la oscuridad.
–Me gustaría que nos encontráramos ya en el Fuerte McGurry –dijo Bill.
–¡Cállate y guárdate tus deseos! –estalló Enrique–. Tú estás mal del estómago. Tómate una cucharada de bicarbonato y serás un compañero agradable.
Al amanecer, una sarta de maldiciones despertó a Enrique. Provenían de Bill, que estaba furioso.
–¿Qué sucede ahora? –preguntó.
–Rana ha desaparecido.
–¡No!... ¡No puede ser! –exclamó Enrique–. Rana era el más fuerte de todos.
En un par de días ése fue el segundo epitafio.
Desayunaron con malos presentimientos, después de lo cual amarraron los cuatro perros restantes al trineo. Aquel día helado fue exactamente igual a los anteriores con los aullidos de sus perseguidores, que se mantenían invisibles a retaguardia. Cuando oscureció a media