Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Dictadores y Discipulos De Julio Cesar a Stalin
Dictadores y Discipulos De Julio Cesar a Stalin
Dictadores y Discipulos De Julio Cesar a Stalin
Libro electrónico325 páginas7 horas

Dictadores y Discipulos De Julio Cesar a Stalin

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Este libro se refiere a un problema que es quizá el centro actual de la vida social y política. La dictadura ha dejado tras sí consecuencias tan funestas, que lo mismo los psicólogos que los sociólogos están obligados a meditar profunda mente sobre todos sus aspectos. Todos los que amen la libertad deben reflexionar intensamente sobre el origen y las causas de este mal y las posibilidades dé prevenirlo y curarlo.
¿Qué es la dictadura? No es nuestro propósito extendernos demasiado sobre la definición de la dictadura, ya que no puede haber discusión sobre el sentido de esta palabra. Por ello, el método más sencillo quizá para expresar un concepto acertado, es el acudir al sentido etimológico. Por este procedimiento llegamos a la palabra raíz, el verbo «dictar» (dar, pronunciar leyes), de donde se deriva el vocablo dictadura.
En esta derivación va implícita a la vez el modo cómo un hombre impone su voluntad sobre la organización colectiva. Para completar esta definición precisa tener en cuenta dos rasgos característicos. El primero, se refiere al carácter del mando, es decir, su inflexibilidad; y el segundo, concierne al origen de la dictadura. Su fundamento no deriva de la degeneración del poder o de sus prerrogativas, sino que aquél o éstas han sido asumidas arbitrariamente por la persona del dictador.
En este sentido, las dictaduras difieren de las monarquías, incluso de las que adoptan formas despóticas. En la monarquía el acceso al poder no supone ningún problema, pues se halla previamente regulado, y, como consecuencia, la única cuestión que surge es la de si los súbditos toleran la disposición de un monarca despótico.
En lo que concierne a una dictadura, lo primero que hemos de preguntarnos es cómo subió al poder antes de examinar el problema del modo como se mantiene en él. No nos interesa aquí la técnica del golpe de Estado que conduce a la dictadura, sino la situación que hace posible ese golpe de Estado, es decir, los aspectos históricos, sociológicos y psicológicos de una situación determinada.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 oct 2018
ISBN9780463028377
Dictadores y Discipulos De Julio Cesar a Stalin
Autor

Gustav Bychowski

Gustav Bychowski (1895-1972) fue un psiquiatra, psicoanalista y escritor estadounidense. Estudió medicina en la Universidad de Zurich y luego se especialicó en psiquiatría en Burghölzli, el hospital psiquiátrico de la Universidad de Zurich.

Relacionado con Dictadores y Discipulos De Julio Cesar a Stalin

Libros electrónicos relacionados

Política para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Dictadores y Discipulos De Julio Cesar a Stalin

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Dictadores y Discipulos De Julio Cesar a Stalin - Gustav Bychowski

    Dictadores y discípulos. De Cesar a Stalin.

    Una interpretación psicoanalítica de la historia

    Gustav Bychowski, doctor de medicina

    Ediciones LAVP

    www.luisvillamarin.com

    ISBN: 9780463028377

    Smashwords Inc.

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, foto-químico, electrónico, magnético, electro-óptico, por reprografía, fotocopia, video, audio, o por cualquier otro medio sin el permiso previo por escrito otorgado por la editorial

    Dictadores y discípulos. De Cesar a Stalin.

    Prefacio

    Julio César

    Oliverio Cromwell

    Maximiliano Robespierre

    El fondo espiritual del hitlerismo...

    Adolfo Hitler

    Stalin...

    Origen y prevención de las dictaduras

    PREFACIO

    Cuando en 1935 hice mi última visita a Sigmund Freud, le pregunté cuál creía que, finalmente, podría ser la contribución que el psicoanálisis prestase a la solución de la pavorosa crisis que amenaza a nuestra civilización. «¿Cómo podemos —le dije— dedicar nuestro tiempo y nuestras energías a curar a unos pocos individuos, en un momento como el actual, en que nuestra civilización entera y nuestra misma existencia se hallan en peligro?»

    Freud contestó que, en su opinión, no podíamos esperar que la salvación de la Humanidad estuviera en nuestras manos, pero que podíamos prestar la mayor ayuda mejorando y popularizando el conocimiento del psicoanálisis de modo que, finalmente, llegase a ser del dominio público y a constituir, por así decirlo, una parte del pensamiento universal. De esta forma, en un lejano futuro, quizá llegase el día en que ya no fueran posibles esas espantosas reacciones del alma colectiva.

    Fueron pasando los años y mis trabajos clínicos y psicoanalíticos me impidieron consagrarme a otros problemas. Después estalló la guerra y se produjo la invasión de mi país natal, Polonia. Tuve que marchar de mi patria y se interrumpieron forzosamente mis actividades normales, como les sucedió a tantos otros. En aquellos momentos de angustia personal, mi atención se concentró en la historia de la humanidad que intenté interpretar con la ayuda de los conceptos psicoanalíticos.

    Este libro se refiere a un problema que es quizá el centro actual de la vida social y política. La dictadura ha dejado tras sí consecuencias tan funestas, que lo mismo los psicólogos que los sociólogos están obligados a meditar profunda mente sobre todos sus aspectos. Todos los que amen la libertad deben reflexionar intensamente sobre el origen y las causas de este mal y las posibilidades dé prevenirlo y curarlo.

    De la misma manera que la profilaxis es la meta ideal de la medicina, así la prevención debería ser nuestro objetivo tratándose de las enfermedades de la sociedad. Pero la prevención efectiva de la enfermedad, presupone su diagnóstico acertado. El análisis de algunas dictaduras, pasadas y presentes, que se ofrece en este libro, está encaminado a orientarnos para descubrir los principios generales qué determinan el origen, desarrollo y eliminación final de la dictadura.

    Estos principios, que surgen de la complejidad de todos los fenómenos colectivos, se refieren a aspectos sociales, económicos y psicológicos. Estos últimos me interesan de un modo especial, y, en consecuencia, he colocado deliberadamente en segundo término a los otros aspectos, aunque les concedo toda la importancia que tienen para el verdadero conocimiento de lo que es la dictadura.

    Este estudio de la psicología personal dé los dictadores y de la psicología colectiva que constituye el fundamento y base de la dictadura, se apoya, primariamente, en los grandes descubrimientos del psicoanálisis a los qué Freud consagro dos obras monumentales: «Tótem y Tabú» y «Psicología colectiva y análisis del yo».

    La primera presenta una serie de brillantes hipótesis sobre el origen de la moral y la religión en la sociedad humana. La segunda es un análisis magistral de los principios que rigen la psicología colectiva y la evolución del yo. También he basado este estudio, además de en los trabajos de Freud, en las obras clásicas de Le Bon.

    Este autor aplicó los principios de la psicología colectiva a los estudios sobre la Revolución Francesa y el socialismo, antes de qué apareciera el psicoanálisis. Mis propios estudios me han llevado a tratar con problemas individuales de psicología colectiva e histórica. En este libro radica mi esperanza de prestar una contribución a una ciencia nueva: la interpretación psicoanalítica de la historia.

    ¿Qué es la dictadura? No es nuestro propósito extendernos demasiado sobre la definición de la dictadura, ya que no puede haber discusión sobre el sentido de esta palabra. Por ello, el método más sencillo quizá para expresar un concepto acertado, es el acudir al sentido etimológico. Por este procedimiento llegamos a la palabra raíz, el verbo «dictar» (dar, pronunciar leyes), de donde se deriva el vocablo dictadura.

    En esta derivación va implícita a la vez el modo cómo un hombre impone su voluntad sobre la organización colectiva. Para completar esta definición precisa tener en cuenta dos rasgos característicos. El primero, se refiere al carácter del mando, es decir, su inflexibilidad; y el segundo, concierne al origen de la dictadura. Su fundamento no deriva de la degeneración del poder o de sus prerrogativas, sino que aquél o éstas han sido asumidas arbitrariamente por la persona del dictador.

    En este sentido, las dictaduras difieren de las monarquías, incluso de las que adoptan formas despóticas. En la monarquía el acceso al poder no supone ningún problema, pues se halla previamente regulado, y, como consecuencia, la única cuestión que surge es la de si los súbditos toleran la disposición de un monarca despótico.

    En lo que concierne a una dictadura, lo primero que hemos de preguntarnos es cómo subió al poder antes de examinar el problema del modo como se mantiene en él. No nos interesa aquí la técnica del golpe de Estado que conduce a la dictadura, sino la situación que hace posible ese golpe de Estado, es decir, los aspectos históricos, sociológicos y psicológicos de una situación determinada.

    JULIO CESAR

    E1 curso de la historia de Roma puede servir dé perfecta ilustración a la hipótesis de Freud expuesta en «Tótem, y Tabú», según la cual la forma primitiva de la sociedad se caracterizó por una lucha entre el primitivo patriarca de la tribu y sus hijos que se concertaron para derrocarle y dividir entre ellos a las mujeres.

    Así, unos 1800 años antes de que Freud inventase esta teoría el rey de Roma fue muerto, se estableció la república y el desarrollo de ésta iba, aparentemente, encaminado en un sentido democrático. Sin embargo, la mente colectiva todavía suspiraba anhelante por el patriarca, como conductor y gobernante.

    En un período de miseria y trastorno social la vorágine hizo surgir a César, uno de los «hijos», que prometía ser un sustituto del patriarca grande y bueno. Aunque César era un aristócrata, consiguió persuadir al pueblo de que su corazón latía a favor suyo y logró obtener el amor popular asumiendo el papel de salvador de la libertad y liberador de la opresión.

    Sin embargo, las circunstancias materiales, que hallaron un fiel reflejo en la propia mentalidad inconsciente de César, le obligaron a actuar como un tirano. Su gobierno fue el toque de difuntos de la república romana; en lugar de fomentar la libertad la aniquiló. Pero al negar de esta forma los propósitos que había ofrecido, César se negó a sí mismo y pereció a las manos de sus antiguos amigos.

    A pesar de ello la muerte de César no consiguió salvar a la república. La imagen del heroico caudillo paternal había arraigado tan profundamente en la mentalidad popular que no pudo desarraigarse por un acto de aniquilamiento de un sólo individuo. El recuerdo del amado César se fundió con la imagen del viejo patriarca y pasó por un proceso de idealización y deificación. Incorporada al ego-ideal colectivo, esta creencia contribuyó a fomentar el desarrollo de la institución de los emperadores.

    La subida de César había sido preparada por la tiranía de Sila. Con anterioridad a éste el poder de la aristocracia había ido declinando rápidamente; los plebeyos se agitaban en continuas revueltas y el poder de Roma era amenazado por Mitrídates, rey del Ponto. Los plebeyos rebeldes no tenían ni fuerza suficiente ni jefes aptos para conseguir una victoria decisiva. Sus revueltas, de las cuales la capitaneada por Mario fue la más grave, contribuyeron solamente a debilitar aún más la estructura total de la organización colectiva, y a la vez, aumentaron el sentimiento de incertidumbre general y prepararon el camino para la reacción.

    La dictadura de Sila fue, como Perrero dice en su «The Greatness and Decline of Rome», «...un triunfo inicial y sangriento de una oligarquía de asesinos, esclavos, nobles arruinados, aventureros sin escrúpulos, usureros rapaces y mercenarios, sobre una inmensa masa de millones de oprimidos, que, en el paroxismo de su furor, realizaron un vano intento de revolución».

    En resumen, la situación social en aquellos momentos se caracterizaba por una tensión extrema en la lucha de clases; por la desesperación de una parte del pueblo y por el temor y sentimiento de un peligro inminente, por parte de la otra.

    Este fue el momento en que Sila entró en la escena política. Debido a que se sentía inseguro como representante de la amenazada oligarquía que gobernaba, actuó con una crueldad sin límites para salvaguardar su propia seguridad.

    Sus acciones no indicaron ninguna clase de dudas ni vacilaciones, pues iban directamente encaminadas a destruir todas las fuerzas rebeldes, a conseguir el poder absoluto y sin oposición, a gobernar por la fuerza, a sostener en sus propias manos todos los resortes del poder y a conseguir el «control» sobre todo el pueblo, al que se proponía convertir en una turba indolente.

    Sila se apartó de todo lo que no fuera el llevar a cabo su objetivo. Su absoluto y cruel egoísmo, tanto personal como de clase, no se basaba en ninguna apariencia de ideología. Ni por un sólo momento dudó en hacer la paz, con considerable sacrificio para Roma, con el peor enemigo de ésta, Mitrídates. Ni siquiera se sintió ligado por ninguna clase de consideración con las tradiciones. Para obtener madera para las máquinas de guerra, taló las alamedas del Liceo y los plátanos centenarios de la Academia, a cuya sombra había dado sus lecciones Platón.

    Esto constituye uno de los símbolos primitivos de la actitud de los dictadores hacia los gigantes del pensamiento. Sila, en su insaciable ambición, deseó añadir a su poder absoluto la sanción de la aprobación pública.

    Tan grande era la debilidad general en esta situación de confusión profunda, y tan terrible la crueldad del dictador, que éste consiguió fácilmente sus propósitos y elevó su poder a un nivel tal de absolutismo como nunca se había visto hasta entonces; un poder que, contrario a todas las tradiciones, no estaba limitado en su duración ni por la delegación de cualquiera de sus facultades. «La terrible matanza en el Circo hizo comprender, incluso a los más obtusos romanos, que, en cuanto a tiranía, había habido un cambio, pero no una liberación».

    ¿Pero, realmente, era todo esto nuevo e inesperado? ¿No existía ningún otro precedente de ello en el curso anterior de la historia de Roma? Desde luego, no lo había durante el tiempo del régimen republicano, pero si retrocedemos más podemos darnos cuenta fácilmente de que la dictadura no era otra cosa que una regresión al viejo régimen de los reyes.

    Esta regresión histórica se caracteriza por Mommsen, de la manera siguiente: «El nuevo poder político no fue otra cosa que la vieja monarquía, que, después de todo, consistía también en una obligación voluntaria por parte de los ciudadanos de prestar obediencia a uno de ellos como a su señor absoluto». Mommsen, con tono melancólico, concluye: «Había habido algo de derrota en la última victoria de la oligarquía».

    Sila barrió todos los derechos de ciudadanía y convirtió al pueblo en una masa aterrorizada y cobarde. «En su residencia palaciega, recibía con indiferencia el homenaje de los más distinguidos personajes de Roma, que, con el odio en su corazón, acudían humildemente a prestar obediencia al amo de la vida y de la muerte».

    Mientras se le temía y se le odiaba, Sila sólo mostraba hacia tales personajes el desprecio y un egoísmo tan fuerte y cruel, que no constituía otra cosa que la aplicación lógica de la ley de la selva a los débiles a quienes había conseguido acobardar, convirtiéndoles en ciegos servidores.

    Sila manejó sus propios intereses personales y los de sus amigos como si se tratara de asuntos de Estado. Como quiera que sus ambiciones no tenían otro propósito que salvar sus propias prerrogativas, abandonó rápidamente el poder en el momento en que no pudo sostenerse en esta posición sin peligro para él mismo y para sus amigos.

    Después de dejar Sila el poder resultó que el último «monarca» había sido, comparativamente, cuando menos, un republicano integérrimo. Una vez fuera del gobierno, se retiró completamente a la vida privada llevando una existencia de ociosidad y placer epicúreo.

    «Su conducta», dice el sabio Plutarco, «fija un estigma sobre los cargos revestidos de gran poder que se cree que producen un cambio en el carácter anterior de los hombres y los vuelven caprichosos, vanos y crueles. Sin embargo, si es que realmente se trata de un cambio y reversión de naturaleza producido por la fortuna, o si, por el contrario, si lo que surge es una revelación, cuando un hombre es elevado a la autoridad, de una bajeza oculta que se mantenía latente, es materia para determinar en algún otro tratado».

    No obstante, psicológicamente, la dictadura de Sila y la restauración preparó al pueblo romano para la llegada de un nuevo gobernante. El pensamiento político independiente se había menoscabado hasta tal extremo, y la necesidad de apoyarse en un jefe fuerte se sentía de forma tan aguda, que el deseo de transferir la dirección del gobierno a un solo hombre minó por completo los fundamentos sobre los que se podía haber edificado de nuevo la república. «Sila diezmó a los caballeros, amordazó a los tribunos y sojuzgó a los cónsules. Pero el mismo Sila no podía abolir su propio ejemplo y evitar que otro le sucediera en su dominio».

    De acuerdo con esto, cuando surgió el nuevo hombre, que no sólo ansiaba el poder, sino que poseía todas las cualidades necesarias para ser un verdadero gobernante, sus ambiciones coincidieron con los deseos encubiertos de una gran parte del pueblo. «Los romanos abrieron camino ante el éxito del hombre y aceptaron las restricciones de su libertad, considerando a la monarquía como un respiro en los desastres de las guerras civiles, nombrándole dictador vitalicio».

    Los planes y las ambiciones de César se pusieron de manifiesto incluso antes de su entrada en la vida pública. Su deseo de dominio personal se había manifestado ya en su juventud. Suetonio relata la reacción de César cuando vio la imagen de Alejandro el Grande en el templo de Hércules, en Cádiz.

    «Lanzó un suspiro como si se manifestara impaciente por su propia incapacidad de no haber hecho todavía nada digno de mención en una edad en la que Alejandro había ya puesto a sus pies el Mundo, e inmediatamente solicitó una licencia para aprovechar la primera oportunidad de realizar las más grandes empresas en Roma».

    Inmediatamente después de este relato, Suetonio, con profunda penetración, señala los motivos más íntimos y arraigados que tenía César para este deseo de dominar la Tierra. «Además, cuando se mostró aterrado por un sueño tenido la noche siguiente (pues creía que había llegado a ultrajar a su madre), los adivinos le inspiraron grandes esperanzas por la interpretación dada a tal sueño, que era que él estaba destinado a dominar el mundo, puesto que la madre que había visto en su poder no era otra que la Tierra, que es considerada como la madre común de todo el género humano».

    Esta ansia de poder encuentra una justificación en la tradición familiar del orgullo patricio. ¿No era él un heredero de los reyes e incluso de los dioses? «En el panegírico de su tía, César habló en los siguientes términos sobre su ascendencia paterna y materna y la de su propio padre... nuestro linaje, por lo tanto, tiene la santidad de los reyes, cuyo poder es supremo entre los mortales, y el derecho a la adoración qué pertenece a los dioses, que tienen poder sobre los mismos reyes».

    Debió haber sido una humillación particularmente afrentosa para un hombre de tal naturaleza el haber tenido que esconderse del dictador Sila, como si fuera el último de los criminales. César, por medio de su mujer, que era hermana de Mario, estaba relacionado con la revolución de éste.

    En consecuencia, Sila, resuelto a consolidar su poder, le pidió que se divorciara de su esposa. César, consciente del peligro que le acechaba, huyó a Roma, donde, víctima de un fuerte ataque de fiebres tercianas, tenía que cambiar de lugar, de escondite casi cada noche. Al fin se vio obligado a pedir clemencia al dictador por la intervención de amigos influyentes.

    Un lance de esta naturaleza, en un período de lucha general y de disgregación dé las formas sociales y de los ideales, causó en él un profundo resentimiento y consolidó su resolución de alcanzar una posición en la que nunca pudiera volver a ser oprimido de nuevo. ¿Por qué él, que era un descendiente de los reyes y de los dioses y sentía en su interior la fibra de un gobernante, no había de alcanzar la cima en esta lucha? ¿Por qué no había de ser él el temido y el obedecido?

    En otra aventura característica, mientras se hallaba destinado a las provincias, César fue capturado por unos piratas. Permaneció tranquilo mientras esperaba que llegase el dinero para el rescate, pero dijo a sus aprehensores que algún día les crucificaría a todos. Una vez libre, cumplió prontamente su promesa.

    Al principio, solicitó del gobernador que castigase a los piratas, pero cuando aquél le contestó que tenía que estudiar el asunto, César tomó la venganza por sus propias manos y crucificó a los malhechores. El buen Suetonio cita como un ejemplo de la clemencia de César el que les ¡hiciera degollar antes de crucificarlos.

    En esto podemos ver un ejemplo de la reacción de César ante la impresión de verse oprimido y humillado. Estas actitudes, llenas de resentimiento y orgullo amenazado, prevalecieron hasta sus últimos años y algunas veces se manifestaron incluso en el período del apogeo de su poder.

    César no se levantó cuando el Senado vino a saludarle, pero se mostró indignado cuando, en la reunión próxima, un senador no se puso en pie a su entrada. Se mofó de él amargamente: «Vamos, Aquiles, tribuno poderoso: toma otra vez la república de mis manos». Después, durante algún tiempo, cuando anunciaba públicamente sus decisiones, acostumbraba añadir con tono mordaz: «Esto es..., si Aquiles lo permite».

    Las inclinaciones y actividades eróticas de César fueron intensas y de un carácter claramente bisexual. Su homosexualidad constituyó una causa notoria de escándalo y motivó que César fuera objeto de las más acerbas burlas en el curso de toda su vida, y, esto, en un tiempo en el que el nivel medio de la moralidad sexual era mucho más tolerante que en el nuestro. Sus relaciones con Nicomedes, rey dé Bitinia, fueron un baldón ignominioso.

    Durante una dé sus apoteosis triunfales, fue saludado como una reina, y en sus victorias de la Galia, los soldados gritaban: «César venció a todos los galos, pero Nicomedes le venció a él. Ahora César cabalga triunfador y victorioso sobre todos los galos; Nicomedes no triunfa, pero domina al conquistador».

    César no se mostró muy preocupado por esta reputación. Parecia como si hubiera hecho cuestión de amor propio el demostrar que incluso una «reina» podía ser un verdadero rey. El siguiente episodio resulta muy característico de esta actitud desafiadora. César recibió el mando de las Galias después de haber tenido que vencer la oposición de sus enemigos.

    Transportado de júbilo por este éxito, unos pocos días más tarde no pudo por menos dé alardear ante una multitud de gente de que, habiendo logrado el deseo de su corazón, a pesar del duelo de las lamentaciones de sus contrarios, en lo sucesivo iría al frente de todos.

    Cuando alguien le hizo observar que aquello no habría sido asunto fácil de lograr por ninguna mujer, contestó: «que Semíramis también había sido una reina en Siria». También mencionó a las amazonas.

    También podemos comprender los relatos que se hacen respecto a que era muy melindroso en su persona y que se deleitaba con las vestiduras lujosas, las perlas y las piedras preciosas, si se tiene en cuenta la influencia del homosexualismo y del narcisismo en su personalidad.

    César tuvo también muchas aventuras amorosas con mujeres. En uno de sus discursos, el viejo Curio le llamó «marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos». Al parecer, sus deseos eróticos fueron ilimitados, pues se dice que ordenó que se dictara una ley en virtud de la cual se consideraba legal para César el casarse con cualquier mujer que quisiera y con tantas como desease.

    Esta fue otra manifestación del complejo del hijo rebelde que procura volver a la posición privilegiada de su poderoso padre en la tribu primitiva donde éste era el dueño de las mujeres. Incluso su amada Servilia prostituyó para César a su propia hija, Tercia.

    El vanidoso deseo de César de aparentar e impresionar al pueblo puede haber sido una compensación de su homosexualismo pasivo y una manifestación de su desmesurado afán de exhibición. Los espectáculos circenses fueron tan pródigos que hubo de dictarse una ley limitando el número de gladiadores.

    César utilizó incluso la muerte de su hija como una oportunidad para dar una fiesta extraordinaria en su memoria, cosa sin precedentes en los anales de Roma. Siempre procuraba causar impresión en las princesas extranjeras y en las gentes de países remotos. «Todos quedaban aturdidos por sus actos y se preguntaban cuáles podrían ser sus propósitos».

    Estas intenciones, no obstante, pronto resultaron claras y evidentes. Cicerón dice que César siempre tenía en los labios esta frase de Eurípides: «Si el mal pudiera convertirse en bien, sería, muchas veces, trocada la injusticia en justicia por la fuerza de la razón de Estado; en todo lo demás se exigiría el temor a los dioses».

    Sus ambiciones, sin embargo, pronto rebasaron la mera salvaguardia de sus intereses personales, llegando a abarcar a toda la nación, al país en general. No sólo su ego-ideal se equiparó e identificó con los ideales de la expansión y poderío de su patria, sino que el mismo pueblo romano, o cuando menos una parte considerable de él, vio en César la encarnación de sus propios deseos e ideales profundos.

    César fue reverenciado como un caudillo, como el símbolo de la poderosa Roma, y fue obedecido no sólo por temor sino con amor y fe profundamente arraigados. Su poder quedó suficientemente justificado y consolidado, y, poco a poco, el respeto y la obediencia a César, que iban echando raíces en los corazones de sus súbditos, llegaron a ser componentes integrales del ego-ideal colectivo.

    «La monarquía de César no fue un despotismo de estilo oriental, por la gracia de Dios, sino un régimen monárquico semejante al establecido por Pericles y más tardé por Cromwell, es decir, una representación de la nación mantenida por un personaje de la más elevada categoría y por un hombre en quien se depositaba una confianza sin límites.» No obstante, el retorno a la monarquía fue completo. «No hubo en el gobierno de César ni una sola característica que no .pudiera encontrarse en el viejo reinado».

    Estudiando los procedimientos por los que César alcanzó el poder, podemos destacar ciertos factores decisivos. A pesar de toda la debilidad interior de la república, las tradiciones republicanas se hallaban todavía arraigadas en la mentalidad popular de una ¡manera demasiado profunda para consentir que se estableciera, sin el empleo de la fuerza, un régimen autocrático.

    En consecuencia, cuando Pompeyo, que había vencido en Oriente, decidió, después de muchas dudas, a volver a Italia (62 a. de J.C.) y, en lugar de asumir el gobierno, licenció sus tropas y avanzó hacia Roma acompañado solamente por una pequeña escolta, hizo inevitable su caída. Opuesto al empleo de la fuerza, creyó que conseguiría lodos sus propósitos sin necesidad de ninguna presión y que, manteniéndose dentro de los límites de la legalidad, podría sostener su posición de primer ciudadano y depositario de la voluntad popular y disfrutar de la confianza del Senado, creyendo también, que si fuera preciso, podría actuar como jefe supremo del Estado. Sin embargo, la disposición de ánimo de los romanos había cambiado entretanto rápidamente debido a los rumores que circularon sobre el licenciamiento de las tropas.

    El espíritu de conformidad con que se había esperado su regreso a Roma se convirtió en una oposición general. Pompeyo no llevó a cabo el alarde de fuerza que hubiera sido necesario para impresionar la mentalidad de las masas.

    «Evidentemente había concebido el propósito de llegar n la suprema jefatura política sin el empleo de las armas y contaba con destruir la república por medio de una lenta revolución interna, conservando, en cuanto fuera posible, las formas exteriores de la legalidad en un intento de carácter tan ilegal.»

    El principio básico de la acción de César fue, en primer término, buscar el apoyo del pueblo. Debe tenerse presente que en el comienzo de sus actividades políticas había sido el jefe del partido

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1