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El género furtivo: La evidencia interdisciplinar del género en el Chile actual
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Libro electrónico399 páginas6 horas

El género furtivo: La evidencia interdisciplinar del género en el Chile actual

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Esta colección de ensayos, organizada en tres secciones, aborda, multidisciplinarmente, debates teóricos y casos de estudio empíricos en torno a la construcción del sujeto generizado, a mecanismos de institucionalización, identificación o subjetivación, planteando problemas claves en la organización colectiva sobre la base del género como asunto político, e indaga en un tema fundamental para el país y la región, conectando discusiones conceptuales en torno al género con sus manifestaciones sociales y el efecto potencial de políticas públicas para su transformación.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 oct 2018
ISBN9789560011138
El género furtivo: La evidencia interdisciplinar del género en el Chile actual

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    El género furtivo - Claudia Mora ;Andrea Kottow; Valentina Osses; Marco Ceballo

    Chile

    Capítulo I

    Desplazamientos teóricos contemporáneos: representaciones y producción simbólica del género

    Introducción

    Andrea Kottow

    Los campos de los estudios de género, de la sexualidad y de la corporalidad se han ido consolidando en el transcurso del último medio siglo dentro de los estudios culturales. Desde los primeros impulsos, surgidos desde los movimientos feministas, se ha abierto un área de trabajo amplio y complejo, que atraviesa preocupaciones filosóficas, psicológicas, históricas, sociológicas, antropológicas y literarias, entre otras. Los estudios de género abren la categoría de género en pos de superar la idea de un sexo binario, constituido a partir de la diferencia entre lo femenino y lo masculino.

    Mientras que el feminismo, nacido con la urgencia política de la reivindicación de los derechos de la mujer, plantea sus demandas a partir de la categoría de la mujer –entendiéndola como universal–, la noción de género permite atraer la atención a los procesos y las condiciones que hacen posibles las ideas de lo femenino y lo masculino, así como su potencial deconstrucción. La categoría posibilita evidenciar la fuerza normativa del binomio hombre/mujer y denunciar la relación jerárquica alojada en él. Los estudios de género, adoptando premisas centrales de las teorías estructuralistas y postestructuralistas, han mostrado la variabilidad histórica y cultural de los términos de lo femenino y lo masculino, así como las enrevesadas relaciones de poder que los han atravesado.

    En 1990 Judith Butler publica su influyente libro Género en disputa, en el cual argumenta en pos de difuminar una diferencia que hasta ese momento había sido crucial: la del sexo y el género. Mientras que el sexo suponía ser una base material, biológica, correspondiente a la anatomía, el género se construía culturalmente y obedecía a la interpretación social de ese sexo. El sexo, por lo tanto, pertenecería a la realidad del cuerpo y de una supuesta naturaleza neutra; el género, en cambio, estaría lo cultural. Esta dicotomía presume entonces que el género es variable histórica y culturalmente, pero sigue planteando una base material sobre la cual la cultura operaría.

    Butler empuja su argumentación para borrar la línea divisoria entre sexo y género. Retomando el concepto foucaultiano de la sexualidad como dispositivo, arguye que los cruces entre lo masculino y lo femenino, considerando a su vez el deseo, pueden ser múltiples. Si se acepta que a un sexo biológico determinado como femenino, por ejemplo, puede corresponder una interpretación genérica masculina y un deseo de lo femenino, se abre entonces la potencialidad de una movilidad entre las tres nociones.

    Al mismo tiempo, la diferenciación de estas tres categorías (sexo, género y deseo) denuncia la fuerza normativa de lo que Butler denomina la matriz heterosexual, que supone una coherencia entre sexo y género, por un lado, y un deseo al sexo opuesto, por el otro. Al abrir la posibilidad de imaginar relaciones entrecruzadas, variables y múltiples entre sexo, género y deseo, desestabiliza la supuesta base natural del sexo, que más bien se muestra como efecto del género que, dado su carácter construido, presupone algo sobre lo cual cimentarse. Sin embargo, no existiría ninguna naturaleza neutra, ya que esta siempre es leída e inscrita desde el campo de la cultura. La neutralidad de la biología es constituida por una cultura que se plantea como secundaria. Butler evidencia la importancia política de este gesto, pues la biología se posiciona de esta manera como campo necesario, esencial e indiscutible.

    Butler pone el acento en la procesualidad del género, que denomina performatividad, mostrando cómo, a partir de actos reiterativos puestos en escena, se va generando la idea de un género estable. Es aquí donde se abre la posibilidad de irritar las normatividades genéricas dominantes. Dado que el género depende de la reiteración de una performance, pueden producirse desajustes con respecto a la puesta en escena. Aquí estaría el potencial subversivo de la comprensión del género en términos de su performatividad.

    La categoría de género es fundamental para la inteligibilidad de los cuerpos. Los cuerpos que importan son aquellos que funcionan dentro de un sistema genérico que los reconoce y los clasifica, a diferencia de los que no encajan con los modelos corpóreos dominantes y se vuelven ilegibles dentro del marco de ciertas coordenadas culturales. Butler provocó la resistencia de una serie de académicas, inscritas en términos amplios en aproximaciones feministas que arguyen a favor de repensar el cuerpo como una realidad anterior a sus clasificaciones culturales. Por ejemplo, Susan Bordo insiste en la naturaleza material del cuerpo, así como en su potencial político para el feminismo. En especial la violencia sufrida como experiencia fundamental por la mujer en la cultura occidental, haría necesario no negar la condición material de la corporalidad.

    Por otro lado, se abrió una discusión relacionada al vínculo entre feminismo y psicoanálisis. Acá el punto de fuga de la argumentación está en dimensionar las consecuencias de considerar el género como entidad construida simbólicamente, es decir, en el lenguaje. Si este último, tal como ha sido planteado, es falogocéntrico, la interrogante se dirige a las posibilidades de subvertir un sistema eminentemente patriarcal desde lo simbólico. Desde considerar que lo femenino no tiene cabida dentro de un discurso eminentemente masculinista, hasta el llamado a la necesidad de quebrantar el lenguaje para hacer entrar en él nuevas posibilidades significativas, las posiciones teóricas van dibujando un campo problemático que, a su vez, conlleva consecuencias políticas.

    Finalmente, es necesario no perder de vista las posibilidades del activismo político de ciertas consideraciones teóricas. A Butler se le ha criticado que la mirada que privilegia el género como categoría dejaría de lado otros fenómenos y clasificaciones que producen desigualdad, como lo son la etnia o la clase. Como respuesta, en la última década han surgido estudios interseccionales en un afán de teorización de las subjetividades y alcances del cruce de distintas formas de desigualdad social.

    Partiendo de la premisa de una alianza productiva entre la teoría y la praxis, también autoras como Beatriz Preciado han impulsado nuevas discusiones con relación a la categoría de género. Preciado aboga, en su Manifiesto Contrasexual, a abolir las categorías binarias que han dominado las discusiones en el campo de los estudios de la sexualidad y la corporalidad. A su vez, Donna Haraway, bióloga de formación, también problematiza en su Manifiesto Cyborg las categorías de lo natural y artificial. A partir de una defensa radical del cyborg, mitad máquina mitad humano, atrae la atención al hecho de que todos somos, de una u otra forma, cyborgs, en el sentido de una difuminación constante y creciente entre lo humano y lo maquínico-tecnológico. En lugar de sujetarse a opiniones conservadoras de raigambre humanista, Haraway propone explorar el potencial subversivo de la pérdida del lugar privilegiado de lo humano en la sociedad actual.

    Evidentemente, las discusiones actuales sobre el género no se agotan en el exiguo panorama dibujado más arriba. Aquí solo se trazan ciertas coordenadas de las argumentaciones puestas en juego en el momento de teorizar sobre el género. En Latinoamérica y Chile, la consolidación de los estudios de género ha sido más lenta y tardía. A su vez, la tradición feminista en el subcontinente latinoamericano tiene marcas propias que en parte pueden explicar una cierta reticencia frente a la dedicación a los estudios de género.

    Lavrin, en su ya clásico estudio sobre los feminismos en Argentina, Chile y Uruguay, acuña el término «feminismo de compensación» para señalar la particularidad de los tonos y argumentos empleados por las primera generaciones feministas en América Latina. Comparadas con las sufragettes inglesas, las feministas de estas latitudes insisten en no querer romper con el modelo social vigente y en mantener una serie de características asociadas a lo femenino. La exigencia del derecho a educación es fundamentada a partir de convertirse en esposas y madres más dignas, pero los discursos políticos, periodísticos y literarios defienden una idea tradicional de la mujer, en el sentido del sentimentalismo, la sensibilidad y el cuidado de sí y de los demás, asegurándoles a sus interlocutores masculinos no querer disputarles el poder.

    En su importante texto Ser política en Chile. Las feministas y los partidos, Julieta Kirkwood muestra cómo tras la obtención del voto se perdió el ímpetu político propiamente feminista. Las mujeres son, de alguna forma, absorbidas por los partidos tradicionales, lo que a nivel socio-cultural conlleva una ola reaccionaria y conservadora, volviéndose a imponer ideas más tradicionales acerca del ser mujer y su lugar en la sociedad. Este retroceso en las concepciones genéricas recién se romperá en la época de la dictadura de Augusto Pinochet, cuando se genera tanto a nivel de los movimientos sociales como también en el plano de un discurso teórico-crítico, un nuevo ímpetu para repensar las categorías de lo masculino y lo femenino.

    Lo que ha marcado los estudios de género en Latinoamérica es una asociación facilista al término feminismo, lo que a su vez le ha otorgado un espacio muchas veces incómodo dentro de la academia. En lugar de posibilitar el agenciamiento que el término gender implica desde que se consolida dentro de la teoría en el mundo anglosajón, en América Latina se ha tendido a sospechar y desconfiar de él. A ello se le puede sumar la ambigüedad del término, que en español puede referir al género gramatical, a una clasificación o incluso a un textil. Solo círculos de personas asociadas a la academia o a la política reconocen inmediatamente el término género en tanto categoría teórica.

    Miradas críticas sobre los estudios de género en América Latina los acusan de ser una moda académica norteamericana que tendería a universalizar las relaciones entre los géneros, mientras que se haría necesario insistir en la localidad de las problemáticas asociadas a la diferencia sexual. Una serie de latinoamericanistas instaladas en la academia norteamericana impulsan los estudios de género latinoamericanos, como por ejemplo la argentina Sylvia Molloy. Ella sostiene que «tradicionalmente el género como categoría de análisis no ha gozado de la atención ni del respeto de la crítica latinoamericana […] sigue viéndose como categoría crítica no del todo legítima, hasta abyecta, a menudo postergada cuando no subordinada a categorías consideradas más urgentes» (817). Algo similar plantea Marta Lamas para el escenario mexicano, señalando el interés casi exclusivo de mujeres en el tema del género, lo que produciría una concentración de los estudios de género en enclaves tanto reducidos como especializados y autorreferentes. Parte de los estudios de género también han comenzado a realizar investigaciones en torno a la masculinidad, si bien con impulsos más lentos y menos afianzados que los estudios de género clásicos, que se han concentrado más en la visibilización del género femenino, entendido como el género dominado, acallado y marginado en la cultura patriarcal.

    Los textos reunidos en este primer capítulo –dedicado a las representaciones y producciones simbólicas del género– ofrecen un panorama acerca de las maneras en que la noción de género es vehiculada desde el valor performático que el concepto ejerce al ser utilizado en determinados contextos teóricos y discursivos. Lo masculino y lo femenino, como categorías gramaticales, se inscriben dentro de una diferencia lingüística, por ende simbólica, que ha ocupado un lugar privilegiado en el pensamiento occidental.

    Las formas teóricas contemporáneas, tal como se ha sintetizado más arriba, han deconstruido tanto la relación dicotómica entre lo masculino y lo femenino, como la jerarquía que se impone en la diferencia, mostrando, al mismo tiempo, su persistencia. Desde esta especie de encrucijada teórica, que simultáneamente se ve ante la necesidad de operar en contra de la categoría de género y de reconocer su resistencia frente a su difuminación, los diversos artículos aquí antologados trabajan con una heterogeneidad de materiales y soportes, en pos de problematizar las formas representacionales del género: desde la literatura y la filosofía, hasta la neurociencia y la interseccionalidad.

    Ana Traverso analiza algunas novelas chilenas de una serie de autoras mujeres adscritas a la así llamada generación del ’50

    –asociada a la recepción de la filosofía existencialista francesa– para preguntarse acerca de las maneras en que el ser mujer y lo femenino son allí simbolizados. El artículo repara en la reiteración de la figura del suicidio, que Traverso propone leer como una acusación a un cuerpo social que no ha abandonado imágenes conservadoras de la mujer, reduciendo su campo de acción al espacio doméstico. Los suicidios de varias protagonistas en las novelas de María Elena Gertner, María Luisa Bombal, Elisa Serrano, etc., muchas de ellas narradas en primera persona, serían, de acuerdo a la tesis del texto, una forma de femicidio, que obligaría al contexto a reparar en una violencia de género persistente, aun después de la obtención del voto femenino en 1949, y de una concomitante (supuesta) apertura a la igualdad de género.

    Desde una revisión de representaciones que en los últimos años se han hecho en el ámbito de la neurociencia, el artículo de Anelis Kaiser devela los supuestos acerca del género que abundan en estos estudios, que al mismo tiempo se pretenden científicos y así instalados en un terreno de neutralidad ideológica. Kaiser demuestra, en cambio, que las categorías de lo femenino y lo masculino siempre ya preexisten como elementos taxonómicos a los experimentos que luego los verifican –y no solo describen algo supuestamente anterior– colmándolos con determinados contenidos. La pregunta inicial de Kaiser se dirige a interrogar desde dónde se articula el argumento de un «cerebro femenino» como distinto a uno masculino, premisa que luego se reitera en la pseudociencia y la opinión común. Desde un cruce de la neurociencia y los estudios de género, Kaiser realiza un examen crítico de los implícitos que subyacen a los conocimientos que se van instalando desde el campo neurocientífico.

    Por su parte, Cristóbal Durán plantea que la pregunta por el feminismo necesariamente implica una interrogante política, no en un sentido heteronormativo y androcéntrico, sino desde la instalación de la diferencia. El artículo analiza una serie de teorías contemporáneas, desde Monique Wittig –que parte de una necesaria alianza de lo político con el sistema patriarcal y así de un cierto camino sin salida de las propuestas feministas– pasando por las conceptualizaciones de Luce Irigaray –que piensa lo femenino desde el devenir y una cierta difusión de lo sexual en la mujer– para luego detenerse en Deleuze y Guattari, donde el devenir podría pensarse desde una extralimitación de lo femenino, no siendo un movimiento privativo de la mujer. Como cifra, entonces, de un pensamiento de la diferencia, nunca recuperable por un pensar tendiente a la univocidad, el devenir mujer se posibilita como una noción política de la diferencia.

    Finalmente, Lucy Ketterer, Augusto Obando y Benjamín Sánchez ponen a prueba la categoría de la interseccionalidad en un estudio enfocado a ver cómo la pobreza multidimensional y la violencia doméstica afectan a las mujeres mapuche en la zona de La Araucanía, en el sur de Chile. El artículo ofrece un panorama sobre el alcance de las perspectivas interseccionales, para después evidenciar su pertinencia al momento de hacerse cargo de escenarios complejos, donde diversas categorías de diferenciación identitaria –el ser mujer, el ser mapuche– se conjugan en un estudio que toma en cuenta distintas variables, como la educación, el trabajo, la salud y la vivienda. El enfoque interseccional enriquece la mirada sobre la pobreza, si se afina el foco en cuanto a determinadas dimensiones de género y de etnia.

    Referencias

    Butler, Judith (2001). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. México, D.F.: Paidós.

    . (2002). Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del sexo. Buenos Aires: Paidós.

    Bordo, Susan (1993). Unbearable Weight: Feminism, Western Culture, and the Body. Berkeley: University of California.

    Kirkwood, Julieta (1986). Ser política en Chile. Las feministas y los partidos. Santiago de Chile: Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).

    Lamas, Marta (1992). Cuerpo, diferencia sexual y género. México: Taurus.

    . (2006). Feminismo, transmisiones y retransmisiones. México: Taurus.

    Lavrin, Asunción (2005). Mujeres, feminismo y cambio social en Argentina, Chile y Uruguay 1890-1940. Santiago de Chile: Dirección de Bibliotecas, Archivo y Museo.

    Molloy, Sylvia (2000). «La cuestión del género: propuestas olvidadas y desafíos críticos». Revista Iberoamericana. Vol. LXVI, Núm. 193 (octubre-diciembre): 815-819.

    Suicidios de medio siglo: la única solución

    ¹

    Ana Traverso

    La década de los ’50, en relación al movimiento feminista, ha sido caracterizada como un periodo de inflexión tras la tan ansiada obtención de la ciudadanía política y, con ello, la inclusión de las mujeres en los espacios de representación. Las demandas aparecían finalmente satisfechas y el objetivo «mujer» desaparecía del foco político para reemplazarse por cuestiones universales como la lucha de clases y la libertad de los pueblos. Pero así como se debilita la política feminista, la literatura acoge con fuerza inusitada el tema de la mujer.

    No es exagerado afirmar entonces que en casi todos los relatos del periodo, el problema central será la difícil incorporación de la mujer que busca su emancipación, desde la independencia económica a la libertad sexual, en una sociedad que aún no se encuentra preparada para aceptar estas transformaciones. Las acciones de las protagonistas se enfrentarían contra los modelos y representaciones tradicionales asignados a las mujeres y que vuelven cualquier gesto emancipatorio en un caso de perversión, desviación o enfermedad, recordando sintomáticamente los clásicos ejemplos de las «malas» de la historia.

    Con mayor o menor grado de humor e ironía, estas escrituras apelan a la empatía del lector, a transformar el ojo con que se ha mirado a la mujer, buscando desmontar los estereotipos y desvelar un sujeto al desnudo, en una atrevida y expuesta intimidad.

    Si las primeras escritoras del siglo confiaron en la capacidad de denuncia de la literatura para posicionar la agenda feminista de la primera ola (como la necesidad de legislar sobre el voto, el divorcio, el aborto, la educación, el trabajo, etc.), la narrativa criollista de los ’30 y ’40 abandona el discurso programático, para ir ensayando una mirada de disconformidad con la sociedad y que deviene en el paulatino aislamiento y encierro de la mujer respecto del entramado social.

    Al mismo tiempo que las intelectuales van haciéndose un lugar en el espacio público –como editoras, columnistas, miembros de jurado y directoras de organizaciones culturales–, sus novelas tienden a situar a la mujer cada vez más alejada de los espacios de representación, en una situación de cautiverio e inmovilidad donde aparece impensable imaginar alguna alternativa que rompa con la circularidad del confinamiento y la sumisión que no sea radicalmente violenta.

    En la disyuntiva de mantener el statu quo y acatar las reglas y conductas asignadas a la mujer, las protagonistas se movilizan hacia la única elección posible a la vista: el suicidio. De este modo, la novela de los ’50 renuncia a explicar los padecimientos de las mujeres como un problema netamente económico y/o jurídico, para en su lugar advertir sobre otra arista de la discriminación de género, ligada a la reproducción de los imaginarios culturales en torno a la división sexo/género.

    Novelas como La última niebla (1934) de María Luisa Bombal, La mujer de sal (1967) de María Elena Gertner, El Peldaño (1974) de María Flora Yáñez, Juana y la cibernética (1963) y María y el mar (1953) de María Elena Aldunate, Una (1964) de Elisa Serrana, entre otros, describen aniquilaciones individuales, pero cuya recurrencia denuncia un problema social, que convierte estos casos en una suerte de femicidios. Asimismo, me interesa analizar también la segunda publicación de la uruguaya Armonía Somers, titulada La mujer desnuda (1950), que tiene la particularidad del doble suicidio de la protagonista, así como su aguda e irónica percepción de la sociedad de los cincuenta.

    Quisiera proponer entonces, a partir del análisis de estas novelas, el suicidio de estas mujeres como la opción más extrema de liberación, única vía imaginada capaz de romper con la cadena de opresión. Para ello son necesarias ciertas condiciones de emancipación y conciencia a las que las protagonistas llegan tras haber analizado la particularidad de sus vidas, contando con un «cuarto propio» que les confiere independencia y tiempo para la reflexión. La negación del absurdo de la existencia, así como los maltratos de los que son víctimas, las sitúa como sujetos libres para elegir el destino de sus vidas. Por último, me interesa resaltar el problema social y ético que aquí se denuncia, y su pregunta por la posibilidad de una transformación social.

    No habiendo confianza en un cambio a partir del movimiento social feminista y la obtención de derechos legales, las novelistas indagan en los dramas particulares, olvidándose de las cifras y de los colectivos, para hacer una apuesta por la literatura y su capacidad de acercarse a las vivencias reales de los seres humanos. La exposición reiterada de suicidios de mujeres vuelve la atención, sin embargo, sobre el problema social de violencia de género, que apunta a comprender estos finales como denuncia ante el maltrato; como la única posibilidad de elegir un destino; o como el sacrificio necesario para producir la tan ansiada transformación.

    El encierro en el cuarto propio

    Tal como proponen Darcie Doll y Raquel Olea, son relativamente recientes los esfuerzos por leer la producción de las escritoras chilenas desde una perspectiva histórica que apunte a comprender los elementos comunes que las identifican como grupo generacional. Mientras Doll repara en las distintas etapas que van conformando su progresiva profesionalización, desde las precursoras de 1900 hasta las ya formadas creadoras de mediados de siglo, Olea busca entramar la historia común de las mujeres de la llamada generación del ’50 apelando a las marcas de un indudable feminismo existencial, seguidor de los postulados de Sartre y de Beauvoir. Quisiera sumarme al intento por indagar en las trazas de una escritura que enlaza a las autoras como un grupo de profesionales conscientes de su oficio, sin adscribirlas necesariamente al rótulo de feministas, y que plantean en sus novelas la difícil incorporación de las mujeres en el campo cultural y en el orden social.

    Tanto Raquel Olea como Andrea Kottow (2013) han reparado en las relaciones de esta novelística con el repliegue político de mediados de siglo que Julieta Kirkwood propuso como «silencio feminista». A su juicio, tras la obtención del derecho a voto, las mujeres se habrían sumado a las militancias partidistas y, por ende, a los proyectos de «liberación global», renunciando a las demandas específicas de su sector por la universal lucha de clases. Así, incluso las mujeres «más conscientes política y socialmente» no se percibirán como sujetos de reivindicación propia, sino como ciudadanas. Muy pocas, dice, «harán de la mujer el objeto de su inquietud o preocupación política e intelectual» (182), alimentando «la sensación de que no existía tal problema femenino» (183). Con ello quedan relegadas de los «espacios de representación como sujeto social, sin organizaciones, con escasos derechos laborales y de salud, sin derechos culturales ni comunicacionales, sin lugares de enunciación para elaborar discursos y demandas […] al arbitrio del orden tradicional de género» (Olea, 110).

    Este «silencio» es decidor en la visible disminución de una literatura abiertamente instalada en la tarima feminista –como la había sido la de la primera camada de escritoras como Inés Echeverría (Iris), Elvira Santa Cruz Ossa (Roxane), Delia Rojas (Delie Rouge), Amanda Labarca, Marta Vergara, entre otras– e inversamente proporcional a la cantidad de novelas que comienzan a publicarse desde el incómodo lugar del espacio íntimo. Así como desaparece la literatura entendida en tanto arma fundamental para la movilización feminista (Kottow, 2013), aumentan las novelas que sitúan críticamente a un personaje mujer en el centro del cuestionamiento social, donde lo «femenino» y el «objeto mujer» son el tema del debate. La novela, de este modo, viene a llenar ese silencio con una crítica que –tal como señalan las académicas que ya he citado– es necesario releer como un grito que clama ser escuchado y descifrado, y cuya «política textual […] podría resumirse en el anuncio de una sujeto que surge del silencio para autoconstituirse con voz y autonomía» (Olea, 105).

    Así como las autoras no se reconocieron a partir de la militancia del feminismo², ni de la asociación profesional con sus pares

    escritoras³, la ausencia de un proyecto político compartido –propio además del escepticismo de postguerra común al resto de sus compañeros de generación– se devela en la configuración de mundos narrativos cuyos sujetos se presentan desvinculados de lo público y lo social. Tampoco –o muy escasamente, como veremos– logran construir imaginariamente un colectivo que denuncie su subordinación.

    Por otra parte, el profundo impacto del pensamiento de Dostoievski, Sartre, de Beauvoir, Camus y Woolf en las/os escritoras/es del ’50 acusa –como ya lo han destacado varios estudiosos para referirse a esta generación (Promis, Goic, Godoy, Olea, etc.), así como los propios autores– una lúcida conciencia existencialista, manifiesta en la pregunta por la libertad, la posibilidad (o condena) de elegir el propio destino y la revelación del absurdo de la existencia. Los postulados de Sartre y de Beauvoir, tendientes a negar una esencia previa a la existencia y por ende a un sujeto «mujer» anterior a su construcción social y vivencial, son puestos en discusión en las novelas de la generación y de estas mujeres en particular, para preguntarse por la posibilidad efectiva de escoger un camino personal en una sociedad que impone a la mujer coordenadas de conducta. La idea de la «condena a la libertad sin excusas» o la paradoja sartriana de que

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