Libro electrónico69 páginas1 hora
La cinta
Por M. C. Andrews
Calificación: 4.5 de 5 estrellas
4.5/5
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Daniel Bond lo tiene todo bajo control. A pesar de su tormentoso pasado, o quizá gracias a él, se ha convertido en uno de los abogados más reputados de toda Inglaterra. Su vida, planeada al milímetro, está dominada por unas estrictas normas que rigen todas sus relaciones. Jamás se ha planteado transgredirlas con ninguna mujer... hasta que conoce a Amelia Clarck.
Amelia hace que se lo cuestione todo; lo reta con cada mirada, con cada caricia. Si sólo fuese una cuestión de sexo, Daniel sabría a qué atenerse, pero el problema es que cada vez que están juntos siente la tentación de explorar placeres que hasta entonces consideraba prohibido.
La cinta es un relato corto que complementa la novela Noventa días (Esencia, 2012). De la mano de Daniel Bond, narrador y protagonista, descubriremos que cada historia de amor es única e irrepetible.
Amelia hace que se lo cuestione todo; lo reta con cada mirada, con cada caricia. Si sólo fuese una cuestión de sexo, Daniel sabría a qué atenerse, pero el problema es que cada vez que están juntos siente la tentación de explorar placeres que hasta entonces consideraba prohibido.
La cinta es un relato corto que complementa la novela Noventa días (Esencia, 2012). De la mano de Daniel Bond, narrador y protagonista, descubriremos que cada historia de amor es única e irrepetible.
Autor
M. C. Andrews
M. C. Andrews nació en Manningtree, el pueblo más pequeño de Inglaterra. Lleva años afincada en Londres, donde ejerce de periodista para un importante periódico, aunque durante sus primeros tiempos en la capital británica tuvo varios trabajos: de camarera a guía turística, pasando por canguro y correctora freelance para una editorial. Está casada y es madre de dos hijas. De pequeña, M. C. Andrews solía decirles a sus padres que deseaba ser escritora; su esposo y sus hijas siempre la han animado a intentarlo... De ahí Noventa días, su primera novela, y Todos los días, su esperada continuación, así como los relatos La cinta y Sin fin, ambos publicados por Zafiro. Encontrarás más información en: www.noventadias.com
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La cinta - M. C. Andrews
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Índice
Portada
Biografía
Preliminar
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Noventa días
Créditos
Biografía
M. C. Andrews nació en Manningtree, el pueblo más pequeño de toda Inglaterra. Lleva años afincada en Londres, donde ejerce de periodista para un importante periódico, aunque durante sus primeros tiempos en la capital británica tuvo varios trabajos, de camarera a guía turística, pasando por canguro y correctora freelance para una editorial. Está casada y es madre de dos hijas.
De pequeña, M. C. Andrews solía decirles a sus padres que deseaba ser escritora; su esposo y sus hijas siempre la han animado a intentarlo... De ahí Noventa días, su primera novela (Esencia, 2012).
Siempre había pensado que el sexo era una vía de escape, en mi caso, la única con la que podía satisfacer por completo mi necesidad de tener el control. Ahora sé lo equivocado que estaba. Me llamo Daniel Bond y ésta es parte de mi historia...
1
—¡No, no, no!
Mis propios gritos me despertaron y me senté en la cama, sudando. Hacía meses que no tenía una pesadilla tan vívida y angustiosa. Respiré hondo y me pasé las manos por el pelo y por la cara. Odiaba despertarme así, sintiéndome de nuevo como cuando era un niño pequeño.
—Mierda —mascullé resignado, al poner los pies en el suelo. Fui hasta el baño de mi dormitorio y me eché agua en la cara—. Tranquilízate, Daniel —me dije, mirándome al espejo.
Observé cómo me resbalaban las gotas por el rostro y apreté la mandíbula para controlar el temblor que aún podía sentir en mi cuerpo. Estaba en mi apartamento, solo, lejos del mundo que había reaparecido en mis sueños. Al parecer, había conseguido eliminarlo todo excepto los recuerdos.
Salí del baño y me dirigí al comedor, donde me serví un whisky. Beber no me gustaba demasiado, pero en noches como ésa hacía una excepción. El alcohol daba fuerza a los demonios, yo lo sabía mejor que nadie, pero notar el líquido quemándome la garganta siempre me hacía reaccionar.
Subí la escalera que conducía al piso de arriba del apartamento y me acerqué a la ventana. Las sombras de los rascacielos se erguían impertérritas en medio de la oscuridad; eran los únicos testigos de mi desasosiego y así era como quería que siguiese siendo. Hay gente que está sola pero vive con el convencimiento de que algún día dejará de estarlo, personas que sueñan con encontrar a una persona que lo comparta todo con ellas. Yo no.
Me terminé el whisky y dejé el vaso en el suelo.
Yo no podía imaginarme con nadie. Sencillamente, era algo que sabía con absoluta certeza que jamás sucedería; lo sabía con la misma seguridad con que sabía que no podía volar o que, no sé, digamos, la Tierra es redonda. Y no me importaba. De hecho, lo prefería.
Respiré hondo de nuevo y apoyé la frente en el cristal. Abrí y cerré las manos y luego me froté la nuca. Estaba muy tenso. Demasiado. Me aparté de la ventana y, al dar media vuelta, mis ojos se detuvieron un instante en la cama, que ocupaba casi todo el espacio de la habitación. Hacía mucho tiempo que no la utilizaba. Quizá era eso, pensé de repente, sentándome en el sofá de piel que había junto al ventanal y que era el otro único mueble del dormitorio.
Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer; la última había sido una gran decepción y no había servido de nada. Victoria, se llamaba; sí, no tendría que haberme acostado con ella. Menos mal que no la había llevado allí.
Las mujeres me parecen las criaturas más maravillosas de la Tierra y, sin embargo, últimamente ninguna había conseguido interesarme. Oh, sí, sé que se fijan en mí, en mi aspecto, en mi cuenta corriente, en mi bufete, pero ninguna es sincera. Y empiezo a estar cansado de tantas mentiras.
Me levanté del sofá y volví a acercarme a la ventana. Estaba saliendo el sol. ¿Cuánto rato llevaba despierto? Solté el aliento y me agaché para recoger el vaso del suelo. No serviría de nada seguir dándole vueltas; hace tiempo que tengo asumido quién soy y no voy a disculparme por ello ante nadie, y mucho menos para echar un polvo.
Volví a mi dormitorio y me puse la ropa de deporte. Todavía era temprano para ir a la piscina privada del bufete, así que salí a correr. Ya tendría tiempo de nadar después.
Regresé una hora más tarde y el portero de mi edificio tuvo que contenerse para no levantar las cejas hasta debajo de la gorra cuando me vio entrar.
—Buenos días,
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