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Alfonso Reyes: Caballero de la voz errante
Alfonso Reyes: Caballero de la voz errante
Alfonso Reyes: Caballero de la voz errante
Libro electrónico1083 páginas12 horas

Alfonso Reyes: Caballero de la voz errante

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Alfonso Reyes: Caballero de la voz errante recoge en esta nueva edición, publicada por El Colegio de México y La Universidad Autónoma de Nuevo León, buena parte de lo que el autor ha escrito sobre el regiomontano a lo largo de los años, de modo que puede leerse tangencialmente como un calendario de sus edades.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 jul 2019
Alfonso Reyes: Caballero de la voz errante

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    Vista previa del libro

    Alfonso Reyes - Adolfo Castañón

    Rogelio G. Garza Rivera

    Rector

    Carmen del Rosario de la Fuente García

    Secretaria General

    Celso José Garza Acuña

    Secretario de Extensión y cultura

    Antonio Ramos Revillas

    Director de Editorial Universitaria

    Casa Universitaria del Libro

    Padre Mier 909 pte., esquina con Vallarta,

    Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64000.

    Teléfono: (5281) 8329 4111; e-mail: editorial.uanl@uanl.mx

    Primera edición, 2016

    Primera edición electrónica, 2016

    DR © El Colegio de México, A. C.

    Camino al Ajusco 20, Pedregal de Santa Teresa

    10740 Ciudad de México

    www.colmex.mx

    DR © Universidad Autónoma de Nuevo León

    Pedro de Alba s/n, Ciudad Universitaria

    San Nicolás de la Garza, Nuevo León

    ISBN: 978-607-462-935-4 (El Colegio de México)

    ISBN: 978-607-27-0596-8 (Universidad Autónoma de Nuevo León)

    ISBN COLMEX (versión electrónica): 978-607-628-099-7

    ISBN UANL (versión electrónica): 978-607-27-0681-1

    Libro electrónico realizado por Pixelee

    A la memoria

    de Ernesto Mejía Sánchez

    (1923-1985)

    El peligro que enfrenta el que está solo

    es el de perder la soledad al ganar la cumbre

    y verse así asociado con aquellos infames

    que ensalzan al poderoso en provecho propio.

    MAQUIAVELO

    Noble peregrino de los peregrinos

    que santificaste todos los caminos…

    RUBÉN DARÍO

    ÍNDICE

    PORTADA

    PORTADILLAS Y PÁGINA LEGAL

    DEDICATORIA

    CITA

    ADVERTENCIA EDITORIAL

    PÓRTICO

    Erasmo mexicano

    Los escribas del déspota

    PRIMERA PARTE

    De la vida

    RAÍCES

    Antes de nacer

    Bernardo Reyes y el libro de honor mexicano

    Relectura de la Oración del 9 de febrero

    Anexo documental: Shakespeare en la política hispanoamericana, por Rubén Darío

    EL NIÑO QUE FUE REYES

    ALFONSO REYES: VIDA EN CLARO

    I

    II

    ALFONSO REYES: DESDE LA TRINCHERA VANGUARDISTA DE 1914 HASTA LOS JARDINES ERRANTES DE 1927

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    VUELTA A FRANCIA

    Paulette Patout: Alfonso Reyes y Francia

    Paseo por un índice

    Alfonso Reyes entre Maurras y Étiemble

    Anexo documental: carta a Ramón Doll de Alfonso Reyes

    Anexo documental: Patriciats américains: le noyau et la périphérie, por Charles Maurras

    Franca prosapia

    Proust y Reyes

    Ramon Fernandez y Marcel Proust

    Recapitulando

    EN ARGENTINA Y BRASIL

    Alfonso Reyes: entre París, México y Buenos Aires Diario 1927-1930

    Salió mejor la cosa. Prólogo al Diario de Alfonso Reyes 1927-1930

    La misión de un cuerpo diplomático llamado Alfonso Reyes

    Ni Simbad ni Ulises: Alfonso Reyes en Argentina

    Borges y Reyes: letras paralelas

    Reyes en Libra

    Reyes-Daireaux

    La estrategia del gaucho Reyes

    VUELTA A BRASIL EN REYES

    Envío

    DE LA FIRMA A LA MARCA: MONTERREY. CORREO LITERARIO DE ALFONSO REYES

    Una carta de Mariano Arista

    Presentación: Monterrey

    Monterrey. Índice general de textos, ilustraciones y colaboraciones de terceros

    SEGUNDA PARTE

    De la obra

    COORDENADAS

    Algunas notas para situar la idea de México en Alfonso Reyes

    Para una lectura de Visión de Anáhuac

    Visión de Anáhuac y la cultura del viaje

    Envío

    LA CENA

    PÁGINA PRELIMINAR PARA PASADO INMEDIATO

    ALFONSO REYES Y LA POESÍA

    Poesía y etnobotánica: Yerbas del Tarahumara y otros papeles de Alfonso Reyes y Valery Larbaud

    ALFONSO RANGEL GUERRA EN LA ACADEMIA

    I

    II

    CARTA DE ALFONSO REYES A JOSÉ MARÍA CHACÓN Y CALVO (AL CONCLUIR IFIGENIA CRUEL )

    NOTA COMPLEMENTARIA PARA IFIGENIA CRUEL

    REYES Y EL DUENDE FUGITIVO

    Envío

    ALFONSO REYES HISPANISTA

    Con especial referencia a la lectura de Cervantes y de El Quijote

    El Quijote y Cervantes a través de Alfonso Reyes

    LA VOCECILLA Y EL PAISAJE: ALFONSO REYES

    EL LUGAR DE REYES EN LA LITERATURA MEXICANA

    El lugar de Alfonso Reyes en la cultura mexicana

    ALFONSO REYES Y LOS TERRITORIOS DEL ARTE

    TRAZOS PARA UNA BIBLIOGRAFÍA COMENTADA DE ALFONSO REYES. CON ESPECIAL ATENCIÓN A SU POSTERGADA ANTOLOGÍA MEXICANA: EN BUSCA DEL ALMA NACIONAL

    LA CASA DE LAS OBRAS O LA VUELTA A ALFONSO REYES EN UN DISCO COMPACTO

    I

    II

    III

    ALGUNOS EPISTOLARIOS DE ALFONSO REYES

    Prólogo a Cartas mexicanas

    Introducción a la correspondencia entre Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña 1914-1944

    Breves notas para la historia de una amistad

    Correspondencia de Alfonso Reyes con Enrique González Martínez

    Cartas de Mariano Picón-Salas y Alfonso Reyes

    Correspondencia de Alfonso Reyes con Octavio Paz

    El indio que llevo dentro no me deja hacer filosofía. Epistolario sostenido por Alfonso Reyes y María Zambrano (1939-1959)

    Correspondencia de Alfonso Reyes con Luis Cernuda

    Alfonso Reyes: epistolarios con Gustavo Baz y Jesús Silva Herzog

    La vuelta a Italia en 91 cartas y 12 anexos: Alfonso Reyes y sus corresponsales italianos (1918-1959)

    BREVE VISITA A LOS MUNDOS NARRADOS

    I

    II

    REYES O LOS DEMONIOS DEL MEDIODÍA

    EN SU FIN, SU PRINCIPIO

    Breve recorrido por el tomo XXV de las Obras completas de Alfonso Reyes

    PRÓLOGO A NUESTRA LENGUA Y OTROS CUATRO PAPELES

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    MARCELA DEL RÍO REYES, EL TEATRO DE ALFONSO REYES: PRESENCIA Y ACTUALIDAD

    TERCERA PARTE

    Varia alfonsina

    APOSTILLAS

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    LEY DE REYES

    TORNIQUETE

    I

    II

    REYES / ACEVEDO: ALREDEDOR DEL OTRO MUNDO

    UN LIBRO TRUFADO: MANDEVILLE / FERRATER / REYES

    DICCIONARIO DE ALFONSO REYES

    LA ESPIGA Y EL TAMBOR

    ALFONSO REYES: LA CRÍTICA COMO ACTITUD VITAL

    DEL DISCURSO GUSTOSO AL DISCURSO DEL GUSTO

    SALUDO AL MUSEO DEL CHOPO SEGUIDO POR UN POEMA DE ALFONSO REYES

    I

    II

    III

    EN TIEMPOS DE LA TROMBINA

    ¿Y SI FUERA CIERTO QUE ALFONSO REYES ESCRIBIÓ SOBRE PARACELSO?

    CORRESPONDENCIA ENTRE SEBASTIÁN PINEDA Y ADOLFO CASTAÑÓN

    EL REYES DE ALBERTO

    I

    II

    GUÍA PARA NAVEGAR EN LAS ANTOLOGÍAS DE ALFONSO REYES

    EL SUEÑO DE HOMERO EN CUERNAVACA

    I

    II

    III

    EL PREMIO ALFONSO REYES

    DISCURSO DE GEORGE STEINER EN LA ENTREGA DEL PREMIO ALFONSO REYES 2007

    RESPUESTA AL DISCURSO DE INGRESO DE JAVIER GARCIADIEGO A LA ACADEMIA MEXICANA DE LA LENGUA

    JORDI BATALLÉ: ENTREVISTA A ADOLFO CASTAÑÓN SOBRE ALFONSO REYES

    ENTRE REYES Y EL NOBEL

    ALICIA TIKIS REYES: EL ARTE DE SER NIETA

    Genio y figura de Alfonso Reyes

    CUARTA PARTE

    Voz y aliento de Reyes

    VOZ

    ALIENTO

    1

    2

    3

    4

    ALFONSO REYES Y LA TRADUCCIÓN

    BIBLIOGRAFÍAS

    Bibliografía directa

    Traducciones, traslados, paráfrasis por Alfonso Reyes

    Bibliografía indirecta y algunas correspondencias

    DOCTORADOS HONORIS CAUSA OTORGADOS A ALFONSO REYES

    COLOFÓN

    CONTRAPORTADA

    ADVERTENCIA EDITORIAL

    Una paradoja recorre la literatura mexicana: Alfonso Reyes es uno de sus autores más antologados y citados y, al mismo tiempo, el creador de una de las obras menos leídas y conocidas. El mito y la imagen del escritor parecen eclipsar la presencia de su obra. Acaso la realidad de su escritura desborda los perímetros de la obra. Escritor y poeta, traductor, editor, fundador de instituciones, periodista, diplomático, filólogo; Reyes es seguramente el autor más prolífico de la literatura mexicana, y quizás de la hispanoamericana moderna. No sin alguna razón, Octavio Paz dijo de él que es uno de los más grandes escritores contemporáneos de lengua española y una de las figuras más representativas de las letras mexicanas modernas.[1] No deja de ser un misterio que, a lo largo de varios lustros, Alfonso Reyes se haya convertido en una idea fija para el autor de este volumen que, en un plano oblicuo, podría ser leído como una suerte de espejo crítico de su autor. Una idea fija, casi un método: la obra de Reyes tiende redes por todo el orbe hispánico, ibérico, americano y grecolatino; él mismo es una red que envuelve el continente de nuestra cultura (letras, artes e historia), y su realidad proteica, versátil, ubicua e inapresable, tumultuosa y tumultánime respalda este volumen escrito a lo largo de muchos años.

    Alfonso Reyes: caballero de la voz errante recoge en esta nueva edición,[2] publicada por El Colegio de México y la Universidad Autónoma de Nuevo León, buena parte de lo que el autor ha escrito sobre el regiomontano a lo largo de los años, de modo que puede leerse tangencialmente como un calendario de sus edades. Es y no es un libro orgánico. Alfonso Reyes ha representado para el autor de estas páginas ese lao de las casas, ese lao del cuchillo del que se habla en La estrategia del gaucho Aquiles. Así, la figura y la obra de Reyes han sido para mí un norte, un punto cardinal, un horizonte, una tabla de salvación, pues —créanlo— este libro ha salvado varias vidas, empezando por la mía.

    La de Alfonso Reyes no es una obra literaria más, sino acaso da cuerpo a la idea misma de lo literario, como si él no fuera autor de una sola obra sino de una literatura. Los asedios practicados aquí en torno a su obra, persona y paisaje han buscado invariablemente imprimir un acento personal y originario, al tiempo que proveen aspectos noticiosos y críticos. Debo a Javier Garciadiego, amigo y lector, presidente de El Colegio de México (2005-2015), la invitación a armar para este sello editorial la presente edición, y a Silvia Elena Giorguli, quien actualmente lo preside. También expreso mi gratitud a José Celso Garza Acuña, director de Publicaciones de la Universidad Autónoma de Nuevo León, quien llevó a cabo la edición anterior y coedita la presente.

    Agradezco a Cristina Villa Gawrys, mi asistente, a Francisco Gómez Ruiz, de la Dirección de Publicaciones de esta institución, y a Gabriela Said, coordinadora de Producción Editorial, su colaboración y apoyo; desde luego, a Alicia Reyes su aliento constante, casi diría fraternal, a lo largo de los años.

    ADOLFO CASTAÑÓN

    Programa de Investigadores Asociados (PIA)

    de El Colegio de México

    Academia Mexicana de la Lengua

    Junio de 2015 - febrero de 2016

    NOTAS AL PIE

    [1] Cf. Nota sobre Alfonso Reyes, en Octavio Paz, Anthologie de la poèsie mexicaine, París, UNESCO / Les Éditions Nagel, 1952, p. 168.

    [2] Este título se publicó por primera vez en 1988 por Joan Baldó i Clementi Editores, México. Una segunda edición, corregida y aumentada, vio la luz en Bogotá (Colombia) en 1991, bajo el sello de Tercer Mundo Editores. En 1997 la UNAM editó la obra en una versión ampliada y revisada, la tercera, como parte de la Serie El Estudio. La cuarta edición, ampliada y revisada fue impresa por la Universidad Autónoma de Nuevo León en 2007. Por quinta ocasión se publicó, en coedición, por la Academia Mexicana de la Lengua, Juan Pablos Editor y la Universidad Autónoma de Nuevo León. En esta nueva edición del título, la sexta, coeditada por El Colegio de México y la Universidad Autónoma de Nuevo León, se ampliaron los temas y artículos, a la vez que se revisaron y corrigieron las versiones anteriores, con especial cuidado en la integración de las notas y fichas bibliográficas.

    PÓRTICO

    ERASMO MEXICANO

    Alfonso Reyes aparece en el México contemporáneo como uno de los primeros en el vacilante escalafón de los sobrevivientes. Con toda su elasticidad y dispersa profusión, el proyecto alfonsino admite una filiación preliminar: verter a mexicano la cultura universal del momento y ganar para la cultura de la Revolución mexicana la herencia literaria y cultural de una comunidad políticamente derrotada (la reacción que dejó a los liberales el poder y la confinó a la cultura). El proyecto no pecaba de original. Acentos más, acentos menos, era compartido por numerosos contemporáneos, y los más importantes historiadores mexicanos del siglo XIX confiaron en que remontar el origen equivalía a asumir con intolerancia redentora las raíces hispánicas. Alfonso Reyes nace en 1889, hijo de una familia acaudalada, culta, poderosa. La juventud más temprana coincide con las efervescencias modernistas. Es, como se dice, un hijo de su tiempo, y dilapida su espíritu de revuelta oponiéndose al positivismo en su versión porfirista, proponiendo una revaloración de la tradición española, reivindicando la lectura de los clásicos y haciendo de la curiosidad carta de ciudadanía cultural: pertenezco a todo lo que me interesa. De su formación positivista, Reyes habrá de retener cierta división fundamental del conocimiento (saber de lo humano y saber de lo inerte; véase El deslinde)[1] y un desdén por los pensamientos metódicos, no especulativos. Su afición por Mallarmé no le impedirá cierta aversión por los modos experimentales del arte. Y es que, como lo dirá en alguno de sus relatos, sin convenciones resulta imposible narrar: la invención de un mundo nuevo equivalía a la destrucción del personaje. Sólo una articulación convencional, un idioma rico, flexible y efectivo, podía ser empleado para domar el arisco potro del espíritu. De entrada, parece una empresa colectiva: tocaría al español dar voz a los desencadenamientos telúricos característicos de nuestro pueblo. Al formular la violencia se establecía la posibilidad de una palabra compartida, y en el trabajo verbal se presentía la fundación de una armonía civil.

    Sin embargo, había dos naciones en el seno de la patria. La empresa era improbable no sólo por la ausencia (o presencia retórica) del indio en el discurso cultural, sino porque interrogar a la brutalidad sin aproximarse a ella desacreditó de inmediato el proyecto entero. Recobrar la herencia cultural hispánica tenía al menos un sentido porque se trataba de la única recomendable.

    La teoría dieciochesca según la cual cada clima producía hombres y culturas diversas declinaba así: al hacer cultura se enriquece el nacionalismo, y quien escruta la malla fluctuante del idioma se atreve a una herencia aún increada pero genuina. Opuesta a la de Reyes, para quien lo mexicano es el alma y en quien el habla local aparece siempre como entrecomillada, la opción de López Velarde cumple a su modo estas especulaciones. Tensada por localismos, elementos exóticos y palabras cultas articuladas por procedimientos poéticos y sinestésicos, el habla local en López Velarde es lanzada a una suerte de buceo en el alma nacional y, así, la falsa etimología establecida por los procedimientos literarios contribuye con sus asociaciones a una suerte de introspección social. Si en Alfonso Reyes el habla mexicana define su procedencia nacional reiterando sus significados literales, en López Velarde esa habla mexicana se dispara y cada giro local se vuelve metáfora en potencia.

    Como numerosos contemporáneos suyos, Alfonso Reyes conocía aquellas novelas de Anatole France donde un Silvestre Bonnard sacaba su conocimiento libresco a la calle para convertirlo en pretexto o motivo de fantaseos y coqueterías llamados a resolverse en buenas acciones. Una mezcla de pasiones anticuarias, afición por los conserjes y sus refranes, disposición para las charlas picantes y eruditas, los enamoramientos a primera vista, el amor por las antigüedades y la sed de buenos sentimientos… Aunque semejante, la empresa de Alfonso Reyes es mucho más radical al poner en práctica una literatura congruente con su formación filológica en la España de los primeros años del siglo XX y con su devoción por la literatura española de los siglos de oro.

    Según ese proyecto el erudito apoya al poeta, mientras el bardo es como la conclusión necesaria del anticuario omnisciente o del pálido archivista rejuvenecido por el aliento de la musa (el inverso simétrico de las apócrifas Canciones de Bilitis de Pierre Louÿs). La miopía del erudito vale por la ceguera del rapsoda, y desde los textos más tempranos de Alfonso Reyes (Ulises, Visión de Anáhuac, Ifigenia cruel ) hay en el filólogo poeta como un presentimiento de que en la acumulación del conocimiento literario puede haber un salto cualitativo. A fuerza de llevar comercio íntimo con el pasado remoto, el corresponsal se va revelando capaz de rastrear en las almas fósiles. En realidad se difiere, se rastrea vicario. De ahí que los momentos más cumplidos de su práctica literaria (los dos grandes poemas) sean aquellos donde empleando un léxico remoto (la mitología griega, las Indias de los cronistas) y fundiendo sus propios desarrollos internos con un género específico (la tragedia, el poema en crónica), el erudito mimetiza sus lecturas y el poeta vierte su experiencia en formas anacrónicas, es decir, perdurables.

    El erudito como vidente es representativo del papel que toca a los escritores americanos en el concierto de las literaturas europeas. Asimilarnos asimilando: pertenezco a todo lo que me interesa. Lo mejor de la cultura occidental hallaría su desenlace en ese peculiar modo de la traducción propuesto por el mexicano. Se trata ni más ni menos de escenificar, de nueva cuenta, los mitos y representaciones occidentales con un alma mexicana. Era ésa la manera de transmutar la brutalidad nacional e imprimirle un sentido. La indagación directa en el alrededor se trueca por esta vía en un enfrentar ciertos mitos fundamentales: el único modo de imprimirle un sentido a la realidad es sustituirla por un símbolo. Pero emplear la utilería clásica para traducir una experiencia propia era algo más que una moda o un proyecto literario. En la ecuación mexicano universal se concentran también una estrategia y una política culturales, una concepción del escritor y de sus públicos. Pedro Henríquez Ureña —ese esterilizador, que no maestro, advierte Alfonso Caso— había tenido a bien aconsejar a su amigo paralelo: el éxito de un escritor en nuestros países depende del talento y de algo más: saber presentarse bien como mexicano entre los extranjeros y como cosmopolita entre los paisanos. La fórmula sigue dando resultados 50 años después.

    El proyecto cultural que encuentra en el clasicismo (Grecia, Roma) el modo idóneo de aproximación a lo mexicano, y en el hispanismo la vuelta a las raíces nacionales, ilumina de modo peculiar la figura pública de Alfonso Reyes, así como ese afortunado maridaje que la inteligencia porfirista pudo llevar a buen fin con los gobiernos legitimados por la Revolución. Se invirtió en los servicios diplomáticos del joven Alfonso Reyes no porque fuera partidario de ninguna de las facciones. Se nombraba a uno de los miembros de la juventud dorada y de paso se concedían seguridades a los miembros del Antiguo Régimen. Si culturalmente era un sobreviviente del siglo XIX, políticamente era uno de los pocos llamados por clase y nacimiento a la feria de los cargos; se consideraba también uno de los pocos que somos en América, es decir, los pocos que en cada país nuestro han leído más de trescientos libros. Como diplomático, Reyes asume el papel de pregonero y se lanza a los salones para llevar la buena nueva a los países hermanos del México revelado por la Revolución (alguno sospecha que Reyes era patriota sin reparar en que el país que le interesaba iba dejando de existir).

    Alfonso Reyes pasa sus más fecundos años de actividad literaria entre México, Madrid, París, Buenos Aires y Río de Janeiro. Su capacidad de trabajo es abrumadora: traduce, hace crónica, se entrega a la investigación filológica y a la preparación de ediciones de clásicos españoles, funda la crítica de cine, mantiene una nutrida correspondencia, escribe cuentos breves y narraciones más o menos autobiográficas, libra sus primeras batallas críticas y —acaso más importante que todo lo anterior junto— compone dos breves obras maestras: Visión de Anáhuac (1915) e Ifigenia cruel (1924) las cuales, sumadas a algunas páginas de crítica —las primeras— y a la Oración del 9 de febrero (1930), son la porción más creativa de la obra alfonsina.

    La literatura mexicana ha dado de baja a sus mejores inteligencias por la progresiva institucionalización de sus escritores. En uno de esos caracteres que han ido a formar parte del Anecdotario, Alfonso Reyes describe las consecuencias esterilizadoras de la celebridad:

    Conforme aquel escritor ganaba renombre, se fue llenando de obligaciones con sus colegas de todo el mundo, con los centros literarios y culturales, las Academias, los Institutos, las Universidades. Viendo que ya no lo dejaban escribir y estudiar como antes, solía decir: —No es la decadencia de la edad, de que se culpa a los escritores viejos; no es que quieran dormirse sobre sus laureles. Es que les pasa lo que a mí, que ya no me dejan hacer nada en serio. Ya estoy al servicio de la sociedad; es decir, soy un sinvergüenza.

    Lo aplastaron las medallas. Hubo otros factores: elegir tareas siempre un poco inferiores a uno —consejo de Ortega y Gasset— se convirtió en un modo de eludir el riesgo. Otro de los factores inherentes a la obra: el tono menor, la fuerza o la debilidad que lo empuja a realizar innumerables pequeñas tareas. La teoría prosaica (¡Y decir que los poetas, / aunque aflojan las sujetas / cuerdas de la preceptiva, huyen de la historia viva, / de nada quieren hablar, / sino sólo frecuentar / la vaguedad pura), la literatura como conversación, los pies en la tierra del Jinete del aire, su reticencia sistemática a ser transportado, son variables complementarias de la concepción que este clérigo tenía de la escritura. Respiración, palabra inmediata, la escritura es calendario, crónica, desprendimiento de la vida donde alternan algo de ganga en el oro, / algo de tierra sorbida / con la savia vegetal. El término conversación cobra aquí otra resonancia. No sólo se trata del intercambio que vuelve fechables las palabras. Es, sobre todo, la presencia de un interlocutor imprescindible sobre el cual fincar los propios dichos: Toilette, prière, travail… y tertulia.

    Quien precisa del estímulo de las palabras de otros para concebir su propia obra puede ser un gran escritor, pero no en el sentido corriente del fundador que continuamente ve más allá. Se trata en este caso de un conversador, un hombre de letras, un Montaigne de segunda que se escapó de la torre a los 20 años. La fidelidad de Alfonso Reyes a la vocación de cronista, comentador, periodista cultural, profesor y, sobre todo, emisor de dichos corteses, es la ausencia de forma de su obra toda. Esa fidelidad fue también su ruina: según se eclipsan en la memoria literaria los autores que el voraz cronista revisó, mueren sus propias páginas. Se le aparta so pretexto de ser un refundidor, se le desdeña alegando que es un parafraseador de palabras ajenas. Es verdad, aunque el genio del idioma siga ahí.

    Además de ser flujo de palabras entre dos hombres a quienes la noche borra el rostro, la escritura se asume conversación porque la obra aparece literalmente trufada de interlocutores. Polémicas, mensajes, comunicados, correcciones, reseñas, prólogos, memorias, retratos fieles e imaginarios, fantasías narrativas, apuntes biográficos, travesuras de bibliógrafo, envíos, dedicatorias, correspondencia; tal es la cantera con que Alfonso Reyes construye la Atenas espejeante donde los hombres (terratenientes, interviene Hannah Arendt) se comunican de igual a igual. Pero la catarata de petits mots vale como algo más que cortesía o afirmación de la comunicación espiritual entre unos cuantos frente a la inexistencia de los demás. Aunque también estén en juego las letras como ejercicio de salón, esa proliferación de las relaciones públicas de la musa empeña algo más que la simple confianza en que las letras son compañía, remedio, perfeccionamiento. Va en juego la obstinación cortesana de querer resolver las contradicciones de la cultura —las frivolidades que lo distanciarán de Ortega— mediante cortesía personal, así como el deseo paralelo de ver en la literatura la materia prima de un espíritu universal, conciliatorio y unificante.

    De ahí que se conozca a este Alfonso como señor del matiz. Su reino comprende las vastas tundras de lo conciliable y hace frontera a la derecha y a la izquierda con todo aquello que escapa del ecumenismo. Acaso pueda rastrearse alguna relación entre la muerte violenta del general Bernardo y el pacifismo a ultranza del hijo. Según éste, en el reino interminable de la cultura los individuos siempre podían ponerse de acuerdo. Dejemos de lado la imposibilidad lógica de ese pontificado: en la medida en que los hombres se traducen para ponerse de acuerdo dejan de lado lo que les importa.

    Acuerdo y conciliación son el punto de partida de la cultura y el callejón sin salida de la crítica. Aquí, la cortesía deja de ser un capricho para convertirse en canon de conducta cultural y política. El ecumenismo de Alfonso Reyes resulta fundador sólo en la medida en que éste se identifica como primera persona singular de las letras patrias. No importa que sea el colonizador de tierras ya conquistadas, el pregonero de opiniones razonables en palabras resonantes, un Robinson sin Viernes. Se concibe también como un desbravador, barbechador y adelantado que prepara el terreno para el advenimiento de la cultura.

    La tarea de unificación cultural comprometida aquí tiene varios aspectos. En primer lugar, se propone asimilar a la cultura oficial (ahora nacional) el proyecto cultural criollo: América como prolongación y renacimiento de la cultura occidental, América como nueva Europa. El proyecto alfonsino también incluye una exigencia que da la razón a quienes asocian el nombre de Justo Sierra al de Reyes: poner al día la información (no sólo cultural) disponible, dar como prueba de la contemporaneidad americana el interés periodístico en las peripecias políticas de los países dominantes. Desde la reivindicación de una tradición castiza española presuntamente perdida en nuestro país, Alfonso Reyes emprende una tarea necesariamente fechada: transcribe, organiza y digiere el conocimiento universal para nosotros. Por su extensión, se trata de una tarea unificadora casi sin precedentes. Como cada generación debe traducir por sí misma, el coriáceo Reyes tradujo para las suyas. Sin embargo, el humanismo bonachón en que se vierte la materia académica, literaria o política que Reyes tocó para su público resulta remoto en una época dedicada a sistematizar el delirio, discernir al bárbaro en cada civilizador, denunciar los vicios de cada virtuoso y la crapulosa eminencia de cada victoriano. Los coleccionistas de motivos para recordar dirán con razón que ésa es una de las vigencias del ecumenismo: mediador, se encuentra entre el puritano loco y el canalla saludable.

    Porfirio Díaz de las letras mexicanas supo sustraerse a las ideologías, arrellanarse en la serenidad e imponer en la literatura mexicana un orden (cortesano) y un sentido (retrospectivo) del progreso: todo termina en mí.

    Con todo, esa vigencia debe medirse en otros términos: el escritor ha dejado de ser autor para convertirse en personaje, ha dejado de ser refundidor o editor para convertirse en materia traducible, objeto de lectura. Mientras escribía, una posteridad imaginaria vigilaba al escriba: vigilaba la oportunidad con que entraba o dejaba de entrar una coma, la felicidad de la frase (recuérdese aquella teoría suya sobre el escribir en cada frase un título), lo apropiado del sinónimo, la errata convertida en hallazgo literario (más adentro = mar adentro), la ocurrencia en metáfora, la expresión insólita pero aún plausible, la concisión sistemática, la sobriedad ostentosa, la maña para rematar cuando apenas se empieza a decir lo interesante, la habilidad para manejar una norma lingüística prestigiosa en una palabra ligera y amena, los ritmos persuasivos de una prosa hecha para soltar el oído, la tendencia a volver proverbiales los proferimientos propios, el carácter didáctico —o sea exhibido— de todo este ejercicio verbal. Así, importa la materia verbal y no el personaje ni sus ideas; se despliega el lenguaje y no el alma.

    Una lectura generosa del grafómano parte de que hay en su obra innumerables páginas de circunstancia sólo empleables para documentar las ruminaciones académicas o, como se expondrá líneas adelante, para enriquecer el acervo del buen decir. La primera crítica, algo de la ficción, los poemas mayores y las traducciones/recreaciones griegas se pueden apartar sin sacrificio de la obra restante —esa sucesión pantagruélica de artículos, conferencias, reseñas, crónicas, trabajos de divulgación histórica, etc.—. La permanentemente alta calidad del lenguaje es una lección, pero también un ejemplo a evitar. En sus Confesiones de un comedor de opio, Thomas de Quincey recuerda cómo aprendió griego traduciendo en voz alta los periódicos del día a esa lengua. La empresa del Prolífico es semejante: una parte más que considerable de su obra es periodismo literario formulado en uno de los idiomas —español preciso y serpenteante— más aptos, sueltos y sabrosos de que disponemos. Ejemplo a seguir y a evitar, pues a menudo se consideró importante lo que no lo era y se relegaron al limbo de las buenas intenciones las tareas más inmediatas de la palabra. Que no se entienda mal: el deslinde de las 19 losas desecharía la Historia de un siglo para quedarse con la página sobre el estornudo en literatura.

    Si la extensión admite ser leída como un deliberado intento de presencia, las obras pueden recordar al anfitrión que se despide interminablemente porque no desea concluir. Al menos así parecen sugerirlo algunos títulos (y algunas obras cuya única unidad va en el título): varia, apéndices, addenda, páginas adicionales, archivo. Advirtiendo con temor que la suya no es una obra concentrada y fulgurante, el escritor se quisiera todo presente —como no le basta el creador le es preciso redimir las caligrafías del polígrafo, así tengan sangre pesada.

    Qué daño le hicieron a don Alfonso publicando cuanta línea efundió su santa mano, leemos, oímos decir con significativa frecuencia. El comentario desprende la imagen de un autor víctima de sus herederos y albaceas, como si no hubiese podido concebir su propio mausoleo, como si la sobriedad de don Alfonso hubiese sido todo menos la ambigua concisión que permitió escribir resmas de páginas ejemplarmente cautelosas y elusivas.

    La teoría prosaica ya citada, el supuesto implícito en la veintena de losas, afirma que la procesión estricta de los días es capaz de producir por sí sola letras y versos. Este libro se formaría con los agradecimientos en arte menor que envía como acuse de recibo, el otro sería la acumulación de la conferencia que hay que dictar mañana, el artículo del lunes; aquél se formaría con la carta de agradecimiento por la recepción de los amigos, el adiós a la familia diplomática, la reseña que se hizo por compromiso, el prólogo por compromiso…

    Si durante mucho tiempo la calamidad de la literatura mexicana fue contar con escritores improvisados y jurisconsultos soñadores, Alfonso Reyes invierte los términos del problema. El escritor mexicano por fin se profesionaliza, vive de su obra aunque sólo sea mediatamente pues también se cultiva como funcionario y diplomático. No es que el poder no lo tiente, pero un elemento nuevo ha sido introducido: el poder literario como garantía de permanencia en el parnaso; la misma inercia que detiene al hombre en la Rotonda asegura la perdurabilidad de su obra.

    Derrochar información es también acumularla. Obra ensayística, tentativa, divagatoria, la de Reyes necesita desplegar sus innumerables y pequeñas emisiones, sus ejercicios, opúsculos, apuntes y sugerencias. Para volver patente su valor, Alfonso Reyes creyó necesario un criterio editorial desastroso: la obra se iría revelando en cada respiración, en cada reseña, rendiría su sentido último por acumulación. Pero la unidad mínima palabral capaz de contener en miniatura los desarrollos de esta monstruosa frase que dura unos cuantos miles de páginas está ausente. Aventuremos una definición: sólo quien cede es feliz.

    LOS ESCRIBAS DEL DÉSPOTA

    Al hablar de Alfonso Reyes se invoca con frecuencia la noción de alta cultura: si a eso se añade la connotación clásica, don Alfonso Reyes sería algo así como el escritor mexicano más importante del siglo XX. Afortunadamente, no es así. No porque no sea clásico —haberse ocupado de traducir y parafrasear la literatura y la mitología griega justifican con amplitud tal título—, sino porque el modo en que la alta cultura se presenta en su obra es ante todo inventarial. Alfonso Reyes trabaja una materia prestigiosa y de antemano cargada de sentido. Añade nuevas resonancias a un repertorio previo. El trabajo literario de Alfonso Reyes —de Ifigenia cruel a Junta de sombras— calca en sus recursos y procedimientos la teoría de los armónicos. Según tal teoría la erudición no es saber inanimado: un poema adquiere su sentido más pleno cuando hace resonar en nosotros las reminiscencias de otros poemas y otras ideas. Cada objeto literario es único no porque tenga rasgos y entusiasmos peculiares, sino porque, enfrentado a la tradición, la hace resonar de manera distinta. Pero si por alta cultura se entiende un discurso productor de significados nuevos, una máquina de guerra y no una máquina administrativa, el Prolífico aparece bajo otra luz. De ahí que más que ser crítico hable de la crítica; de ahí que siempre que se interroga sobre los problemas centrales lo haga diferidamente y en metalenguaje. Cuando buena parte de la cultura moderna contemporánea se ha concebido como una empresa descifradora y educadora, capaz de liberar proponiendo nuevas referencias —o denunciando como inadecuadas las nuevas—, es obvio que Alfonso Reyes pertenece a otra cultura.

    Si alguno hay, el legado alfonsino es de orden anecdótico y verbal. La huella de su trato deja entre sus discípulos más inteligentes un saldo de agudezas, anécdotas picantes, comidillas, afición por lo ameno, así como un desdén preliminar por la mayoría de las manifestaciones culturales, un profundo sentido de que la aristocracia es aristocracia del espíritu… Los menos brillantes hablan en voz baja de tesoros que, como el de las Montañas Azules, se han convertido en hojarasca. A ese saldo anecdótico se suman un ecumenismo que es cortesía, un miedo al rigor que es inmovilismo, una avidez informativa que es falsa curiosidad intelectual, una afición por el idioma que tiende al casticismo rimbombante.

    Sin embargo, el influjo más duradero de este último hombre de letras del Antiguo Régimen es de otro orden. Su agilidad verbal, su impulso permanente hacia las frases discretas pero rotundas, su capacidad para volver proverbiales sus propios dichos, su concepción del escritor como un oído más que como una cabeza, su idea del discurso como una sucesión de frases que simulan títulos al oído, lo vuelven memorable por museográfico. Cuando no se le lee por placer —uno de esos amigos lejanos a quienes da gusto encontrar de vez en cuando—, se le lee de escritor a escritor y con minucia de artesano, no advirtiendo los motivos del bordado pero sí sus puntos, o se lee por motivos francamente utilitarios, motivos vergonzantes: coleccionando sus ocurrencias para mejor decir las nuestras.

    Cuando se habla de gozar el lenguaje durante la lectura de don Alfonso, se alude a placeres muy específicos: se le goza a flor de pluma, en el plagio franco, en el despojo leal y metódico. Queda para sus amigos la sabiduría alfonsina; él mismo fue un satélite y no una estrella, un propagador más que un motor. ¿Quién sabría distinguir entre creación y transmisión?

    El legado es de orden verbal: las obras completas funcionan como un informe tesoro de la lengua: nuestro diccionario de autoridades y acervo del buen decir. Valen como un gran pudridero verbal, una caótica enciclopedia rousseliana, al estilo del autor de Locus solus. Jardín demasiado extenso para ser cultivado, comilona inservible para comulgar, la Opera omnia de don Alfonso ha perdido su sentido inherente con la desaparición del autor. Al ir cambiando las monedas de su vida, equivocó la cotización y terminó millonario en dineros de una ciudad muerta. A partir de ahora, él es materia prima, material del sentido, la suntuosa chatarra con que pueden ser montadas las máquinas de hoy.

    NOTA AL PIE

    [1] Alfonso Reyes, Obras completas [OC ], t. XV, El deslinde. Apuntes para la teoría literaria, 2a. reimpr., México, Fondo de Cultura Económica, 1997 [1963].

    PRIMERA PARTE

    De la vida

    RAÍCES

    ANTES DE NACER

    Parentalia, el primer libro de recuerdos de Alfonso Reyes, evoca la vida guerrera y batalladora del general Bernardo Reyes: sus combates en la guerra de intervención contra los franceses, sus batidas y campañas contra el bandido Manuel Lozada, así como su papel clave en el proceso de pacificación del norte de México. Casa y cuartel, la del niño Alfonso Reyes todavía olía a pólvora, a establos y caballos, y su infancia fue acunada por los cuentos, las verdaderas canciones de gesta vividos por su padre, el general. La nostalgia de la épica es en su caso memoria personal, recuerdo del orden legendario en que se bañaba la familia del militar respetado y presunto amigo sucesor del Bismarck mexicano, Porfirio Díaz. Esa inequívoca dimensión heroica será subrayada por la muerte trágica de Bernardo Reyes el 9 de febrero de 1913. El diálogo de Alfonso Reyes con su padre Bernardo no se interrumpiría con la muerte de éste y cabría leer alguna porción de su obra a la luz de ese puente. Pongamos, por ejemplo, la edición y versión modernizada del Cantar del Mio Cid o, en otro sentido, las imágenes del Campeador que aflorarán bajo su pluma al evocar en esos recuerdos el mundo hazañoso del general Reyes. Otro registro épico alimentado por la fuente paterna es el de la afición por Grecia —homérica en particular— que llevó al escritor a adentrarse en los campos de la cultura griega y a tomarla en serio —para aludir a Dworkin— como una viva lección de ética, por así decir jurídica, como una brújula para templar la ley más personal. La situación singularísima de dicha familia en la historia de México impondría a Reyes una perspectiva amplia y profunda, rica como pocas, para deletrear y traducir esa historia en una clave a la vez íntima y trascendental.

    Algo de cuento de hadas, de biografía principesca y de leyenda bucólica y arcaica, tiene esa infancia del niño que fue Alfonso Reyes en el Monterrey de finales del siglo XIX y principios del XX. Una infancia tanto más perdurable cuanto más feliz. Y es que preguntémoslo de una vez, ¿no fue siempre Alfonso Reyes un niño, no mantuvo viva y pulida a lo largo de su vida esa condición noble, feliz y principesca que modeló sus primeros años?; su vida y buena parte de sus ejercicios espirituales laicos, ¿no consistieron en mantener pura e imperturbable aquella fuente original que la desgracia del asesinato de don Bernardo vino a perturbar para siempre?

    BERNARDO REYES Y EL LIBRO DE HONOR MEXICANO

    En memoria de Henrique González Casanova

    (1924-2004)

    La madrugada del domingo 9 de febrero de 1913, el general Bernardo Reyes es puesto en libertad a la fuerza por un grupo de militares y civiles inspirados por Rodolfo Reyes, Félix Díaz y el general Mondragón. Saldrá de ahí para tomar por asalto Palacio Nacional y caer fulminado por la metralla ante las puertas del mismo. Va vestido con un traje oscuro de civil, lleva un clavel rojo en la solapa y en la cabeza una gorra cazadora que luego su hijo Alfonso paseará por todo el mundo como un recuerdo doloroso y entrañable.

    Oigan nobles ciudadanos,

    prestadme vuestra atención,

    voy a cantar un corrido

    de la actual Revolución.

    Reyes y don Félix Díaz

    echaron muy bien su trazo

    y para vengar rencores

    idearon un cuartelazo.

    Señores, tengan presente

    que el día nueve de febrero

    Mondragón y Félix Díaz

    se alzaron contra Madero.

    El hombre que cae del caballo ante las puertas del Palacio Nacional es un varón envejecido de barba blanca. Durante los 13 meses que dura su reclusión en la cárcel de Santiago Tlatelolco tiene tiempo de entregarse a una minuciosa recapitulación de su vida y a una enumeración no exenta de impotente rencor ante las diversas traiciones, humillaciones y desencuentros de que ha sido objeto por parte de algunos de los científicos y del propio Porfirio Díaz, a cuya causa será leal hasta el último momento, incluso después de que el dictador salga del país y, por así decir, abandone su propia causa. En esa prisión de Santiago Tlatelolco se cruza algunas veces con Doroteo Arango (Francisco Villa), el genio de la guerrilla que representa todo lo contrario del general. Pero ese bandido, ese personaje parecido al Roque Guinart de El Quijote de la Mancha —como apunta su hijo Alfonso—, sólo confirma al general hasta dónde ha caído. ¡Y pensar que él mismo se había entregado allá en Linares, para facilitar según él las cosas! Los ásperos y húmedos muros de los claustros de Tlatelolco transformado en prisión no impedían que entraran el viento helado ni la lluvia ni la polvareda.

    Era jefe Mondragón

    del Segundo Regimiento

    y salió de Tacubaya

    para México en su intento.

    Daba el reloj de ese día

    las siete de la mañana,

    cuando a México llegó

    Mondragón con fuerza armada.

    Dios libre a Bernardo Reyes

    y después a Félix Díaz,

    para avanzar a Palacio

    reunieron las compañías.

    Pero un militar como él siempre ha andado a salto de mata. Él lo sabe. Recuerda con nitidez los días y meses que pasó luchando contra los indios nómadas para tratar de pacificar aquellas tierras desiertas del norte. Recuerda las dificultades que tuvo para convencer al general Díaz y a otros militares de la necesidad de crear esa segunda reserva que luego se transformaría en servicio militar.

    Se pierde el general en las avenidas desiertas de sus pensamientos, recorre con la mente aquellas calles insoladas de la ciudad del norte a la que como a un hijo había visto crecer. Recuerda aquellos años ya distantes en que todavía adolescente luchó contra los franceses como alférez de la Guardia Nacional; en retazos le viene a la mente la toma del pueblo de Calvillo, en Aguascalientes, la toma de Zacatecas y aquella Navidad de 1866 en que participó en la acción de Agua de obispo contra los franceses y en la cual supo por primera vez qué significaba realmente el peligro. Esos primeros años de su adolescencia y juventud guerrera y belicosa vuelven en desorden a su memoria, y cada nombre de lugar le trae recuerdos de aquellos actos y condecoraciones ganadas a favor de la República contra los franceses: Querétaro, Zamora, San Lorenzo, Jalisco. De esas batallas contra los franceses no le quedan malos recuerdos. Muchos años después, siendo ya gobernador de Nuevo León, no desdeñará sentarse a la mesa con algunos de los antiguos enemigos extranjeros. Aquello había sido, después de todo, una guerra de caballeros en la cual se peleaba limpio. Los enfrentamientos políticos que luego le tocaría sufrir, aunque no habían presupuesto derramamientos de sangre, habían sido terriblemente hirientes y desgarradores. Los científicos y su gente no comprendían las cosas de la guerra y del honor, y peleaban por lo regular atacando por la espalda.

    Don Félix le dijo a Reyes

    con audacia y con cautela:

    —Si usted asalta el Palacio,

    yo tomo la Ciudadela.

    Reyes con todas sus tropas

    su valor quiso mostrar,

    y al acercarse a Palacio

    la muerte vino a encontrar.

    Allí cayó muerto Reyes

    por una bala certera

    y muchos muertos y heridos

    se miraban por doquiera.

    Científicos era una palabra nueva que, cuando empezó a gobernar Porfirio Díaz después del Plan de Ayutla, tenía otro significado muy usual. El general Bernardo Reyes se veía a sí mismo como una combinación, una alianza diría él, de guerrero a la usanza antigua, hombre cultivado, empresario, político, liberal, patriota y patriarca. El interés por el comercio y las empresas lo había heredado de su padre, un español, Domingo Reyes, de quien traía la sangre llena de iniciativas. Don Domingo, nacido en Nicaragua, vino a México en un barco procedente de Panamá, junto con otros españoles. Por eso quizás en Guadalajara, adonde llegó a avecindarse, los llamaron los panameños. Pronto el hijo de uno de los panameños se volvería un patriota, nacionalizado no sólo por el derecho de sangre y de suelo, sino también por las armas que esgrimió valientemente contra los diversos enemigos de la República: los franceses; los guerrilleros imperialistas como el terrible Lozada, el Tigre de Alica —quien despellejaba los pies de los prisioneros y luego los hacía caminar sobre el camino ardiente—; los indios nómadas; los soldados que se alzaban bajo el mando de algún general confundido. Pero los científicos, ¿qué eran, quiénes eran? No eran ni podían ser más que un puñado de amigos, un círculo vicioso o amistoso (según se viera) con una cierta comunidad de pareceres e ideales, entre los que tenían el producto de los mismos sistemas educativos como escribiría años más tarde José Ives Limantour, científico eminente y secretario de Hacienda, y como acaso conjeturaba en su celda el general Bernardo Reyes.

    No, no era el mismo varón entero al que había pintado Escudero y Escandón en 1900, de pie, arrogante y de cuerpo entero con su volumen corpulento y macizo de lancero y su barba tupida y entrecana. Tampoco se parecía al ameno conversador que había intercambiado mitologías públicas y privadas con aquel otro poeta centroamericano —en sus horas don Bernardo se sentía poeta—, con aquel otro soldado de las letras y las musas que fue el poeta Rubén Darío quien, por cierto, unos meses después de muerto su amigo el general Bernardo Reyes lo compararía con Coriolano, uno de los capitanes que andan trotando por el teatro de Shakespeare.

    Me llamo León Reyes Guzmán, soy hijo legítimo del coronel León Reyes, el hijo natural del gobernador y general Bernardo Reyes Ogazón. No sé cómo llegué hasta aquí, es decir, a esta ciudad de Florida en la que vive una prima, así nos llamamos desde que nos reconocimos, la señora Marcela del Río Reyes, nieta de Bernardo Reyes Ochoa, Bernardito, el primogénito del general. Vine hasta aquí para conocer a mi abuelo, el general Bernardo Reyes, o más bien su pintura, pues como se sabe él murió de una forma tan trágica como patética, tan confusa como inexplicable. ¿Cómo se cegó hasta ese punto?, se preguntaba mi padre, quien nunca se sintió de la familia a pesar de haber vivido bajo el mismo techo allá en Monterrey, gracias a la generosidad de la Tía Aurelia —así pidió la jovencísima señorita Ochoa Ogazón que le llamara el robusto adolescente al que había decidido, se diría exigido, adoptar cuando se enteró de que don Bernardo tenía un hijo natural—. Que se venga a vivir ese chico con nosotros. No quiero que ande por ahí regada tu sangre. Así fue como mi abuelo hizo entrar por la puerta estrecha de su matrimonio legítimo a León, su hijo bastardo, mi padre.

    Y aquí me tienen frente al cuadro de mi abuelo. Es una pintura enorme. Mide más de un metro y medio de altura. La pintó un tal Escudero y Escandón. En ella se ve de cuerpo entero y de tres cuartos el cuerpo alargado y robusto de un hombre con barba que baja más allá del cuello. La barba es café-rojiza, como la de León, mi padre. Don Bernardo, mi abuelo, lleva en esa pintura uniforme militar, chaqueta azul y ajustados pantalones blancos; de su cintura cae un sable adornado con una cinta tricolor. Quise venir a ver por mí mismo esta pintura pues quería conocer a ese abuelo legendario al que mi padre nunca le perdonó haberse dejado empujar a la muerte por el Barón, Rodolfo Reyes, su segundo hijo. A León, mi padre, nunca le gustó Rodolfo quien había heredado del general Bernardo el carácter impulsivo y obsesivo, la infatuación y aun el gusto por la acción: las batallas, las guerras, los tiros, las carreras, la rivalidad, la insidia. De hecho, si León, mi padre, se apuró en salir de la casa de Monterrey fue porque quería huir de su medio hermano, ese despótico Rodolfo, quien parecía vivir no sólo a la sombra de su padre sino alimentando en él sus lados negros. Vine a ver este cuadro para darle gusto a la memoria de León, mi padre, quien se retiró del ejército mexicano lo más pronto que pudo después de aquellos días terribles de 1913; no una decena trágica como dicen los historiadores mal informados, sino todo un aciago mes de locura y sangre en que las pasiones se desbocaron y se vivieron escenas indescriptibles de violencia, vileza y carnicería como casi nunca había visto la Ciudad de México si se descuenta la otra matanza de la Ciudadela, durante la primera presidencia de Benito Juárez. A darle gusto porque las imágenes que yo llegué a conocer de niño y adolescente de don Bernardo eran las fotografías tomadas en 1911, apenas 12 años después; muestran a un hombre devorado por las preocupaciones, con la barba blanca y un aire de sombría tristura en la mirada. Eran las imágenes de un hombre caído al que sólo le queda el orgullo, pero no eran realmente las fotos de ese Don Bernardo —como lo llamaba mi padre—. El que había luchado contra los franceses siendo un adolescente, el que se había enfrentado a la guerrilla imperialista del terrible Tigre de Alica, el que se había enfrentado a los indios apaches y había pacificado el norte de México, el que había sabido gobernar el estado de Nuevo León con mano sabia y fuerte abriendo empresas y escuelas a fuerza de pulso y voluntad, el que había inventado la segunda reserva —que ya anunciaba el servicio militar obligatorio—, el que había introducido un principio de legislación laboral, el combatiente aguerrido en los campos de batalla y en los escritorios, el audaz político y empresario que había sacado del aire y de la nada la ahora famosa fundidora (¡Pero si en Monterrey no hay ni agua ni metal ni gente preparada!, le había dicho el viejo Basagoiti, a lo que don Bernardo le respondió tajante: Es cierto, señor Basagoiti, pero hay voluntad), el aguerrido político que había sabido enfrentarse a Limantour y a otros científicos, el militar ilustrado que había escrito obras como aquella faraónica biografía de Porfirio Díaz que todavía estaba por ahí en un rincón de su propia casa, el astuto político que había llegado a ser luminar de la Logia Hermanos Templarios de México, gran maestro de la Gran Logia de Jalisco, gran inspector soberano de la Logia del Valle de México y delegado del Supremo Consejo del Rito Escocés Antiguo y Aceptado, y que al mismo tiempo había logrado ser visto con viva simpatía por los católicos de Jalisco y Monterrey —casi todos ellos reyistas— y que tenía un Cristo de marfil sobre su cama que destacaba sobre el terciopelo oscuro del cortinaje. Ese Don Bernardo no era el de las fotos de 1912, como decía mi padre. El verdadero era el de aquella pintura de Escudero y Escandón realizada en 1900, y que heredaría Bernardito, el primogénito, luego su hija Aurelia y luego, en fin, esta prima ingeniosa llamada Marcela a la que también le había dado por escribir y pintar desde muy niña. Vine a dar aquí, entonces, para dar gusto a mi padre quien hace mucho murió en un accidente vial, y porque la figura de Don Bernardo poco a poco me empezó a llamar la atención desde que me aficioné a la historia de ese desbarajuste llamado México. ¿Por qué se dejó manipular Bernardo de esa forma por el impulsivo tío Rodolfo quien vivió siempre —como decía mi padre y callaba Alfonso— cegado por la pasión? ¿Por qué, cuando era el momento y empezaron a florecer asociaciones reyistas por todo el país y mucha gente —hombres y mujeres— empezó a llevar un clavel rojo en el ojal o en el pecho, don Bernardo dudó, como Hamlet, y no rompió con don Porfirio Díaz cuyas simpatías él ya sabía, desde antes de la publicación del famoso libro verde, que tantos sinsabores le acarrearía? ¿Qué había pensado de las espinelas compuestas en su honor?

    Yo no soy irracional

    y por eso voto a Reyes

    pues solamente los bueyes

    necesitan de Corral;

    ésta es regla general

    aunque hay sus excepciones;

    pero en ciertas ocasiones

    ni las busco ni las quiero

    y solamente prefiero

    no hacer ronda con bribones.[1]

    Y, sobre todo, ¿por qué quiso morir como un sublevado y sedicioso cuando durante toda su vida había sido un liberal convicto de sus convicciones, un hombre de armas que sabía hacerse amar incluso por sus enemigos? ¿Qué enrevesado código de honor le bullía en la sangre? El hecho de que el mismísimo Rubén Darío haya escrito una página tan memorable como enigmática sobre mi abuelo, el general Bernardo Reyes, comparándolo con Coriolano, uno de los capitanes hamletianos de Shakespeare, sólo aumentó el misterio.

    Todos en la familia supieron, así me lo contó León, mi padre, que don Bernardo iba a morir desde que llegó un mensajero el sábado ocho a mediodía a la casa de San Cosme, a pedir que le llevaran al general la ropa interior más fina para ponérsela al día siguiente.

    A las diez de la mañana

    del día nueve de febrero

    se dirigió hacia Palacio

    el Presidente Madero.

    Luego que llegó a Palacio

    por el pueblo fué aplaudido,

    porque de veras ese hombre

    de todos se hizo querido.

    Con su estandarte glorioso

    que en la mano lo traía,

    recorrió todas las calles,

    pues temor no conocía.

    Y es que él siempre había dicho que cuando alguien va a batirse en duelo o sale al campo de batalla, debe llevar la ropa más fina por fuera y por dentro. Eso es lo primero en que se fija el que recoge un cadáver. Así que desde mediodía del sábado ocho toda la familia guardó silencio y le enviaron a don Bernardo a la cárcel sus mejores prendas, sus pantalones y traje de paño, su gorra cazadora, una camisa nueva de lino, calcetas negras y botas.

    Madero estando en Palacio

    dijo: —¡Qué ingrata es mi suerte!

    doy mi vida por el pueblo,

    yo no le temo a la muerte.

    Mandó llamar a Blanquet

    que en Toluca se encontraba,

    sin saber el Presidente

    que Blanquet lo traicionaba.

    Cuando a México llegó

    con sus tropas ya bien listas,

    se proclamó partidario

    de las fuerzas felicistas.

    Si alguien llegaba a preguntar por qué esa ropa, había que responder porque mañana domingo don Bernardo quiere oír misa. Y sin duda la llegaría a oír, pero ya casi en la tarde del domingo, casi 12 horas después de haber caído del caballo alazán bajo la metralla y con el último rostro sereno del último tránsito, sin escuchar ni los disparos de rifle, metralla y cañón que todavía cruzaban el aire de la ciudad y que lo seguirían cruzando por lo menos 20 días después. La escucharía en la sala de su casa donde la gran Aurelia —como él llamaba a su diminuta esposa—, los hijos —menos Rodolfo que andaba en pleno enjambre sedicioso— y las hijas escuchaban con lágrimas los rosarios de rigor, las jaculatorias, la misa que hacía mucho no escuchaba.

    Huerta le dijo a Madero,

    con palabra traicionera:

    —Si usted me confía las tropas

    yo tomo la Ciudadela.

    El Presidente le dijo:

    —Eso lo voy a ordenar,

    aunque yo sé demasiado

    que usted me va a traicionar.

    Luego Riveroll e Izquierdo,

    los dos con nefanda astucia,

    al Presidente Madero

    le pidieron la renuncia.

    Atrás quedaban ya el rumor y las premoniciones, las presiones de sus dos hijos —Rodolfo y Alfonso— quienes le insistían, uno que se lanzara a la sublevación, y el otro, Alfonso, que se retirara a escribir sus memorias, a leer los Cantos de vida y esperanza de Rubén Darío y a leer a esos historiadores griegos —Tucídides y Polibio— que había empezado a frecuentar gracias a don Pedro Ogazón, uno de los parientes de su esposa.

    Madero les contestó:

    —No presento mi retiro,

    yo no me hice Presidente,

    por el pueblo fui elegido.

    El Presidente les dijo:

    —¿Quién fué el que se los mandó?

    Y sacando su revólver

    el pecho les traspasó.

    Don Aureliano Blanquet

    le dijo al señor Madero,

    cogiéndole por los hombros:

    —Dése usted por prisionero.

    Pero sobre todo quedaban atrás esos 400 días interminables que pasó en la prisión de Tlatelolco viendo con impotencia cómo se desarrollaban los acontecimientos y cómo el inútil de Madero —así lo llamaba— dejaba que el país se le desbaratara entre las manos. ¿De qué le habían servido a Madero sus prácticas religiosas, sus visitaciones espiritistas, aquellos textos dizque sagrados de la India antigua que le dictaban los espíritus, los maestros de la alta logia blanca? ¿De qué le había servido a ese pobre presidente su retórica vegetariana, sus discursos entre democráticos y homeopáticos? También quedaba atrás ese hijo suyo, Rodolfo quien, Bernardo lo sabía, lo había manipulado acaso sólo por amor a la manipulación; atrás, la gran Aurelia —la nana Yeya como le decían sus nietos— y el risueño Alfonso, quien parecía reír hasta cuando lloraba. Quedaban atrás esos interminables 400 días de cárcel en los que no sólo iba oyendo cómo el país se preparaba para derrumbarse, sino que también iba tocándose una por una las 77 llagas que traía abiertas debajo de la piel, las llagas físicas pero sobre todo esas llagas más dolorosas y que todavía le ardían, que le habían infligido con pluma y tinta los Limantour, los Romero Rubio, los Huerta, los Mondragón y el mismísimo don Porfirio a quien siempre había creído un hombre bueno pero que a lo largo de esas 400 jornadas de cárcel había llegado a considerar un bicho, un animal vengativo, maligno y perverso.

    —esas llagas por las cuales

    él sentía que se desangraba

    sorda y calladamente el país.

    Quedaban atrás los momentos felices pasados en compañía del risueño Alfonso con quien recitaba a dúo El estudiante de Salamanca, a quien contaba tramas de la antigua historia griega como la Batalla de Maratón, y con quien compartía anécdotas de Alejandro, César y Napoleón; como el niño era muy dotado, retenía de memoria tiradas enteras del Telémaco, el célebre ¡Qu’il mourût del Horace de Corneille, o el Jeune soldat, où vas-tu? de Lamennais, frase que algunos militares mexicanos de la época de la Intervención habían integrado al corpus del honor bélico mexicano, como si fuese una especie de Bushido… La guerra, la madre guerra, siempre la guerra, añorada y sufrida, la guerra ruda y cruel, y sin embargo necesaria como ese Victoriano Huerta que había nacido también en 1850 y que era capaz de las peores barbaridades. (Mi padre León me contó que cuando, una semana después de la muerte de don Bernardo, asesinaron al presidente Madero y le dieron la noticia a Victoriano Huerta, éste disparó: Ya me hicieron mártir a ese pendejo.)[2]

    Terminaron los combates

    el dieciocho de febrero,

    quedando allí prisioneros

    Pino Suárez y Madero.

    Muchos soldados ya muertos

    en Palacio y Ciudadela,

    fueron sus restos quemados

    en los campos de Balbuena.

    La sangre corría a torrentes,

    pero era sangre de hermanos,

    siendo culpables de todo

    ambiciosos mexicanos.

    Huerta por sus partidarios

    se hizo solo Presidente,

    luego que subió al poder

    a Madero dió la muerte.

    El veintidós de febrero,

    fecha de negros pesares,

    mandó Huerta asesinar

    a Madero y Pino Suárez.

    El Presidente Madero

    a Huerta le hizo favores,

    ¡un bien con un mal se paga!

    Eso es muy cierto, señores.

    Cárdenas fué el asesino

    que hizo tan chula gracia

    de asesinar a dos héroes

    padres de la Democracia.

    Aquí terminan los versos

    y, si han logrado gustar,

    son compuestos por Lozano,

    un coplero popular.[3]

    Bernardo Reyes saldría de su prisión en el Palacio Nacional antes de que se levantara el día, sólo para caer bajo la múltiple metralla unas horas después.

    RELECTURA DE LA ORACIÓN DEL 9 DE FEBRERO

    Por aquella época, entre algunos círculos políticos e intelectuales —empezando por el propio Francisco I. Madero: No te han engañado al decirte que soy espiritista, porque efectivamente lo soy y muy entusiasta, le escribía a Eduardo Durán el 17 de febrero de 1905—[4] estaba de moda el espiritismo, y Mediz Bolio quien provenía de un colegio de sacerdotes como Benito Juárez y Melchor Ocampo, y pensaba —como luego diría en un debate parlamentario— que era mejor ser liberal en Cristo que católico en Voltaire, lo cual tenía, como advirtió Alfonso Reyes, ciertas inclinaciones teosóficas, cosa que en aquella época era hasta cierto punto usual.

    El general Bernardo Reyes ya se encontraba preso en la cárcel de Santiago Tlatelolco y Félix Díaz estaba en la Penitenciaría.

    Antonio Mediz Bolio refiere así las circunstancias en que se le dio a conocer la premonición de la señorita Julia A., mujer respetuosa y afectuosa que abría su casa a un reducido círculo de amigos y que estaba ungida, por así decir, con el singular don de la disponibilidad espiritista:

    El caso fue que Quico me llevó una noche a la casa de Julita Z. Me había hablado con fervor de sus asombrosas facultades de clarividente, don natural que ella, por cierto, no cultivaba ni ejercía profesionalmente, ni menos con objeto proselitista ni interesado en modo alguno. Cuando alguna cosa oía, veía, o sentía, la contaba llanamente, sin trance ni sesión, ni nada parecido. Generalmente, su agradable tertulia —a la que el

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