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Guerras, espionajes y religión. El protestantismo en Cuba
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Libro electrónico298 páginas4 horas

Guerras, espionajes y religión. El protestantismo en Cuba

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Guerra, espionaje y religión está atravesada por una investigación realizada por Godofredo Alejandro de Vega Reyes acerca del protestantismo y su entrada en Cuba en un recorrido que abarca desde la colonia hasta los primeros años de la Revolución Cubana. «El libro no pretende ser la historia de las iglesias evangélicas, sino de sus interrelaciones
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 jul 2019
Guerras, espionajes y religión. El protestantismo en Cuba
Autor

Godofredo Alejandro De Vega Reyes

GODOFREDO ALEJANDRO DE VEGA REYES (La Habana, 1942). Licenciado en Historia (Universidad de La Habana, 1977) y en Teologia y Estudios Biblicos (Instituto Superior de Estudios Bíblicos y Teológicos, 2009). Labora de especialista en el Sistema de la Cultura. Otras obras suyas son: El protestantismo en Cuba durante el siglo XIX, mención en el concurso de Historia 1ro. de Enero, 1977; El Circo, una manifestación artística que podría ser rentable, premio en el Primer Concurso de Economía de la Cultura (MINCULT, 1987); y Jesús y la Buena Nueva. Trasfondos Políticos y Sociales en el Nuevo Testamento, premio en el concurso Pinos Nuevos, 2010 (Ediciones Cubanas, 2012).

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    Guerras, espionajes y religión. El protestantismo en Cuba - Godofredo Alejandro De Vega Reyes

    Guerras, espionajes y religión

    Godofredo Alejandro de Vega Reyes

    Ensayo

    Edición y corrección: Nancy Maestigue Prieto

    Diseño y composición: Rafael Lago Sarichev

    Conversión e-book, ajuste de imágenes y revisión: Rafael Lago Sarichev

    © Godofredo Alejandro de Vega Reyes, 2017

    © Sobre la presente edición:

    Ediciones Cubanas, 2017

    ISBN 978-959-7245-62-9

    Sin la autorización de la Editorial

    queda prohibido todo tipo de reproducción

    o distribución del contenido.

    Ediciones Cubanas, ARTEX

    5ta. ave., esq. a 94, Miramar, Playa, Cuba

    E-mail: editorialec@edicuba.artex.cu

    Telf: (53-7) 204 5492, 204 3586, 204 4132

    Godofredo Alejandro de Vega Reyes (La Habana, 1942). Licenciado en Historia (Universidad de La Habana, 1977) y en Teología y Estudios Bíblicos (Instituto Superior de Estudios Bíblicos y Teológicos, 2009). Labora de especialista en el Sistema de la Cultura. Otras obras suyas son: El protestantismo en Cuba durante el siglo xix, mención en el concurso de Historia 1ro. de Enero, 1977; El Circo, una manifestación artística que podría ser rentable, premio en el Primer Concurso de Economía de la Cultura (MINCULT, 1987); y Jesús y la Buena Nueva. Trasfondos Políticos y Sociales en el Nuevo Testamento, premio en el concurso Pinos Nuevos, 2010 (Ediciones Cubanas, 2012).

    A la memoria del reverendo Raúl Fernández Ceballos

    PRÓLOGO DE ADOLFO HAM

    Es un privilegio para mí que mi colega y hermano, buen amigo por largos años, me haya pedido la redacción de este prólogo. No empezaría argumentando el valor documentario del libro, lo cual se comprobaría en su utilidad. Calificaría a Godofredo Alejandro como un enfant terrible. Siempre no solo ha sido una persona polémica, ¡sino que él se complace en ello! Esto se evidencia en sus libros publicados. Él es un exaltado defensor acérrimo de sus convicciones entre las que están: el compromiso con la patria, la defensa de sus valores, y la fidelidad a su expresión de la fe cristiana, el protestantismo. Estas le han llevado algunas veces, a mi juicio, a posiciones algo maniqueas, cuando en ocasiones los grises confieren mejor la realidad.

    En cuanto al protestantismo, si es que podemos hablar así en singular, ya que en realidad se trata más bien de «protestantismos» con expresiones diferentes, algunas hasta contrarias entre sí. Siempre me he cuestionado la razón de ser del protestantismo en Cuba, porque soy un poco crítico como nuestro autor, del sentido misionero del protestantismo y veo la razón de Edimburgo al considerar que Cuba no podía ser «país de misión» porque era católico (¡). Concuerdo con Alejandro que, si es una expresión de la American way of life, o una extensión del expansionismo imperialista de los EE.UU., sería una «quinta columna» peligrosa en nuestra Isla. La suerte para nosotros, como lo expone bien Alejandro, es que las «iglesias protestantes históricas» fueron fundadas por «misioneros patriotas», para usar la feliz frase de nuestro inolvidable Rafael Cepeda, aunque muy pronto estos hayan sido desplazados por los misioneros enviados por sus «Juntas Misioneras», los cuales poseían, claro, para ellos, un status superior. También ha sido bien sintomático que tales «Juntas Misioneras», hayan sido, como en el caso de Puerto Rico «Juntas Domésticas» (nacionales y no extranjeras, que en muchos aspectos eran más liberales), quizás pensando/anhelando que Cuba siguiera la misma suerte de ser una colonia como Puerto Rico. Alejandro nos desafía a seguir profundizando en estos estudios, pero es una pena que en nuestras iglesias no hayamos tenido mejor cuidado en preservar tantos documentos valiosos de nuestra historia. Creo también, que en la medida en que vayamos conociendo mejor nuestra historia (religiosa y secular), iremos revisando o completando las partes más polémicas de este estudio. Tengo la convicción que también hubo misioneros norteamericanos como el obispo episcopal H. Hulse o el cuáquero Sylvester Jones, que representaban sorpresivamente otro paradigma progresista misionero. No se piense tampoco que el gobierno Norteamericano de Ocupación habría beneficiado más a los protestantes, al contrario, hasta le pagó a la Iglesia Católica con dinero cubano la deuda del Estado Español por la nacionalización de sus propiedades. Un problema en el que, a mi juicio, irónicamente la Iglesia Católica, por ser sincrética ella misma, tuvo más sensatez que las iglesias protestantes, en su relación con la espiritualidad sincrética cubana tan generalizada hasta el día de hoy. En definitiva, el gran problema para las iglesias protestantes está en cómo enraizarse en la cultura cubana, lo cual conduciría a un protestantismo más cubano. Muy importante es el hecho que hubo presencia protestante muy destacada en la lucha insurreccional contra el régimen de Batista en personas como Frank País, Oscar Lucero, Esteban Hernández, Agustín González Seisdedos, Raúl Fernández Ceballos, y otros.

    ¡Exhorto a Alejandro de Vega que siga ofreciéndonos otros frutos de sus logrados trabajos históricos! ¡Si a otros/otras les molestaría esta investigación acuciosa, por mi parte yo lo felicito, y lo exhorto a continuar escribiendo esta historia con sus mismos instrumentos! ¡Enhorabuena!

    Adolfo Ham

    *

    * Adolfo Ham Reyes (Santiago de Cuba, 1931). Doctor en Filosofía y en Teología. Decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Oriente (1961) y rector Seminario Bautista de Cuba Oriental (1959-1964). Secretario Ejecutivo del Concilio Cubano de Iglesias Evangélicas (CCIE) entre 1965 y 1969, y presidente del Consejo de Iglesias de Cuba (CIC) entre 1983 y 1987. Pastor de la Iglesia Presbiteriana a partir de 1970. Ha sido miembro de diversas comisiones del Consejo Mundial de Iglesias. Profesor en el Seminario Evangélico Teológico de Matanzas desde 1965. Cofundador en 1995 del Instituto Superior de Estudios Bíblicos y Teológicos (ISEBIT), hoy Instituto Superior Ecuménico de Ciencias de la Religión (ISECRE), el cual dirige.

    PRÓLOGO DEL AUTOR

    Guerras, espionaje y religión aborda aspectos poco conocidos del protestantismo en la Historia de Cuba, desde la colonización por España hasta los primeros años de la Revolución, y de acciones de potencias imperialistas para apoderarse de la Isla, con la religión utilizada como recurso.

    El libro no pretende ser la historia de las iglesias evangélicas, sino de sus interrelaciones con hechos relevantes de nuestra historia, en los que se entremezclan, como lo indica el título: guerras, espionajes y religión.

    El acopio de la mayoría de los datos fue realizado entre los años 1970 y 1971, mientras cursaba la Licenciatura en Historia en la Universidad de La Habana, con vistas a un tema de investigación que había escogido a sugerencia de Raúl Fernández Ceballos, pastor de la Primera Iglesia Presbiteriana de La Habana, referente a las características del protestantismo en Cuba.

    La tarea emprendida abarcó entrevistas a dirigentes y ministros evangélicos, la revisión de la historiografía cubana desde la conquista, los relatos de extranjeros que visitaron la Isla durante la etapa colonial, documentos de la Comisión Militar Ejecutiva y Permanente preservados en el Archivo Nacional; las revistas evangélicas publicadas durante los primeros años de la República, biografías sobre los misioneros norteamericanos que más se destacaron en Cuba y tesis de grado de estudiantes del Seminario Evangélico Teológico de Matanzas con Rafael Cepeda Clemente de tutor.

    El doctor Adolfo Ham Reyes, en aquel momento Secretario Ejecutivo del Consejo de Iglesias de Cuba y el obispo metodista Armando Rodríguez Borges, facilitaron el acceso a documentos, libros y colecciones de revistas. El doctor Raúl Gómez Treto ofreció similar ayuda respecto a la Iglesia Católica. El Archivo Nacional de Cuba, la Biblioteca Nacional José Martí y la biblioteca de la Facultad de Historia, dieron amplias facilidades para la consulta de sus fondos. Juan Pérez de la Riva y su esposa Sara, aportaron ayuda bibliográfica, datos y recomendaciones. Un apoyo muy especial fue dado por Argelier León, Isaac Barreal y Armando Andrés Bermúdez, del Instituto de Etnología y Folklore, con sus consejos, y por haber puesto a las oficinistas de esa institución en función de hacer copia mecanográfica de libros y artículos de revistas, en una época que no se disponía de fotocopiadoras. Para todos, mis agradecimientos.

    Las conversaciones con Fernández Ceballos, dirigente en varias ocasiones del Concilio Cubano de Iglesias Evangélicas y protagonista de muchos de los hechos que se narran, aportaron datos y apreciaciones imposibles de hallar en fuentes escritas.

    Las fichas quedaron engavetadas durante años hasta que, en 1977, parte del material fue utilizado para una monografía titulada El protestantismo durante el siglo xix en Cuba, que obtuvo mención en el concurso de Historia Primero de Enero. Por distintos avatares nunca llegó a publicarse, pero tuvo el mérito de incentivar a Rafael Cepeda a escribir Los misioneros patriotas. Copias de aquel trabajo, que han circulado sin consentimiento, han sido empleadas en investigaciones, unas veces con cita de la fuente, otras con olvido de ese deber elemental.

    Con el paso de los años la investigación conserva su valor. Algunos aspectos de la historia de Cuba, aquí abordados, carecen de divulgación. Los escritos publicados acerca de la historia del protestantismo en Cuba y de los «misioneros patriotas» del siglo xix no han dado la debida consideración al trasfondo político, de modo que el tema permanece virgen en muchos aspectos. Así, por ejemplo, la correspondencia entre Antonio Maceo y el reverendo Alberto J. Díaz continúa siendo abordada fuera de contexto.

    Una aclaración antes de terminar: los conceptos protestante y evangélico se utilizan aquí con idéntico significado.

    Después de estar la primera edición de este libro en procesos de imprenta, el investigador Carlos R. Molina Rodríguez, teólogo, historiador y profesor del Seminario Evangélico Teológico de Matanzas, gentilmente me hizo llegar los resultados de sus investigaciones y la compilación de trabajos de otros autores, a tomar en consideración. Esto, a su vez, me obligó a valorar otras publicaciones, en especial el Panorama del protestantismo en Cuba, de Marcos Antonio Ramos, y las investigaciones de Rafael Cepeda y trabajos sobre la Iglesia Católica. Por tales motivos, la nueva edición de este ensayo, ahora en forma digital, aborda aspectos que no aparecen en el edición impresa.

    LA RELIGIOSIDAD EN CUBA DURANTE LA COLONIA

    Visitantes extranjeros de diversos credos, eclesiásticos ilustres, como el obispo Espada, y cubanos de cultura universal, como Domingo del Monte, coincidieron, durante la primera mitad del siglo xix, en señalar la irreligiosidad de la población de Cuba, o al menos de las clases sociales con las que ellos se relacionaban, y denunciaron la poca formación cultural y teológica del clero, así como el bajo nivel de la educación religiosa.

    Para algunos esta situación era consecuencia de la subordinación de la Iglesia al Estado en virtud del Real Patronato.¹ Según algunos abolicionistas, como el cónsul británico Richard Madden, todo era culpa de la continuación ilegal del tráfico de esclavos. En general, se reprochaba al clero la mercantilización de los sacramentos, la desidia en la predicación religiosa y en la observación de sus deberes cristianos, y no desempeñar un papel efectivo como factor de equilibrio social respecto a los esclavos, al estilo del que jugaron las iglesias protestantes en los dominios ingleses.

    En ningún país latinoamericano la preocupación por la suerte del alma después de la muerte influía en la conducta de la mayoría de la población ilustrada, pero en el caso de Cuba era evidente que la indiferencia en materia religiosa había superado lo que cabría esperar de un territorio cuya cultura era producto de la colonización ibérica, donde el catolicismo era la religión oficial.

    Un factor que debe considerarse es el proceso de secularización del pensamiento que comenzó a gestarse en Europa desde fines del siglo xviii. Las capas cultas de la sociedad acogían con simpatía las tesis iluministas y racionalistas, incluso en la Corte de España; las logias masónicas prosperaban a pesar de las excomuniones papales. Pero estas influencias externas no hubieran arraigado en Cuba con tanta fuerza de no haber existido condiciones históricas que motivaran la apatía de su población respecto a las creencias y prácticas religiosas oficiales.

    Los conceptos éticos predominantes durante la Conquista hicieron de la despreocupación religiosa un atributo del hombre libre. El paradigma de conquistador era el individuo valiente, audaz y ambicioso, dispuesto a obtener con la espada y la astucia riquezas para sí y para la Corona. La rudeza de carácter era consustancial a su condición de aventurero y en modo alguno podría suponérsele un modelo de piedad. La mojigatería se interpretaba como un signo de debilidad y era una actitud inaceptable. Salvo honrosas excepciones, el cura había fungido como compañero inseparable del conquistador, subordinado a él para complementar con la prédica religiosa la obra alcanzada por la violencia.² Por esto, la esfera de influencia del clero abarcó especialmente a los elementos excluidos de la sociedad civil: indios, negros y mujeres. Pero aun en ellos no siempre sería profunda.

    El trabajo de la Iglesia en América entre los indios fue efectivo en relación con la extensión y prontitud de las conversiones. Los dominicos y otras órdenes religiosas se esforzaron por que se reconociera que los aborígenes tenían alma con vistas a poder ganarlos para la cristiandad. Después de muchas dudas e indagaciones, el papa Paulo III dictó en Roma una bula el 4 de julio de 1537, por la cual se les reconocía como verdaderos hombres, capaces de tener fe. Los indios de Cuba y Santo Domingo fueron causantes de las mayores incertidumbres, pues les era muy difícil entender acerca de Adán, Eva y el pecado original. De acuerdo con sus tradiciones ancestrales, el hombre había surgido de forma espontánea a partir de la putrefacción de la tierra y la acción del sol, sin necesidad de un dios creador.³ Las mujeres, según los tainos, fueron creadas por los hombres con ayuda del pájaro carpintero, a partir de unos seres resbalosos y asexuados que habían capturado.⁴

    Se calcula que la población aborigen en Cuba durante el descubrimiento era de unos doscientos mil. Las matanzas perpetradas durante la conquista y pacificación, las epidemias traídas de Europa y África, la privación de los cultivos necesarios para su sustento, el brusco descenso de la natalidad, el trabajo agotador y los suicidios masivos, fueron diezmándola sucesivamente.

    El régimen de encomiendas suponía la repartición de indios entre los colonos para evangelizarlos y prepararlos para la vida civilizada. Pero el trato inhumano y sus secuelas provocaron tantas muertes que era dudoso que se salvara algún alma para la cristiandad. La Orden de los Predicadores intentó preservarlos como individuos y ganarlos así como cristianos; primero fray Antonio Montesinos en Santo Domingo y luego Bartolomé de las Casas en Cuba protestaron contra su esclavización y exterminio. El cardenal Ximénez de Cisneros, regente en España a la muerte de Fernando el Católico, prestó atención a las quejas, otorgó a Las Casas el título de protector universal de los indios y designó a varios frailes jerónimos para que suavizaran el rigor a que eran sometidos los aborígenes. Pero fiel a sus deberes como cabeza del Estado, Cisneros conservó las encomiendas en forma modificada. Cuando en 1553 el régimen fue abolido, los indios en Cuba apenas rebasaban de cinco mil, incluyendo a los introducidos de Campeche y otros territorios.⁶ Por orden de Carlos V los sobrevivientes debían ser concentrados en varios poblados para su mejor protección, pero rotas sus tradiciones culturales, muchos vagaban «sin pueblo, religión, ni política», según expresión del gobernador Pérez de Angulo.⁷

    La carencia de fuerza de trabajo para el desarrollo de una economía de plantación hizo de la importación de esclavos africanos una de las premisas del progreso económico de las Antillas. En Cuba la industria azucarera había establecido sus bases desde principios del siglo xvi. Los hacendados consideraban que la religión hacía más sumisos a los esclavos y construían la capilla conjuntamente con el ingenio y los barracones.⁸ En las ciudades se prestaba atención a la evangelización de los esclavos domésticos y algunas órdenes instruyeron a algunos para utilizarlos como catequistas.

    La colonización blanca del Nuevo Mundo se realizó inicialmente con los elementos que no tenían cabida en la sociedad española, incluyendo a presidiarios, prostitutas y judíos furtivos, gentes que no se caracterizaban precisamente por la observancia de los preceptos de la Iglesia. Ellos introdujeron creencias populares europeas como la hechicería, la magia negra y el «catolicismo popular». A ello se sumó las ideas supersticiosas aportadas por frailes de distintas procedencias con poca o ninguna formación teológica, que afluían a La Habana sin sujeción a ninguna jerarquía civil o religiosa y que se buscaban la vida con picardías y engaños.

    El siglo xvii fue la época de mayor auge del clero en Cuba, cuando la única forma de educación superior era la eclesiástica y elementos de las clases acomodadas aspiraban a ser sacerdotes. La Iglesia participó, a través del diezmo, de los beneficios obtenidos en la industria azucarera y el tabaco, y recibía con frecuencia legados para misas y obras pías. El clero secular y las órdenes religiosas mantenían buenas relaciones con las familias criollas debido a su tolerancia hacia el comercio de contrabando. Las órdenes más importantes fueron los franciscanos y los dominicos, por el ingreso en ellas de muchos nacidos en el país, y por la adquisición de tierras y esclavos mediante donaciones o compra, con lo que llegaron a convertirse en grandes terratenientes.

    La influencia social y poder económico del clero no implicó una mayor ortodoxia en la fe. Para escándalo de los obispos se generalizaban las supersticiones de los más diversos orígenes, entre ellas la celebración en casas particulares de las fiestas denominadas «altares de cruz», práctica condenada como ajena a la Iglesia.

    En las noches de San Juan y San Pedro era costumbre celebrar mascaradas a caballo y fiestas con música, baile y altares. Al amparo de los disfraces se hacía burla de dignatarios eclesiásticos y de las autoridades civiles. El obispo Vara Calderón comisionó a funcionarios episcopales para disolver los corros en las calles y fiestas familiares, con imposición de multas de hasta quinientos pesos. Desde su arribo a Cuba en 1673 el obispo adoptó medidas para moralizar a clérigos y conventuales, pero estos le hicieron fuerte oposición. En una carta al obispo de Santo Domingo relató que hasta intentaron envenenarlo. Entre las razones para tal aprensión estaba que los obispos que le precedieron y habían intentado reformas, murieron en circunstancias sospechosas: Juan Montiel en diciembre de 1657, y Pedro de Reina y Maldonado en octubre de 1660. Pese a estar alerta de ese peligro, Vara Calderón murió a los pocos meses, a los dos años y medio de su arribo a la Isla.¹⁰

    Si esto ocurría en las ciudades, a juicio de los historiadores católicos la situación religiosa en los campos resultaba más grave. Los clérigos eran poco dados a visitar las zonas rurales. La llegada del cura a un caserío constituía un suceso memorable, y en el mismo día se realizaba matrimonios diferidos y el bautizo de los hijos. En ausencia de médicos y sacerdotes, los pobladores acudían a los curanderos, blancos o negros, en busca de remedios para los males del cuerpo o del alma.

    Incluso en los mejores tiempos de la Iglesia en Cuba, sus prácticas solo fueron observadas con rigor por una minoría compuesta sobre todo por mujeres de las clases acomodadas y media, mientras que la mayoría de la población masculina con derecho a opinar se consideraba católica «a su modo».

    La influencia de la Iglesia entre los esclavos resultó poco profunda por la insuficiencia del trabajo que dedicaban hacia los miles de importados de África cada año y, sobre todo, por la falta de atractivo de las doctrinas, que distaban mucho de ser «las buenas nuevas» anunciadas por Jesús a los pobres y oprimidos sobre la pronta llegada de un reino de justicia, donde los últimos serán los primeros. Los curas evitaban abordar el tema de la servidumbre, y predicaban humildad y conformidad, sin soluciones para esta vida. El acto de libre elección, fundamental en la teología católica, estaba remplazado por la decisión de hacerlos cristianos, quisieran o no. En estas condiciones solo era posible esperar de ellos una práctica religiosa puramente exterior.

    Los hacendados tenían por peligrosa la prédica de cualquier mensaje de redención, aunque se refiriese únicamente a la del alma. Cristo era presentado en los catecismos a semejanzas de un mayoral que al final de las faenas de la vida computaba lo bueno y lo malo hecho por cada uno; comparaban el alma con el azúcar de caña, la cual requiere ser sometida al fuego para su purificación.¹¹ Se insistía en inculcarles que el sufrimiento en esta vida era bueno y que debían estar agradecidos, pues les sería contado como mérito para la vida eterna. Africanos que apenas entendían el castellano debían rezar padrenuestros y avemarías después de haber laborado jornadas de dieciséis horas. De las clases de catecismo impartidas someramente con motivo del bautismo o la comunión, apenas les quedaban ideas confusas sobre la existencia de un Dios creador que no había librado del castigo en este mundo ni siquiera a su propio hijo, y de santos que apadrinaban los diversos oficios o auxiliaban en determinados trances. Entre estos encontraron equivalencias con sus orichas, de modo que bajo el manto de las imágenes católicas encubrieron sus viejas creencias.¹²

    En la medida en que crecía el número de esclavos y se fundaban haciendas en lugares alejados, el trabajo del clero resultaba cada vez más pobre y superficial, de modo que las creencias de los miles de esclavos comenzaron a propagarse entre la población blanca. Más que irreligiosidad, habría que señalar la generalización de creencias populares de distintos orígenes, entremezcladas con elementos de la tradición católica.

    El esfuerzo realizado por el obispo de Espada y Landa a inicios del siglo xix para mejorar el nivel cultural y la moralidad del clero le granjeó enemigos dentro de la Iglesia y fuera de esta, y en verdad obtuvo pocos resultados, salvo entre sus colaboradores más cercanos. Numerosos frailes y sacerdotes estaban enviciados con el juego, y así se les representaba en los relatos de viajeros. La usura, la mercantilización de los sacramentos y el amancebamiento eran prácticas generalizadas, y debido a esto, los clérigos gozaban de poco prestigio ante la población criolla, que decía creer en Dios pero no en los curas.

    La posición de la Iglesia respecto a las autoridades peninsulares no fue mejor. Desde el siglo anterior, habían gobernado en España políticos anticlericales durante varios períodos, que designaron a personas afines a sus ideas para los cargos administrativos y militares en la Península y sus colonias.

    Carlos III (1759-1788) hizo ministro de la Guerra y presidente del Consejo de Castilla a Pedro Abarca de Bolea, conde de Aranda, la figura más destacada de la masonería española y amigo personal de Voltaire. Secundado por Campomanes, fue el artífice en España de la expulsión de los jesuitas, la supresión de los fueros eclesiásticos y la prohibición de imprentas dentro de los monasterios.

    Durante el reinado de Carlos IV (1788-1808), el tristemente célebre Manuel Godoy, además de

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