Relatos faunescos
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Relatos faunescos es una colección de historias donde los animales están siempre presentes, ya sea porque son los protagonistas del relato, porque el animal es la clave para el desenlace o, simplemente, porque el protagonista se parece o actúa como un animal. Así, cada relato está basado en un animal en concreto: la dorada, la mosca, el camello… Un libro donde Fernando Mansilla no solo muestra su virtuosismo a la hora de escribir, sino su amor por el lado salvaje de la vida.
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Relatos faunescos - Fernando Mansilla
Malasia
El hombre silla
Por Alex O’Dogherty
Fernando Mansilla: m. Hombre silla que vive en Hombre de Piedra. // Señor con gabardina y sombrero. // Dibujante con palabras. // Rapero atípico. // Poeta no maldito. //
¿Te has leído alguna vez un cuadro?
Suena raro, ¿no? A mí también. Es raro. Leerse un cuadro. Lo normal es leerse un libro. Bueno, lamentablemente parece que ya no es tan normal leerse un libro...
El caso es que, aunque no sea muy normal leerse un cuadro, esa y no otra fue la idea que me vino a la cabeza cuando acabé este libro.
Tenía la sensación de que me había leído un cuadro. O, mejor dicho, varios cuadros. Uno por relato. Y dentro de cada relato, de cada cuadro grande, hay otros más pequeños, más pintura, más dibujos, más trazos, más trozos de vida que se proyectan ante tus ojos automáticamente.
Fernando Mansilla pinta cuando escribe.
Su manera de escribir es describiendo.
Es tan fácil ver lo que cuenta, que te hace sentir que estás ahí, en la cárcel, en la playa, en la embajada... rodeado de toda esa fauna, creyendo que eres uno más, un animal más. O, tal vez, deseándolo. Creyendo que sabes de qué va la historia y dándote cuenta de que no tienes ni puta idea, porque siempre te sorprendes al final de cada frase.
Sí, lo admito: yo soy fan del Hombre Silla, yo soy fan de Mansilla.
O Sillaman, que dicho así suena a superhéroe.
Un superhéroe de las letras.
Un superhéroe de barrio, claro.
De la Alameda de Hércules, para más señas. Sí, soy fan.
Lo soy desde que lo conozco, desde que le oí por primera vez. Porque antes de leerle, le oí, y esa, amigos míos, es una ventaja que tengo sobre la mayoría de vosotros: yo conozco la voz de Fernando. Esa oscura, profunda, rasgada y temible voz que tiene, esa manera de recitar, de rapear, tan genuina que hace que te introduzcas en su mundo sólo con oírle unas cuantas palabras.
Me gustaría que este libro viniera narrado por el autor, para que el lector le oiga, aunque fuera un par de relatos, y así me podríais entender. Algo así como un bonus track, un contenido extra. Ahí lo dejo como sugerencia para los editores…
Siempre me ha resultado muy fácil sentirme dentro del mundo de Mansilla. Y no he tenido que sentirme identificado con ninguno de los personajes. Simplemente me siento ahí, dentro, como en una de esas pelis en las que eres un fantasma, y los protagonistas pasan a tu lado sin verte siquiera. Así me siento cuando leo a Fernando. Como en una película.
¿Pero no habíamos quedado que era como un cuadro?
¿Qué más da? ¿Cuál es el asunto? ¿Cuál es el objetivo de leer? ¿Evadirte? ¿Divertirte? ¿Emocionarte? ¿Pasearte por otras vidas?
Harás todo eso cuando entres en este libro, en este cuadro, en esta película, en esta movida.
Y cuando lo hagas, leerás su voz, verás sus palabras y entonces ya estarás dentro y ya serás parte de su fauna.
Entra y mira sin miedo. Camina sin cuidado.
Estos animales son inofensivos.
(O no).
Alex O’Dogherty (San Fernando, 1973) es actor, músico y humorista. Ha hecho un hueco en su apretada agenda llena de grabaciones para el cine y la televisión y nos ha prologado la obra de su amigo y admirado compañero de profesión.
La dorada
Dorada: f. Pez acantopterigio que tiene una mancha dorada entre los ojos y es comestible estimado.
Agua. Todas las noches sueño con agua. Veo puertos de mar, ríos, embalses, océanos, lagos, acequias, pantanos... Yo estoy, en mis sueños, pescando grandes peces oscuros que se deslizan bajo las aguas transparentes, así que interpreto el acto de pescar como símbolo de quedar atrapado en algún tipo de trampa. Enganchado. Pongo por ejemplo enganchado al tabaco, al café, a una mujer... Lo que falla en el sueño es que el pescador sea yo, el enganchador, que no el enganchado, cuando en la cruda realidad no hay pescador más pescado que yo. Pescado en varios frentes, como una vulgar trucha (si bien es verdad que por causas más apetitosas que una lombriz de tierra o una bolita de masa de harina con sardina).
Más lógico sería soñar que yo era una dorada, hermosa y oblonga, surcando los mares en busca de un bocado que echarme al insaciable buche cuando, medio oculto entre las algas, localizo un suculento gusano y me dirijo hacia él sin demasiada cautela. Aguzo el oído, pero más por puro placer oceánico que por sospecha. Recojo los ecos del mar, el trote rítmico de los hipocampos, el canto de las sirenas... El mar parece tranquilo. Abajo el fondo arenoso, sin rocas, por arriba el cardume de insignificantes pececillos. Nadie me lo puede disputar. El gusano es mío.
Me deslizo en línea recta, abro la boca, me lo zampo, cierro la boca y empieza la pesadilla. De inmediato un dolor agudo, el infierno que se me clava en el delicado paladar, y no sólo se hinca en mi carne, sino que, como si tuviera vida propia, me jala hacia la superficie. No, hacia la costa. Coleo con rabia, pero cada coletazo es un trallazo en el paladar y el dolor es tan intenso que me desvanezco ligeramente. Sea lo que sea, es irresistible y tengo que dejarme arrastrar, no oponer resistencia. Si no opongo resistencia, el dolor disminuye un grado y me permite pensar. Inmovilizo mis aletas, mi cola y mis agallas, eso me hace ascender y llego a la superficie, saco la cabeza fuera del agua, al aire mortífero. Analizo la situación y comprendo: allá donde se acaba el mar y empiezan las arenas de la playa, en un punto no muy lejano, un tipo con los pies metidos en las aguas del último rompiente sostiene una caña de pescar de respetables dimensiones. Con la mano derecha maneja el carrete y tensa el sedal, con la izquierda sujeta la flexible caña. Me sumerjo de nuevo y no me engaño, las doradas somos peces realistas, tengo un anzuelo clavado a fondo en el paladar y siento mucho miedo. Un pulpo, que está presenciando el lance y es testigo de mis apuros, huye temeroso por el fondo de arena. Inútil pensar en pedir ayuda. El pulpo lanza un chorro de tinta y desaparece envuelto en sus propias tinieblas.
Cegada por la tinta, inmovilizada por el dolor, no puedo luchar, no puedo tirar, no quiero clavar más el doloroso hierro en mi carne y me dejo arrastrar dócil por el sedal sin ofrecer resistencia. El pescador debe haber comprendido que ya no hay lucha y piensa que soy suya. Me dejo guiar hacia la superficie de las aguas, quiero sacar de nuevo la cabeza. El sol está cada vez más bajo y yo estoy muy cerca de la orilla. Recojo el sonido tentacular de una medusa arrastrada por las corrientes mar adentro y le transmito mi mensaje de despedida. Voy a morir. Me reservo el último espasmo, pero sé muy bien que todo ha terminado para mí.
Nadar brillante entre las saladas aguas, comer, aparearme, desovar en su sitio y a su tiempo. Una vida simple de dorada. Todo ha terminado para mí. Este año no desovaré, porque este hombre que ahora recoge los últimos tramos del sedal y me saca del agua me quiere devorar.
Alguna vez fui testigo de un drama similar. He visto salir del agua peces como yo, doradas o de otra especie, jalados por la fuerza irresistible del sedal, rumbo al pavoroso destino de la tierra firme. Entonces no pensé que aquello me pudiera suceder. Y yo sabía, no puedo fingir ni alegar ignorancia porque yo sabía que soy comestible. Tantas veces he visto un sedal... sedales rotos, enganchados en las rocas. Y también sedales en activo, con mortífero anzuelo cebado, ya con suculento gusano, ya con olorosa mezcla. A veces, incluso, me comí el cebo y eludí la trampa, estimulado y aplaudido por toda la fauna marina. Aunque, generalmente, cuando se descubre el engaño se prescinde de tentar la suerte y sólo los más osados se atreven a mordisquear la peligrosísima tentación.
Pero he picado como un vulgar besugo. No lo vi, solamente vi el gusano, estaba hambrienta y olvidé la habitual prudencia, me olvidé de pescadores y de la tierra seca en donde acabaré mis días, asfixiada y frita y comida hasta las espinas.
Y como lo cuento, me sacan del mar. Ya me falta el agua y mis agallas se dilatan y contraen espasmódicamente, pero sólo encuentro aire. Me ahogo. Veo la cara del hombre, serio, y las arenas de la playa.
Me levantan en vilo, colgada del anzuelo. ¡Qué dolor! Siento que se me va la vida y todo se me vuelve borroso, únicamente este dolor insoportable no se nubla, no se difumina, es cada vez más concreto y se expande por todo mi cuerpo. Sólo dolor y asfixia, la más fabulosa impotencia jamás sentida.
Entonces revienta todo, reviento yo y parece que también el mundo revienta. Me desgarro rota por un dolor bestial, un trallazo en el paladar. El pescador me ha arrancado el anzuelo de un solo tirón, seco y enérgico, y caigo en la arena con la boca destrozada.
En la playa moriré asfixiada. No boqueo, quedo inmóvil, concentro mis últimas y escasas energías para el coletazo definitivo. No estoy lejos del agua. Utilizo mi rabia y mi dolor para conseguir uno de los espasmos más formidables en la marítima historia de las doradas. Salto en vertical, atisbo el mar desde el aire, un coletazo para ganar terreno, intento alcanzar el agua, maldita sea, y vuelvo a caer en la arena, en el mismo maldito sitio.
Estoy enfocando con mi turbia mirada al pescador. No está solo. Dos hombres verdes le acompañan.
2
Mientras cobraba la presa desaparecieron sus preocupaciones, pero ahora que la dorada estaba fuera del agua y la lucha había terminado volvió a sentir la angustia en la boca del estómago. Intentó concentrarse otra vez en la pesca. El animal, todavía vivo, no se había tragado el anzuelo hasta el estómago, como sucede a veces, sino que lo tenía clavado, no muy profundamente, en el interior de la boca. No muy profundo, pero sí bien clavado, así que, calzándose el guante para no cortarse la mano con el fino sedal, y de un solo y fuerte tirón, pudo desprendérselo sin necesidad de usar las tijeras, recuperando de este modo el aparejo entero.
No se concentraba, no podía olvidar el verdadero motivo por el que estaba allí, a orillas del mar. La dorada exangüe, liberada por fin del doloroso anzuelo, yacía inmóvil en la arena. Estaba atardeciendo y quedaba poca gente en la playa. Consultó su reloj, estaba inquieto. Dirigió su mirada a los montículos de arena tras los cuales discurría la carretera con la esperanza de ver aparecer al hombre que esperaba. Nadie. Echó un vistazo al cesto donde