Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011
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Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 - Maori Perez
Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011
© ebooks Patagonia, octubre 2011
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
Rafael Cañas 16, Of. D, Providencia
Santiago de Chile
RPI Nº 207.433
ISBN: 978-956-8992-40-8
Edición a cargo de Carla Morales Ebner
Arte de portada: Juan Pablo Cambariere
Diagramación: Alexei Alikin
Queda prohibida toda reproducción total o parcial de esta obra a excepción de citas y notas para trabajos y estudios de divulgación científica y cultural, mencionando la procedencia de las mismas.
Nota a la edición
Bueno, qué es lo que tenemos aquí: antes que nada un afán y un esfuerzo editorial por internarse en los bosques narrativos de los escritores menores de treinta años que se han destacado por su escritura en el último tiempo en la escena literaria nacional. Unos con publicaciones a su haber y destacados premios, otros aún en el trabajo silencioso de la escritura y el ejercicio en distintos talleres literarios. A sabiendas de que no es una selección que pretenda ser exhaustiva, creo que Voces -30. Nueva narrativa chilena 2011 es representativa del movimiento literario que se fragua en las calles capitalinas.
No deja de sorprender la cantidad no solo de escritores jóvenes publicados, sino también el gran número de editoriales independientes o micro editoriales asumiendo la apuesta por nuevos autores y formas de lenguaje, discursivas y cosmogónicas. Sumemos a esto el incesante movimiento a través de las redes virtuales, blogs, revistas literarias on line y una comunidad tecnológica que se adhiere a este espacio irrestricto de libertad de forma y contenido que se traduce en nuevas voces despojadas de protocolos y líneas editoriales tradicionalistas y que finalmente sacan una voz propia y desprejuiciada, una manera personal de ver el mundo.
ebooksPatagonia se suma a este andamiaje literario con Voces -30 intentando ser un botón de muestra de la actividad de lo que podríamos denominar una nueva narrativa chilena para los lectores que deseen auscultarla. Y aunque siempre es complicado e incómodo hablar de generación, siendo este mismo un concepto que muchos escritores rechazan, como resultado de un trabajo de antologación es inevitable percibir ciertos rasgos estéticos y culturales que caracterizan a esta nueva camada.
¿Y qué une a los antologados de Voces -30 aparte de ser hijos de la dictadura y la democracia al mismo tiempo, de los ochenta y los noventa, de la incomunicación en la era de las comunicaciones, del grunge y de la música de garage, del terremoto del 85 y del 27F, de la aparente postura apolítica
y de la falta, hasta ahora, de líderes políticos de peso, de la prensa inescrupulosa y del cine comercial?
Ofreciendo posibles interpretaciones o lecturas, las páginas de esta antología dejan sobre la mesa una inmensa soledad, frustración sexual o las cicatrices de una sexualidad herida, inseguridad e incapacidad amatoria o la revelación de un amor siempre inalcanzable que cruza esta literatura bajo un concepto mayor y contradictorio: la incomunicación.
Sin embargo, estos dieciocho autores, profusos y con proyección literaria, han hecho eco de un lenguaje acorde a su tiempo y a sus nostalgias, a su pasado, que sigue siendo presente, ya que aún está en sus venas el amor adolescente, la dinámica escolar y, más aún, una imaginación pueril que deja de soslayo la incapacidad de enfrentarse a la ciudad-realidad fragmentada o fragmentaria que les han dejado.
Tampoco están exentas estas páginas, en algún nivel inconsciente, larvario quizá conceptualmente, de las limitaciones del lenguaje tan exploradas angustiosamente por la poesía de Enrique Lihn, Gonzalo Millán u Óscar Hahn, en el sentido de una palabra de la cual se desconfía y que no alcanza, que se autodestruye y que manipula, en contraposición a la idea —más afín incluso— de La revolución electrónica de William Burroughs, donde el virus (la violencia del lenguaje) contenido en la palabra (atómo) actúa, en este caso, como un autosabotaje que es también, a su vez, sabotaje a la realidad. Hay aquí un lenguaje que se contrae y se libera al mismo tiempo en un tono nuevo y de calma aparente por decir todo y nada en una metáfora (de realidad) exigua, precaria, derruida y, por qué no, inexistente, inalcanzable.
La desconfianza en el lenguaje se yergue en una prosa contenida, directa, en contraposición a una exuberante y sobrepoblada de figuras literarias, retóricas que solo tienden a manipular el deseo primigenio de lo que se quiere decir o expresar y que lo vuelve, finalmente, artificioso. Es en esta parvedad del lenguaje, en este acto conciso, que la escritura contiene una violencia no siempre política sino inherente a mundos particulares.
Predomina aquí un lenguaje lacónico, cotidiano, concreto, si se quiere, de una generación que se ha hecho paso entre una desidia heredada y reinante, y cuya falta de opinión con la que ha sido catapultada, hoy saca la voz desde la historia mínima, sórdida, desde la nostalgia, desde la inseguridad, desde el desamor, la individualidad, la subjetividad.¹ Y, aparentemente, desde la indiferencia a las problemáticas sociales, en un intento por aclarar las grandes verdades, no solo como los grandes temas de la literatura, sino esas que nos duelen solapadamente como país.
Cuando hablo de un movimiento que se instala en las calles capitalinas
es porque junto con ser un rasgo distintivo en la escritura de los autores que aquí presentamos, en el entendido que —salvo un par de textos salen del ambiente cosmopolita para visitar literariamente la región, como una forma de abordar lo periférico y lo marginal— asimismo es coherente con un fenómeno político, social y cultural que como país ha sido lamentablemente infranqueable y que se vuelve a confirmar en esta antología. Me refiero a que, independientemente de que varios autores sean oriundos de regiones, su lugar de escritura, casas editoriales y talleres literarios están en Santiago, lo que, nuevamente, nos demuestra centralismo, poca actividad y estímulo cultural e intelectual en las regiones de Chile. No es nada nuevo, pero hay que repetirlo hasta el cansancio porque de todos quienes nos encontramos en el mundo editorial, cultural e intelectual, es deber hacernos cargo de traspasar esa frontera, a estas alturas, de imposición imaginaria.
No sabemos qué pasará ni hasta dónde llegarán a quienes aquí antologamos. Por nuestra parte cumplimos con buscar y seleccionar a estos dieciocho escritores, de los cuales varios ya han movido el panorama el último tiempo. La crítica se encargará de analizar profundamente sus distintos caminos estéticos y discursivos, de contradecirlos o enaltecerlos, ignorarlos o no. Nada más nos queda invitarlos a leer el primer catastro de narradores nacidos en los ochenta, cada cual desde su propio prisma.
Carla Morales Ebner
1. Es interesante la analogía con la evolución que ha tenido el cine chileno de la última década. Estoy pensando en Matías Bize (Sábado, La vida de los peces) o en Pablo Larraín (Tony Manero), por poner un par de ejemplos, quienes desde pequeños mundos individuales hacen metáfora de la incapacidad amatoria y falta de comunicación, en el caso del primero, y la de una sociedad corrompida, en el segundo.
Daniela Acosta
(Santiago, 1982)
Licenciada en Comunicación Social y periodista de la Universidad de Chile. Participó durante el 2008 en el taller de creación literaria para talentos jóvenes, dirigido por Alejandra Costamagna. Durante el 2009 formó parte del taller de poesía de Germán Carrasco en Balmaceda 1215. En 2010 publicó en versión digital el poemario La otra velocidad (La Calle Passy 061).
Resbalín
Anoche salimos a pasear. Más bien era la madrugada de hoy. Ustedes habían preparado una pequeña fiesta para celebrarme por lo de las notas en el examen de grado. Los tres sietes, no dejaba de repetir, con una sonrisa por detrás de los ojos, como si fuera un eslogan para mi autoestima, una especie de mantra que me divertía y me hacía unas cosquillas extrañas, como si fueran un hilo que tirara suavemente por dentro de mis brazos, mejillas y cejas.
Nos reímos mucho, con las mandíbulas adoloridas, cada cierto rato parábamos para mirarnos y seguir riendo. Hablé como una radio eterna. A veces me pasa eso, pero ya lo sabes. Sobre todo cuando estoy hiperventilada por el nerviosismo, la timidez o alguna situación agradable que me deja en un estado de borrachera psicológica. Tú también me contaste historias. Como antes, cuando pasábamos tardes eternas hablando y hablando de cosas sin importancia y también de las cruciales, contándonos historias de humillación, sobre todo, con una risa inocente como un manto dulce sobre los dolores que nos hacía perder el miedo. Como cuando recorríamos calles cantado Salvatore Adamo, tú en francés y yo en la traducción conocida. Cuando me explicabas cómo la versión en español era tan conservadora y no hacía caso de los juegos de doble sentido que había en el idioma original. Como cuando tratábamos de reproducir a los gemelos y jugábamos a endurecer el espíritu y el cuerpo a punta de insultos y golpes, hasta que ya no dolieran, hasta que ya no tuvieran sentido ni un eco en nuestros corazones. Como cuando hablábamos en argentino y mi personalidad cambiaba, y se ponía fuerte, canchera, sacando carcajadas por la desfachatez.
Luego el resto de los amigos se fue o se durmió y terminamos el juego de póquer, haciendo nuestra mejor representación del pimponeo de dimes y diretes entre la gloriosa ganadora que no para de reírse y el mal perdedor con ojos de ayer echando chispas que siempre hacemos cuando jugamos a lo que sea. Ahí se te ocurrió que fuéramos a dar una vuelta. Eso me gusta de ti. No es que seas una de esas personas histéricas que hacen lo que sea para tratar de transmitir la idea de la locura o la malentendida pasión por la vida. En ningún caso. Simplemente crees que es más entretenido salir a dar una vuelta, fumar un cigarrillo, caminar un rato, a quedarse en casa tirados en un sillón. Yo soy más bien de otro tipo de persona y quisiera tanto ser más como tú.
Eran pasadas las cuatro y media. Bajamos las escaleras corriendo y con frío, pues había llovido toda la última semana. Caminando por la estrecha calle, donde casi no había gente, me mostraste una casa en ruinas, lo que podía haber sido y lo que podía significar. Por cosas como esas, indecibles, lindas y sin mucha importancia, te había querido un día.
Seguimos andando por las calles vacías en dirección al parque. Como gotas de una lluvia suave empezó a aparecer la gente que venía desde los diferentes lugares de Bellavista. La tierra estaba húmeda y nosotros caminábamos cual turistas de esta otra ciudad. Supongo que para mí sí era un poco otra ciudad. Colores extraños cuando al sol le falta poco para volver a aparecer, humedad fría iluminada por faroles tibios apenas, estatuas con hojas y barro pegados. Todo sumergido en una especie de nitidez densa, palideciendo nuestras caras, haciendo más negros nuestros cabellos.
Pero fue mucho antes de llegar a tu casa cuando sentimos que la noche estaba rara. Como cuando el aire parece más tibio que de costumbre. Pero acá no hay tormentas, así que no se explica el baile de los altos árboles ni las caras extrañas de la gente que no conoces. Caminábamos por el centro de la ciudad en dirección poniente. Una amiga nos contó sobre lo de la mujer desnuda que fue sacada de un auto vestida con calcetines, tirada como bulto en la Alameda y que luego un taxi recogió para desaparecer raudo hacia el oriente de la ciudad, hacia donde todo parece más turbio y más paranoico. También más limpio y quizá por eso mismo más plástico. El taxi siguió su rumbo misterioso y los pocos chulos que a las cuatro de madrugada seguían capeando el frío a punta de roncolas afuera de la salsoteca no dijeron nada. Tampoco ella articuló palabra.
Fuimos hacia la fuente de Rubén Darío. Nos reímos de un chiste grosero que dijiste sobre el desnudo y el nicaragüense, que ahora no recuerdo bien. Discutimos respecto a la fecha de realización de aquella escultura, pero nadie sabía a ciencia cierta y más bien argumentábamos solo por escuchar la voz del otro. Aún no había nadie realmente cerca. Inventaste una apuesta sobre meternos a una pileta. A pesar de que tenía mucho frío, te gané como cuando eras chico. Fue más fácil de lo normal. Y claro, tienes apenas un par de zapatos.
Respirando hondo el aire húmedo y el vaho proveniente del suelo seguimos andando. Te digo que vayamos a columpiarnos. Para mi sorpresa, asientes. Es que desde niña me ha fascinado subirme a esos juegos. Antes pasamos por el resto de estructuras a punto de podrirse y trepamos por algunas. Son para niños y se encuentran en mal estado, con barro las que son plásticas.
Te subes a algunas. Mis brazos y yo declinamos de otras.
Arriba de los columpios. A cada chirrido de tu movimiento se me aprieta el estómago. Más gente camina cerca de nosotros. Parejas de chicos románticos tambaleándose unidas entre las sombras. Otros hacen carreras alegres, montados unos sobre otros. Borrachos felices que llegan como olas desde Bellavista. Los niños corren llevando a chicas que no son particularmente delgadas. Buen estado físico, te comento, porque no ves, estás de espaldas. De a poco ya comienza a sentirse el sonido de las voces, nos llegan distorsionadas las carcajadas, los gritos de ánimo.
Nos cansamos luego de un rato y dejamos el vuelo. Vas hacia un resbalín. Te tiras de pie. Te miro, volteo porque algunas personas me parecen sospechosas y te vuelvo a mirar. En ese momento apareces volando sobre el pueril juego. El vuelo o el recuerdo me viene en cámara lenta. Es como si te hubieras tirado un guatazo en el lugar equivocado, me burlo más tarde, después de que he ido preocupada al lugar donde estás tirado de bruces. Pero nada, casi. Has caído de la forma más decorosa posible.
Retomamos el camino, cruzamos una calle, me cuentas de otras caídas y recordamos la arcilla incrustada en las palmas y rodillas de la infancia. Tu pantalón está manchado con barro y sangre.
En el suelo hay latas de cerveza. Recuerdo la primera vez que tomé una Coca-Cola de una lata. Era verano y tenía cinco años. A propósito de la pobreza, te cuento de los patines de fierro extensibles que recibí una navidad. De lo esmerados que estaban en ser lindos, siendo tan poca cosa. Mi abuela los había pintado del rojo de mis uñas, un color precioso, y eso había hecho que no pudiera decir nada, ni siquiera una queja, y tratara de actuar lo mejor posible el entusiasmo por el regalo de esa mujer gorda y tibia que hacía lo imposible para verme contenta, para darme lo que ella habría querido para sí.
Me esforcé tanto como caídas sufrí. Después de muchos intentos y dolores, al fin pasó el verano y todo se guardó en cajas. Así pasaba todos los años: apenas comenzaban a caer las hojas de los árboles y el viento se ponía un poco más frío, los colores vivos y los sonidos alegres iban desapareciendo, haciéndose cada vez más borrosos hasta desaparecer de nuestro transitar cotidiano. Los cuerpos se cubrían y también se guardaban, algo tristes, algo melancólicos, en el entretecho de la casa.
El Mapocho huele mal. Me cuentas sobre París y los ríos navegables. Igual que Piñera, acoto con una mueca irónica. Miro el río. Hacemos bromas respecto a lo sucio del agua. Dices que si estuviéramos en París al lado de un río solo te quedaría besarme. Miro fijo el agua. No sé qué pensar. Por una milésima de segundo quisiera que trataras de acercarte a mi boca. Supongo. Estamos ya grandes y todo lo que te quise.
Para salir del paso, hago un chiste. Hacer como si nada me parece mejor. Estoy mucho más sobria que tú y quizá lo dijiste como cuando hablamos de cualquier cosa. Seguimos caminando como si no importara.
Tu rodilla acusa la caída, su fuerza. Nos dirigimos hacia un banco cruzando el puente. No hago ni un movimiento que me delate. Un rasmillón rojo de sangre guardado entre dos personas en un banco de la ciudad, en medio de una madrugada de agosto.
Todavía está oscuro, aunque son cerca de las siete. El invierno, el cambio de hora, la lluvia débil pero persistente. En este parque no hay perros o no se los ve. Deben estar escondidos entre los arbustos, cobijándose como puedan. Tengo las puntas de los dedos helados, las uñas moradas de frío. Por dentro todavía nos mantenemos calientes por el vino de antes. Enciendo un cigarrillo. Tan temprano y fumando, me diría alguien.
Estoy un poco asustada, no sé si serán los edificios todos húmedos y oscuros, las luces mentirosas que se acercan o la hora perdida en que nos encontramos. Durante todo el camino he tenido una sensación de extrañeza, como cuando te das cuenta que estás soñando y las cosas no están donde debieran y las