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La economía del miedo
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La economía del miedo

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Alguien escribió una alegoría. En ella, la Gran Recesión dice a los perdedores: lamentamos sinceramente el destino que habéis tenido, pero las leyes de la economía son despiadadas y es preciso que os adaptéis a ellas reduciendo las protecciones. Si os queréis enriquecer debéis aceptar previamente una mayor precariedad.
Éste es un libro de economía política que polemiza con esa falsa salida a la crisis. Para conseguir el control social de la misma se ha instalado «la economía del miedo». Este –que siempre ha sido un fiel aliado del poder– adopta rostros inéditos: ya no se trata de los temores tradicionales, que siguen existiendo, sino del miedo al «otro», al que viene a disputar los pocos empleos, a la inseguridad económica, a una distribución de la riqueza cada vez más regresiva y, sobre todo, el miedo a que nuestros representantes, aquellos a los que hemos elegido para que nos a ayuden a resolver los problemas públicos, no puedan hacerlo porque las decisiones ya no se toman en los parlamentos, sino en otros territorios alejados, oscuros e impersonales. Se ha multiplicado el poder fáctico de los mercados. El dibujante El Roto lo ha resumido en una viñeta que decía: «Tuvimos que asustar a la población para tranquilizar a los mercados».
Los ciudadanos temen que sus hijos vayan a vivir peor que ellos. Y estos últimos opinan que el sistema que no les acoge con normalidad es fallido, corrupto, indiferente e irresponsable.
Un siglo después, ha vuelto el debate sobre el equilibrio entre la democracia y el mercado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jul 2016
ISBN9788416072729
La economía del miedo

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    La economía del miedo - Joaquín Estefanía

    © Gorka Lejarcegui, El País

    Joaquín Estefanía Moreira es licenciado en Ciencias Económicas y en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Ha ejercido desde 1974 como periodista en distintos medios de comunicación. Desde 1988 hasta 1993 fue director de El País; durante los siguientes tres años fue director de Publicaciones del Grupo PRISA y director de La Escuela de Periodismo Universidad Autónoma de Madrid/El País, cargo que sigue desempeñando actualmente así como el de director de la Cátedra de Estudios Iberoamericanos Jesús de Polanco. De 1996 a 2002 fue director de Opinión del mismo periódico. Es premio Europa de Periodismo por su defensa, al frente de El País, de las libertades democráticas; y premio Joaquín Costa de Periodismo, por sus trabajos sobre la deuda externa de América Latina. Entre sus libros destacan Contra el pensamiento único (Taurus, 1997), Aquí no puede ocurrir. El nuevo espíritu del capitalismo (Taurus, 2000), Hij@, ¿qué es la globalización? La primera revolución del siglo XXI (Aguilar, 2002), La cara oculta de la prosperidad (Taurus, 2003), La mano invisible. El gobierno del mundo (Aguilar, 2006), La larga marcha (Ediciones Península, 2007).

    Alguien escribió una alegoría. En ella, la Gran Recesión dice a los perdedores: lamentamos sinceramente el destino que habéis tenido, pero las leyes de la economía son despiadadas y es preciso que os adaptéis a ellas reduciendo las protecciones. Si os queréis enriquecer debéis aceptar previamente una mayor precariedad.

    Este es un libro de economía política que polemiza con esa falsa salida a la crisis. Para conseguir el control social de la misma se ha instalado «la economía del miedo». Este –que siempre ha sido un fiel aliado del poder– adopta rostros inéditos: ya no se trata de los temores tradicionales, que siguen existiendo, sino del miedo al «otro», al que viene a disputar los pocos empleos, a la inseguridad económica, a una distribución de la riqueza cada vez más regresiva y, sobre todo, el miedo a que nuestros representantes, aquellos a los que hemos elegido para que nos ayuden a resolver los problemas públicos, no puedan hacerlo porque las decisiones ya no se toman en los parlamentos, sino en otros territorios alejados, oscuros e impersonales. Se ha multiplicado el poder fáctico de los mercados. El dibujante El Roto lo ha resumido en una viñeta que decía: «Tuvimos que asustar a la población para tranquilizar a los mercados».

    Los ciudadanos temen que sus hijos vayan a vivir peor que ellos. Y estos últimos opinan que el sistema que no les acoge con normalidad es fallido, corrupto, indiferente e irresponsable.

    Un siglo después, ha vuelto el debate sobre el equilibrio entre la democracia y el mercado.

    A la memoria de mis padres

    A Javier Pradera, el maestro, el amigo

    Prólogo

    EL CAPITALISMO TIENE LOS SIGLOS

    CONTADOS

    El economista francés Jean-Paul Fitoussi escribió una alegoría. En ella, la crisis dice a los perdedores: «Lamentamos sinceramente el destino que habéis tenido, pero las leyes de la economía son despiadadas y es preciso que os adaptéis a ellas reduciendo las protecciones que aún tenéis. Si os queréis enriquecer debéis aceptar previamente una mayor precariedad; este es el camino que os hará encontrar el futuro».

    Este es un libro de economía política que polemiza con esa falsa salida ideológica a la crisis. Para conseguir el control social de la misma se ha instalado «la economía del miedo». A principios del siglo XXI, el miedo –que siempre ha sido un fiel aliado del poder y un arma de dominación política y social– adopta rostros inéditos: ya no se trata de los temores tradicionales (a la muerte, la enfermedad, las catástrofes naturales, al terrorismo) que siguen presentes entre nosotros, sino del miedo al «otro», al que viene a disputar los pocos empleos existentes y los beneficios del Estado del Bienestar, a la inseguridad económica, a una distribución de la renta y la riqueza cada vez más regresiva y, sobre todo, el miedo a que nuestros representantes, aquellos a los que hemos elegido para que nos ayuden a resolver los problemas públicos y comunes, sean impotentes porque las decisiones ya no se toman en los establecimientos habituales de la democracia (los parlamentos), sino en otros territorios alejados, oscuros e impersonales. Ha nacido el poder fáctico de los mercados. El dibujante El Roto lo ha resumido en una viñeta que decía: «Tuvimos que asustar a la población para tranquilizar a los mercados».

    Y estos, aprovechando la Gran Recesión, tienden a reducir los beneficios sociales, los derechos y las conquistas que nos hicieron triplemente ciudadanos (civiles, políticos y económicos o sociales) durante los últimos tres cuartos de siglo. Lo que Hannah Arendt llamaba «el derecho de la gente a tener derechos». Hay un extraordinario retroceso sustentado en la falsa alternativa entre eficacia y solidaridad. En este sentido, la Gran Recesión tendrá consecuencias telúricas tan significativas en el terreno de las ideas y de la composición social como la revolución conservadora de los años ochenta, la caída del Muro de Berlín y del socialismo real en los noventa, o los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington. El que fue presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan –considerado por muchos uno de los principales responsables de las burbujas que al estallar generaron una crisis que estaba embalsada– manifestó hace poco tiempo que permanecía en «estado de conmoción» porque «todo el edificio intelectual se ha hundido».

    Los ciudadanos del Primer Mundo temen que sus hijos vayan a vivir peor que ellos y se interrumpa el concepto del progreso. Y estos últimos, afectados por un insoportable desasosiego, altas tasas de paro y precariedad, opinan que el sistema que no les acoge con normalidad es fallido, corrupto, indiferente e irresponsable, y comienzan a movilizarse e indignarse después de una fase de «silencio de las víctimas». Las secuelas que la crisis económica está dejando se miden en una sociedad crecientemente empobrecida en la que el empleo –y mucho más el empleo de calidad– deviene en un lujo, el poder adquisitivo de las clases medias se reduce, es mucho mayor el número de empresas que mueren que las que nacen, el crédito no fluye por las cañerías del sistema, se agota el impulso contra el cambio climático que proviene de la acción del hombre, y que hace permanente inventario de las pérdidas (económicas pero también políticas) sufridas en el último lustro, cuando todavía no se ve la luz al final del túnel. Esta es la primera crisis en las últimas ocho décadas en las que los ciudadanos no creen en el mito del eterno retorno y saben que el punto de llegada será diferente (y peor) al de partida.

    Cada uno de nosotros se pregunta cuándo me tocará a mí, lo que genera desarraigo e incertidumbre, un concepto equivalente al del miedo que caracteriza a la era moderna líquida, en palabras del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, que ha teorizado que la modernidad iba a ser aquel periodo de la historia en el que se iban a dejar atrás los temores que dominaron la vida del pasado, los ciudadanos se iban a hacer con el control de sus vidas y domeñarían las fuerzas descontroladas de los mundos político, social y natural.

    Crece la desigualdad en el interior de los países, como en otras ocasiones. La diferencia es que ahora lo hace, sobre todo, porque los pobres cada vez lo son más. En lugar de crecer las clases medias, aumentan los extremos del espectro: en uno de los laterales del ring, las élites, que están en plena rebelión y ya no quieren pagar los costes de su pertenencia a la sociedad, que se enriquecen más allá de toda lógica, exhiben sin vergüenza sus diferencias, se liberan de la suerte de las mayorías, rompen el contrato social que los une como ciudadanos y abominan de los impuestos; en otro, los desafiliados, los que van quedándose por el camino de las crecientes dificultades, y multitud de jóvenes que ni siquiera han podido iniciarlo y que no conocen lo que es un empleo decente y estable, sea cual sea su nivel de cualificación. Se produce una desocialización de la sociedad, valga la redundancia. Estamos pasando del aburguesamiento del proletariado, que tanto le preocupaba antes a la izquierda, a la proletarización de las clases medias.

    Un siglo después ha vuelto el debate entre la democracia y el mercado, como formas intrínsecamente inestables de la organización de la sociedad. Hay una descompensación creciente a favor del segundo: la democracia pierde calidad y participación pública, mientras el mercado avanza en ausencia de normas y mediante abusos, escándalos y complicidades espurias con el poder político. La globalización realmente existente es un cuerpo deforme en el que el brazo derecho, el económico, se muestra mucho más vigoroso que el político. En 1942, Schumpeter describió al capitalismo y la democracia como reñidos entre sí. Luego, durante una larga etapa, convivieron y se reforzaron mutuamente. Ambos se limitaban: el mercado, esencia del individualismo, paliaba la influencia y las intromisiones de lo político en la intimidad de la gente, lo que garantizaba una mayor adhesión a la democracia; esta, como espacio público, aumentaba la legitimidad del sistema mitigando la exclusión de los ciudadanos por parte del mercado. Desde hace tres décadas, ese equilibrio se ha roto y la deformidad se ha acentuado. Al analizar las consecuencias de la Gran Recesión, Joseph Stiglitz ha escrito que la crisis económica ha hecho más daño a los valores fundamentales de la democracia «que cualquier régimen totalitario en tiempos presentes». Si no se encuentra pronto la capacidad de intervención política que pueda resistir la detonación de los mercados y haga compatibles los intereses contrapuestos de la sociedad global, no podrá hablarse de democracia.

    Hay un fuerte factor diferencial en esta crisis, el paro: 200 millones de personas, el 6% de la población activa del planeta, pertenecen a su ejército de reserva. En el caso de los jóvenes, la proporción se dobla: 80 millones de menores de 25 años no encuentran dónde emplearse y muchos centenares de millones más tienen un puesto de trabajo vulnerable por las condiciones en las que lo hacen y los escasos emolumentos que perciben. Si hay un país que padezca en carne viva este problema, ese es España, donde no solo el 20% de su población activa permanece en desempleo, sino en el que su desagregación permite hablar de una crisis no solo económica sino social: el 40% son parados de larga duración y todos los meses decenas de miles de personas dejan de cobrar el seguro de desempleo porque el Estado del Bienestar estaba conformado para dificultades que no durasen tanto; el 46% de los menores de 25 años están en paro; casi millón y medio de hogares tienen tanto al hombre como a la mujer sin empleo; y se incrementan día a día los sustentadores principales de esos hogares (los que antes se denominaban «padres de familia», los que llevan el salario principal a las casas) sin nada que hacer, lo que es sinónimo de una tendencia creciente y rápida hacia situaciones de pobreza.

    La Gran Recesión, la segunda crisis mayor del capitalismo después de la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado, ha generado tantos problemas y deja tantas huellas que se requerirá de un gran esfuerzo y mucho tiempo para superarlos. Se ha hablado de una década perdida. Se precisará de un amplio consenso de los líderes y las fuerzas políticas más representativas para recuperar la normalidad en la estación término de la crisis. Esta se encuentra en su fase más política. Un acuerdo excepcional para una situación insólita. Este pacto habría de basarse en un objetivo común: el bienestar de la población. Un acuerdo entre fuerzas diversas que representan a la mayoría, sin sujetar su contenido a una ideología concreta. Una política de reparto de la escasez, una austeridad compartida para recuperar la senda del crecimiento sostenible, que es el único modo de generar empleo, y una política de reformas para adaptarse a los nuevos tiempos, que serán muy distintos a los anteriores.

    Un sistema no fracasa si no puede ayudar a sus bancos, pagar su deuda o volver a los equilibrios macroeconómicos (estos son objetivos intermedios); lo hace, en cambio, si no puede asegurar el bienestar de sus ciudadanos, si los hijos de estos no pueden vivir mejor que sus padres y se rompe la cadena del progreso. Un sistema yerra si no confluye en el pleno empleo, aumenta la capacidad adquisitiva de la gente, el cuidado del medio ambiente y, sobre todo, si no respeta las decisiones de la mayoría protegiendo a las minorías. En nombre de la eficacia se ha procedido a una distribución regresiva de la renta y la riqueza, se ha esquilmado a la naturaleza y unos pocos se han presentado como los únicos capaces de comprender y aplicar las recetas más adecuadas. ¡Qué falacia! ¡Qué saqueo!

    Este es un libro dinámico y, por consiguiente incompleto. Está inacabado como la propia Gran Recesión y sus mil caras, y se basa en las vivencias y en las lecturas de su autor. Sobre algunos de los sucesos que aquí se describen –y que ya habían sido analizados en otros libros anteriores– ahora se tiene más perspectiva: han conducido, en definitiva, a la más profunda y larga contracción de un sistema, el capitalismo, cuyos mayores antagonistas reales no han sido los teóricos (el socialismo, los antisistema) sino los propios capitalistas, los más capitalistas de los capitalistas que han abusado de conceptos como la desregulación o la autorregulación, que no eran más que tigres de papel. En esta ocasión, al revés que en la Gran Depresión, pocos han hablado de destruir el capitalismo sino de refundarlo, embridarlo, reformarlo o regularlo. No nos engañemos. Utilizando prestado el título de un libro del socialista italiano Giorgio Ruffolo, «el capitalismo tiene los siglos contados».

    ¿O no?

    Capítulo I

    LA ECONOMÍA DEL MIEDO

    La ideología del miedo

    Ivan Klima es un notable intelectual checo que sufrió no solo la represión nazi, con su internamiento en un campo de concentración, sino también la estalinista, que prohibió sus obras y le impidió ejercer como escritor. A principios de la década de los noventa del siglo pasado publicó El espíritu de Praga, una colección de ensayos de diversas procedencias en la que reflexionaba sobre el miedo de la sociedad en determinadas circunstancias y sobre la dialéctica entre los poderosos y los que aspiran a serlo. Eterno asunto. De forma sorpresiva, a uno le viene a la cabeza ese libro y autor (que fue el editor del diario del Sindicato de Editores checos durante la Primavera de Praga, en 1968) mientras reflexiona sobre algo aparentemente tan alejado como los efectos profundos de la Gran Recesión que padece el planeta desde el verano del año 2007, con una sociedad crecientemente empobrecida donde el empleo ha devenido casi en un lujo, y que hace inventario de las pérdidas sufridas en los últimos años –económicas, sociales, políticas…– cuando todavía no ve la luz al final del túnel. Uno puede aceptar el miedo y rendirse (para quien tiene miedo todo son ruidos), dice Klima, o bien blindarse ante él (el miedo como educador y heraldo de los cambios).

    El temor ha sido siempre uno de los aliados más fieles del poder, que intenta que la población viva inmersa en él. La creación artificial de atmósferas de miedo obliga a los ciudadanos a blindarse frente a los contextos sociales. El miedo que anida en el cerebro quebranta la resistencia, genera pánico y paraliza la disidencia; no hay poder en la Tierra que no haya confiado en alguna forma de terror. Tras un desastre –natural, político, económico– el miedo inicial deja paso a la ansiedad; la gente teme más los riesgos que se le imponen que los que acepta. Todos los esfuerzos por liberar al hombre han sido en realidad impulsos por liberarlo del miedo, para crear las condiciones en que no sintiera la dependencia como una amenaza; cuanto más asesino y más totalitario es el poder más priva al hombre de libertad porque lo que engendra es temor. Surge así lo que algunos han denominado la ideología del miedo, definido en el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia como una «perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario». El miedo como arma de dominación política y control social; el miedo como herramienta de destrucción masiva en la guerra de clases. A lo largo de la historia ha habido todo tipo de movimientos sociales y culturales fundamentados en esa sensación, habitualmente desagradable, provocada por la percepción de ese peligro real o supuesto, presente, futuro o pasado. El miedo no solo como construcción social sino también ideológica. Como es omnipresente y está arraigado, produce desconfianza y conflicto con el «otro», al que se atribuye la culpa de lo ocurrido o de lo que puede acontecer, y genera, por tanto, la necesidad de protegerse de él. Esa es la ideología del miedo, que llega a través de sus transmisores, los «fabricantes de miedo», muy vinculados en la contemporaneidad a los medios de comunicación de masas y a la información, comunicación y propaganda que se transmite instantáneamente a través de Internet.

    El miedo se manifiesta cuando las relaciones de poder son muy extremas, máxime en la sociedad del riesgo que ha teorizado el alemán Ulrich Beck, en el falso amanecer de John Gray o en la niebla de nuestras vidas de Milan Kundera: se esfuman las certezas, lo garantizado, el statu quo, y emergen la precariedad y el desasosiego paralizante. Antes ello ocurría en tiempo de guerras y represiones políticas –cuando los inquisidores llegaban a las ciudades medievales, cuando entraban en vigor las leyes raciales contra los judíos, cuando los negros veían arder delante de sus casas las cruces de madera instaladas por el Ku Klux Klan; en la Italia fascista, la Alemania nacionalsocialista, la España de Franco, la Unión Soviética de Koba el Cruel, la China de la revolución cultural; en la Camboya de los jemeres rojos, en la Argentina o el Chile de los militares, en la Libia de Gadafi o en la Siria de El Asad, etcétera– pero ahora el temor se expande y añade otra naturaleza a la tradicional. El miedo adopta rostros inéditos. Hoy no se trata solo de los temores tradicionales a la muerte, el infierno, la enfermedad, la vejez, la indefensión, el terrorismo, la guerra, el hambre, las radiaciones nucleares, los desastres naturales, las catástrofes ambientales, sino también –y no hay que banalizar las diferencias– del miedo a un nuevo poder fáctico que denominan «la dictadura de los mercados», que tiende a reducir los beneficios sociales y las conquistas de la ciudadanía económica del último medio siglo; miedo a quedarnos sin ese bien cada vez más escaso que se llama trabajo, a reducir nuestro poder adquisitivo, al subempleo, a la marginación económica y social. Esos son algunos de los temores contemporáneos. Y sobre ellos Klima escribe: «A diferencia de los anteriores usurpadores de poder, estas estructuras de poder no tienen rostro ni identidad. Son invulnerables a los golpes y las palabras. Su poder es quizá menos ostentoso, menos abiertamente declarado, pero es omnipresente y no cesa de crecer».

    Este nuevo temor que se expande a la velocidad de la luz entre la ciudadanía (lo dicen todos los sondeos que se publican, que lo ponen por delante de cualquier otro problema cotidiano) paraliza las reacciones, incluso la del miedo al miedo mismo. El sociólogo francés Michel Wieviorka, declara en la prensa: «En una situación de crisis los actores están cansados y las dificultades para sobrevivir provocan situaciones difíciles que rebajan la moral. La violencia y la conflictividad son más frecuentes cuando hay dinero y recursos. Pero cuando empieza la crisis la gente no entiende bien lo que pasa y está a la espera. El conflicto surge siempre que hay dominadores y dominados, pero en caso de crisis es todo el sistema el que no funciona, se crea desánimo y por eso no hay más conflicto. Existe un estudio muy famoso de la pequeña ciudad austriaca de Marienthal, muy industrial y con un partido socialdemócrata fuerte, que en los años veinte era muy conflictiva. Pero llega la crisis del 29, la capacidad de revuelta de la clase obrera desaparece y se entra en un estado de debilidad que incluso impide pensar. El siguiente paso fue el ascenso del nazismo».

    El temor es una emoción que inmoviliza, que neutraliza, que no permite actuar ni tomar decisiones con naturalidad. Sabotea en muchas ocasiones la propia acción de resistencia. Incluso se extiende el miedo a equivocarse y a elegir mal, sin que la vida, en esas circunstancias, conceda una segunda oportunidad. Este miedo contemporáneo hace a todos susceptibles de ser dominados, subyugados por los que poseen la capacidad de generarlo: por los que ejercitan el poder, que someten a los miedosos y les inyectan pasividad y privatización de sus vidas cotidianas (el refugio del hogar), los culpabilizan y, a continuación, los castigan bajándolos de la escala social en beneficio de los primeros. El historiador y crítico social norteamericano Christopher Lasch, escribió en 1979: «Tras el torbellino político de los años sesenta, los ciudadanos sociales se repliegan a cuestiones meramente formales. Sin esperanzas de mejorar su vida en ninguna de las formas que verdaderamente importan, la gente se convenció de que lo importante era la mejoría psíquica personal: contentarse con los sentimientos, ingerir alimentos saludables, tomar clases de ballet o danza del vientre, imbuirse de la sabiduría oriental, caminar sin fin, trotar, aprender a relacionarse, superar el miedo al placer. Inofensivas en sí mismas, estas búsquedas, cuando son elevadas a la categoría de programa y se encumbran en la retórica de la austeridad y la apertura de las conciencias, implican un alejamiento de la política y un rechazo del pasado reciente». Es una especie de autogenesia social.

    Con la irrupción de una crisis tan profunda como la de nuestra época, conceptos como los del miedo y la inseguridad, que pertenecen con más propiedad a otras disciplinas sociales (la psicología, la psiquiatría) que a la economía, se han incorporado con mucha fuerza al análisis técnico de esta última disciplina. Si uno es cliente habitual de cualquier tipo de medio de comunicación (de una u otra manera lo somos todos) habrá comprobado cómo abundan las alusiones al temor de los ciudadanos, a las secuelas de la larga recesión que padece el mundo. No se trata solo de los titulares de la sección de Economía de esos medios (en los que frases como «Vientos de pánico en la Bolsa» o «El miedo regresa a los mercados» se han reiterado en los últimos tiempos con mucha más frecuencia de la habitual. Como ejemplo, véase el arranque de esta crónica: «Miedo a que vuelva la recesión. Miedo a la bancarrota griega. Miedo a que Europa se vea obligada a rescatar a más países y que esta vez sean de los grandes. Miedo a multas milmillonarias procedentes de EEUU que acaben de empeorar los balances de los bancos. Todos estos riesgos se aliaron ayer para pasar como un ciclón por las Bolsas europeas haciendo que muchos se acordaran de la pesadilla de hace tan solo un mes»), sino de las declaraciones y las valoraciones que emergen en otras materias y que derivan por extensión al terreno de la Economía. En una entrevista, el cantante Luis Eduardo Aute (cuyo disco más reciente se titula explícitamente Intemperie) declara que estamos viviendo «una situación de desolación, de inseguridad, de que todo puede ocurrir en cualquier momento […] Una inseguridad de referencias, de proyecto de futuro […] Estamos viviendo algo que es mucho más que una crisis; son muchas crisis, síntomas de una mutación histórica, la sensación de que se está acabando una era. La novedad es que no se ve cuál puede ser la alternativa, no hay ni idea de por dónde va a tirar esto […] El capitalismo, tal como lo hemos entendido hasta ahora, ha dado todo de sí y ahora está empezando a convertirse en su propia caricatura […] Ahora estamos viviendo lo que vaticinó Marx, las propias contradicciones del sistema».

    ¿Se acerca a la realidad esa descripción de lo que ocurre o es una apreciación exagerada? Recuérdese lo que sobre ello han escrito un pensador como Marx o un economista tan enemigo del socialismo como el austriaco Joseph Schumpeter. Según Marx, «la combinación de democracia y capitalismo es una forma intrínsecamente inestable de organización de la sociedad, más la forma política de la revolución de la sociedad burguesa que su forma de vida normal». Y en palabras de Schumpeter, «el capitalismo, si permanece estable económicamente, e incluso si mejora en estabilidad, crea –al racionalizar el espíritu humano– una mentalidad y un estilo de vida incompatibles con sus propias condiciones fundamentales, con sus motivaciones profundas y con las instituciones sociales necesarias para su supervivencia. Se transformará –no por necesidad económica y al precio, según toda la probabilidad, de algunos sacrificios en términos de prosperidad y bienestar– en una entidad diferente que se podrá llamar socialismo o no, según guste y aceptemos esa terminología».

    Luis Eduardo Aute reflexiona con la misma intensidad que muchos ciudadanos. Otro cantante de referencia, Elvis Costello, edita un nuevo disco que titula National Ransom («Rescate nacional»). Su portada es muy explícita: un lobo vestido de banquero escapa con un maletín del que se salen ardiendo billetes de dólar. Dice Costello en otra entrevista: «Intento expresar cuánto miedo tenemos». Y no son solo los cantantes. Una periodista refleja lo que ve en la calle (y posiblemente lo que siente ella misma) y lo resume en un artículo en el que habla del «miedo a quedarse en paro. A que los chavales no encuentren trabajo por mucho que estudien. A coger el coche por si acaso. A encontrar en el barrio otra tienda cerrada. A empobrecernos. A no cobrar la pensión cuando nos jubilemos. A comprar y vender. Miedo a gastar lo que tenemos porque a lo mejor no es nuestro».

    El dibujante El Roto publica una viñeta en la que un tipo con pinta de gran ejecutivo dice: «Tuvimos que asustar a la población para tranquilizar a los mercados». El economista de la Universidad de Columbia, Jeffrey Sachs –que hace muchos años se dedicaba a las reestructuraciones salvajes de países del Tercer y Segundo Mundo y que, cambiando su visión de las cosas, hoy asesora al secretario general de las Naciones Unidas en los Objetivos de Desarrollo del Milenio– analiza la crisis moral de EEUU y escribe: «Gran parte del país está de mal humor y se ha abandonado más o menos el lenguaje de la compasión. Los dos partidos políticos están al servicio de los ricos contribuyendo a sus campañas, al tiempo que proclaman defender a la clase media. Ninguno de los dos partidos habla siquiera de los pobres, que ahora constituyen oficialmente el 15% de la población, pero en realidad son mucho más numerosos si contamos a todas las familias que luchan con las necesidades en materia de salud, vivienda y puestos de trabajo».

    «Desgraciadamente esto cada día se parece más a la Gran Depresión»; «nunca antes tan pocos debieron tanto dinero a tantos»; «la herencia de la crisis será hijos que vivirán peor que sus padres»; «¿era esto lo que nos prometieron?»; «tras la recesión económica viene la humana». Estas son algunas más de las opiniones entresacadas de los medios, sobre el mismo asunto. Un estudio de la Fundación Pfizer, titulado «Los españoles y la enfermedad del miedo», publicado en el invierno de 2010, indicaba que más del 40% de los encuestados albergaba el temor a perder su trabajo en el próximo año mientras que el 86% de los desempleados consultados veía difícil encontrar una ocupación laboral en un plazo razonable; el estudio decía, en esencia, que la población española «está asustada»; destacaba el «miedo al futuro», que puede convertirse en una auténtica paralización, y afirmaba que «del pavor puede pasarse a la desesperanza y de ahí a la rabia social, que hará que el problema sea infinitamente peor».

    Pero quizá la representación más rotunda de todo ello se da en una «carta al director» publicada en noviembre de 1995 (en la anterior crisis económica sufrida en España) en el diario El País, una verdadera pieza literaria titulada «Estoy asustada» y que hoy mantiene su plena vigencia. No hay que ponerle ni quitarle una coma:

    Estoy asustada. Soy mujer, soy española, soy licenciada en Derecho, tengo un master de muchas horas y otros muchos cursos que me han ido formando y cualificando cada vez para más cosas; tengo un buen nivel de inglés y una demostrable experiencia cuasi profesional, ya que nunca me han hecho un contrato, sino que siempre he trabajado a través de convenios de colaboración para realizar prácticas, incluso sin remunerar. Ahora no tengo empleo, ni prácticas, ni nada: solo tengo este perfil profesional que acabo de exponer y que seguramente corresponderá más o menos con el de muchos españoles/as de mi edad que, al igual que yo, están en paro; que, al igual que yo, están buscando un trabajo; que, al igual que yo, no lo encuentran y que, al igual que yo, están asustados. Estoy asustada porque me he pasado media vida estudiando, con la ilusión de que cuando llegara a la edad que tengo, y antes, pudiera tener un empleo que me permitiera tener ya mi propia vida y que a mis padres les permitiera tener la suya porque hasta ahora han sido ellos (bueno, su bolsillo) los que a mí me han permitido tener la formación que tengo, y ahora me gustaría que ellos tuvieran en mí algo más que mi sincero agradecimiento, pero me temo que, por el momento, van a tener que seguir soportándome. Estoy asustada porque ahora mismo ya no sé dónde acudir, estoy desorientada en un entorno que no me da una solución; estoy asustada porque si estuviera segura de que esta situación iba a ser temporal o transitoria, pues tendría toda la paciencia en espera de ese momento; pero es que a veces me pregunto si esta historia tiene alguna salida; a veces me veo a mí misma con cerca de 40 años cargada de cursos, cursillos y cursetes, con un currículo de no te menees, y buscando empleo todavía: ¡por favor!, necesito al menos tener esperanza e ilusión por mi futuro. Las alternativas/soluciones que te proponen son el autoempleo, o el dedicarte en cuerpo y alma a unas oposiciones o, sobre todo, seguir, desde luego, formándote para mantenerte ocupado. Los consejos que te dan son no desanimarte nunca, tener confianza en uno mismo, tener la seguridad de que a pesar de todo vas a conseguir lo que te propones; en fin, que todo eso está muy bien, pero lo que yo quiero es trabajar, encontrar un trabajo ya, ahora mismo, y este creo que será el deseo de todos los jóvenes y no tan jóvenes parados en España. Quizá sea mi culpa; quizá no encuentro trabajo porque no soy una número uno; quizá no encuentro trabajo porque no sé hablar cinco idiomas, porque no tengo tres años de experiencia o porque no tengo un padrino que me coloque en cualquier sitio; quizá no encuentre trabajo porque no soy normal, no lo sé; pero por favor, si no depende de mí, si no es por mi culpa, por favor, hago una llamada a todos los que tengan la responsabilidad desde cualquier esfera, rango o condición, de que en este país no haya un trabajo para todos. Que se dejen de consejos y buenas intenciones y, por favor, creen empleo; no permitan que nuestra desgracia exceda a cualquier esperanza, sobre todo porque es muy triste pertenecer a un país en el que más de tres millones de personas están, de verdad, tan asustados como yo.

    ¿Se puede ser más rotundo en tan corto espacio? La misiva contiene todas las características del miedo: impotencia, inseguridad, culpabilización, el país de las personas asustadas (hoy el problema es mayor: casi cinco millones de personas son las que están en paro en España), la compatibilización del temor y la valentía. Y también, y no es menor, la denuncia de ese pensamiento positivo, esa psicología positiva, esa economía positiva, tan indecentes: no te desesperes, lucha, fórmate, ten confianza, ten seguridad de que al final todo se arreglará… sin que los que dan ese consejo se muevan un milímetro de sus posiciones o ejerzan una solidaridad activa. Lo denuncia la ensayista Barbara Ehrenreich en un libro en el que analiza la trampa del pensamiento positivo que te dice: «¿Has perdido tu trabajo? Qué gran oportunidad de cambiar tu trayectoria». «¿Tienes una grave enfermedad? Quizá a partir de hoy disfrutes de tu vida como nunca.» «¿No te gusta tu casa? Recorta una mansión de una revista y te verás viviendo allí a través de un crédito fácil de pagar.» O pide un préstamo y cómprate todo lo que desees. Y sobre todo, no dejes de sonreír, dar las gracias y sentirte llena de optimismo.

    En Sonríe o muere, la norteamericana Ehrenreich se enfrenta

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