La oscuridad del sombrero: Cuentística reunida
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Los relatos de Bethsabé Huamán Andía son juegos de prestidigitación: la angustia existencial, el abandono del deseo, la negación del ser se insinúa apenas para, en su pluma, exponerse desde la más pura cotidianidad. Está en el encuentro y reflexión del lector, la magia, la reinvención, tanto de la ficción como de la realidad, si es que esta existe.
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Las relaciones interpersonales, el amor en sus diversas formas; partiendo del filial, en homenaje al abuelo querido, a la madre, que marcaron su vida para siempre; siguiendo por ese amor prohibido, aquel que la sociedad no acepta -pero que pese a todo existe-, que no se puede soslayar. El amor sometido, aquel que no se sabe porqué aceptamos, que nos puede llevar al sufrimiento más grande, sin embargo justificamos, pese al daño. La denuncia, el abrir los ojos como parte de un proceso que no es común, que no debe ser común, pues la violencia no se puede aceptar; todo eso y más lo encontramos en este libro maravilloso, escrito con mucha sobriedad e impecable estilo, por Bethsabé Huamán Andía, un homenaje a la mujer y a la vida.
Vista previa del libro
La oscuridad del sombrero - Bethsabé Huamán Andía
Es la luz que cae y suicida la noche
Isel Rivero
Lo sombrío siempre dice más de la verdad que lo soleado
Enrique Vila-Matas
La hondura de la noche como un hostigamiento
Daniel Sada
El origen del miedo
I
Esa soy yo en el origen del tiempo, pegada a la baranda de la cuna.
La noche cerrada es oscura como el interior de un sombrero.
Me reduzco a una palabra: mamá.
Mamá tengo frío, mamá tengo hambre, mamá tengo sueño, mamá estoy despierta.
Ella está lejos, su voz es distante.
Intento ir hacia ella, pero un tul blanco me cubre.
Mamá no responde. Mamá no viene.
II
Esa es mamá llorando.
Al verla contemplo el sol eclipsarse en plena mañana.
Observo la ola asesina que se levanta sobre su sombra.
Su llanto me detiene como el sueño al bostezo.
Llora desconsolada frente al televisor.
Persigo la circunstancia de su tristeza en mi memoria, hasta que una noción extraña de la luz se filtra como una promesa sin fin.
Me siento a su lado. Miro la pantalla.
Reconozco los trajes blancos con rayas negras atravesándolos.
El puño en alto que grita consignas.
Un rostro familiar sobre ese número culposo.
III
Esa es mamá, otra vez frente al televisor, con su libreta de apuntes y el lapicero en la mano.
Mamá mira. Escucha absorta.
Que Dios nos ayude
, dice un señor calvo con bigotes antes de retirarse de la pantalla.
La hoja en blanco. El chino nos mintió
, la escucho decir.
Queda la bandera del Perú.
IV
Esa es mamá siendo apuntada con un revólver en la cabeza. Incitando al hombre a disparar. Arguyendo que despojarla de lo poco que tiene es peor que matarla.
Esa soy yo llorando, negando con la cabeza, gritando ¡no!
Sus ojos destellan de rabia e impotencia.
No la comprendo.
Mi interior transforma el valor en egoísmo y en secreto
la acuso de traición.
Se escuchan gritos en la calle. El hombre empuja a mamá, se lleva los dólares y las joyas de las abuelas.
Quiero abrazar a mamá, quiero apretarme a su cuerpo,
quiero fundirme con ella.
Afuera se oyen dos tiros. Mamá sale corriendo.
Le pido a mamá que no se muera, pero no me escucha.
V
Esa es mamá sentada sobre la cama, despoblada de luz, de fuerza, de deseo. Vacía.
No tiene ganas de amanecer, ni de levantarse, ni de trabajar, ni de abrir un libro, ni de ver la pantalla, ni de comer.
Ha gastado todas sus lágrimas que tenía.
Quiere respuestas que no tengo.
Me llama con urgencia, con premura.
No escucho.
Quiere abrazarse a mí.
No voy.
No quiere ser mamá.
Tampoco yo.
Eclipse
Ella no existe.
No es una mujer de grandes caderas, pelos rizados y labios carnosos.
No tiene ningún lunar en el mentón, ni arruguitas en la frente, ni ojos estrellados y pardos. No usa lentes ni tiene una voz caribeña.
No tiene nombre, no tiene historia, ni amantes, ni hermanos, ni ha estudiado cine, ni le gusta el café cargado.
No le brilla un destello de luz en su ojo izquierdo. No se ríe a carcajadas echando la cabeza hacia atrás. No canta Mercedes Sosa, ni Silvio Rodríguez, ni toca la percusión.
No le obsesionan sus pies desnudos, no fotografía cada uno de los rincones del suelo. No cita a cada rato a Audre Lord y a Alice Walker.
No le amarra un pañuelo rojo a su cabello rebelde.
No me ve de arriba abajo en nuestro primer encuentro.
No la conozco, nunca nos hemos cruzado, nunca hemos estado en un mismo espacio, ni hemos convivido, ni nos hemos espiado. No se ha aprendido mi nombre, ni le ha dado esa entonación grave, ese destello sensual, cada vez que lo dice, cada vez que me llama.
No me he grabado el perfume de su cuello, la textura de su mano, el cosquilleo de su cabello en mi mejilla. No he perseguido su espalda, su pisada, la estela de un afecto porque no existe afecto, ni pisada, ni espalda.
No ha habido malentendido alguno, nadie me ha disputado su presencia, ni ha interferido en nuestra traducción de miradas.
No hemos discutido, ni lanzado filosas conjeturas, ni hemos estrechado nuestros cuerpos como última palabra. No ha habido ningún beso apasionado, desesperado, impertinente. No hemos evocado la muerte, la zozobra, el dolor. No hemos hecho ninguna confesión inoportuna de nuestras vidas inconclusas. No hemos intercambiado mails, ni nombres propios, ni pequeñísimos gestos de cariño. No nos hemos tomado ninguna foto, ni dejado ningún vestigio de nuestra existencia. No se ha ido sin despedirse, ni dejándome el ardor de ningún deseo, la premura de ninguna boca, la pregunta y la consecuencia.
No la extraño, ni la busco, ni divago con ir volando a su isla y girar juntas en una esquina del mundo.
No me ama ni me odia. No estoy esperando que llegue, ni que pronuncie tontas palabras de amor, ni hallar su mano extendiéndose por mi piel, en el silencio de una ausencia que es incomprensión y furia. No hablo con ella en la soledad de mis sueños, ni añoro encuentros que la sigan a su cama, a su cuerpo, a su noche. No me olvida ni me deja olvidar. No tenemos canción, ni palabra, ni circunstancia. Ninguna ciudad nos acoge. No compartimos ningún atardecer, ninguna ilusión, ninguna adicción. No se nos oscureció el día muy pronto. No nos embriagamos una de la otra. No es la mujer del sombrero, ni su oscuridad. No se ha perdido, ni me ha dejado el delirio y la lágrima.
No, no nos vimos nunca. Ni fue un error.
No pasó como un eclipse, cuando por