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El desarrollo de la nueva sociedad en América Latina
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El desarrollo de la nueva sociedad en América Latina
Libro electrónico246 páginas3 horas

El desarrollo de la nueva sociedad en América Latina

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En una época en que el futuro del mundo –y en particular el de la especie humana– es incierto, Desarrollo de una nueva sociedad en América Latina es un libro indispensable para la reflexión sobre lo qué vendrá, pero más importante aun, para saber cómo y qué es lo que queremos que venga. Para esto sus autores establecen, teniendo como punto de encuentro las páginas de este libro, una dialéctica entre dos "corrientes" indispensables para entender la convivencia humana: por un lado el cristianismo, que se encuentra marcado por el "bien común"; por el otro el marxismo y su "determinismo social".
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
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    El desarrollo de la nueva sociedad en América Latina - Julio Silva Solar; Jacques Chonchol

    2009

    Prefacio de los autores a la presente edición (2009)

    En las últimas décadas el neoliberalismo, alucinado por la globalización  sin límites del mercado, libre  de cualquier regulación estatista que interfiriera su marcha triunfal, quiso convencernos que sería una bendición para la humanidad, puesto que además de la prodigiosa acumulación de  ganancias  para los grandes conglomerados del capital,  nos iba a traer el bienestar para todos, el fin de la pobreza y la vía segura para alcanzar la justicia  social y la solución de los problemas que apremian a la gente. Mas de pronto, la engañosa e interesada ilusión queda al desnudo y desde sus más altas  cumbres, en Wall Street, clama  para que el vituperado Estado le salve la vida  derramando sobre sus bolsas  insolventes,  las portentosas cantidades de dólares  que requieren  con urgencia para escapar de la crisis  extendida al mundo entero, que el propio sistema generó.

    Así, los magos de la eficiencia económica, la más elevada elite  de empresarios y ejecutivos, han de recibir un premio por el desastre que  provocaron, mientras los trabajadores recibirán más desocupación y pobreza. Aquellos tendrán que olvidar por un momento su charlatanería antiestatal para que la mano extendida no tiemble de vergüenza por el  dinero que reciben del estado, en plan de salvación. Pero, a fin de cuenta, es el Estado capitalista, el que ayuda al capitalismo a sobrevivir. Son casi hermanos gemelos, las mismas personas, los mismos equipos, apenas con leves diferencias,  operando  sobre  la misma estructura... (Sin ir más allá  y guardando las distancias, el Estado militar salvó también de la quiebra a  importantes bancos chilenos en  los años 80).

    El acoso permanente a la conciencia de la población es otra política fundamental para la dominación de los grandes capitalistas. Las técnicas sofisticadas de la presión  publicitaria (tv, prensa monopolizada, marketing, etc) y las estrategias de inteligencia, son  hoy los medios  principales  para  doblegar, a menudo hasta la estulticia, al ciudadano común, objeto de esta maraña envolvente  proyectada sobre  su mentalidad,  sus consumos y  forma de  vida... Naturalmente solo el poder económico tiene los recursos para disponer de estos medios que además acechan continuamente sobre la vida  pública, sin que falten las inaparentes operaciones de servicios especiales  para proteger o debilitar, según el caso, determinados gobiernos. Este poder, conectado a redes multinacionales, requiere desde luego, como condición de su efectividad, el control sin contrapeso de  los medios de comunicación a fin de crear la imaginería dentro de la cual  la gente sienta sus gustos,  sus ansiedades y hasta  sus menudas alegrías.

    Este poder sobre los medios, que modela o standariza las inclinaciones del grueso público, necesita pues excluir un real pluralismo, a tal punto que si pierde  el manejo aunque sea de una mínima parte del 90 o más por ciento de los medios importantes de un país, normalmente bajo su dominio, pretenderán que  la libertad de expresión y la democracia misma están en peligro, lo que,  junto a otros pretextos, será suficiente para ambientar la desestabilización de gobiernos por más constitucionales y elegidos por el pueblo que sean. Es  una insinuante amenaza  dirigida hoy contra los gobiernos de izquierda de  América Latina,  que puede seguirse paso a paso a través de las páginas  y titulares de El Mercurio y La Tercera.

    El mercado es una realidad larga en  la historia  que sin duda ha traído progresos, y algo parecido podría decirse del capitalismo,  al que mucho le debe  la productividad del trabajo humano, el desarrollo sin igual de la técnica y la ciencia, también los avances de la libertad y la civilización. Pero la idolatría del mercado y del capital, que hacen del lucro un dios desenfrenado, amparado por el poder, deforma profundamente la vida,  conduce a catástrofes sociales  como la crisis que hoy conmueve  al planeta,  y destruye o socava por completo el sentido de  comunidad. A esta altura su adicción a ese dios  no tiene vuelta,  no podría vivir fuera de sus exigencias y cada vez los perjuicios que produce pesan más que los beneficios. En tanto los pueblos hagan conciencia de lo que el capitalismo ha llegado a ser, por más que lo oculte o disimule o disfrace,  la hora final tocará a su puerta. Como todo en la historia.  

    Las personas, los pueblos, pueden cambiar el mundo, si salen de la pasividad, la ignorancia y el temor reverencial. Pueden  transformar esta sociedad, marcada por el privilegio de unos cuantos gracias a un sistema que estruja de por vida el trabajo de hombres y mujeres comunes (desde el campesino al profesional). Nunca se pierde esa esperanza liberadora,   pese a las equivocaciones. A poco andar se recobran las fuerzas.

    El evangelio dice que la verdad nos hará libres. Esa verdad liberadora hay que descubrirla en la propia vida y muerte de Jesús. Como en las de otros que también lucharon, o luchan, por rescatar la humanidad. Es una marcha sin retorno, si bien sabe de avances y retrocesos. ¿Cómo ese legado cristiano puede contribuir a forjar y orientar ese camino liberador que rompe con sistemas inhumanos? Es lo que un día nos propusimos explorar, a nivel social, en las páginas que siguen.  

    Desde el Decálogo

    El Decálogo que Dios entrega a Moisés, comienza literalmente así: Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha sacado de Egipto, de la servidumbre. No habrá para ti otros dioses... (Éxodo 20, 2-17; Deuteronomio 5, 6-21). Es un Dios que libera o salva a su pueblo sacándolo de la servidumbre. No es tanto la imagen tradicional del Dios sentado en el trono, como rey, que mira a sus súbditos desde arriba, sino más bien un Dios aliado con su pueblo, que lucha junto a él para liberarlo de un Estado opresivo (Faraón) que lo somete a servidumbre. El Dios que a la vez lo conduce a la tierra prometida.

    Tal es el primero de los mandamientos de la ley de Dios. Cuando preguntan a Jesús ¿Cuál es el mandamiento mayor de la ley?, Jesús responde: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente. El segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas (Mateo 22, 37-40). El prójimo es un igual, no un siervo.

    Aun el más extraño o lejano, como el samaritano, es un prójimo y puede actuar como tal. El mandamiento de Dios es un mundo de prójimos que se aman, un llamado a la hermandad o solidaridad. Jesús llama a amar a los otros y más con hechos que con palabras: no todo el que dice Señor, Señor, sino el que hace la voluntad de mi Padre... (Mateo 7, 21-23). Sabemos cuál es esa voluntad: la hermandad del género humano. Tal es la meta. Amamos a ese Dios que nos libera de cuanto se opone a esa hermandad, por ejemplo, el Faraón (Egipto) y la servidumbre (y en términos más amplios, el pecado individual y social) avanzando así hacia esa comunidad donde el amor a Dios y al prójimo se integran en una misma dirección.

    Lo que Jesús anuncia

    Consecuencia de lo anterior, el gran anuncio de Jesús, la buena nueva, es el Reino de Dios, el reino de la hermandad. Se anuncia a los pobres (bienaventurados), a los que tienen hambre y sed de justicia... tuve hambre... tuve sed... Jesús se identifica con el desposeído o desamparado (Mateo 25, 31-46), se anuncia a los limpios de corazón, a los pacíficos, a los mansos (poseerán la tierra), a los perseguidos por causa de la justicia.

    Hay aquí una cierta fisonomía del hombre nuevo que prepara el Reino, un hombre cuyo dios ya no es Mammon, el viejo dios del egoísmo, un hombre desprendido que se preocupa más por el interés común o bien común, o sea el bien de la comunidad, que por el interés o bien propio.

    Este Reino, tan presente en el evangelio, es el ideal, el sueño, la utopía, y se realizará plenamente cuando Jesús vuelva por segunda vez (los primeros cristianos lo esperaban como algo inminente, en las catacumbas se enterraban para resucitar juntos ese día). Es un Reino que no está por cierto al alcance de la mano, pero el cristianismo toma de él la fuerza que enciende una singular expectativa del más allá, en este mundo y en el otro, en la historia y después de la historia, inspirando, aun sin quererlo muchas veces, el avance de la humanidad, y viniendo a ser casi siempre como un aguijón de la conciencia ética.

    Se trata ciertamente –el Reino– de un ideal religioso que no podría asumirse como tal en el campo temporal o político, pero que se refracta como una irradiación válida en tal campo, asumida por quienes, creyentes o no, y bajo su responsabilidad y autonomía en la vida cívica, comparten un proyecto u horizonte doctrinal de liberación humana, de crecimiento humano, y luchan por acceder a ello mediante aproximaciones sucesivas.

    Como realidad, para unos, o fantasía, para otros, lo cierto es que igual estas creencias viven por siglos, antes y después de Jesucristo, en lo profundo del alma colectiva, expresada en religiones, rituales, movimientos sociales u otras formas, y no parece ya posible concebir un cambio del mundo prescindiendo de ellas, menos aún rechazándolas (que sería como prescindir o rechazar al propio pueblo o masas humanas que las sustentan) sino al contrario, integrándolas de verdad y con respeto por su identidad, al carácter plural e integral del gran conjunto de hombres y mujeres que construirán el futuro, del modo que ya el Concilio vislumbraba al afirmar que ...aunque rechaza en forma absoluta el ateísmo, reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común. Esto no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo. (Gaudium et Spes, 21).

    Sería oportuno, en todo caso, recordar lo que decía Bertolt Brecht: Es necesario cambiar el mundo; después será necesario cambiar este mundo cambiado. Sin duda el surgimiento de la conciencia crítica es un gran paso adelante, propio de nuestra época, una adquisición progresiva de la cultura, que entre otras cosas nos permite advertir que ninguna realización histórica puede ser considerada como un fin último, si queremos evitar la inquisición o el estalinismo.

    La fuerza que viene de los pobres

    Jesús se une al pobre y trae a éste la fe y esperanza del Reino, como la trae también a los despreciados, (la prostituta o la adúltera), o apartados por enfermedades o taras, o poseídos por el demonio, o el tenido por pecador, o aun el mal mirado, como el publicano Mateo, recaudador de impuestos para los romanos; o el que no tiene nada o muy poco, el servidor, el que da la vida; junto a los excluidos y hambrientos de la tierra (recordemos la multiplicación de los panes), como si de todo este mundo humano postergado, marcado por profundas indigencias (o carencias) seculares, brotara la capacidad de creer, de transformar, de sostener la espera activa de ese Reino que vendrá y que realizará esa esencia del ser humano, tan maltrecha en el mundo donde reinan los hartos. Es como si de la debilidad humana y de los medios pobres arrancara esa fuerza capaz de mover las montañas, cual reserva vital, al ponerse de pie, del futuro humanitario.

    En efecto, de los ricos, dice Jesús, ¡ay de vosotros! los que ahora estáis hartos, pues tenéis vuestro consuelo (Lucas 6, 24-26). Ciertamente sus intereses están más que nada en la estructura social establecida y desechan como una quimera la idea de un mundo radicalmente distinto. Sus creencias tienen un marcado sentido individualista, como un premio o privilegio eterno a que se harían acreedores por sus virtudes personales, pero sin tener cabalmente en cuenta al conjunto humano o social. El rol opresivo y concentrador de los bienes que les impone su riqueza, del que no se han liberado aún, les impide entrar de veras a la comunidad.

    Tal vez lo que marca la diferencia de fondo entre, digamos, las tendencias conservadoras y las progresistas, es que las primeras actúan como si siempre la estructura básica de la sociedad y del poder estará configurada por clases superiores e inferiores –reproduciendo de esta suerte la experiencia social desde Egipto hasta hoy, cualesquiera que sean sus variantes–, en tanto las tendencias progresistas aspiran a un mundo en que tal estructura sea superada por una comunidad homogénea de hombres y mujeres libres e iguales, a nivel social, aunque por cierto naturalmente diversos como personas. Es sugerente al respecto la afirmación del Papa Juan XXIII: Porque en nuestro tiempo resultan anacrónicas las teorías, que duraron tantos siglos, por virtud de las cuales ciertas clases recibían un trato de inferioridad, mientras otras exigían posiciones privilegiadas a causa de la situación económica y social, del sexo o de la categoría política. (Pacem in Terris, 43).

    Ernesto Balducci, sacerdote italiano de mente innovadora, dice algo que si bien es provocativo, nos hace reflexionar sobre el devenir histórico, que, según lo señalado, se caracterizaría por la confrontación entre conservadores y progresistas. Cita Balducci una idea de Marx que dice: La esencia del hombre está en el futuro del hombre; el hombre no se conoce a sí mismo sino pasando a través de su propio futuro. Balducci agrega que esta es una tesis en la cual hoy él se reconoce y que ya no le interesan más los humanismos que le apasionaron un tiempo; me interesa reconocer, añade, que el hombre de hoy es un hombre que tiene razón de vivir solo porque tiene un futuro, un futuro diverso del presente (Cristianismo como Liberación, pág. 31).

    Vuelco histórico

    Pero al cabo de sus tres primeros siglos la cristiandad primitiva tuvo un vuelco histórico de enorme trascendencia al pasar a ser la religión del Estado romano, el mayor imperio entonces existente en el mundo, que había perseguido brutalmente a los cristianos y crucificado a S. Pedro y S. Pablo, llevando a tantos otros al martirio. Desde entonces, por muchos siglos, el cristianismo ha sido una religión de Estado, o sea una religión del poder y de las clases unidas al poder. En tal sentido estuvo más cerca del Faraón que del pueblo rescatado por Dios de la servidumbre. Estructura que el desarrollo humano y sus condiciones de vida no han podido superar, ya que pese a los progresos alcanzados, sus aspectos medulares se mantienen hasta la época moderna en que recién empieza a ser socavada por dos grandes revoluciones, la revolución democrática y la revolución obrera.

    La primera, que toma fuerza a partir de la Revolución Francesa y se consolida por completo con la derrota del nazismo y del fascismo por las potencias aliadas, en la Segunda Guerra Mundial, hecho del cual surge la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La segunda, que crece junto con el capitalismo y el desarrollo industrial, triunfa con la Revolución Rusa, pero finalmente se desploma a causa de la estatización total de la economía (burocratización) y de la dictadura totalitaria que adopta, ambas por tiempo indefinido, por lo que deberá replantearse en otros términos, ya que sus fuerzas y aspiraciones siguen latentes al interior de la sociedad, sin que ésta haya podido resolver los desafíos que lleva consigo.

    Estas grandes corrientes impactan profundamente en el campo cristiano. De la Iglesia surgen las encíclicas sociales que denuncian los abusos del capitalismo y promueven la justicia social. En los años 60, el Concilio Vaticano, bajo el pontificado de Juan XXIII y Pablo VI, es un paso democratizador de las jerarquías de la catolicidad hacia los sectores medios y el mundo subdesarrollado, donde hasta entonces había predominado la nobleza europea y la aristocracia de los diversos países. En el Concilio prevalece un cambio de actitud que acertadamente se ha caracterizado como: desde el anatema al diálogo frente al mundo.

    En este contexto surgen movimientos cristianos de carácter social o político que en cierta forma miran a sus orígenes y quieren unirse a los sectores medios y populares, que viven en la precariedad y la pobreza, asumiendo sus intereses. En tal sentido hay que destacar, en Chile, la Falange (1939) como punto emblemático, que abre el camino a los cristianos que optan por romper con las posiciones conservadoras o de derecha del catolicismo tradicional.

    Derechos humanos e igualdad social

    Propio de estas revoluciones de que hablamos es que el principio de los derechos humanos y el principio de la igualdad social o justicia social y de poner fin a la pobreza, han venido adquiriendo una fuerza creciente en la conciencia pública. Ellos presionan agudamente a la sociedad, a los partidos, a los gobiernos. Los derechos humanos, a su vez, son la esencia de la democracia y hay que concebirlos como un conjunto a realizar en el presente y más allá del presente, como un proyecto en curso que no está terminado, pues falta mucho para hacer de todos esos derechos algo real y concreto para cada hombre, mujer o niño. Es lo que traza una perspectiva hacia delante, una tarea histórica a cumplir. Desde luego extender en la práctica, a todos, los derechos humanos de carácter cívico o político, como la libertad, igualdad, participación, en sus diversas formas; también los derechos humanos de carácter social, como el derecho al trabajo u ocupación, al salario justo, al sindicato, la educación, la salud, la alimentación, la seguridad, la vivienda, el medio ambiente sano, etc. Bien dijo el Pontífice actual, Benedicto XVI, en las Naciones Unidas (abril 2008), que la defensa de los derechos humanos es la estrategia más efectiva para eliminar las desigualdades entre los países y entre los grupos sociales.

    Cabe preguntarse, sin embargo, si los anhelos de justicia social o de disminuir la desigualdad o terminar con la pobreza pueden obtenerse dentro del sistema capitalista, hoy fortalecido por la globalización económica a escala mundial y por el auge de la mentalidad neoliberal, estimulada por el agudo retroceso del socialismo. Hace tiempo que tales anhelos o promesas figuran en todos los programas, pero estamos aún lejos de que pasen a la realidad. El propósito de humanizar el capitalismo, muchas veces formulado, no ha conseguido mucho. El Papa anterior [Juan Pablo II] decía que los pobres no pueden esperar y los obispos chilenos sostienen que la desigualdad social se ha vuelto escandalosa, en tanto el obispo Alejandro Goic impacta

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