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Historia De La Integración Europea En 2500 Años: Los Orígenes Antiguos Se Renuevan En Las Actuales ”Aeternitas”
Historia De La Integración Europea En 2500 Años: Los Orígenes Antiguos Se Renuevan En Las Actuales ”Aeternitas”
Historia De La Integración Europea En 2500 Años: Los Orígenes Antiguos Se Renuevan En Las Actuales ”Aeternitas”
Libro electrónico1508 páginas11 horas

Historia De La Integración Europea En 2500 Años: Los Orígenes Antiguos Se Renuevan En Las Actuales ”Aeternitas”

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La historia de la integración europea no se inicia en la segunda posguerra del siglo XX: ese fue solo el epílogo de un larguísimo proceso de formación política, religiosa y sociocultural que empieza con la gran aventura de Alejandro Magno y su extemporáneo imperio universal. En los siglos posteriores, Europa se convierte en tierra de inmigración de poblaciones de origen asiático y matriz indoeuropea, que encontraron con un continente emergido de las nieves y ocuparon su «espacio vital». Pueblos todavía hoy en gran parte presentes, que se reconocen en una Europa que, como entidad, conserva una identidad característica en el plano político. Religioso e histórico-cultural. Este libro quiere contar qué fuerzas e ideales han permitido a «gentes» distintas entre sí integrarse y convivir a través de hechos, personajes, pensamientos, religiones, dinastías reales y luchas de poder.

El texto se concibe con una estructura temática plural que quiere reflejar las diversas «almas» europeas y ofrecer en cada una su interpretación concreta. La introducción expone principios, conceptos, cuestiones, pero también recorridos filosóficos y culturales a lo largo de los cuales se ha formado la cultura incluyente europea, aunque no totalmente homogénea y durante largos periodos dramáticamente conflictiva, mostrando los hitos de desarrollo del pensamiento común continental, gracias a un discurso de impronta filosófica oriental y clásica. Por su parte, la Primera Parte cuenta la historia de los hechos, personajes y líneas evolutivas europeas, con una aproximación historiológica griega, poniéndola en relación con la acción y la función del Imperio (en particular, el cristiano), que a lo largo de los siglos ha «atraído» a los diversos pueblos ubicados en Europa y los ha instruido en un modelo de civilización y de organización sociopolítica todavía hoy bien visible en todos los rincones del continente: la formación de los estados y las naciones europeos hoy incluidos en la UE son por tanto el producto de la «escisión» del Imperio durante dos mil años. En la Segunda Parte se profundiza en la evolución del pensamiento jurídico y político europeo con el método de la tratadística jurídica romana, siguiendo el desarrollo de la función de la Auctoritas, de la primera configuración en la antigua Res Publica de Roma poco a poco hasta las épocas del Medioevo, el Renacimiento y Moderna, para demostrar la continuidad de su reelaboración conceptual en toda forma política y jurídica de poder impuesto en todas las latitudes europeas, hasta los llamados «estados modernos» de las repúblicas democráticas y constitucionales actuales. La Tercera Parte es una síntesis de la historia del cristianismo, de los acontecimientos de las primeras «comunidades» formadas en época imperial y luego extendidas por toda Europa gracias a la acción evangélica del monjes misioneros y la política de cristianización de los pueblos europeos, dirigida por el Imperio y la Iglesia institucional, bajo la señal de la visión escatológica bíblica de la «salvación para todos los que creen en Cristo», que tiene una base hebrea evidente y gana fuerza por la figura única en la historia humana de Jesús de Nazaret. A lo largo del relato, se explican también los acontecimientos que en todas las épocas han señalado la historia de la Iglesia cristiana, de las polémicas conceptuales originales al dogmatismo imperial, del enfrentamiento entre las diversas «iglesias» surgidas en Europa en el Medioevo a las luchas entre el papado y el imperio, hasta la protesta y la reforma que han configurado el estado de la religiosidad cristiana actual. La Parte Cuarta es un relato críptico, que quiere «desvelar» (dando así fin al recorrido evolutivo en marcha) la historia europea en virtud de sus raíces culturales, sus mitos fundadores y el camino del «pueblo europeo», inspirando una impostación metafísica de origen celta: de hecho, solo adentrándose en los diversos «misterios» explicados en la cosmogonía greco-oriental,
IdiomaEspañol
EditorialTektime
Fecha de lanzamiento2 ene 2022
ISBN9788835434849
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    Historia De La Integración Europea En 2500 Años - Roberto Amati

    Introducción

    De la mitología a la filosofía clásica y el cristianismo: qué principios y fundamentos conceptuales presentes en el pensamiento europeo son útiles para la integración cultural de Europa.

    ¿Dónde nace Europa? ¿Cuáles son sus raíces culturales? ¿Qué origen tiene su pueblo? ¿Cuáles son sus confines naturales, físicos y geográficos? Preguntas bastante habituales en el debate moderno sobre el «viejo continente», cuyas respuestas se encuentran releyendo la historia y su equipaje cultural. Europa era el personaje de un antiguo mito griego: hija de rey Agénor de Tiro, fue raptada por Zeus,que se encarnó en un toro y la dejó embarazada de Minos, el famoso rey-sacerdote de Creta, protagonista del culto del Minotauro y fundador de la civilización minoica y mediterránea. Aquí ya tenemos muchos elementos sobre los que reflexionar.

    Por ejemplo, el origen del nombre está en la mitología,¹ compañera de viaje de las primeras civilizaciones mediterráneas-medio-orientales, parte integrante del modo de vivir, de las creencias y del pensamiento de los antiguos europeos, cuyas raíces se sitúan en épocas muy lejanas para nosotros, pobladas de dioses, semidioses y personajes sobrehumanos que, al final, dejan muchas dudas sobre la verdad real y definitiva de las vicisitudes humanas europeas. De estas, en realidad, solo tenemos una certeza aceptable con la aparición de la Historia, un instrumento científico de organización temporal y espacial de los acontecimientos, que narra los hechos a través de los testimonios directos de quienes los han vivido en persona o mediante las documentaciones originales que se han conservado.² Pero, observando con más detalle los diversos elementos del relato mitológico, se plantean dudas acerca de qué diferencia podría haber en todo caso entre el Mito y la Historia. Probablemente esta incluya el método de transmisión de la información, que en el relato mitológico se realizabasobre todo de forma oral (y posteriormente se codificaba de forma gráfica), mientras que en la Historia siempre ha tenido una praxis escrita y, por tanto, necesariamente documental. En efecto, repasando el relato de la batalla de Troya o la Odisea o las vicisitudes de Osiris y Abraham, que conocemos a través de testimonios indirectos en forma de relato mítico-religioso, aparece la duda de si hay que incluirlos en el Mito o en la Historia, porque todavía hoy la investigación arqueológica recupera y cataloga numerosas referencias físicas y documentales sobre esos hechos.

    De todos modos, de cualquier forma en que se considere, el Mito sigue siendo un gran patrimonio cultural heredado de las más antiguas civilizaciones orientales y mediterráneas: de hecho, de los babilonios a los asirios, de los egipcios a los micénicos, de los hebreos a los celtas, hasta los griegos y romanos, es posible «descubrir» fácilmente raíces similares y rasgos comunes en sus respectivos relatos mitológicos, sobre todo en el ámbito religioso y cosmogónico. No me parece un elemento insignificante, dado que precisamente la esfera religiosa y la concepción de los sagrado han condicionado durante milenios el sistema político y social humano, dando legitimidad al poder, a la ley y el derecho, a la costumbres y las culturas de los diversos pueblos europeos.³ El hecho de que exista tanta homogeneidad entre culturas de «gentes» tan diferentes y distantes en el tiempo y el espacio da que pensar: ¿tal vez son estas algunas de las «raíces comunes» de Europa? Si fuera así, sería el supuesto y la confirmación de que el espacio vital del continente europeo está inescindiblemente fusionado con el área mediterráneo-medio-oriental, además del África septentrional y el Asia central,regiones del mundo que, indiscutiblemente, están interrelacionadas desde siempre y todavía hoy lo están.⁴

    También es evidente que las influencias histórico-políticas, económicas y culturales existentes entre Europa y Oriente Medio y toda la cuenca mediterránea han sido siempre bidireccionales, múltiples y perdurables. Esta consideración introduce otros elementos de análisis, que resultarán bastante útiles para nuestra investigación sobre la historia de la evolución de Europa: de hecho, si multiplicidad significa también pluralidad, diferenciación y no homologación yvariabilidad con respecto a los elementos esenciales comunes, con bidireccionalidad se indica por el contrario la existencia de relaciones de reciprocidad y de sistematismo (también llamadas holísticas) entre las partes del mundo, pero también la comunicabilidad por medio de códigos culturales y lingüísticos compartidos a través de procesos continuos e inmutables en su esencia, aceptados conscientemente y conservados con el discurrir del tiempo. Estos son algunos conceptos fundamentales europeos, pertenecientes al inmenso bagaje del pensamiento occidental, que en sí se fragmenta en disciplinas y corrientes intelectuales plurales, pero todas convergentes en unΤόπος común: el ser humano, su existencia terrenal, su relación con lo divino, sus problemas antropológicos y las estructuras políticas y jurídicas de convivencia común. Estamos aquí hablando de las disciplinas llamadas «humanísticas».⁵ La historia del pensamiento occidental es muy rica en τόποι y argumentos con respecto al hombre, ya desde los filósofos griegos de la época clásica,⁶ los cuales, interrogándose acerca de la naturaleza de la realidad y el sentido de la vida iban en busca de la verdad última y el conocimiento absoluto. Pues bien, estos identificaron las raíces de la vida humana y la reconocieron en el άρχή, la fuente de la existencia cósmica, el punto de origen de la verdad, de las leyes, del orden y de la justicia, el ente eterno e inmutable, el inicio y el fin de todas las cosas, el absoluto continuo e indivisible, la síntesis suprema de άρμόζα y πόλεμος, la voz del λόγος. Eso se entendía como el origen del «Todo» (χάος), que contiene todo, la identidad última, el infinito, la salvación eterna.⁷

    Estas eran las diversas definiciones de άρχή comúnmente aceptadas por la meditación filosófica antigua, que iluminaba y guiaba la vida humana, restringida a una lucha desesperada en la oposición práctica entre la paz y la discordia, empapada del dolor que conduce al hombre a buscar la verdad y la felicidad, a alcanzar en definitiva la salvación. La visión gnóstica⁸ de la vida humana sin esperanza y ya indicada por un destino adverso inevitable era contrapesada por la cultura «dualista», según la cual el único intermediario existente entre hombres y άρχήera el δημιουργός, que sería necesario para forjar y guiar la existencia terrenal de acuerdo con la voluntad divina, siendo el ente intermedio que plasma la materia con el fin de producir la realidad fenoménica (lo físico múltiple): dotado de σοφός y del poder de controlar el pensamiento original, lleno de conceptos ideales y τόποι, el δημιουργός⁹ llega a transformar la realidad según las expectativas supremas. Por tanto, los hombres deben confiar en él.

    Para ser justos, esta era la visión filosófica llamada «idealista».¹⁰ A ella se oponía la llamada «materialista»,¹¹ según la cual el Saber humano y el χάος son capaces de manipular la Φύσις de acuerdo con las formas más arbitrarias.¹²Aparece aquí, plásticamente, la antigua versión del enfrentamiento actual recurrente entre el Hombre y Dios: de hecho, para una escuela de pensamiento el conocimiento del bien del hombre y de la intuición se vemediada por la fe; para la otra, por el contrario, el Hombre puede conocer la realidad  solo por medio de las teorías y la experiencia científicas(έμπειρία).¹³

    De todos modos, en ambas tesis era fuerte la referencia a la idea de continuidad-mutación hacia una ética superior y aquellas virtudes necesarias para llevar una «buena vida» y alcanzar en definitiva la Verdad.¹⁴ Se compartía la opinión sobre la existencia de un ente «deveniente», que se transforma y se orienta, como un universo ordenado y estructurado, organizado y complejo, autorregulado: la discusión estaba en la consideración de si era una guía externa a los acontecimientos de la vida humana o si, por el contrario, todo ocurría por casualidad, determinado exclusivamente por las acciones del hombre. Sea cual sea la visión más «justa» (o real), puede sin duda coexistir con el principio de evolución, ya conocido por las más antiguas religiones orientales, para las que todo ser existente sobre la Tierra está animado por una chispa de luz divina,¹⁵ que se encarna con el fin de descubrir las leyes de la vida eterna y la verdad última en sí, anhelando la reunión con lo divino. En esta filosofía, el mundo terrenal-material es solo el medio a través del cual el ser espiritual se encuentra a sí mismo y a Dios.

    Esta cultura se hizo propia en la cultura llamada «helenística», cuando el mundo griegooccidental se integró con el universo persa, egipcio y medio-oriental: se difundió también en Grecia y se empezó a pensar que la vida humana estaba incluida en un «círculo» que reconducía a lo divino, pasando por un «juicio final» sobre cómo se afrontaba el sufrimiento producido por el contacto del alma pura y divina con la materia.¹⁶ Se fue reforzando así el concepto del Άνεμος y de relación con el Ser supremo, el άρχή, preparandoinconscientemente la llegada de la «nueva enseñanza» del cristianismo, que surge como revelación innovadora de la antigua religión monoteísta basada en el hebraísmo, llevando el mensaje de relegar el sentido de la vida humana a una fe total en Dios, la única vía que puede conducir al ser humano a la reunión con lo divino. Así se introdujo por primera vez en el pensamiento humano la idea de la salvación para los que creen en Dios, indiferentemente de que sean seguidores de Moisés o de Jesús.¹⁷

    Fue la posterior exégesis de las Sagradas Escrituras, realizada por los llamados «Padres de la Iglesia cristiana» la que construyó el nexo racional,¹⁸ la que ayudó a relacionar el Antiguo y el Nuevo Testamento de la Biblia y a edificar las bases teológicas, filosóficas y culturales del cristianismo universal (catholicos) y su correspondiente corpus dogmático, definiendo las tres «virtudes teologales» (Spes, Fides, Charitas),¹⁹ que iban a asociarse con las llamadas «virtudes cardinales» ya conocidas en la antigüedad, sobre las cuales Roma había basado el patrimonio histórico, jurídico, cultural y religioso de su civilización (Mos maiorum).²⁰ Las Virtutes romanas eran numerosas y fueron el sustrato cultural-mental necesario para definir las concepciones sobre las que se apoyaba toda la arquitectura del sistema romano, de las cuales a nosotros nos interesan en particular: Auctoritas, Ius, Communitas, Res Publica, Statum,Pax,UniversitasyTraditio. Creo que está claro para todos lo actuales y fundamentales que resultan todavía hoy para la civilización europea…²¹Los antiguos romanos idealizaron también las llamadas Aeternitas,²² aquellos elementos de vida comunitaria que hacen referencia a la religión, a la tradición y a las costumbres de los Patres. Y que, si se mira bien, se han conservado y continúan subsistiendo en la Europa actual.²³

    El bagaje cultural cristiano-romano-clásico, desarrollado a lo largo de la Edad Antigua, se extendió posteriormente a lo largo de toda la Edad Media a las distintas poblaciones y tribus continentales que entraban en contacto con el Imperium Romanum, provenientes de diversas latitudes: en el siglo XIII ese bagaje se enriquece con la contribución producto de la especulación de la Escolástica,²⁴ que añade el concepto del Corpus Mysticumcomo complemento del legado milenario de pensamiento filosófico-teológico clásico-cristiano, con la intención de conciliar Ratio et Fides. Era el inicio de una nueva época histórica europea y de la concepción holística del Universo, en cuyo centro ahora se colocaba al Hombre, hecho «a imagen de Dios», capaz de conocer la realidad mediante la intuición, los conceptos y los principios, siguiendo sencillamente su propia conciencia innata.²⁵

    La exasperación de esta visión, basada en el método científico y el puro racionalismo analítico, abrió el camino a la llegada de la ciencia moderna y la investigación de la verdad ínsita en laΦύσις²⁶desatendiendo totalmente la opinión humana. Ahí se inició la creciente disputa intelectual sobre el sentido y la «dirección» de la vida humana, que para los clasicistas no son otros que un continuo retorno a los orígenes, mientras que para los modernistas son el inexorable progreso hacia la felicidad y la realización del «Paraíso en la Tierra».²⁷ Un cisma que ha marcado el curso de la historia europea (y por tanto occidental y mundial) con divergencias cada vez más claras y violentas, evidentes hasta hoy.

    Pero a lo largo del siglo XX se ha vuelto a considerar la hipótesis organicista y holística de la realidad, pese al llamado «paradigma mecanicista» que ha dominado la Edad Moderna; construida sobre conceptos de orden, armonía y entropía del sistema, de interdependencia de las partes de un todo sistémico, único, autoconservativoy evolutivo, siguiendo estadios sucesivos de crisis internas y de transformaciones, se propone un modo de entender la realidad humana que se sostiene por un sistema de concepciones del pensamiento, filosófico y religioso, ya profundamente influyente en el pensamiento político europeo de los siglos pasados.²⁸ Es una visión que se ha formado en el surco del recorrido que tiene su origen en el idealismo clásico, pasando a través de las prácticas constitucionalistas de las πόλις griegas y del caso jurídico del Statum romano, para fundirse luego en la «teología regia cristiana» medieval²⁹ y en la definición de «soberanía absoluta»³⁰ en el Renacimiento, para concluir por fin con los modelos modernos de «contractualismo»³¹ y de «democracia universal».³² En resumen, una visión sistemática, totalitaria y sempiterna que demuestra cómo en toda época pasada las ideas de Estado totalizante, representatividad, leyes comunes, legitimación del poder y gobierno elitario («electivo») han sido fundamentales, plenamente aplicadas y transmitidas, además de constantemente ligadas a la visión comunitaria e integrada de la vida humana.³³

    En este punto se pueden identificar aquellos principios que se consideran básicos en la historia europea, enraizados profundamente ya en el crisol primordial de la cultura occidental-mediterránea y continuamente transmitidos y aplicados a lo largo de los siglos. Estos son: la idea de la continuidad y el cambio de todo elemento cósmico; la concepción de Dios-Padre creador, del Todo y de sus partes entremezcladas; la visión eterna y cíclica de los acontecimientos; las fuerzas del orden y el caos cósmico; la conciencia humana de la virtud y la ética; la necesidad de las leyes, de la justicia y de la codificación de las normas sociales; la importancia del Estado, de la autoridad, del poder político y de la asamblea comunitaria. Estos son los elementos comunes y conocidos en todas las culturas, las tradiciones, las religiones y las filosofías contempladas en la historia continental europea, ya presentes en los mitos más antiguos o «revelados» por la historia, gracias a los cuales los diversos pueblos europeos vivido y convivido durante siglos, se han encontrado y desencontrado, dividido y luego repacificado y, en definitiva, se han recuperado y reconocido en la «casa común» de la Unión Europea, consciente de su historia, pero, sobre todo, de su origen compartido.

    En el próximo capítulo explicaré la historia político-militar y diplomática de Europa, con respecto al persistente proceso de integración progresiva de pueblos, culturas y religiones, ocurrido en los últimos 2.500 años, que ha producido la compleja diferenciación de los estados nacionales actuales. La parte siguiente incluirá un estudio de la función unificadora ejercida por el Imperiumen la integración europea, insistiendo de modo particular en la importancia de la figura del Emperador y su Auctoritas. Este instrumento se sirvió de la contribución fundamental aportada por la religión cristiana, al integrar a los diversos pueblos europeos que se reunían en el continente, ya sea bajo la obra evangélica o gracias al papel desempeñado por la Iglesia cristiana en el «juego político» europeo: es el objeto de la tercera parte de este tratado. A esto le sigue una revisión de la historia milenaria europea, a partir de sus raíces orientales, a través de los relatos del mito, de los libros sagrados y de las leyendas más conocidas de la cultura europea, tratando de demostrar esas conexiones íntimas y continuidad que han sostenido todo el discurrir de la historia continental, para ponertambién en evidencia la identidad cultural específica europea. En la última parte, trataré de explicar en qué consiste la continuidad histórica de algunas de las antiguas Aeternitas, individualizables y reconocibles como elementos de estabilidad y continuidad en el proceso milenario de integración europea.

    El objetivo de esta investigación es demostrar que Europa, esencialmente, es una comunidad de pueblos diferentes que han vivido una historia común que tiene sus raíces en la cultura de las civilizaciones orientales y europeas más antiguas, marcada por los acontecimientos políticos, religiosos, económicos y sociales sucesivos a lo largo de los siglos, más o menos conscientemente en dirección a una integración continental más amplia y total, gracias a la contribución decisiva de la religión cristiana y bajo la égida de la fuerza unificadora del Imperium. O, si se prefiere, siguiendo el surco de la concepción milenaria, ecuménica y universal de la vida humana.

    PARTE I )

    Historia de la integración europea en 2.500 años

    De las civilizaciones clásicas al Imperio Romano, de los βάρβαρος al SacrumImperium, de los Estados modernos a la Unión Europea: una lucha milenaria entre los impulsos hacia la unificación y el espíritu de libertad, que ha producido la diferenciación y la historicidad de los actuales estados nacionales.

    La búsqueda de las raíces de Europa es un Τόποςque fascina desde siempre a historiadores, filósofos e intelectuales, además de representar uno de los puntos centrales del debate político europeo, sobre todo en relación con el proceso de integración del continente iniciado con la fundación de la Comunidad Económica Europea.

    Las opiniones sobre la materia son diversas y opuestas, en línea con la confrontación ideológica que caracteriza al sistema actual de conocimiento.³⁴ Pero más allá de estas posturas, que por su naturaleza son difícilmente conciliables, puede resultar útil el intento de extender el concepto de «integración europea» más allá del límite temporal convencional de la segunda posguerra del siglo XX, conscientes del hecho de que la historia continental es mucho más antigua y de que los acontecimientos de nuestros días están relacionados con nuestro pasado más remoto. Esta es una argumentación que probablemente tenga pocos seguidores, pero pretendo intentar demostrarla: será útil retroceder en el tiempo a buscar los elementos de relación o de continuidad relacionados con aquellas entidades políticas, sociales, económicas, étnicas y culturales que son y han sido los «cimientos» necesarios y vivos para la construcción del actual sistema integrado continental. Por ejemplo, la idea de una «Europa unida» en el plano político indudablemente no nació en Maastricht en 1992: ese fue el momento histórico en que se sanciona una voluntad que los europeos tenían desde hacía siglos y que han tratado de concretar continuamente a lo largo del tiempo, con diversas modalidades formales y operativas.

    La lucha milenaria por la unificación, ya sea política o religiosa, de Europa ha configurado de hecho el complejo panorama político de hoy, determinando la diferenciación de los estados nacionales modernos, a menudo surgidos de un movimiento de libertad e independencia de algunos pueblos europeos contra las entidades ecuménicas «totalitarias» que, durante siglos, han dominado la escena política y cultural europea. Así, los propósitos de construir grandes sistemas unitarios, por una parte, y las acciones hacia la independencia y la libertad por otra han actuado como fuerzas contrapuestas que han marcado el discurrir de los acontecimientos de Europa, produciendo un conflicto secular que ha generado el actual panorama geopolítico. En particular, fue la institución del Imperio, ideada en la antigua Persia y luego propagada desde la costa oriental del mar Mediterráneo al corazón de la Europa continental,la que sirvió como polo de atracción y repulsión para todos aquellos pueblos dentro de su esfera de influencia. Por tanto, el imperio, como elemento importante de continuidad político-cultural, es, sobre todo, una fuerza unificadora y generadora en toda Europa, a lo largo de todas las épocas históricas en la que ha existido y en sus diversas formas.

    Al tratarse de un argumento indisolublemente relacionado con la historia en cuanto fuente de datos y de hechos y en cuanto instrumento de investigación, es desde ella desde donde se inicia la búsqueda de elementos útiles para dar una respuesta factible al τόποςsobre las raíces de Europa.

    INICIO DE LA HISTORIA: LA EDAD CLÁSICA GRIEGA

    Por convención, se dice que la historia se inició con las crónicas que Tucídides escribió sobre las Guerras del Peloponeso [431-404 a.C.], que vieron enfrentarse a las ciudades-estado griegas (πόλις), hoy comúnmente consideradas el punto de origen de la civilización clásica occidental, empeñadas en una competencia política y económica continua y hegemónica: las ciudades griegas libres, que colonizaron las costas septentrionales del mar Mediterráneo (la «Magna Grecia») se combatían habitualmente con el objetivo de imponer su hegemonía sobre sus rivales. Era un panorama político de tipo anárquico, en el cual, a menudo, las πόλις independientes se organizaban en alianzas político-militares (Liga de Delos, Liga del Peloponeso) para derrotar a sus rivales, una demostración de cómo ya entonces la supervivencia de toda ciudad-estado existente, pequeña o grande, estaba necesariamente ligada a la de otras y dependía del régimen del sistema político internacional del momento, muy inestable. Y, sin embargo, no estaban lejanos los tiempos de la guerra por la libertad librada contra la amenaza persa [Guerras Persas, 499-479 a.C.]: en ese caso, todas las πόλις se aliaron contra el enemigo común (indicado con el término griego βάρβαρος debido a su idioma incomprensible), consiguiendo en esta empresa derrotar varias veces (batallas de las Termópilas, Salamina y Platea) a un adversario mucho más potente y numeroso. En ese caso, la amenaza externa llevó a las ciudades-estado griegas a renunciar a parte de su independencia para sobrevivir. Pero después, una vez rechazado el enemigo, volvieron abatallar entre ellas por el poder hegemónico sobre el Egeo y el Mediterráneo.

    Pero la época de las πόλιςlibres terminó repentinamente cuando los macedonios, guiados por el rey Filipo II,consiguieron derrotar definitivamente a la liga que incluía a todas las demás ciudades [batalla de Queronea, 338 a.C.] y someterlas a su reino. Poco después, Alejandro Magno prosiguió la obra del padre y conquistó también el Imperio Persa, que incluía todos los territorios comprendidos entre los ríos Indo y Nilo, para fundar el Imperio Helénico: fue un paso breve pero fundamental para el futuro de Europa. En pocos años, Αλεχανδρος había unificado en un único sistema político-cultural una extensísima área geográfica, que en los milenios precedentes había visto prosperar imperios, reinos y civilizaciones opuestos y muy diversos entre sí (egipcios, hititas, sumerios, babilonios, asirios, mitannianos, fenicios, hebreos, micénicos, aqueos, lidios, medos, persas). El experimento «helenístico» de fusión de las culturas de la civilización greco-occidental y la persa-oriental (οίκουμένη) terminó sin embargo con la muerte del βασιλεύςmacedonio[323 a.C.]. Aunque breve, fue un intento que marcó la conciencia política y cultural de los europeos en los siglos posteriores: de hecho, los primeros en imitar el ejemplo alejandrino fueron los διάδοχοι, los generales del caudillo macedonio que heredaron las partes de su imperio y se lo repartieron, instituyendo varios reinos independientes (Ptolomeo en Egipto, Antígono en Asia, Seleuco en Siria, Antípatro en Grecia y Lisímaco en Tracia). Durante décadas, estuvieron peleando entre ellos por el predominio absoluto, sin que ninguno llegara a prevalecer sobre los demás. Así, el Imperio Helénico no se recompuso nunca y la gran empresa de reconstruir la inmensa entidad política común multiétnica y multicultural que mantuviera juntas civilizaciones, religiones y sistemas políticos de todo tipo soñada por Αλεχανδρος solo resurgirá hacia el final de la era precristiana entre los romanos.

    EL IMPERIO ROMANO

    Fundada en el año 753 a.C. por Rómulo en la orilla izquierda del Tíber, Roma era la ciudad-estado de los latinos y los romanos (Civitas) que se oponía al predominio de los etruscos y a las ambiciones expansionistas de los demás pueblos que habitaban Italia en aquel tiempo (taurinos, ligures, celtas, vénetos, osco-picenos, ilirios, sabinos, samnitas, brucios, lucanos, sicanos, sardos, etc.), incluidas las ciudades meridionales, que eran colonias de las πόλις griegas. Liberados del yugo etrusco e instituida la Res Publica [509 a.C.], en poco tiempo los romanos consiguieron someter y unificar a todos los pueblos italianos, incluyendo alianzas y tratados federativos de paz (Foedus). Después de esto, erradicaron a sus rivales mediterráneos de Cartago [guerras púnicas, 264-146 a.C.], englobando las posesiones ibéricas y las islas Baleares, Cerdeña y Sicilia. Posteriormente, las legiones romanas conquistaron Iliria y lo que quedaba de los reinos griegos y de Macedonia [146 a.C.]. Roma era una ciudad militarista organizada en castas sociales y se había anexionado por la fuerza de la espada y de su propio orgullo cívico todas las costas del Mediterráneo, de Gibraltar al estrecho de los Dardanelos, manteniendo un ordenamiento político-jurídico republicano.

    En ese momento resulta evidente que el Senatus, el órgano político-legislativo que estaba al mando de Roma, ya no estaba en disposición de gestionar solo el poder sobre unos dominios que continuaban expandiéndose en todas direcciones: al norte y al oeste hacia la Galia e Hispania, al este en Dalmacia y Asia Menor, hasta la conquista de Siria y Palestina [64 a.C.]. Además, los conflictos sociales entre plebeyos y patricios eran continuos, siendo estos últimos los pertenecientes a las antiguas y gloriosas Gens aristocráticas que habían ostentado siempre el poder en Roma (Optimates) y dominaban al Populus, el conjunto de los ciudadanos (Cives) que la ley romana había establecido que eran la fuente de todo el poder político y religioso. Este conflicto de clases se transformó en guerra civil [desde el año 88 a.C.] y prosiguió durante décadas conlos enfrentamientos entre generales y cónsules (primero Mario contra Sila, luego César contra Pompeyo y finalmente Marco Antonio contra Octavio), llegando a extender posteriormente los dominios de Roma a Egipto y la Anatolia. El epílogo de la larga crisis republicana fue el nacimiento del Principatus [27 a.C.], una innovadora fórmula político-jurídica de régimen autoritario de gobierno inventada por Augusto, que ponía alPrincepsen elcentro del sistema, enposición suprema con respecto a todos los demás poderes (Summa Potestas). De hecho, en sus manos se concentraba el mando militar supremo (Imperium), exclusivo y personal, con la preeminencia política en el Senado (Primus inter Pares in Auctoritas), al tiempo que actuaba como garante de la unidad estatal (Curator et Tutelar Res Publica Universae) y como jefe religioso que mediaba con los dioses (Pontifex Maximus).³⁵

    Este modelo político altoimperial se conservó durante siglos, con la transmisión del título de Imperator CaesarAugustus entre los miembros de las Gens senatoriales (a lo largo de los siglos I y II d.C. se sucederán la dinastíaJulio-Claudia,flavios, antoninos y severos), mediante el acto público de la adoptio, a la que seguía la concessio Senatus y la irrenunciable y antigua proclamación popular. El poder del Imperator se convierte en los siglos siguientes en cada vez más absoluto, independiente de la casta del patriciado romano y de las familias nobles de las Provinciae, reunidas en el Senatus junto a los representantes de los ciudadanos más ricos (Ordo equestre) elegidos y elevadosen el censo por el propio emperador (Dignitas). Este impone además el vínculo de fidelidad a la burocracia imperial (elegida con nominaepersonales) y a la clase militar (Ordomilites), constituida siempre por clases populares. Así, el Imperator concentraba en su persona plenos poderes militares, diplomáticos, legislativos y judiciales supremos (Summa potestas) y estaba considerado por encima de la ley (legibus solutus), emitía moneda y recaudaba un tributo propio (Fiscus Caesaris), gobernandoen un régimen de monarquía absoluta de tipo hereditario, divinizado, totalizante… ¡persa!

    El progresivo ensanchamiento de las fronteras del Imperium (Limes), que corrían a lo largo de los cursos de los ríos Rin y Danubio al norte y a lo largo de las costas del mar Mediterráneo(entonces llamado Mare nostrum), al sur y al este, creó muchas dificultades  a los romanos: en el interior era necesario integrar a los diversos pueblos que lo habitaban, mientras desde el exterior se hacía cada vez más fuerte la presión de las tribus germánicas que poblaban las tierras al norte de la frontera y de los pueblos eslavos, dacios, godos y partos, situados en las tierras orientales. Además, en el siglo III el imperio entró en una grave crisis general: de poder, caracterizada por los continuos golpes de estado y guerras civiles entre diversos comandantes militares que trataban de apropiarse del título imperial [la época de la «anarquía militar», 235-284]; agrícola yeconómica, que acabo determinando la creación del latifundismo aristocrático y la pérdida casi total de la posesión de las tierras y los derechos por parte del pueblo; religiosa-cultural, desencadenada por corrientes de pensamiento pagano que ensalzaban la figura divinizada del Emperador y el misticismo orientalizante. La religión cristiana, cada vez más extendida en el imperio, especialmente entre las comunidades populares, entre las tropas y en el patriciado (del cual surgirían muchos obispos y padres de la Iglesia), fue siempre percibida como un grave peligro desestabilizador para el poder político imperial y fue sometida a presiones (con las persecuciones).

    Para resolver todas estas crisis, se recurrió esencialmente a dos soluciones políticas. La primera fue la reforma del Imperio en sentido autárquico, con la institución dela Dominato por obra de Diocleciano [284]: un modelo que reforzaba el poder imperial, transformándolo en una monarquía de tipo helenístico (figura del Dominus et Deus) y organizándolo como un reino dinástico (Tetrarchia), reservado solo a los miembros de la familia imperial con el apoyo decisivo del poder militar (Duces) y sostenido por un vasto sistema burocrático (Dioecesis). La otra operación, en el plano religioso, resultaba necesaria para integrar la inmensa y creciente población del Imperio:³⁶ el reconocimiento del status licita religio al culto cristiano [Edicto de Milán, 313], completado con la concesión a Constantino del papel de jefe de la Ecclesiae Christiana como Pontifex Maximus [Concilio de Nicea, 325], conciliando el poder absoluto y sagrado del emperador (que entonces se inspiraba directamente en la figura divina mitraicadel Sol Invictus) con el poder económico-religioso ostentado por los obispos en las Dioecesis,³⁷ de las cuales se habían convertido en gobernantes y depositarios de los privilegios y los poderes civiles y jurisdiccionales a ellos atribuidos en competencia con otras instituciones administrativas y militares imperiales (Duces, Comites, Magister).

    Con Teodosio I llega la decisión de consagrar el cristianismo como la única religión admitida en el Imperio [Edicto de Tesalónica, 380], con la consiguiente prohibición de cualquier culto pagano y del arrianismo. Transformado elImperiumen teocracia, tras la muerte del primer «emperador cristiano» se consumó la escisión entre el oriente griego y el occidente latino: la Pars Occidens se va abandonando progresivamente al poder de los militares, los latifundistas y la Iglesia occidental, que encabezaba el obispo de Roma, poblada por las tribus bárbaras ya federadas e asentadas desde hacía tiempo en el interior del Limes para enfrentarse a las continuas invasiones de godos y hunos, que acabaron determinando la disolución definitiva del poder romano[476]; en Oriente, el Imperio sobrevivió formalmente, evolucionado de forma orientalizante, vertical, teocrática y universalista, posteriormente conocida como Imperio Bizantino o «Segunda Roma».

    REINOS ROMANO-BÁRBAROS E IMPERIO DE BIZANCIO

    Los germanos eran un pueblo indoeuropeo (ÜrVolk) de probable ascendencia Arya, guerreros y agricultores seminómadas, ligados por comunidad de sangre (estirpe), idioma, religión y leyes, tribus provenientes del norte de Europa y conocidas por los griegos y los romanos, que los clasificaban en: godos (distribuidos a lo largo del Danubio y las costas del mar Negro, entre la Panonia y la Dacia), francos (que penetraron en la Galia septentrional, en la orilla izquierda del Rin y estaban presentes también en la otra y en Germania), lombardos (establecidos inicialmente al este el Elba, luego se mudaron a Bohemia y Panonia), suevos (ocupaban los Alpes suizos, la orilla derecha del Rin y la Germania sudoccidental), bávaros y turingios (asentados a lo largo del Elba, en Bohemia y sobre los Alpes austriacos). A lo largo de los siglos precristianos, los godos se encontraron y se vieron influidos por otros pueblos iranios (alanos, sármatas) y otras tribus guerreras nómadas asiáticas (Reitervolker) en la vasta área externa al Imperium que quedaba al este del Danubio. Entre el siglo III y el V se produjo una lenta inmigración de estos grupos «bárbaros»³⁸ hacia el interior del Limes, favorecida por la concesión de tratados de adhesión-inclusión (Foedus) y las antiguas normas romanas de hospitalidad hacia los extranjeros (hospitalitas), que permitieron su enrolamiento como soldados y oficiales de las legiones acuarteladas a lo largo de la frontera.

    Esto fue posible gracias a la política de «civilización» de Roma (llamada «romanización»), que se inspiraba en la filantropía cristiana y la concepción romana de la felicitas, considerada el mejor medio para la evangelización y la conversión de los pueblos paganos que el cristianismo de tipo católico-conciliar había creado en ese periodo.³⁹ Además, a las tribus bárbaras se les concedió autonomía económica y fiscal, poderes político-administrativos, cargos clave en la ordenación del comercio y el mando de unidades militares autóctonas (limitares) encargadas de la defensa de las fronteras a lo largo del Danubio, el Rin, el mar del Norte y Britannia, sometidas al control de los obispos puestos al mando de las diócesis y de la aristocracia romana, que gestionaban las actividades civiles. Entre los siglos III y IV, en las nuevas provincias romanas de Germania Superior y Inferior se asentaron tribus de alemanes, suevos, burgundios, francos, bátavos y frisones, mientras que los lombardos entraban en Panonia y los godos en algunas áreas de Mesia y Tracia.

    El Imperio Romano consiguió así transmitir su sistema político-económico y el modus vivendi romano a todos los pueblos dominantes, garantizando la protección de los intercambios comerciales esenciales (esclavos, soldados, mercancías, oro) más allá del limes, por las rutas que se dirigían hacia Escandinavia, Europa oriental y Oriente. Así, la sociedad de etnia germánica heredó, por asimilación, las organizaciones políticas clientelares de Roma (clan) y desarrolló su propio mix simbólico-jurídico del poder de tipo romano-germánico-céltico, innovando las relaciones ancestrales de parentela para trasformar al jefe político al papel de Rexgentium de su tribu. Todo esto propició la formación de los llamados «reinos romano-bárbaros», constituidos a partir del siglo V, y garantizó la integración en el Imperium Romanum del modelo de referencia de la civilización integrativa-atractiva que había favorecido la consolidación de la religión cristiana, de la Civitas y del derecho romano, además del idioma y la cultura latinos, incluso entre los pueblos celtas y germánicos, que entonces se identificaban con los pueblos del área mediterránea y sudeuropea.

    Pero ocurrió algo imprevisible a lo largo del siglo IV: los hunos presionaron y atacaron a todos los imperios que los rodeaban (los Han en China, los Gupta en India, los sasánidas en Partia), invadiendo luego las estepas rusas y obligando a los pueblos allí ubicados (godos orientales, vándalos, ávaros, alanos) a emigrar al oeste. Era la época de Atila y de las llamadas «invasiones bárbaras»: gentes que abandonaron las llanuras orientales e invadieron Italia, el sur de la Galia, Hispania y África septentrional, donde crearon reinos autónomos inmediatamente legitimados formalmente con un acto de sumisión al Emperador de Bizancio (el Pars Oriensis), que reconocía el título de Rex gentium, Dux o Magister Militum a los jefes de las distintas tribus y que consentía de hecho su acercamiento al poder, en perjuicio de las élites locales. Así ocurre que en las provincias del Imperium in Pars Occidens la aristocracia senatorial-burocrática y clerical de origen romano o local se traslada al campo (dando lugar a grandes posesiones de tierras) para dejar a la clase de los guerreros germanos el poder político en las ciudades, respetando el derecho romano y la burocracia imperial.

    Pero la operación de integración de los «recién llegados» no fue sencilla y la constitución de los reinos romano-bárbaros resultó ser un proceso largo y complejo: a los βάρβαρος no se les reconoce la ciudadanía romana y no se les concede unirse jurídicamente a los Ρωμαΐος, estando aún vigente la prohibición de mezcla étnica (connubium). Por tanto, dirigidos por las magistraturas militares romanas y los funcionarios imperiales, los reinos bárbaros mantienen el derecho público y el sistema económico-social romanos mientras el Ius locise enriquece con varios códigos bárbaros que favorecen la convivencia pacífica entre sociedad civil romana y élite militar bárbara, además de entre el cristianismo ortodoxo y el arrianismo.⁴⁰

    A continuación, se presenta un resumen histórico de los principales reinos configurados entre los siglos IV y V:⁴¹

    Regna Francorum [398]: los francos («libres»), una tribu ubicada en la Galia Belgica y en Germania Inferior (Flandes, Brabante, Lorena), estaban gobernados por la dinastía de los merovingios (estirpe de la tribu de los salios), que aceptó la conversión al cristianismo ortodoxo con Clodoveo I y posteriormente luchó contra el arrianismo y el paganismo. En virtud de aquella promesa, procedieron a fusionarse pacíficamente con la población galo-romana preexistente y a aliarse con los obispos y la aristocracia rural, con cuya ayuda pudieron combatir a los godos paganos y conquistar toda la Galia (ex-Diócesis), después de expulsar a los visigodos de Aquitania [507] y anexionarse las tierras de los burgundios [534]. Luego obtuvieron el reconocimiento de la realeza sacralizada por parte de la Iglesia Romana (con la unción y la coronación episcopal) y del Emperador de Oriente (con la concesión del título de Rex Francorum), necesarios para construir las bases de una sociedad cristiana romano-gala-franca en la que regía un derecho mixto romano-galo (Epitome Sancti Galli) y convivían la élite guerrera francacon la aristocracia y el pueblo galo-romanos. La permanencia del derecho sálico (Lex Salica, 511) llevará a continuas fragmentaciones de los Regna en feudos hereditarios (Neustria, Austrasia, Burgundiay Aquitania), gobernados por los descendientes de la dinastía merovingia, que mantendrá durante siglos el liderazgo político sobre la Galia, Alemania y Renania (poblada por una mezcla de francos ripuarios, alemanes y suevos), constituyendo un área económica muy integrada y útil para el desarrollo del comercio a lo largo del curso del Rin y el Ródano y entre los mares Mediterráneo y del Norte.

    Regna Burgundorum [407]: los burgundios, tribu gótica proveniente de las tierras al oeste del Óder, ocuparon la Galia Viennese y las provincias de los Alpes (Provenza, Borgoña, Saboya y Suiza occidental), donde constituyeron un Regna en torno a todo el curso del Ródano, anexado al reino de los francos en el año 534. Con el reconocimiento de la realeza del Emperador (título de Rex Burgundorum), se formó una comunidad cristiana gobernada por un código legal mixto romano-bárbaro (Lex romana-burgundiorum, 501) y por la élite militar burgundia, al lado de la aristocracia latifundista y de la clase clerical galo-romana local.

    Regna Visigotorum [418]: los visigodos, una tribu gótica procedente de Mesia (pero cuyo origen debía estar en Götaland), después de una rápida incursión en Italia (¡llegando hasta Roma!) ocuparon la Hispania centro-oriental, la Aquitania, la Galia Narbonense y la región de los Pirineos. Mantuvieron intercambios marítimos y relaciones políticas con Bizancio y con los demás Regna in Pars Occidens, conservando el arrianismo e imitando el culto regio bizantino. Empujados más allá de los Pirineos por los francos [507], unificaron la Península Ibérica (ex-Dioecesis Hispania) con la anexión del Regnade los suevos [585], desde hacía tiempo estabilizados en el noroeste (411, Cantabria, Galicia, Asturias, País Vasco, donde se fusionaron con las poblaciones de vascos y celtíberos preexistentes, en un mix populique constituirá la base del futuro reino de Asturias-León): la élite visigoda se convirtió entonces al cristianismo con el rey Recaredo e inició la reconciliación con los indígenas celtíbero-romanos obteniendo el reconocimiento de la realeza sagrada de la Iglesia Romana (con la unción episcopal) y del emperador bizantino (con título de Rex Visigotorum). Este paso favoreció la formación de una comunidad cristiana romano-celtíbera-visigoda, en la que regía un código jurídico mixto romano-gótico de leyes (Lex romana-visigothorum, 506 y Lex Visigothorum, 654), guiada por la élite militar goda, en convivencia pacífica con la aristocracia y con la clase clerical celtíbero-romana.

    Regna Vandaloricum [435]: otra tribu de estirpe gótica, los vándalos invadieron las costas del norte de África, después de haber sido expulsados de España por los visigodos y allí constituyeron un reino independiente, desde donde partieron durante mucho tiempo expediciones coloniales a las islas de Córcega, Cerdeña y Malta. Después de un breve periodo de federación al Imperium, este reino efímero que nunca se adaptó a la civilización romano-bizantina fue destruido por el emperador Justiniano [535].

    Regna Ostrogotorum [493]: los ostrogodos, tribu gótica ubicada en Dacia al final del siglo IV (pero de origen oriental), ocuparon la ex-Diócesis Italia⁴² por orden del emperador Zenón, con el objetivo de expulsar a los hérulos (que, con Odoacro, habían puesto fin al Imperium) y reconstruir el núcleo de la Pars in Occidens. Aunque fiel al arrianismo, el rey Teodorico el Grande, fue en todo caso premiado con el título de Rex Romanorumpor el soberano bizantino, que obligó al Senatus Romanum a reconocer su legitimidad. Pero, a pesar de su religión cristiana común, entre ostrogodos y romanos no se llegó nunca a la formación de una sociedad mixta, así que el poder permaneció totalmente en manos de la élite militar goda, la cual sometió a la aristocracia senatorial y el obispado romano, arrancándoles toda posesión y poder civil, a pesar de la emisión por el imperio de un código de derecho mixto romano-gótico (Edictum Theodorici, 520). También este reino fue destruido por el emperador Justiniano [535].

    Regna de los británicos [siglo V]: en el momento de la caída del Imperio de Occidente, los británicos se reapoderaron de las tierras ubicadas en el interior del Muro de Adriano (Dioecesis Britannia), dirigidos por el mítico jefe tribal celta Riotamo, quien creó un Regnum Britannoricum en Cornualles [409]. En el resto de las islas resurgieron los reinos celtas de Cambria (llamado «Pendragón», 450) en Gales y de Caledonia in Escocia [ca. 400]⁴³ y en el continente (en la península de Bretaña) donde se fundó el RegnumArmorica por tribus celtas de culto cristiano-celta,que tenían relaciones con Dumnonia y que perdurará hasta la conquista de los francos acaecida en el siglo IX.

    Justiniano vuelve a poner orden en el Imperium

    Esa situación extremadamente fragmentaria y variada empuja a Justiniano I a iniciar una empresa extraordinaria por lo extemporánea: reconquistar las tierras occidentales del Imperium para reconstruir la integridad político-jurídica bajo laégida de la Iglesia ortodoxa reunificada, derivada de las divisiones teológicas internas producida por los seguidores de los diversos movimientos condenados como «heréticos» (arrianismo, monofisismo, gnosticismo), que desde hacía siglos eran motivo de luchas políticas y revueltas militares en la cristiandad de época imperial. Bizancio promovió una alianza con los francos con el fin de aniquilar y expulsar a los godos, los arrianos y los paganos de las antiguas diócesis imperiales occidentales: así en Italia se libró la Guerra Gótica [535-553], que determinó la aniquilación de los ostrogodos y la recuperación del poder directo bizantino sobre Rávena (la última capital in Pars Occidens) y Roma (sede de la Iglesia) con la Prammatica Sanctio (554); los francos, por su parte, lograron expulsar a los visigodos más allá de los Pirineos y erradicar y someter a los burgundios, mientras los ejércitos imperiales guiados por los generales Belisario y Narsés reconquistaban las costas hispanas y norteafricanas, exterminando de modo definitivo las tribus de los vándalos.

    El escenario político occidental parecía así estabilizado, pero pocos años después Italia es invadida de nuevo por una tribu germánica:los lombardos. De origen escandinavo, después de una larga peregrinación más allá dellimes,se asentaron en la península Itálica (excepto en las zonas de la playa de Venecia y Romaña, Umbría, Lacio, Apulia, Calabria, Sicilia y Cerdeña, que se mantuvieron bajo el yugo del Imperio Bizantino) para fundar el Regnum Longobardorum [568], suprimiendo definitivamente al resto de la aristocracia romana. Ese reino, gobernado totalmente por las élites de los guerreros lombardos, que manejaban la elección del Rexen el consejo de los Duces (Arimanni), sancionó la completa ruptura entre los recién llegados (arrianos) y los romanos (ortodoxos) y que ni siquiera Bizancio consiguió recomponer. Pero esto no impidió que los lombardos recibieran la influencia de la cultura clásica grecorromana y posteriormente se produjera una lenta conversión a la ortodoxia, sobre todo gracias a los monjes de Bobbio y el papa Gregorio I el Magno. Con el Edictum Rotari [643] se llega así a una nueva κοινήromano-lombarda, con la comunidad cristiana sometida al derecho romano-lombardo y la élite lombarda en cooperación con los obispos romanos, que fue garantía de la legitimación política definitiva por parte de Bizancio, con el reconocimiento del título de Rex Longobardorum [680], al que siguió la coronación papal con la célebre «corona de hierro» de Teodolinda.

    En general los Regna romano-bárbaros que existieron entre los siglos V y VIII estaban formados por una mezcla de pueblos, lenguas y derechos de matriz germánica y latino-romana, todos sometidos al poder sacralizado del Rex, auxiliado por una élite guerrera, que gobernaba por derecho de conquista y con el deber de defender a su pueblo, disponiendo de una esfera pública ya reducida solo a funciones civiles y administrativas. Este fue el motivo principal por el que la tradicional Res Publica romana se transformó lentamente en propiedad directa del jefe político-militar del Regnum,⁴⁴ quien para asegurar la protección militar de su Gens empezó a asignar, de manera temporal, Feudes publicusa los diversos Duces, garantizándoles los correspondientes derechos de renta (era el embrión del modelo feudal y militar que se reafirmará más adelante). Además, normalmente en los reinos romano-bárbaros regía el principio de la «personalidad del derecho», que establecía una clara distinción jurídica entre los invasores-dominadores y los romanos en la aplicación de dicho derecho (romano o el antiguo Ius gentium). Fue importante el principio jurídico-político de matriz germánica que legitimaba el poder sagrado del Rex, nombrado mediante la elección del noble considerado «el más moral» por parte de la asamblea de los arimanos, a la que seguía la coronación con unción por parte del obispo (recuperando la tradición hebrea de la unción de David) y finalmente la atribución del papel de Pater Patriae sobre la población perteneciente al territorio colocado bajo su dominio (principio deIus soli).⁴⁵ Se trata de una reformulación del derecho imperial romano adaptado a la cultura germánica y a las exigencias de supervisión sobre Occidente por parte de la Iglesia de Roma.⁴⁶

    La situación fuera del Imperium

    Las tierras más allá del Rin y el Danubio permanecieron casi siempre en el exterior del Imperium, habitadas por diversas tribus germánicas (anglos, sajones, turingios, bávaros) no organizadas políticamente y de fe pagana. Luego, también estas, presionadas por las migraciones de otros pueblos provenientes del este (eslavos, ávaros y búlgaros) crearon reinos autónomos que pronto se vieron «romanizados»:

    Regna anglosajones [siglo VI]: tribus de anglos, jutos y sajones, originalmente establecidos en el norte de Germania y en Dinamarca, invadieron en varias ocasiones las islas británicas, hasta conseguir crear los nuevos Regnade la «Heptarquía» (Kent, Wessex, Essex, Sussex, Mercia, Northumbriay East Anglia), sometidos a la influencia cultural de Bizancio y a la praxis religiosa del arzobispo cristiano de Canterbury: de hecho, desde ahí fue posible transmitir a esas tribus la herencia del clasicismo y de la civilización romana, hasta construir una Iglesia autónoma anglosajona organizada en diócesis, siguiendo el modelo de la imperial, que resultará fundamental para la posterior cristianización del norte de Europa. Resistirán a las invasiones anglosajonas los reinos britano-romanos de Cambria y de los celtas en Irlanda y en Escocia, que mantuvieron un estado permanente de guerra contras los invasores hasta la llegada posterior de daneses y normandos [siglo IX].

    Regnum Bavarum [siglo VI]: en las antiguas provincias imperiales de Norico, Recia y Panonia se constituyó un Ducatum autónomo [553]gobernado por dinastías bávaras de pleno acuerdo con el episcopado rético-romano, que creó con el tiempo relaciones político-diplomáticas sólidas con el reino de los lombardos (muchos Duces eran de origen bávaro) y con el papado romano, que luego se revelaron como previas a la plena conversión al cristianismo de los bávaros. También en esas regiones se consigue garantizar la continuidad político-cultural romana y de la religión cristiana, además del uso del derecho romano (Lex Bawariorum, 744).

    Ducados germánicos [siglos V-VI]: en las regiones situadas a lo largo de los ríos Rin, Danubio y Elba, poblados por las tribus germánicas de los alamanes, los sajones, los turingios y los francos ripuarios, se constituyeron ducados autónomos, gobernados directamente por los merovingios y otros exponentes de la aristocracia franca ligados a ellos por vínculos dinásticos. Nunca fueron anexionados al Imperium, a pesar de las numerosas tentativas de conquista de los romanos (finalmente se construyó el muro de más de 500 km. entre Coblenza y Augsburgo para estabilizar una frontera con esas poblaciones germánicas, que no resistió las invasiones del siglo IV): no existía, por tanto, un influjo fuerte de la cultura latina clásica, ni de la religión cristiana, sobre todo en el área más septentrional de Sajonia, que permanecerá de hecho independiente del dominio franco hasta el siglo IX, y en la región de Turingia se constituyó un Regnum independiente [450] hasta la anexión definitiva por los francos [540]. En el momento en que vaciló la dinastía de los merovingios, la tribuna alamana alcanzó una breve independencia, atestiguada por su propia codificación de derecho romano-germánico (Lex Alamannorum, 725).

    Imperio de los ávaros [siglo VII]: toda la región de los Cárpatos, situada al este del río Danubio, estuvo habitada durante siglos por diversos pueblos nómadas antes de caer bajo el dominio político del Kan de los ávaros, un pueblo asiático que invadió el área sometiendo a los pueblos preexistentes y empujando a las tribus ya romanizadas (albaneses, valacos, dacios) a huir para ocultarse en los valles montañosos de los Cárpatos y los Balcanes.

    Imperio de los búlgaros [siglo VIII]: las ex-diócesis de Tracia y Moesia, situadas al otro lado del curso bajo del Danubio, fueron invadidas por el pueblo turcomano de los búlgaros, que constituyeron allí su propio reino, reconocido por Bizancio como un Foedusen el año 681, garantizando así una convivencia pacífica con los pueblos grecófilos residentes en Iliria y Albania. A pesar de ello, durante mucho tiempo representaron una amenaza constante para el Imperio Bizantino y fueron fuente de conflictos continuos y de un intento de imitatio Imperii reprimido por la conversión cristiana [810].

    El Imperio Bizantino: la continuidad de la tradición romana

    Con la disolución de la Pars in Occidens, el Imperio Romano tuvo continuidad histórica en la mitad oriental que mantenía el control sobre las diócesis de Iliria, Grecia, Macedonia y Anatolia y los exarcados de Apulia, Calabria, Sicilia, Rávena, Roma y Cartagena (después de la reconquista de Justiniano I), asegurándose el liderazgo del mundo cristiano y la herencia de la tradición grecorromana (llamada «clásica helenística»). Esto significaba dar continuidad a la civilización, el derecho, el sistema administrativo y la forma del Imperio Romano, del que el bizantino se diferenciaba por la prevalencia del idioma griego, la cultura helenística y la ortodoxia cristiana. De hecho, el βασιλεύς de Bizancio controbalato da la Ecclesiae a través de los obispos y patriarcas y la dirección de los diversos concilios ecuménicos y dogmáticos, protegiendo las Communitas christianorum insertas en las diócesis imperiales (Defensor Ecclesiae).

    La historia de Constantinopla (el nuevo nombre de la ciudad griega de Byzantion) es muy antigua: de hecho, durante milenios la ciudad dominó la vía de comunicación entre el mar Mediterráneo y el mar Negro (Bósforo, mar de Mármara, estrecho de los Dardanelos, Helesponto), haciendo de traitd’union entre Europa y Asia desde los tiempos de la colonización espartana (siglo VII a.C.), verdadera encrucijada del comercio hacia las estepas asiáticas, la llanura rusa y el Asia Menor. Una posición estratégica que hacía necesario saber hacer equilibrios entre los diversos pueblos que comerciaban en esa zona (griegos, frigios, lidios, escitas, hititas) y por tanto favorable a desarrollar el arte de la diplomacia y de la política de alianzas. En efecto, durante las guerras persas, Bizancio se convierte en una ciudad-estado que alberga el continuo «juego de alianzas», cesiones y acuerdos entre las potencias griegas y persas. Luego se alió con Roma [201 a.C.], que la afilió al Imperium como «ciudad libre» y se une por mar con Brindisi con la vía Equatia (a través de Calcedonia, Durrës y Salónica), convirtiéndose enseguida en el centro neurálgico de la Pars Oriensis, aprovechando la expansión hacia el este por la Dacia y en el Asia Menor. Los derechos estatutarios especiales le permitían poseer murallas, torres y villas, además del privilegio de estar gobernada directamente por el emperador (a partir del siglo III).

    La peculiar posición geopolítica de Bizancio favoreció además la acogida de la civilización helenística (luego llamada «bizantina»), producto de la fusión entre las culturas griega y oriental y el culto del Sol Invictus, introducido por el emperador Aureliano el año 270 como un sincretismo de divinidades de toda procedencia (Júpiter, Mitra, Hermes, Mazda…) y asociado al imperio. Posteriormente, Diocleciano, con la reforma de la tetrarquía, impuso definitivamente la cultura helenística en el Imperium, transformándolo en una teocracia pagana (Dominus et Deus). Luego Constantino I, aliado con la Iglesia para reunificar de nuevo el Imperium [313], realizó la fusión del cristianismo con el culto imperial y decidió trasladar la capital a Bizancio y darle su nombre [330]: fue el inicio del llamado «Imperio Cristiano», inspirado por el sueño que el emperador había tenido antes de la victoria decisiva del Puente Milvio en Roma⁴⁷ e identificado con la fundación de una nueva capital de ideas mixtas metafísicas, espirituales y paganas. Nacía el mito de la «nueva Roma», Constantinopla en concreto, que, equiparada a la antigua Urbe alojaría en el futuro las nuevas sedes del Senatus, el palacio imperial, el panteón «bizantino» y la Iglesia ortodoxa. El Imperator, que había tomado para sí poderes ilimitados y absolutos, atribuyéndose asimismo una imagen sacralizada, fruto de la «divinización» (ahora vestía ropas doradas y ceñía la diadema persa, viviendo asilado en el Sacrum Cubiculum), asumiendo el papel divino de Gran Sacerdote y Juez Último, como Vicarius Dei delegado del Padre universal para gobernar la Tierra (Dominus), en plena sintonía con la visión ortodoxa del cristianismo. Además, en su papel de Pontifex Maximus, efectuaba la fusión del papel de jefe político y religioso (el llamado «cesaropapismo»), punto supremo de convergencia entre Estado e Iglesia, vértice de la pirámide platónica de la Potestas, de la que derivaba la estructura jerárquica del Imperio Bizantino: de Dios-Padre al César, a los dignatarios laicos-eclesiásticos y, finalmente, el pueblo.

    A pesar de la recobrada unidad idealista y jurisdiccional impulsada por el emperador, las luchas religiosas y de poder prosiguieron durante siglos entre los sucesores de Constantino I, para mantener la unidad de Imperium y Ecclesiae perennemente divididos entre los adeptos del arrianismo y los partidarios del catolicismo. Entre los primeros se incluían a menudo los βάρβαρος, siempre mal soportados por los bizantinos ortodoxos: muchos de ellos, aunque integrados e insertados en el ejército imperial, promovieron numerosas revueltas y golpes militares, hasta que Bizancio consiguió convencer a los godos a dirigirse a la mitad occidental del imperio (ver más arriba las invasiones de visigodos, vándalos y burgundios). Entretanto, los jefes bárbaros, educados en la civilización bizantina y colocados al mando de las expediciones encargadas de reconquistar la Pars in Occidens, se consideraban siempre sometidos al emperador, que les concedía los títulos de Consulum o Rexpara someterlos y garantizarse el control y la unidad del Imperium desde el Palacio Sagrado. Durante siglos, la capital griega se consideró el «faro de la cristiandad», centro del comercio y ciudad símbolo del estilo de vida y las modas del mundo cristiano, además de sede de la primera universidad conocida en la historia [425].

    La situación se complicó con la fractura que se verificó a partir del primer concilio ecuménico de Calcedonia [451], donde se consumó la escisión cultural-religiosa cristiana entre los ortodoxos y la parte de los «católicos» romanos: los primeros se inclinaban por la tesis «monofisista» (según la cual Jesús era solo divino, hijo de Dios encarnado en la Φύσις), defendida por el emperador desde la publicación del Codex di Teodosio II [438], mientras que los otros sostenían la tesis patrística de la «doble naturaleza humana y divina de Cristo». Esta última prevaleció y puso fin a la disputa desencadenando una revolución que cambió también la jerarquía de los patriarcados, por la cual Roma se convierte en la sede del Primus Episcǒpus, seguida en orden por Constantinopla, Alejandría de Egipto, Éfeso, Antioquía y los demás patriarcados ligados orgánicamente al Imperio Bizantino.

    Después de vencer en la guerra contra los persas y las campañas contra los eslavos realizadas en los Balcanes [610], el general Heraclio se hizo nombrar emperador y desarrolló una nueva reforma del Imperio Bizantino; desde entonces el Imperator ya no será más semperAugustus, sino solo un βασιλεύς (Basileus); el griego se convierte en el idioma oficial del imperio (en lugar del latín); se constituyen los Θέματος, territorios imperiales asignados y administrados por las legiones que los habitaban;la capital recuperó su antiguo nombre griego. Después de resistir un nuevo ataque conjunto de árabes, eslavos y persas coaligados [626], Bizancio pudo conservar su tradicional posición central en el universo cristiano-europeo, sobre todo cuando los árabes conquistaron Egipto Siria, Palestina y Persia [siglo VII] «en nombre de Alá», dando lugar a un enfrentamiento político y religioso total en el que el Imperio Bizantino recuperaba su antiguo papel de Defensor fidei del cristianismo. Árabes y búlgaros realizaron ataques continuos a Bizancio, que se vio obligada durante mucho tiempo a retirarse a los territorios al sur del Danubio y contiguos al mar Egeo y perdió definitivamente Italia y Sicilia. Pero la capital bizantina continuó representando el papel cultural e histórico-político de Roma (el llamado Ρωμαΐος) y se transformó en un estado monárquico de matriz griega orientalizada, de origen romano postclásico, en el que se inspirarán y usarán como referencia todos los Regna surgidos en Europa occidental (ver más arriba).

    Con León III el Isaurio [siglo VIII] se inició la áspera disputa sobre las imágenes religiosas (iconoclastia) y una profunda ruptura con la Iglesia Romana, que buscó y encontró un nuevo Imperator en el franco Carlomagno, quien, en realidad, nunca aceptó el título imperial absoluto, ni sustituir al βασιλεύς bizantino. Lo mismo pasó en los reinos romano-bárbaros, que conservaron siempre el máximo respeto y la devoción por los «herederos de Roma»: al emperador bizantino se le consideraba un símbolo sagrado absoluto, una figura al mismo tiempo humana y divina, ¡siempre la única autoridad regente del mundo!⁴⁸ Bajo la amenaza de invasión de los árabes, que rodeaban tanto el imperio como los reinos occidentales al terminar el siglo VIII, los «cristianos» encontraron en el βασιλεύς la guía política y arreglaron pronto incluso las desavenencias entre Bizancio y la Iglesia romana. Las perennes luchas internas de poder en los diversos reinos y entre ellos, síntomas de una anarquía latente para la que no había encontrado solución ni la fe religiosa común ni la pertenencia tribal, se dejaron de lado para aliarse contra el nuevo enemigo externo. Como antes los persas, entonces los «moros» representaban

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