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Te buscaré en mi ciudad
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Libro electrónico237 páginas4 horas

Te buscaré en mi ciudad

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La agencia de viajes Ulises lanza una nueva oferta turística: por un módico precio, el cliente puede viajar a donde quiera, sin salir de Santiago. Al pasar por un dispositivo hipnótico, el turista se siente transportado a la ciudad que ha deseado, y aunque camine por Santiago, él se cree en Londres, en Nueva York, en París… Si visita el Museo de Bellas Artes, cree que está en la National Gallery de Londres, o en el MOMA, o en el Louvre… Si pasea por el Parque Forestal, cree que está en Covent Garden, o en Central Park, o en Montmartre… Si camina por la Alameda, se piensa en pleno Soho, o en Broadway, o en los Campos Elíseos… Uno de estos turistas será Javier, que se embarcará en un viaje para buscar a su exnovia que aunque está en Santiago, también está en otra parte.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 nov 2016
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    Te buscaré en mi ciudad - David Kraus

    TE BUSCARÉ EN MI CIUDAD

    Autor: David Kraus

    Editorial Forja

    General Bari 234, Providencia, Santiago-Chile.

    Fonos: 24153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Diseño y diagramación: Sergio Cruz

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Edición: Isabelle Ahués.

    Primera Edición: junio, 2016.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: Nº 263524

    ISBN: Nº 978-956-338-279-2

    Aquellos que estén deseosos de recorrer el mundo pero que se encuentren con el bolsillo estrecho, enhorabuena: la agencia de viajes Ulises ha sacado una nueva oferta en la que el turista podrá viajar a donde quiera sin salir de la ciudad. A partir de un proceso hipnótico, realizado en las propias oficinas de la agencia en Santiago, el cliente se siente transportado a la ciudad que haya elegido y aunque camine por Santiago, él se cree en Londres, en Nueva York, en París… Si visita el Museo de Bellas Artes, cree que está en la National Gallery de Londres, o en el MoMA, o en el Louvre… Si se pasea por el Forestal, cree que está en Covent Garden, o en Central Park, o en Las Tullerías. Finalizado el viaje, el turista vuelve a la oficina de la agencia Ulises, que hace las veces de aeropuerto, se cierra el trance hipnótico y vuelve a Santiago sin haber dejado Santiago.

    Situada en plena Alameda, la agencia Ulises apuesta por una forma de viajar novedosa y económica que hará que muchos santiaguinos cumplan sus sueños de viajar a pesar de la crisis. Guillermo Moser, el encargado principal de esta joven empresa, ha hablado con nosotros acerca de su curiosa propuesta.

    Cubrimos todo el mundo, por lejos que parezca.

    –¿Hipnosis? ¿Cómo es esto?

    –Es más simple de lo que parece. El truco está en las barras de seguridad que tenemos en la agencia. Son muy parecidas a las de los chequeos de control de un aeropuerto, pero las nuestras llevan incorporadas un dispositivo electrónico que hace que nuestro cliente, al pasar bajo ellas, se crea en la ciudad que haya seleccionado previamente como destino. Es totalmente inocuo y no ocasiona daños colaterales. Lo único que causa es la sensación de estar en otro lugar, y la emoción que esto conlleva.

    –¿Y cómo podemos hacerlo?

    –¡Solo hay que tener ganas! Y, por supuesto, un destino. ¿A dónde has querido siempre viajar? ¿Nueva York, Buenos Aires, Estambul? Cubrimos todo el mundo, por lejos que parezca. Y además todos los viajes cuestan lo mismo, da igual cuál sea el destino.

    –¿Es seguro?

    –¿Si lo es? Jamás se nos ha caído un avión. Como no tenemos...

    –¿Y es barato?

    –20.000 pesos el viaje. 20.000 a Londres, a México, a Pekín... Tenemos una promoción, el primer viaje de cada cliente sale gratis. ¿Suena bien, no?

    ¡Pues claro que suena bien! Ahora es posible irse a cualquier ciudad del mundo sin dejar de estar en la propia; es como tener todo el mundo en las manos, a la vuelta de la esquina, el mundo entero a nuestra disposición. Así que ya saben, si quieren pasar las vacaciones de sus vidas solo tienen que acercarse hasta sus oficinas para poder viajar a cualquier parte del mundo –todo esto sin necesidad de salir de su propia ciudad.

    ¡¡¡ZAP!!! Es media tarde en Santiago y toda la ciudad bullía como un avión en turbulencias. Por las calles los autos recorrían la ciudad y corrían hasta las casas, oficinas, hasta más calles que les llevarían a más lugares. En el centro de Santiago, la vida escondía sus formas bajo una brumosa e inquietante neblina.

    Esa niebla, que ofuscaba y perdía a los edificios de la ciudad haciéndolos parecer estar en otra parte, confundía a la gente de la calle que se apresuraba en llegar a sus casas, al bar en el que habían quedado de juntarse con sus amigos, a cualquier parte en la que no se pudieran ver esas calles en las que no se podía ver nada. En la zona centro, cerca del Parque Forestal, mientras los coches subían y bajaban con las luces encendidas, por las aceras del Bellas Artes muchos turistas se preguntaban dónde estaba ese calor del que tanto habían escuchado que gobernaba Santiago en esta época.

    Un poco más arriba, en el cerro Santa Lucía, la fosca y la espesa neblina no permitían ver a través de las paredes del castillo, y muchos de los que pasaban por ahí se imaginaban lo arduo que iba a ser ese invierno que en Santiago no hacía más que empezar.

    Subiendo la Alameda, por la Católica, los contornos de la universidad se confundían con los edificios de Lastarria, como si entre todos formaran un solo espacio que podía tomarse por cualquier otro gracias al imperante frío y su inevitable dosis de niebla. Subiendo más aún, llegando a la rotonda de plaza Italia, la calle principal de la ciudad se sumía en ruidos, coches, bulla y más niebla, una calina que confundía los carteles luminosos de los teatros de la plaza con el resto de los edificios de la avenida, engañando al más iluso multiplicando las luces de los autos y haciéndole pensar que el tráfico de la ciudad era aún más complicado de lo que parecía.

    Vista desde la estación de metro, en plena plaza Italia, la niebla era aún más densa y casi no permitía admirar el monumento a Baquedano, o el edificio de la Telefónica detrás de él, con el que siempre guardó una especial simetría. Haciendo de la confusión un arte, la calina difuminaba los alrededores de la plaza llena de árboles y muchos que pretendían descansar en alguno de sus bancos se preguntaban, mirando alrededor, dónde terminaba lo verde y empezaba la ciudad. Rodeando los perímetros de la plaza, varias calles con un denso tráfico traían nuevos coches hasta el centro de Santiago desde las afueras, atrayendo aún más almas a un Santiago que pletórico de población explotaría en un mar de niebla, con olas hechas de oscuridad.

    En una de esas calles, circundante a plaza Baquedano, un enorme edificio antiguo cubría su fachada con una gran lona verde que informaba que estaba en remodelación. A pesar de ser céntrico, con una ubicación insuperable y unas vistas asombrosas, el portal llevaba tantos años en obras que muchos de sus apartamentos no habían subido demasiado el precio del arriendo. En uno de ellos, en el cuarto de un portal sin ascensor y con las escaleras llenas de polvo por las obras, Javier terminaba de empaquetar sus cosas dejando su habitación vacía entre las paredes blancas y desocupadas.

    Javier estaba harto y había decidido volverse a casa de una vez. Recogiendo su ropa, sus libros y cuadernos, sus recuerdos y todo con lo que había rellenado su vida en la capital, lo iba guardando todo en cajas que sellaba con cinta para que no se abrieran durante el trayecto en el autobús. Las cerraba muy fuerte, pues tal vez llegando a su casa pasaría mucho tiempo sin que las volviera a abrir; no quería saber de nada que le recordara Santiago, no quería que nada le trajese a la memoria esa infame ciudad en donde todas las cosas le habían salido tan mal. Las cerraba con un arrepentimiento enorme de no haberlas hecho antes, de haberse quedado tanto tiempo sin armar sus cajas de cartón. Entre las poleras y los cuadernos de la carrera, Javier encerraba en cajas todos esos años de alegrías e ilusiones, en un Santiago que habiendo sido la ciudad de sus sueños se convirtió en la capital de todas las pesadillas. Lo había pasado bien, lo había pasado mal, había aprendido a moverse por sus calles y por su laberíntico trazado. Había aprendido a amar a su gente y a detestar todo lo que le había pasado en ella y, sobre todo, todo lo que no había pasado y que ahora se negaba siquiera a buscar. Ante todo, Javier había buscado en Santiago la esperanza de pertenecer a una ciudad viva y con historia, pero terminó perteneciendo a un portal inhabitable de las ocho de la mañana a las seis de la tarde debido a unos insoportables trabajos de construcción aún más ruidosos que la propia calle. Javier había buscado tantas cosas que ahora no quería buscar ni que lo encontrasen. Cogiendo la cinta aislante para cerrar la última caja, terminó de llenarla con lo último que quedaba en su pieza, las cosas que Bárbara había dejado antes de irse y que nunca vino a recuperar.

    Ante todo, Javier había buscado a Bárbara, que parecía haberse perdido para siempre. Habían pasado más de dos meses desde que ella se levantó, le dio un beso en la mejilla y se fue sin despedirse, dos meses en los que Javier se había entregado en cuerpo y alma buscándola en cada rincón de Santiago sin hallarla en ninguna parte. Javier era de esas personas que lo mejor que tenían era su novia: se los veía caminar por Providencia y nadie se sorprendía de verlos juntos, parecía como si estuvieran hechos para caminar uno al lado del otro, como si fueran dos estatuas que conformaran el mismo monumento. O dos monumentos que configuraran la zona turística de la misma ciudad; en fin, eran felices, hasta que algo hizo que Bárbara se levantara y no volviera a dar señales en la vida de Javier. Al principio fue una sorpresa, y el muchacho era demasiado torpe como para percatarse de que algo iba mal. Pero cuando se dio cuenta de que no contestaba sus llamadas, de que no pasaba por el departamento y de que sus amigos en común tampoco sabían nada de ella, Javier se puso a pensar que no era que pasara algo malo entre ellos, sino que pasaban muchas cosas malas y que Bárbara, de ser su novia, se estaba convirtiendo poco a poco en otra cosa. Cuando al fin entendió que su huida iba en serio, de inmediato empezó con las llamadas tanto al celular como al teléfono fijo, fue a buscarla a la facultad donde estudiaba, preguntó a amigos suyos y a los conocidos que pudieran saber sobre ella. En vano. Cuando se acercó a la tienda en la que Bárbara trabajaba, en Bellavista, le dijeron que llevaba dos meses sin ir, más o menos desde el día en que la vio por última vez, y en ese momento comenzó a perfilarse en Javier la idea de que la chica no estaba en Santiago, de que se había ido de viaje.

    Javier no era de Santiago sino de un pueblo perdido cerca de Valdivia. Se vino como todos en el autobús destartalado de toda la vida, para empezar la carrera y si era posible terminarla. Algún fin de semana que otro se iba a recorrer sus calles, conociendo ese momento en que Santiago se convertía en una verdadera ciudad, que es la noche, bebiendo y divirtiéndose con los amigos de la facultad y con su paisano Martín, también del pueblo, con quien compartía el arriendo del piso. En una de esas noches, toda la ciudad se volvió nueva gracias a bailar por primera vez con Bárbara, reírse por primera vez con ella y besarla por primera vez en uno de esos besos que queman lo que está alrededor y hacen que la ciudad y todo lo demás desaparezcan. Bárbara sí era de Santiago, pero Javier pensaba que ya no estaba en la ciudad. Como nadie parecía realmente saber de ella, el chico tuvo que hacer lo que tanto miedo e inquietud le producía: acercarse a casa de los padres de Bárbara, con los que ella todavía vivía. Solo con ir, Javier descubrió que la ruptura con su exnovia no era algo serio, sino inevitable: Bárbara había dejado órdenes estrictas de no permitir entrar a Javier. Retrocediendo, volviendo a casa caminando, Javier se hizo a la idea de que la ciudad estaba realmente vacía, la ciudad no estaba siendo habitada por nadie si es que Bárbara no quería verle y lo rechazaba de esa forma.

    Pero, ¿estaba Bárbara realmente de viaje? Sus amigos y conocidos no acertaban a responderle, todo lo que se sabía era que nadie la había visto desde hacía mucho tiempo. Conociéndola mejor que los demás, Javier se puso a frecuentar los bares que más le gustaban, las tiendas del Drugstore en las que Bárbara se iba de shopping o las calles y plazas donde a ella le gustaba sentarse, solo para pasar a ser uno más en la lista de personas que no la habían visto desde hace un tiempo –un tiempo que se hacía cada vez más largo. Pero era extraño, era cómico incluso pensar que Bárbara se había ido de viaje, pues en los dos años que habían estado juntos no solo no hicieron ningún viaje, sino que además ella se los pasó quejándose de los turistas que acechaban Santiago y explicando a todo el mundo cuánto odiaba salir de la ciudad, irse de viaje. No, no tenía sentido que Bárbara estuviese fuera. Sin embargo estaba fuera, nadie la había visto y además ella no quería verle. De buscarla frenéticamente, Javier pasó a tener resentimientos, luego un leve rencor para después solo tener deseos de olvidarla, de meter todo lo que le recordara a ella en una caja y sellarla con cinta para no volver a abrirla nunca, que era lo que estaba haciendo ahora. Esa última caja contenía poleras y ropa que ella había dejado en su piso, regalos que le había obsequiado, una fotografía que Javier siempre dejaba sobre su mesita de noche y que ahora acompañaría al resto de trastos con los que había rellenado la caja. Javier resopló, dio un suspiro y cerró la caja, intentando entender por qué se había ido, dónde estaba ahora. Por qué estaba en cualquier parte del mundo menos en la que estaba él. Si no puedo estar con ella, prefiero no estar con nadie, pensó, sellando al fin la caja, quedando así todo preparado para volverse al pueblo y dejar Santiago.

    Y si estaba de viaje, ¿dónde estaba? En su búsqueda delirante, Javier hasta se había convencido de que si averiguaba dónde estaba iría hacia ese sitio para dar con ella, por lejos que fuera. O por caro que fuese, tema problemático para Javier que no tenía mucho dinero en ese momento. Pero eso era un inconveniente secundario pues, de averiguar en qué parte del mundo estaba escondiéndose Bárbara, ya hallaría el medio o la forma de reunirse con ella a pesar de que todo indicaba que una de las razones por las que ella viajaba era para no verlo, para no saber de él. Javier se levantó y entró a su habitación, vacía. Entre los muros blancos y taciturnos, su antigua pieza ya no le decía absolutamente nada y todo lo que podía traerle recuerdos de su paso en Santiago lo había ocultado ya dentro de las paredes de cartón de las cajas; el cuarto se mantenía callado, fiel a la tristeza de su dueño que se paseaba por el suelo vacío intentando encontrar su pasado, intentando encontrar a Bárbara, sin encontrar nada que no sean aún más razones para regresar a Valdivia y no volver más a una ciudad de gente muerta. Lo único que quedaba en la silenciosa habitación era el ventanal que daba a plaza Italia, un enorme balcón que hizo que Javier y Martín se decidieran a arrendar el piso, incluso a sabiendas de que estaba en reconstrucción. Javier salió hasta el balcón y contempló la plaza, la Alameda que desde ella comienza. Pasó unos instantes solo, mirando aburrido por el ventanal, inventando otra vida en la misma ciudad en la que tantas veces se rio, y en la que tantas veces dejó de reír durante las últimas semanas. Triste, retrocedió hasta su pieza y cerró las ventanas del balcón, negándole la entrada a Santiago y dejando atrás de sí todos sus edificios y los altos tejados de la Alameda.

    El rumor de una puerta que se abre asustó a Javier, que había vuelto al salón con sus cajas. Por la puerta principal, que al abrirse dejó entrar el alboroto de las obras del portal, llegó Martín acelerado y con paso rápido, cerrando bruscamente la puerta y buscando a Javier vertiginosamente. Martín no quería quedarse solo en el piso. Martín no quería que su amigo se fuera, que le dejara solo, que le obligara a buscar reemplazante para la habitación.

    Se quitó la chaqueta, todavía manchada por la neblina que cubría toda la ciudad, y se topó con Javier que recogía una de sus cajas, con intención de irse de una vez a tomar el autobús.

    –Ya puedes ir guardándolas, que no te vas a ir a ninguna parte.

    Martín dijo estas palabras con un gran sentido de clarividencia, y con la seguridad de quien sabe más que los demás, le quitó a Javier la caja de las manos y volvió a ponerla en el suelo junto a las demás. Javier se enojó y cogió otra de ellas, acercándose hasta la puerta. Martín volvió al ataque.

    –Te traigo algo que no te vas a creer.

    –No me digas –respondió Javier desde la puerta–. Has pasado por la estación y me has traído los horarios de las micros.

    –No, es otra cosa. He estado en casa de Bárbara.

    La caja casi se cayó de las manos de Javier, el mundo alrededor de él casi se resquebrajó. Dejó todo lo demás de lado y se juntó en el salón del piso con Martín y con sus buenas noticias. ¿Cómo es que a él no le dejaban entrar y a los demás sí? También era cierto que con el único que había terminado un noviazgo de dos años era con él, y era lógico que a Martín no le impidiesen entrar en casa de su familia. Lo que no era tan lógico era por qué Martín había pasado, aunque no era difícil adivinarlo; este no se hizo esperar y explicó todo rápidamente. No podía aceptar que su amigo, compañero de piso y soporte económico, se volviera a Valdivia dejándolo solo en una ciudad tan maquiavélica y peligrosa como Santiago; ¿con quién iba a salir por las noches? ¿Con quién haría las compras del supermercado? Y lo más complicado, ¿con quién iba a pagar el arriendo? Exasperado por tener que buscar a otra persona para el departamento –y ya todos sabemos cómo está la cosa, te puede tocar cada psicópata–, Martín se hizo de ánimos para ayudar a su despechado amigo y se acercó a casa de la exnovia, haciéndose pasar por un amigo de Bárbara. Habló con su madre, y efectivamente Bárbara estaba de viaje. Y parecía que se trataba de un viaje largo, porque cuando les llamaba, que tampoco eran muchas veces, siempre lo hacía desde algún lugar distinto.

    –¿Y dónde está ahora? –exclamó atónito Javier, que estaba por desarmar las cajas y volver a decorar su habitación con los recuerdos de Bárbara.

    –No lo sé. En su casa no lo sabían. Pero me han dejado esto.

    Martín sacó de su bolsillo una tarjeta de presentación y se la entregó a Javier, que se lanzó delirante a su lectura. Era de una agencia de viajes, al parecer nueva porque a Javier no le sonaba. Decía:

    Ulises

    Viajes a todo el mundo

    Alameda 721. Abierto todo el día

    –¿Qué es esto? –le preguntó a su amigo, nervioso por la noticia, excitado por un pedazo de papel.

    –Ya lo ves, una agencia de viajes.

    –¿Y por qué te la han dado en su casa? ¿Por qué me la das ahora?

    –Su madre no sabe en qué ciudad se encuentra ahora –explicó Martín, intentando calmar a su compañero–, pero

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