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Nosotros somos el tiempo
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Libro electrónico186 páginas1 hora

Nosotros somos el tiempo

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Jorge, un joven que pasa por una difícil situación profesional y familiar, nos abre por un momento su mundo interior y nos permite ver en él el extenso panorama de sus sueños: su platónico amor por Andrea, una chica que conoce de vista hace tres años; su postergado anhelo de ser empresario y las razones por las cuales quiere serlo; su afición por la poesía y la música; su preocupación por sus padres ancianos; la nostálgica soledad de su timidez; sus pequeñas inconsecuencias, y tantas otras cosas que forman el extenso panorama de la complejidad humana.
La historia de Jorge, que puede ser también la nuestra, nos introduce en la riqueza de nuestra propia vida para mostrarnos que ésta tiene un propósito, un sentido: la felicidad, y que no podemos renunciar a ella sin renunciar también a nosotros mismos.
A partir de este punto, comienza un interesante diálogo con algunos de los grandes pensadores de ayer y de hoy: Viktor Frankl, John Finnis, Tomás de Aquino, Aristóteles, Stephen Covey, Robert S. Kaplan, entre otros, cuyas enseñanzas, entrelazadas por el autor en una original síntesis, ayudarán a Jorge y a nosotros a descubrir la propia felicidad, una felicidad aterrizada, traducida a objetivos concretos, que nos servirá de guía segura y luminosa, junto a una serie de herramientas tan sencillas como útiles, para construir en el tiempo la vida que queremos.
El autor no pretende vender ilusiones. El camino que nos conduce a la felicidad es arduo, estrecho. Por eso este viaje, que al mismo tiempo es un viaje hacia fuera y hacia dentro de nosotros mismos, nos exige la irrenunciable transformación personal y tiene su fundamento en ella, puesto que sin ella todo propósito en la vida no pasa de ser un mero espejismo.
Una original visión de la gestión del tiempo, al mismo tiempo profunda y práctica, que nos invita ser conscientes que nos ha sido dada la vida, pero no la felicidad. La felicidad tenemos que conquistarla. Nosotros somos los protagonistas de nuestra vida. Nosotros somos el tiempo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 oct 2019
ISBN9789569381003
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    Nosotros somos el tiempo - Pedro Ramírez C.

    Pedro Ramírez Cornejo

    Nosotros somos el tiempo

    Felicidad y gestión del tiempo

    Nosotros somos el tiempo

    Felicidad y gestión del tiempo

    Título original: Nosotros somos el tiempo

    © De esta edición:

    2013, Camino Recto SpA

    ISBN: 978-956-9381-003

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

    A Jesucristo, Señor del tiempo y de la historia

    ÍNDICE

    Dedicatoria

    INTRODUCCIÓN

    La historia de Jorge

    Protagonistas de nuestra vida

    Las primeras soluciones para administrar el tiempo

    La tríada de la gestión del tiempo

    EL PORQUÉ

    La necesidad de sentido

    El futuro y el pasado

    La felicidad como sentido

    Los ocho bienes básicos de la felicidad

    El trabajo y la felicidad

    El porqué de Jorge y el nuestro

    EL QUÉ

    Tres herramientas útiles

    El qué de Jorge y el nuestro

    EL CÓMO (A): EFICIENCIA

    Programando la semana de Jorge y la nuestra

    Las 7 leyes de la productividad

    EL CÓMO (B): EFECTIVIDAD

    El sistema operativo del ser humano

    Las aplicaciones del ser humano: las virtudes

    RESUMEN Y CONCLUSIÓN

    A modo de resumen

    El presente, tiempo de la acción

    ANEXOS

    PRIMERA PARTE

    INTRODUCCIÓN

    1. LA HISTORIA DE JORGE

    El tiempo es corto

    San Pablo

    "Todos los hombres felices se parecen unos a otros, cada hombre desdichado lo es a su manera".

    Jorge no podía dejar de evocar esta adaptación personal de la famosa introducción de Anna Karenina, la hermosa novela de Tolstoi, mientras reinaba la confusión en su oficina. Su jefe había llegado a la conclusión de que no era posible revertir el atraso de la enorme obra de construcción que Jorge tenía a cargo, y le había dado plazo hasta hoy para enviarle el estado de resultados junto a un plan de medidas para intentar paliar la situación.

    Por primera vez, la empresa constructora en la que Jorge trabajaba se había adjudicado un proyecto tan grande, un conjunto de dos mil viviendas sociales en dos terrenos diferentes, aunque relativamente cercanos el uno del otro. Una obra compleja. Desgraciadamente, afanados por adjudicarse la propuesta ofreciendo el mejor precio y el mejor plazo, los gerentes cometieron un pecado mortal en el estudio: el optimismo climático. No consideraron los desastrosos efectos que podría causar en el desarrollo de la construcción un eventual invierno lluvioso. —Este año viene seco— se decían ingenuamente en el paroxismo del autoengaño. Pero ahora todos los errores se multiplicaban por dos mil bajo las intensas lluvias que socavaban literalmente los cimientos del costo y del plazo.

    La situación era difícil para todos. Para los dueños de la constructora, que no tenían espaldas para soportar un fracaso financiero de estas dimensiones; para el jefe de Jorge, que había apostado por él para un cargo complejo como éste y que ahora lo veía incapaz de revertir la situación; y para los preocupados clientes, mucho más que dispuestos a cobrar las millonarias multas por incumplimiento del plazo.

    La situación era difícil también para los subalternos de Jorge que diariamente corrían de un lado a otro, desesperados, esforzándose al máximo por lograr que los camiones hormigonera pudieran llegar, a través del inmenso y casi infranqueable barrial de arcilla, a las desmoronadas y ahora gigantescas excavaciones de los cimientos. Este incremento en el tamaño de las excavaciones, en casi tres veces su tamaño original, era particularmente preocupante para la administración, porque con ello también se habían triplicado los costos del hormigón. La opción de detener la obra hasta que terminara la época de lluvias no era viable, pues los plazos del cliente eran perentorios. Después de todo, la falta de previsión de la constructora no era culpa de ellos.

    Todo esto hacía que la situación fuese también muy difícil para Jorge, un constructor de 33 años, bastante competente, aunque un tanto introvertido y poco dado a la vida social, rasgo muy propio suyo, que hacía que en la gerencia no vieran para él muchas proyecciones más allá de la administración de obras, en una empresa que, hasta el momento, estaba en pleno crecimiento. Además, había cierta molestia un tanto injusta contra él, porque cuando las cosas comienzan a ponerse críticas a veces se esperan milagros de las personas y no siempre se los juzga con toda la equidad que se merecen. Jorge estaba en una situación en la que se le pedía más de lo que podía dar.

    Hacía casi un mes que las lluvias, con algunos intervalos, no amainaban. Desde entonces Jorge no dormía más de seis horas diarias en promedio. A veces permanecía hasta tarde comparando una y otra vez las facturas del hormigón y el presupuesto disponible, como esperando encontrar alguna tabla de salvación a la que asirse con todas sus fuerzas para compensar los números rojos, pero no encontraba nada. En otras ocasiones, se quedaba solo en el frío contenedor de su oficina mirando su ordenador portátil en silencio, pensando en las consecuencias de un fracaso y oyendo caer la incesante lluvia mientras trataba de calentarse un poco con un café. Aunque sabía que no le servía de mucho a él, ni al éxito del proyecto, permanecer así, trasnochar le daba la tranquilizadora sensación de estar haciendo todo lo posible por sacar adelante la obra.

    Ese día el reloj de Jorge marcó las 19.15. Su escritorio estaba hecho un desastre. Después de un día intenso, había logrado reunir, pero no ordenar, toda la información necesaria para preparar el estado de resultados y el plan de medidas que le había solicitado su jefe, y por fin tenía un momento de paz para trabajar en ellos. Estaba cansado, la jornada no había sido fácil y no había dormido bien la noche anterior, y sabía que le tomaría de tres a cuatro horas terminar todo, siempre y cuando no encontrara alguna inconsistencia en la información.

    Tal vez sea el momento de descansar un rato y comer algo antes de continuar con esto. Salir ahora de la oficina y regresar más tarde, sin embargo, me tomará poco más de una hora. Es decir, estaré comenzando a preparar el informe casi a las 20.30 para terminarlo pasada la media noche, pensó. Una jornada bastante larga para un administrador de obras de construcción que había comenzado su día laboral a las 8 de la mañana.

    Cada noche, antes de regresar a casa, Jorge acostumbra hacer una lista de actividades para organizar el día siguiente, sólo para darse cuenta, al otro día, que no le había servido de mucho. Apenas ponía un pie en la oficina comenzaba a sentir el furor de las urgencias, que se manifestaba por su propia evidencia y se amplificaba en los rostros nerviosos y descompuestos de sus subalternos, que siempre llegaban a él a pedir ayuda como si se tratase del mismo Supermán o, peor aún, del Chapulín Colorado. Por lo menos eso era lo que a él le parecía.

    Sucedía que Jorge era una persona, además de competente técnicamente, bastante disponible hacia las personas. Siempre se sentía como obligado a ayudarlos. Tenía un temperamento colaborador. Eso tenía algo bueno, la gente lo quería; y algo malo, algunos de los miembros de su equipo —sobre todo los de su equipo de administración— se habían habituado a entregarle las cosas a medio resolver para que Jorge mismo las concluyera a su gusto (como ellos decían). Jorge refunfuñaba interiormente, pero siempre terminaba por aceptar la situación y el trabajo adicional.

    Los problemas y actividades de la jornada de Jorge eran de lo más variados. Camiones hormigonera que se atascaban en el barro; ausencias reiteradas de trabajadores de gran valor estratégico; escasez de materiales; accidentes, como resultado de las malas condiciones del terreno; peticiones de aumento de sueldo; renuncias inesperadas; visitas sorpresivas del representante técnico del cliente, que siempre exigía atención preferencial; firmas de cheques; negociación de contratos; revisión de facturas; peticiones de información urgente por parte de la oficina central y así. Bajo estas circunstancias de presión Jorge siempre dejaba un tiempo en la noche para terminar las cosas más importantes.

    Quizá no hubiese sido tan dura su situación si no fuese porque pretendía tener otra vida además de construir casas. Propósito que se veía sistemáticamente postergado por su trabajo. Un día más sin ir al gimnasio, con esos kilos implacables que se acumulaban semana tras semana; y otro día más sin tocar la guitarra; y otro día más sin leer poesía, pasión que descubrió en tercer año de universidad gracias a una novia que, aparte de un nostálgico recuerdo y unas pocas fotos de aquellos alegres años juveniles, fue lo único que le dejó de aquella relación. No; es mejor no pensar en estas cosas ahora, se dijo. Necesito trabajar. Necesito tener la cabeza despejada y terminar, de una vez por todas, este informe. Sin duda las cosas mejorarán. No hay mal que dure cien años ni tonto que lo resista. Y bueno, en una de esas es mi destino terminar mi vida gordo, ignorante, solterón, trasnochado y estresado. ¿No tengo acaso culpas por las que pagar? En fin, después de todo creo que será mejor aprovechar este momento para ir a comer algo y despejarme un poco. Me hará bien, se dijo, mientras se puso de pie con energía y tomó las llaves de su camioneta.

    Salió de su oficina con la decisión de quien tiene prisa y subió a su Ford Ranger blanca, que a esa hora estaba tan helada como aquella fría tarde de invierno que le calaba los huesos y, aunque no sabía por qué, también el alma. Encendió el motor, que emitió un sonido suave y reconfortante, aunque casi melancólico. Activó la calefacción, que tardó demasiado en hacer efecto, según le pareció, y escogió uno de sus CD favoritos: Más, de Alejandro Sanz, para escucharlo durante el camino. Realmente disfrutó la música durante los quince minutos que duró el trayecto hacia al centro comercial. Se sintió libre y renovado. Cuando llegó al lugar se estacionó en el segundo subterráneo, como de costumbre, y agradeció que no hubiese mucha gente ese miércoles, cuya última luz comenzaba a desaparecer bajo

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