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Entre el mercado gratuito y la educación pública: Dilemas de la educación chilena actual
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Libro electrónico560 páginas9 horas

Entre el mercado gratuito y la educación pública: Dilemas de la educación chilena actual

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Para las autoras y autores, la educación es una deuda de la República, lo que obliga a repensar la construcción de una Nueva Educación Pública: un proyecto muy difícil, pero realizable a partir de las tendencias actuales del mundo moderno. Lo que resulta quimérico es la ilusión de un "mercado gratuito" como solución definitiva. La gratuidad como subsidio focalizado, si bien puede aliviar en parte la vida a las familias que la reciben, no desmercantiliza nuestra enseñanza ni resuelve las tareas educativas pendientes de una democracia.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 sept 2018
ISBN9789560010698
Entre el mercado gratuito y la educación pública: Dilemas de la educación chilena actual

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    Entre el mercado gratuito y la educación pública - Victor Orellana Calderón

    Chile

    Presentación

    En los últimos años, buena parte de los conflictos del país aparecen como problemas de la educación. Todos recordamos los movimientos estudiantiles de 2006 y 2011, que plantearon agudos malestares con el mercado de los derechos sociales, y convocaron un amplio apoyo ciudadano. Michelle Bachelet, en su retorno a La Moneda en 2013, prometió hacerse cargo de las nuevas esperanzas de cambio que estos movimientos abrieron, asociadas a la construcción de un modelo universalista de derechos sociales bajo la consigna "educación pública, gratuita y de calidad».

    En efecto, la reforma educacional de Bachelet fue el eje de su segundo gobierno. Promovida inicialmente como una verdadera retroexcavadora¹… que sacaría el mercado de la educación, tras un complejo proceso de debate legislativo y político, la reforma perdería capacidad de convocatoria e interés ciudadano, aunque lograría aprobarse. Esto ha sido interpretado como un avance histórico de las luchas sociales de la última década.

    Por la significación social de las demandas que habían motivado la reforma, para muchos fue extraño que en 2017 se impusiera la derecha en las elecciones presidenciales. Ante esto, se pensó que habría una retroexcavadora en reversa, que se terminaría con la política de gratuidad de la educación establecida, entre otras medidas.

    Pero no fue eso lo que ocurrió.

    En lugar de terminar con la gratuidad, el gobierno de Piñera anuncia lo opuesto: su ampliación². En vez de una contra-reforma, las nuevas autoridades congelan su agenda legislativa, intentando concentrarse en una correcta aplicación de la reforma heredada. Más ampliamente, Piñera, en su segundo gobierno, parece decidido a querer ocupar el espacio político antes hegemonizado por la vieja Concertación.

    Es que la reforma de Bachelet mantuvo la idea de garantizar derechos a través de subsidios focalizados canjeables en el mercado. El subsidio que más atención despertó fue la gratuidad, sin embargo, como está planteada es prácticamente imposible que cubra en el nivel superior a más del 40% del estudiantado (al cierre de la edición de este libro, llegaba al 27,8% de los estudiantes según datos oficiales). En el ámbito escolar, la gratuidad tampoco será para todos, aunque alcance más cobertura. Por eso este horizonte es una suerte de utopía del mercado gratuito, en el sentido de que es muy difícil que llegue a ser universal.

    Así las cosas, Piñera no tiene nada que retroexcavar. No necesita desmantelar esa utopía ni su cuerpo legal. Por cierto que entre el gobierno de Bachelet y el de Piñera habrá diferencias sobre cómo llevar adelante esta idea del mercado gratuito; sobre cómo regular las instituciones educativas y cómo definir a la población beneficiada por la gratuidad, por ejemplo. Pero algo se mantiene: la crisis y condición minoritaria de la educación pública, tal como lo quisieron los reformadores de los ochenta durante la dictadura; y como contracara, una educación privada mayoritaria, depositaria de cada vez más cuantiosos recursos públicos.

    Es la prolongación de ese horizonte –que alcanza rango constitucional en el principio de subsidiariedad del Estado– una de las razones que justifican la crítica de las fuerzas emergentes a la vieja Concertación. Entonces, aunque tuviera éxito en aprobar su reforma en el parlamento, la Nueva Mayoría se hundió como fuerza hegemónica en la izquierda y en el campo democrático.

    Esto marca un escenario político nuevo e impredecible. En dicho contexto, los conflictos subyacentes a la educación siguen expresándose. La sociedad aún copa las calles. Al cierre de la edición de este libro, la «ola feminista» –iniciada en las tomas estudiantiles feministas– desnudaba las deudas de nuestra democracia, protestando contra viejas y nuevas formas de exclusión y dominio sobre las mujeres.

    Pareciera que tal como ocurre con los problemas del país, el destino de las fuerzas sociales y políticas de cambio está atado al conflicto educacional. En tal perspectiva, ¿es la utopía del mercado gratuito el único horizonte posible?

    Este libro intenta rebelarse contra tales marcos, y defender una aproximación diferente. En la educación se nos aparecen, en realidad, conflictos y dilemas más profundos de nuestro país. Tales contradicciones suponen dolores e injusticias, pero también subyacen a ellas nuevas potencialidades. La educación, creemos, no es necesariamente una fuente de problemas, sino una oportunidad para la libertad humana, para la realización de una democracia que no ha sido posible en otros momentos históricos. Pero para conquistar ese futuro desde su actual potencialidad, debemos mirar el problema con otros ojos. Las fuerzas de cambio están compelidas a hacerlo, si quieren llegar más allá de ampliar los subsidios al mercado y, por tanto, más allá de la política de la transición.

    Esta es precisamente la razón de ser de este libro. El texto que tienes en tus manos es fruto de tres años de trabajo y discusión periódica por parte del equipo multidisciplinario del área de Educación de la Fundación Nodo XXI. Tres años de investigación sobre fuentes teóricas, históricas y empíricas que dieran cuenta de los orígenes y fundamentos del modelo educativo actual, su desarrollo y el devenir de la reforma instalada. Nos fue necesario retroceder hacia los inicios de la actual democracia, la dictadura, el modelo nacional desarrollista del siglo XX,

    la república, la colonia. Así, nos aproximamos al neoliberalismo educativo a la chilena desde sus distintas dimensiones: económica, jurídica, pedagógica y cultural, dimensiones que trascienden, con mucho, la definición simple de neoliberalismo como ansia de lucro: veremos cómo el rentismo a costa del Estado encuentra su origen en el viejo latifundio, del que aún no salimos del todo, y que hoy se nos presenta con una cara moderna en el ámbito de los servicios.

    El trabajo consta de cinco capítulos. El primero de ellos condensa la visión del fenómeno educativo que orienta todo el libro, defendiendo su comprensión no como mera sucesión de ajustes técnicos ni como un simple velo ideológico, sino propiamente desde la política, como forma de autodeterminación humana y –precisamente por ello– como espacio de conflicto entre actores e intereses sociales. A partir de este abordaje, se propone una aproximación política a la crisis de la educación en los años sesenta, desarrollando la pugna entre las críticas de izquierda y de derecha existentes a nivel internacional a la educación moderna que intentaron forjar los Estados de Bienestar y de Compromiso. Se detalla la configuración del paradigma neoliberal en educación que se torna hegemónico a partir de la imposición de este tipo de críticas en la pugna antes mencionada, exponiendo la convergencia en torno a dicho paradigma entre neoliberales y progresistas, lo que da lugar al progresismo neoliberal³ en educación. Finalmente se plantean aspectos conceptuales necesarios para una crítica de la mercantilización, problematizando la definición entre lo público y lo privado, qué se entiende por mercado en educación propiamente tal, el rol particular del lucro en dicha configuración, el carácter y alcances del Estado en el marco de un sistema mercantilizado, entre otras cuestiones.

    El segundo capítulo aplica el abordaje planteado para comprender la mercantilización educativa chilena, abarcando en primer lugar la génesis de este proceso en la crisis de los años sesenta y la compleja síntesis histórica entre neoliberalismo y conservadurismo del proyecto dictatorial, y su posterior entendimiento con parte de su campo opositor. Esto permite un análisis histórico y concreto de la educación de mercado en Chile, distinguiendo los aspectos propios de ésta de aquellos que subsisten de épocas pasadas, con énfasis en las disputas y alianzas entre fuerzas sociales que delinearán posteriormente el desarrollo de nuestra educación.

    Los aspectos específicamente educacionales del derrotero antes señalado serán el objeto de los capítulos tercero y cuarto, enfocados en la historia reciente de los procesos de mercantilización de la educación escolar y superior, respectivamente. Se abordan, en ambos casos, con sus respectivas particularidades, coincidencias y diferencias entre sí, los procesos de desmantelamiento del antiguo sistema mixto-histórico, el encuentro entre neoliberalismo y conservadurismo que se refleja en el neoliberalismo a la chilena que caracteriza a nuestro sistema educacional, y su progresiva apropiación por parte de los gobiernos civiles bajo una forma de Estado de carácter subsidiario y no garante, como también de las historias de resistencias que –en uno y otro caso– se presentan respecto de aquel proceso.

    El quinto capítulo, finalmente, versa sobre la reforma educacional emprendida por el segundo gobierno de Michelle Bachelet. Se aborda la posibilidad de cambio que abren las movilizaciones sociales del 2006 y 2011, como también la disputa de intereses que subyace a la pugna permanente –tanto dentro como fuera de la Nueva Mayoría (ex Concertación)– por el carácter de la reforma, reconstruyendo el encuentro y desencuentro entre una orientación desmercantilizadora basada en la expansión de la Educación Pública como «motor y sello» del sistema, y otra, finalmente victoriosa, basada en la reproducción y radicalización del control tecnocrático para realizar las promesas de un mercado moderno. Asimismo, se desarrollan las expresiones concretas de dicha disputa en la discusión e implementación de las iniciativas emblemáticas de la Reforma: Ley de Inclusión, Nueva Carrera Docente, Nueva Educación Pública, gratuidad en educación superior y el posterior proyecto de Ley sobre ésta en general y sobre las universidades estatales en particular.

    A modo de epílogo, un breve texto propone elementos para un debate de futuro, sobre la base del potencial emancipador que reside en la construcción de una Nueva Educación Pública como auto-cultivo de humanidad. La edificación y realización de tal horizonte, sin embargo, está lejos de agotarse en estas páginas ni en ninguna que se haya escrito hasta ahora: será la tarea de las fuerzas sociales y políticas de cambio la apropiación creativa del pasado para pensar el futuro, para imaginar una nueva educación para una nueva sociedad.

    Muchos de los elementos anteriormente señalados han sido esbozados ya previamente en trabajos anteriores del equipo de educación de la Fundación Nodo XXI. Otros han sido parte de la discusión específica orientada a este trabajo. Y otros tantos la acumulación de reflexiones en la experiencia de la lucha social y política de más de una década y media contra el neoliberalismo educativo. Cabe por ello hacer mención a todos quienes, además de los autores, directa o indirectamente han sido parte del esfuerzo colectivo plasmado en el libro que tienes en tus manos: Javiera Toro, José Quintana, Iván Salinas, Felipe Larenas, Pablo Sandoval, Gabriela Gutiérrez, Pía Ramírez, Nicolás Aldunate y Santiago García.

    Pero, por sobre todo, cada una de las páginas que se presentarán a continuación ha sido parte de un esfuerzo comprometido con la conquista de una educación moderna y democrática. Cada letra ha tenido siempre la mirada puesta en las y los estudiantes endeudados, segregados y excluidos, las comunidades educativas desplazadas, el profesorado agobiado y explotado, y en general, todas las personas que han visto expropiada parte de sus vidas por el mercado educativo. Esto no sólo ni principalmente para ilustrar sus dolores, sino fundamentalmente para apropiarnos en conjunto del presente, y desde tal condición, proyectar un futuro en que las mayorías tomen el control de sus vidas. La educación es una oportunidad tremenda de libertad humana, de autocultivo de vida en común y de construcción de cada individualidad como un ser único. Pero es un potencial que aún no somos capaces de desplegar completamente. A ese futuro llamamos la construcción de una Nueva Educación Pública, como horizonte de autodeterminación de una genuina democracia. Es un horizonte no ideal, sino proyectado sobre la base de la reorganización de las mismas tendencias actuales de la educación moderna. Este horizonte, pensamos, resulta mucho más enriquecedor para el debate que la quimera del mercado gratuito, incapaz de apropiarse del presente y su potencia. Es lo que trataremos de demostrar en esta obra. Con la conquista de ese futuro, entonces, está comprometido el libro que tienes en tus manos.


    1 La Tercera, 12 de marzo de 2018.

    2 «Nosotros no vamos a pasar una aplanadora, vamos a poner aquí una retroexcavadora, porque hay que destruir los cimientos anquilosados del modelo neoliberal de la dictadura. El lucro, la selección, la discriminación y la mala calidad. Esas son las características de un modelo educacional que tenemos hoy día, y por lo tanto estos anuncios que hoy día ha planteado la Presidenta Michelle Bachelet van en la línea absolutamente contraria». Declaraciones del senador Quintana (PPD) a El Mercurio, 25 de marzo de 2014.

    3 El concepto progresismo neoliberal ha sido desarrollado por Carlos Ruiz, y será utilizado varias veces a lo largo de esta obra. Ver Ruiz Encina, C. (2015) De nuevo la sociedad. Santiago: LOM.

    Capítulo I

    Mirar la educación con nuestros propios ojos

    Víctor Orellana Calderón

    Toda aproximación al fenómeno educativo supone una manera específica de entenderlo. Una manera de concebirlo y relacionarlo con la sociedad. En una frase: un paradigma educativo. A su vez, estos paradigmas educativos están anclados en sistemas intelectuales más amplios, verdaderas visiones del mundo. Nadie está libre de una visión paradigmática sobre la sociedad y sobre la educación. Tal vez no se la conozca en detalle ni se sea un experto en sus fuentes filosóficas, pero cada noción que se tiene sobre la educación –y el conocimiento en general– ha sido elaborada en el marco de estos paradigmas.

    Ciertamente, la creación y el refinamiento de tales paradigmas no es ajena al poder dominante de cada etapa histórica. En nuestros días, dominan las visiones neoliberales sobre el mundo y la educación, al mismo tiempo que la mercantilización de todas las cosas avanza a paso firme. Como dispositivos intelectuales vinculados al poder, estos sistemas de pensamiento muestran a la sociedad que construyen como inmodificable y permanente. Intentan convencernos de que la realidad está determinada por un destino o naturaleza humana, e impedir que la miremos como lo que es: algo política e históricamente modificable.

    Así, las ideas dominantes hoy en educación aparentan no ser unas ideas sino la educación a secas. Como muestra un botón: una simple teoría –la teoría del «capital humano»– adquiere hoy el peso de los hechos naturales. El vocablo «capital humano» copa objetivos de escuelas y universidades, se esparce a diario en la prensa, e incluso alcanza leyes de la República y programas gubernamentales, siendo hoy el sinónimo más usado de «educación».

    En realidad, capital humano es un constructo hecho para entender a los seres humanos como capital, y por su medio, a la educación como una acción económica. Tal idea del ser humano y de la educación –como un mercado– no se votó en el Parlamento de ningún país, justamente porque pretende ser tan real como la lluvia o el sol. Ahí está, porfiada como los hechos de la naturaleza.

    Por supuesto, y a pesar de la propaganda, la mercantilización de la educación no ha superado sus conflictos. En las últimas décadas los distintos neoliberalismos no sólo no han cumplido sus promesas sino que han creado nuevas problemáticas. Bastante de eso sabemos en Chile. Las desigualdades, contradicciones y malestares se acumulan con cada vez mayor notoriedad. Pero en todas partes, por la hegemonía explícita e implícita del pensamiento neoliberal, se esparce la desazón. Pareciera que por más que se intenta, tales cuestiones no pueden resolverse.

    Es que hay toda una visión de la educación que se ha vuelto sentido común y que condiciona no sólo lo que sabemos que sabemos, sino lo que no sabemos que sabemos. Primero, esta idea ha logrado que la educación sea percibida como un hecho económico-técnico y políticamente neutral. Y en la medida que esto ocurre, para opinar debe alcanzarse la condición de «experto». Así no sólo se vuelve natural la idea de educación como mercado, sino también se expulsa a la ciudadanía de la posibilidad de debatirla.

    Y segundo, producto de lo anterior, el neoliberalismo ha logrado que buena parte de su oposición intelectual caiga en esa misma lógica. Muchas voluntades críticas del mercado se limitan a imaginar, al final del día, mejores mercados. De ahí la utopía hoy en boga del «mercado gratuito», donde ha quedado reducida buena parte de las demandas de la sociedad sobre la educación. Los acontecimientos políticos del país han demostrado que, aunque reformas en tal dirección pueden aliviar en parte –y a cierta población focalizada– los efectos del mercado, no pueden en lo sustancial revertir su avance ni resolver los problemas de fondo. Esta es una de las razones de la consolidación del sistema privado de educación masivo-lucrativo, dependiente de recursos estatales, y del vacío de propuestas sustanciales para reconstruir la educación pública.

    Por supuesto, no llegamos a este punto de una vez. Desde las movilizaciones de 2006 y 2011, hemos visto surgir y desaparecer con efímera luminosidad una larga lista de figuras que han animado un permanente –e igualmente inconsistente– desfile de optimismos infundados, catastrofismos extremos, soluciones mágicas e impotencia final ante los hechos. Son en realidad dos caras de una misma moneda.

    Esa es la fortaleza del paradigma hoy dominante. Al mismo tiempo que la mercantilización de la vida y la concentración del poder producen una serie de problemas y desgarros, el paradigma neoliberal nos hace imposible ir al fondo de estos asuntos para resolverlos. En los presentes desafíos políticos, las fuerzas democráticas han de aprender de sus propios errores, sin cuota alguna de autocomplacencia. Aunque pueda resultar tedioso, hay que intentar un recorrido más largo y partir de más atrás. A ese propósito desea contribuir este capítulo.

    Las ideas que presentamos aquí no son enteramente nuestras: hacemos una interpretación libre del pensamiento crítico y de los abordajes con que las fuerzas de avanzada de cada tiempo histórico han analizado estos asuntos. Intentamos, humildemente, encaramarnos en los «hombros de los gigantes» de las fuerzas democráticas de ayer, para que nos ayuden a imaginar el futuro que nos toca construir.

    Este capítulo está dividido en cuatro partes. La primera muestra nuestro punto de partida: la concepción de la educación como un asunto político, lo que supone ajustar las cuentas con quienes la conciben como pura ideología o como un proceso esencialmente técnico. Tal abordaje nos permite, a continuación, comprender de mejor modo la crisis de la educación en los sesenta, momento de génesis del actual panorama educativo. En la tercera parte planteamos en detalle la estructuración del paradigma neoliberal en educación, como resultado de la imposición de los giros neoliberales tras la crisis de los pactos sociales de mediados del siglo XX. Finalmente, después de intentar demostrar las debilidades de ese modelo, avanzamos hacia una mirada propia de la mercantilización educativa. Se discuten muchos nudos en el actual debate, sean sobre la dicotomía público-privado, el papel del lucro, las contradicciones de la educación mercantil, el rol del Estado, y otros. Pero esto en un plano fundamentalmente conceptual, a un alto nivel de abstracción, de tal manera de tratar en este capítulo los temas a un nivel teórico, y en los siguientes en un sentido histórico-concreto.

    I. La educación moderna y su promesa de emancipación

    El punto de partida: la educación como parte de la esfera política

    La sociedad moderna se funda en promesas de emancipación: libertad, igualdad y fraternidad. Y aunque estas promesas son fundamentalmente políticas, en los últimos años –sobre todo bajo el predominio neoliberal– han sido reducidas a cuestiones económicas y técnicas. El progreso se limita al avance tecnológico y al crecimiento económico, y ya no se entiende como emancipación, como crecimiento espiritual y moral de la humanidad. Por supuesto, la educación sufre este mismo problema. A medida que más se expande, que alcanza a más personas y ocupa más años de nuestra vida y más horas de nuestro día, se nos aparece no como un espacio de mayor libertad, sino más bien como un dispositivo técnico que nos controla, que nos etiqueta y nos valoriza para el mercado laboral.

    Es que en la base del paradigma actualmente dominante –y de buena parte de sus críticos además– se encuentra un ejercicio sistemático de despolitización de la educación. La educación se reduce a ser un ecualizador técnico de oportunidades ocupacionales, y a ello se asocian grandes relatos, tanto igualitaristas como utilitaristas. Así se pasa de concebir la educación como algo creador –como de hecho la pensaron los clásicos del liberalismo⁴– a considerarla una práctica puramente repetitiva y técnicamente replicable. La idea de que la educación es una reproducción permite luego posteriores simplificaciones, tanto optimistas y apologéticas, como apocalípticas y depresivas.

    En la sección II de este Capítulo veremos en más detalle cómo llegamos a este punto. Pero lo cierto es que, hoy, el debate en educación parece enfrentar de un lado a quienes la consideran una producción técnica, equiparable al resto de los servicios entendidos como prácticas económicas; respecto de quienes la consideran un dispositivo ideológico de reproducción social y cultural, uno que tiene por misión transmitir desiguales capitales previos a formas académicas, con tal de legitimarles.

    Probablemente ambas tengan una cuota de verdad. Sin duda hay aspectos técnicos y también ideológicos en la educación. Pero ninguno de estos enfoques da cuenta del fenómeno en su total riqueza. Porque la educación no es una cuestión puramente técnica, pues se producen directamente formas de vida, de individualidad y sociabilidad, y no primariamente cosas; ni se trata de una pura inyección de ideología: la experiencia educativa es útil para la vida, dependa o no de los currículos formales. Toda experiencia educativa, aún la más precaria o mercantilizada, tiene un componente emancipador.

    No son ni la producción técnica industrial ni la ideología los esquemas con los cuales comparar y construir similitudes entonces. Pensamos que la educación ha de entenderse como parte de la esfera política, es decir, de la producción de la vida social. Así lo creían, de hecho, los liberales clásicos y la ilustración en general⁵. También lo pensaba así la tradición del pensamiento crítico que va desde Gramsci a Collins, es decir, que atraviesa las tradiciones marxistas y weberianas. En efecto, la educación es impensable fuera de la sociedad, pero tampoco se reduce a su campo ideológico o a su mera reproducción⁶, sino que expresa su acción creadora, su praxis.

    La educación como autocultivo de vida

    La educación puede entonces entenderse, desde nuestra visión, como una práctica en que la humanidad se autocultiva conscientemente. El uso del término cultivo es metafórico: los humanos no somos plantas ni nos cosechamos; pero la educación sí es un trabajo que tiene por finalidad influenciar directamente el desarrollo y creación de la vida. Por cierto, la educación no crea de la nada las cualidades sobre las cuales trabaja, del mismo modo que el agricultor no crea directamente ni la tierra ni los frutos que le brinda. Pero al aplicar su trabajo sobre aquellos, los altera en un sentido creador, produciendo su producto y a sí mismo en un puro movimiento. La educación como fenómeno de cultivo de vida social opera del mismo modo: si bien no crea los adoquines de sociedad que moviliza –ni produce directamente los cuerpos ni tampoco directamente sus ideas, la mayoría de las veces–, convoca los esfuerzos tanto del profesorado como del estudiantado sobre aquellas materias primas, transformándolas en una forma nueva⁷. La educación se ha desarrollado entonces como una manera consciente de producir formas de vida, de sintetizar prácticas sociales e ideas de tal modo que generen un resultado determinado, una forma de sociedad e individualidad conscientemente elaborada, a fin de cuentas⁸.

    Recurriendo a la filosofía clásica, la educación es parte del movimiento en que la poiesis humana deviene praxis. Por eso asociamos educación y libertad, y por lo mismo, educación y política. De la primigenia agrupación y producción familiar de la vida social se pasa a una institucionalidad creada deliberadamente para la preparación de la generación siguiente y para la acumulación, organización y desarrollo de los saberes sociales. Como si los arbustos de humanidad que brotan del planeta ya no sólo cosecharan su propio alimento como agricultura organizada, ejerciendo su trabajo en un sentido cada vez más cooperativo y social, sino que también dejasen de ser arbustos aislados ellos mismos –vinculados únicamente por lazos de sangre–, y pasaran a hacer de sí un cultivo organizado a su propia voluntad, vinculándose políticamente. Una agricultura social de la humanidad perpetrada por la humanidad misma, pero no por el poder de un clan, sino de la sociedad en cuanto poder político. De ahí la tensión entre la forma «aislada» de estos arbustos –el clan y su expresión actual, la familia– con su forma políticamente organizada de cultivo –la sociedad política, y parte de ella, la educación–. Por eso el trabajo del profesorado, del cuerpo académico y de investigación es, como dijera Randall Collins, un trabajo político⁹.

    Esto supone entender la educación como una práctica que atraviesa toda la sociedad, cardinal para que ella misma exista¹⁰. Tal como la política, que da cuenta de la totalidad de una formación social, la educación es imposible de comprender limitándonos a mirar sus unidades más pequeñas. Pero, además, el enfoque propuesto supone entenderla como una relación entre sujetos, que aunque esté determinada por el poder, nunca pierde tal condición de relación inter-subjetiva. Somos el objeto (en tanto seres materialmente existentes) y el sujeto de la educación al mismo tiempo.

    Lo anterior es muy importante, porque ya sea en la metáfora ideológico-religiosa o fabril, el sentido intersubjetivo de la educación se pierde o se difumina. Es decir, se oculta –interesadamente, veremos adelante– la dimensión política de su trabajo.

    Asumir que la educación proviene del molde de la política no simplifica el problema, sino todo lo contrario: es un paso necesario para poder recién mensurar adecuadamente nuestro objeto de estudio. Además de su carácter históricamente determinado, la educación es conflictiva, como también lo es la política. Cuando un poder dominante educa, es porque ha reclamado con éxito la capacidad de cultivar la vida social y de organizarla. Fue, de hecho, un poder fundamental del Estado moderno, y hoy, crecientemente, del mercado.

    El autocultivo de humanidad bajo la promesa de libertad moderna

    Tal como la idea de política se limitaba a los «ciudadanos» en la antigua Grecia de Aristóteles, sin incorporar ni a las mujeres ni a los hombres carentes de propiedad, en la educación ocurre lo mismo. El esclavo educado como tal queda entonces despolitizado, es decir, expulsado de la esfera en que se define el horizonte de la sociedad. La educación se parte en dos: la que produce a los ciudadanos, es decir, a las capas dominantes de entonces, y la que produce a los esclavos. Esto porque se trata de dos formas de vida social diferenciadas a priori.

    Cuando se aplica al esclavo, la educación no sólo permite producirle en cuanto esclavo social, sino también ocultar que su propio lugar en el mundo es históricamente modificable. La educación aparece entonces como un ejercicio político que tiene por fin, justamente, evitar el florecimiento universal de la política: es política que se oculta como educación. Por eso decía Gramsci que toda acción pedagógica era una acción hegemónica: una acción política de quien tiene el poder suficiente de producir un consenso sobre la necesidad de obedecer sus comandos, como base de la participación posible en la vida social¹¹.

    Pero la dominación social y política en la sociedad moderna se caracteriza por un hecho muy singular y único en la historia. Por primera vez el dominado legitima la dominación no porque crea que el amo tiene sangre azul o representa a Dios, sino que se entiende a sí mismo como libre e igual a los demás seres humanos. Esto lo reconoce el Estado moderno al darnos formalmente los mismos derechos a todos. Así, a diferencia de la educación del amo que se separa entre la dirigida a sus descendientes y a los esclavos, la educación moderna, y más precisamente, la educación pública, no puede partirse en dos educaciones diferenciadas a priori.

    La educación, de este modo, es promesa de igualdad y libertad. A menudo se reduce esto a la posibilidad de cada persona de recibir la educación como derecho. Que todos, en principio, podamos acceder a ella en cualquiera de sus niveles. Pero también debe interpretarse en su creación: es tarea de esa misma sociedad ofrecerla y desarrollarla, de la misma ciudadanía, en un sentido universal. El poder de producir vida social de manera organizada, de perpetrar el autocultivo de la especie, deviene una responsabilidad universal y no restringida al poder de unos pocos. Este es el corazón de la promesa de la educación pública moderna. Por eso es difícil imaginar la democracia sin educación pública. Cuando el Estado moderno reclama con éxito el poder para educar, como ocurre en la mayoría de las repúblicas liberales occidentales, hace extensivo al autocultivo de humanidad esta promesa.

    Pero como sabemos, a pesar de esa igualdad formal y jurídica, existen desigualdades y contradicciones en los hechos. De ahí que la sociedad moderna tenga un desarrollo inusitado de la política, al mismo tiempo que contradictorio: la promete sin límites, la amplía respecto de épocas anteriores, pero también la limita en la práctica. Perpetúa diferencias sociales y políticas a pesar de que promete igualdad y libertad.

    Esto produce una contradicción evidente. Lo que sostenemos con este argumento es que las contradicciones y problemas de la educación moderna son, en el fondo, comprensibles como parte de las contradicciones y los problemas de la democracia y la política, de la contradicción entre tales horizontes de autodeterminación con una sociedad que en los hechos los niega, puesto que sigue comandos de élites constituidas de facto.

    De tal modo, la educación produce sujetos –con ciertos saberes e imbuidos en ciertas normas– para determinada sociedad y su consiguiente división del trabajo y del poder. La educación cultiva las personas para el modo en que luego ellas cultivarán la tierra, a las demás personas o extraerán/transformarán los elementos de la naturaleza. Por supuesto, y tal como anotaron los observadores críticos, en dicho proceso el poder dominante ejerce su dominio. Pero en la medida que la concentración de las fuerzas de creación social por parte de los poderosos es real, y no meramente ilusoria, las y los subalternos están obligados a ser parte de este proceso de cultivo porque sólo en él adquieren contacto con la acumulación organizada y concentrada de las fuerzas de la humanidad de dicho momento histórico. Por ello, por esta doble naturaleza tanto de control como de producción de vida social, la educación no es una producción técnica ni puro lavado de cerebros, sino una actividad creadora de sociedad, aunque esa sociedad sea una eminentemente conflictiva¹². Esto explica la razón por la cual Gramsci y Recabarren –un revolucionario italiano y uno local– postularan que, a pesar de vehiculizar el dominio de la burguesía, era fundamental que el proletariado se educara en la escuela pública¹³.

    La relación de la educación con el poder, su fuerza y capacidad de ocultar la dominación en la forma de «mérito» o «voluntad divina», se debe entender políticamente entonces, como ejercicio de control en medio de una acción creadora, y no en un sentido técnico ni puramente ideológico. Es decir, la educación es una práctica no garantizada.

    Tal como toda creación, ésta no parte de la nada: está determinada por las fuerzas productivas que intervienen y por las condiciones concretas de la materia prima. Pero sobre éstas, la actividad que se despliega es eminentemente creadora, y por esto mismo, sumamente compleja. Así, en escala social, y sobre todo política, la educación supone una relación creadora siempre complicada, llena de tensiones y sobresaltos, lejos de esa mecanicidad propia de los «aparatos ideológicos del Estado» como en algún momento se le llamó a la educación y a la cultura desde una variante del marxismo¹⁴.

    Subyace a la educación entonces una potencialidad conflictiva distinta del cultivo de manzanas o la producción de televisores: una donde, si se sigue esta analogía, no sólo los trabajadores sino también las materias primas y el producto –la manzana y el televisor– se rebelan en contra de las limitaciones que les impone el poder de turno; sobre todo en la época moderna, cuando tal poder insiste en basarse en argumentos racionales y meritocráticos que traiciona sistemáticamente. Esto es así porque, en el fondo, las y los sujetos se están produciendo a sí mismos, siendo materia prima y trabajo al mismo tiempo. ¡Vaya complejidad que trae la educación como actividad creadora entonces!

    La constante expansión educativa

    A lo largo de la historia, determinadas formas de sociedad –con sus determinadas formas de conflicto y política– contienen entonces distintas formas de educación. Por eso, para hablar de educación, es imposible no gastar tinta en describir y comprender la sociedad en que ésta existe. Grosso modo, esta relación entre educación y sociedad puede ser sintetizada en las últimas centurias como el paso de sociedades preindustriales a industriales y luego postindustriales. Son tres etapas o fases que se distinguen desde diferentes tradiciones intelectuales con distintos nombres¹⁵. Por supuesto, son cortes muy gruesos y que deben diferenciarse muy bien por experiencia histórica: no es lo mismo hablar de sociedad industrial en Europa occidental que en América Latina. Pero sí van a lo fundamental: el cambio del modo en que la sociedad produce sus productos, en relación con la naturaleza. Es en estrecha y dialéctica relación con ello que la sociedad, lógicamente, cultiva sus propias formas de vida.

    En estas tres etapas –sociedades preindustriales, industriales y postindustriales– no tiene mucho sentido observar si la educación ha sido buena o mala. El hecho más relevante es que la educación crece siempre. Aumenta su extensión en la sociedad y en el tiempo de vida de las y los sujetos, desplazando las formas anteriores, aisladas o espontáneas de socialización, individualización y transmisión/desarrollo de saberes. Esto porque, en general, cada vez aumenta la cooperación humana en el sentido de que nuestros actos están cada vez más atravesados por actos de otras personas. Este aumento de cooperación en el autocultivo de humanidad no es espontáneo tampoco. Corre de la mano con la centralización de su poder en organizaciones como el Estado, que se vuelven, por esto mismo, cada vez más poderosas. Es un proceso que impulsan los poderes dominantes.

    Cuando Marx –el gran crítico del industrialismo– se asombraba de los poderes de la industria en pleno siglo XIX, no atendía sólo a su fuerza técnica, sino que miraba la enorme cooperación humana que de hecho la hacía posible. Tal cooperación se perfilaba como una potencia nunca antes vista. Marx identificó su componente material directo en el trabajo social de los obreros, y su componente cultural y científico en lo que llamó intelecto social¹⁶, el que hacía posible nuevos «brazos y piernas» del individuo social –las máquinas– con las que ahora la humanidad se relacionaba con la naturaleza de una manera radicalmente nueva.

    Esta fuerza ha seguido desarrollándose en los últimos dos siglos, y con ella, la educación como autocultivo de vida. En el mundo preindustrial, el conocimiento abstracto es concentrado por las élites, siendo por tanto la educación formal patrimonio de éstas, y por ende, un pequeño punto en el contexto de la vida social. Por esto mismo, el analfabetismo es la norma para las y los subalternos, sólo las élites pueden acceder al repositorio de intelecto social que supone el lenguaje escrito. En la sociedad industrial clásica, la educación básica y media se universalizan, haciéndose parte en la socialización de todos; el analfabetismo comienza a superarse y se expande el acceso a dicho intelecto social como acumulación histórica del conocimiento humano organizado bajo la institución de la ciencia. Los sectores dominantes impulsan estos procesos al mismo tiempo que se elevan en la educación ocupando sus niveles más altos, desde donde ejercen el comando general sobre la cultura. En esta etapa la educación deviene necesaria para producir socialmente tanto obreros como empleados, y más en general, ciudadanía. Finalmente, en las sociedades contemporáneas, la educación superior se hace universal, y el conocimiento abstracto una cuestión central para infinidades de procesos prácticos: la educación ya no es un punto sino una gran mancha en las sociedades. Como bien dice Dubet, la sociedad completa entra al aula, y las escuelas se transforman, en definitiva, en espacios de sociedad cada vez más difíciles de diferenciar de su contexto¹⁷.

    Esto naturalmente no acaba con las desigualdades, sino más bien se amolda a ellas. Pero con problemas, como vimos antes. A diferencia de la familia, en que la autoridad del padre se legitima por un vínculo de sangre, y la obediencia de los hijos descansa en una legitimación de tipo tradicional, a decir de Weber, en la educación se nos promete libertad e igualdad. Es decir, hay argumentos racionales que descartan jerarquías tradicionales y a priori. Pero la educación es siempre una promesa de valores modernos, y al mismo tiempo, el dispositivo que los traiciona y oculta dicha traición. A cada paso que da, en cada uno de sus ciclos expansivos, esta contradicción se torna más visible y potencialmente más explosiva, puesto que involucra a más capas sociales y más ámbitos de la vida social. De ahí que hoy muchos de los problemas sociales de la división del trabajo y las luchas que ella acarrea tiendan a aparecer, si se les mira superficialmente, como problemas de la educación.

    Hoy, este derrotero unifica en un mismo «sistema» fuentes disímiles de la educación contemporánea. Así decantan la Escuela, el Liceo, la Universidad. Todas estas instancias tienen orígenes diversos y propósitos distintos, pero son articuladas por este proceso de expansión propiamente moderno. Luego, el escalamiento y expansión de estas instituciones en la sociedad trae consigo su profunda transformación interna: la práctica educativa e investigativa cambia –el trabajo político al que nos referíamos– y se vincula de manera distinta con la sociedad. El trabajo del profesorado y del cuerpo académico se hace cada vez más social, tensionando –veremos adelante– las maneras en que tales gremios estructuraban su labor antaño.

    Hoy, cuando el mundo se asoma a lo que sociólogos como Bell y Touraine llamaron «sociedad postindustrial», la educación formal ocupa un espacio central, ya no sólo en el tiempo de vida, sino en las imágenes dominantes. No se trata de que la educación, como bien apuntaron los observadores críticos, realmente nos enseñe o cree el contenido científico de todo lo que necesitamos para la vida en el mundo actual. La mayoría de esos contenidos se crean fuera de las universidades y escuelas, y estas instituciones sólo los organizan. Pero justamente por eso es la centralidad social y política de la educación, más que cognitiva incluso, la que debe concentrar nuestra mirada, como productora de relaciones sociales, y en ellas, de amistades, de parejas, de grupos de afinidad; y también, de formas únicas y cada vez más complejas de individuación.

    El cultivo de la vida social deja de ser una tarea aislada o espontánea, y deviene objeto de organizaciones, unas que se hacen, en tal trance, cada vez más poderosas. En un proceso que no es simple ni reductible a una causa, expansión

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