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El profesor cristiano: Identidad y misión
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El profesor cristiano: Identidad y misión
Libro electrónico203 páginas3 horas

El profesor cristiano: Identidad y misión

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 Esta obra ha sido concebida para todos los profesores cristianos: los que viven latiendo en el corazón de la fe y los que se han enfriado, los que están trabajando en colegios religiosos como los que ejercen en centros públicos, los profesos en una orden religiosa o los padres y madres de familia, los jóvenes y los mayores.
 
IdiomaEspañol
EditorialPPC Editorial
Fecha de lanzamiento10 dic 2013
ISBN9788428826266
El profesor cristiano: Identidad y misión

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    El profesor cristiano - Xosé Manuel Domínguez Prieto

    EL PROFESOR

    CRISTIANO:

    IDENTIDAD

    Y MISIÓN

    Xosé Manuel Domínguez Prieto

    A Masu.

    A la Hermana Ana María Roig

    PRESENTACIÓN

    Esta obra ha sido concebida de una manera universal para todos los profesores cristianos: los que viven latiendo en el corazón de la fe, anclado su actuar en el Vivo por una relación cotidiana, y los que se han enfriado, alejado; tanto va dedicada a los que están trabajando en colegios religiosos como a los que ejercen en centros públicos. Algunos habrán profesado en tal orden religiosa; no serán pocos los padres y madres de familia; mientras escribía, he cavilado en los jóvenes y en los mayores de hoy. La propuesta es para todos ellos, porque lo que supone ser cristiano y profesor les es común.

    Tal vez estas reflexiones estimulen hacia una más honda conciencia de la misión como docente; puede que sean la ocasión de avivar la fe dormida, de perseverar en el cansancio de sus horas iguales u oscuras como creyente o de descubrir la alegría por dedicarse a la educación. Quizá en algunos se esclarezca el hecho de vivir como cristiano en el día a día de las aulas, o para otros suponga la confirmación apasionante del camino. Así que no presuponemos un perfil concreto de profesor, salvo por la realidad de su ser cristiano.

    Sin contradicción, este libro va particularmente dedicado a los profesores que trabajan en centros educativos explícitamente cristianos. Tal entrega supone una doble especificidad: por su identidad cristiana y por su asiento en un centro educativo cuyo ideal y estilo de educar son cristianos. Creo que para estos profesores y para sus equipos directivos servirá significativamente de ayuda. Asimismo, también aspira este texto a ser de utilidad para aquellos que, incluso no siendo cristianos –de otras confesiones, agnósticos o ateos–, trabajan en un centro católico, mano a mano con equipos directivos y profesores católicos. Por supuesto, aunque en un centro católico son ideales los profesores de identidad y vida cristiana, no están de más los profesores no creyentes –o de otras confesiones– si están dispuestos a tomar parte en la promoción efectiva del ideal y del estilo del centro. No comparten la fe, pero pueden ser o hacerse uno con los valores personalizadores propios del Evangelio. Muchos son culturalmente cristianos y, a menudo, capaces de trabajar como el que más en tales centros. Estos profesores no son indiferentes religiosos, porque no lo son a la sustancia del Evangelio, a sus alcances axiológicos. De tal manera que este libro puede perfeccionar su esclarecimiento acerca de los ideales a los que vienen sirviendo con nobleza.

    El libro consta de cuatro partes. En la primera trataremos el «quién» de un profesor cristiano y qué supone para la docencia su identidad como tal. Luego se presentará el análisis –desde una perspectiva más antropológica– de la docencia cristiana en la relación con el alumno. En tercer lugar consideraremos cómo puede el profesor cristiano acompañar espiritual y religiosamente al alumno y, vinculado a ello, la manera en que el profesor se convierte así en evangelizador. En cuarto lugar nos preguntaremos sobre el modelo de sociedad para el que educamos, y cuáles son los signos de esperanza que el profesor cristiano puede realizar y promover para recrear una cultura y una sociedad en clave evangélica.

    Estas líneas se están terminando de escribir cuando faltan contados días para la inauguración del Año de la fe. Por ello quieren ser un instrumento para redescubrir el camino de la misma en el ámbito educativo, y poder así vivir con alegría y entusiasmo renovado la experiencia cristiana en el contexto de la educación.

    I

    EL PROFESOR CRISTIANO

    1

    ¿LLAMADO A EDUCAR?

    1. ¿Qué hago cuando educo? ¿A qué me dedico realmente siendo profesor?

    Es muy conocida la historia en la que tres picapedreros se empleaban a fondo en la ardua tarea de cincelar unos enormes bloques de piedra. Un transeúnte que acertó a pasar por allí les preguntó:

    –¿Qué estáis haciendo?

    Dijo el primero:

    –¿No lo ves? Picando piedra.

    Dijo el segundo:

    –Ganándome el sueldo.

    Dijo el tercero:

    –Construyendo una catedral.

    Los tres actuaban de una manera semejante en apariencia, pero era distinta la acción por el sentido de lo que les movía a cada uno. Y también sería disímil su entusiasmo, realización personal, satisfacción…

    Todo docente, en algún momento de su propia actividad educativa, debiera preguntarse sobre lo que está haciendo cada día, cuál es su principal objetivo y motivación:

    a) ¿Ganarse la vida? Sin duda, no está mal. Pero a cualquiera se le ocurren formas mucho mejores y menos agotadoras de ganársela. Y con mejores sueldos. Pero la cuestión no es si el docente tiene como medio de vida la docencia, sino el acicate de la actividad en sí. Si su aliciente primero es aquel, nos hallamos ante quien reduce su misión a su función.

    b) ¿Atender unas horas a niños o jóvenes? Es un hecho que el profesor atiende día a día a los alumnos. ¿Es esta su función principal? Si así fuese, tendríamos una docencia puramente lúdica y cosificante.

    c) ¿Promocionar el éxito académico de los mejores alumnos? ¡Qué profesor no desea que sus alumnos estén preparados óptimamente para afrontar su futuro académico! Pero, ¿es este el objetivo último de la profesión? Entonces tendríamos una docencia pragmática, en función de la «cuenta de resultados».

    d) ¿Trasvasar datos a la siguiente generación? Es evidente que el profesor debe informar, de modo progresivo y pedagógico, de los principales contenidos de su materia. Pero, ¿aquí se acaba su función? ¿Consiste su trabajo básicamente en «dar el programa»? Si así fuere, estaríamos ante una docencia bancaria, esto es, de transmisión de datos al alumno de los que él fue previamente depositario, y así «de degeneración en degeneración».

    e) ¿Utilización adecuada de tecnologías y técnicas? Si el docente fundamenta su tarea en la aplicación de las más variadas técnicas y tecnologías mediante el uso de los instrumentos más sofisticados, parece que la educación sería un proceso de aplicación de técnicas adecuadas, de las asignaturas adecuadas o de los protocolos adecuados de actuación para incidir mecánicamente sobre el problema, a modo de bálsamo de Fierabrás. Sin embargo, lo que le conviene a las personas, por ser personas, no son técnicas, pues la techné es lo que se aplica a las cosas para producirlas o para arreglarlas. Y la persona es justo lo que no es cosa. Por tanto, no debe hacerse de la educación una cuestión de tecnología. No se trata, en esencia, de evaluar el contexto social, psicológico, y de establecer en consecuencia sistemas pedagógicos adecuados. Ni de capacitar y entrenar a los alumnos para que sean piezas eficaces en el entramado productivo del mercado laboral, en amaestrar mentes para lograr un buen rendimiento. Tampoco de incrementar exponencialmente las TIC en el aula, como si esto diese como resultado automáticamente una enseñanza de calidad.

    La educación es, ante todo, una cuestión antropológica. Afirmaba Edith Stein que «educar quiere decir llevar a otras personas a que lleguen a ser lo que deben ser»¹. Juan Pablo II, por su parte, afirmaba que «la educación consiste, en efecto, en ser el hombre cada vez más hombre; en que él pueda ser más y no solamente que pueda tener más; y, en consecuencia, a través de todo lo que tiene, todo lo que posee, sepa él cada vez más plenamente ser hombre. Para esto es necesario que el hombre sepa ser más no solamente con los otros, sino también para los otros»². Desarrollaremos esta cuestión en la segunda parte del trabajo. Pero ahora se hace urgente señalar que, si la educación supone el crecimiento de las personas hacia su plenitud, si entraña un incremento en humanidad por el desarrollo de su propio proyecto, esto compromete tanto al alumno como al profesor. En el proceso educativo, pues, no solo debe crecer el alumno como persona, sino también el profesor. De esto último es de lo que nos vamos a ocupar en esta primera parte y de lo primero en la segunda.

    Así que lo primero que tenemos que dilucidar es qué significa para el profesor, para él personalmente, su tarea educativa. Por tanto, la primera pregunta se amplía necesariamente en estas otras: ¿desde qué perspectiva educo a mis alumnos? ¿Desde qué ideales? ¿Desde qué visión de la realidad? ¿Al servicio de qué? ¿Qué supone para mi vida personal la educación? ¿Me hace crecer esta tarea?

    Pero, dado que el perfil del profesor al que me dirijo es el de un profesor cristiano, en el corazón de estas preguntas escuchamos otras de más incisiva interpelación: ¿qué tiene que ver mi cristianismo con mi docencia? ¿Influye en algo ser cristiano en mi tarea diaria en el centro educativo? Mi religiosidad, ¿es algo privado o ilumina mi encuentro con mis alumnos? ¿Tienen que ver algo mis creencias con la mirada que tengo sobre mis alumnos?

    Por ello es necesario comenzar con la reflexión de qué es un profesor cristiano, las consecuencias prácticas que tiene para él, para sus alumnos y para sus encuentros con los alumnos; para el enfoque de su asignatura; para el encuentro con sus compañeros…

    2. El profesor como persona llamada

    Toda persona, a medida que va madurando, descubre que su vida no existe simplemente para conservarse o mantenerse en la existencia. Al contrario, va descubriendo valores, horizontes de sentido con los que quiere comprometerse, aunque ello suponga un esfuerzo y una pérdida de tranquilidad. En fin, va adivinando que, además de vivir en la resolución del día a día, hay circunstancias, personas, valores, que le interpelan. Al cabo, todos nos sentimos llamados a orientar nuestra vida, en su conjunto, de cierta manera.

    En general, me llama, me convoca el sentido interior, todo aquello que se me presenta como importante. Y aquello que veo como valioso lo percibo apelante de mi voluntad, como pidiéndome una respuesta. Ver sufrir a un amigo me impele a atenderle de inmediato. Cuidar mi salud se me presenta como actitud valiosa y, por tanto, me compromete a ciertas acciones. Pero, además de estas cuestiones concretas, la persona puede descubrir que, en su conjunto, hay actividades, acciones, compromisos, que cumplen mejor que otras su propio deseo de crecimiento, con las que se siente más identificado, en las que fluye con más libertad y creatividad. Toda persona puede descubrir, en la medida en que crece y madura, que hay ciertas acciones, compromisos, dedicaciones que le son más adecuadas, realizan de modo mejor y más creativo su vida y ayudan más a los demás. Esta orientación general de mi vida, que se me presenta como valiosa, y que se presenta como realizadora de mi persona, es a la que podemos denominar, antropológicamente hablando, la llamada.

    Por decirlo sucintamente, la llamada es la apertura de mi propio camino de realización, la advertencia de estar llamado a ser alguien concreto, con una identidad única, con un rostro único. La respuesta a esta llamada global en mi vida pondrá en juego lo que soy, lo mejor de mí. Y, por eso, darse cuenta de la propia llamada despierta a la persona, le abre el porvenir, le desentumece; pues le interpela y le llama a determinados compromisos. En realidad, en la vida, o nos replegamos en nuestras comodidades y placeres o nos desplegamos en la respuesta a nuestra llamada.

    Dar una respuesta positiva a la propia llamada me lanza a la vida plena, cuajada de sentido. Las acciones en las que realizo mi llamada se me presentan entonces no como una simple tarea o función que debería ser cumplida, sino como misión. De tal manera que la llamada es un criterio para vivir, proporciona una dirección determinada. Y por ello unifica la vida.

    En este sentido básico y antropológico son muchas las posibles llamadas a las personas. Una misma persona puede conjugar varias. Así, podemos distinguir, entre otras, las siguientes orientaciones a la acción: cuidar, curar, proteger, atender... Educar, enseñar... Acompañar, escuchar, ayudar, aconsejar... Escribir, redactar... Traducir, interpretar... Comerciar... Criar... Fabricar, manipular, construir... Calcular, medir... Dirigir, gobernar, mandar... Crear (música, literatura, artes)... Investigar... Inventar... Aparecer en público (hablando, comunicando, interpretando, explicando)... Ordenar, clasificar, conservar... Cultivar... Organizar grupos... Realizar actividades al aire libre, deportivas, viajes... Argumentar, convencer... Interpretar música, teatro, danza... Realizar actividades con animales o plantas…

    Cada persona se siente llamada a poner en juego su vida mediante una de estas orientaciones. La llamada es siempre una llamada a la acción, exterior o interior, con un estilo estrictamente personal. Sin embargo, solo es capaz de descubrirlo quien está despierto, quien tiene alguna lucidez sobre sí mismo.

    Pues bien: la docencia, la dedicación a la educación, es una de las más concretas e importantes llamadas. Quien es profesor o quisiera serlo debiera preguntarse primero si siente o tiene esta llamada concreta, porque de ello depende su crecimiento y la buena acción educativa. No es señal de tener o no vocación el cansancio o sufrimiento que produce la tarea educativa. No es signo en contra tener conflictos, problemas, dificultades o desalientos. Dada la dureza de esta misión, estas situaciones son naturales incluso en el más vocacionado y motivado.

    Son estos los rasgos que permiten barruntar e intuir si alguien tiene vocación docente:

    – Si siente alegría al enseñar o educar a otros.

    – Si, haciendo esta actividad, él crece como persona; si le permite desarrollar lo mejor de sí; si activa sus mejores cualidades; si se descubre poniendo en juego su creatividad.

    – Si su actividad ayuda realmente a otros a crecer como personas; si con su actividad comprueba que hace bien a otros.

    – Si las figuras de algunos de sus maestros y profesores son especialmente relevantes y significativas para él, si las tiene como modelos personales.

    Creo que todo profesor debería hacerse la pregunta de si realmente está llamado a esta tarea. Sin duda, la mayoría de los que la ejercen han descubierto realmente que tienen la vocación, aunque con los años y la dureza del camino pudiera quedar algo empolvada. De aquí lo esencial de recuperar la conciencia de su llamada docente, porque repetidamente caen en la cuenta de que su tarea docente no consiste únicamente en el trabajo, la ocupación, el puesto laboral: de que es, sobre todo, misión.

    La llamada docente es un anuncio personal: se me anuncia a que soy llamado a recorrer mi camino desarrollándome en el servicio docente. Por eso, la llamada es elección: al llamárseme, se me elige. Y se me elige, por así decir, para enviárseme –eso significa etimológicamente «misión»– a unos alumnos. Y es que la vocación docente no lo es para uno mismo, sino para la misión, la cual transfigura lo cotidiano, me lanza a una vida imprevista; a una insospechada –aunque presentida– abundancia interior. Y adonde me envía es a la escuela, al encuentro con los alumnos y con los otros docentes. Esta misión que se recibe puede eludirse actuando con mínimos o tomarla pronunciando el fiat consciente del alcance.

    La docencia, por tanto, consiste en la llamada a poner la propia persona al servicio de la promoción integral del

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