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Balleneros y Corsarios
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Balleneros y Corsarios
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Balleneros y Corsarios

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Novela histórica que trata sobre el mundo fascinante del Chile de principios del siglo XIX, durante la guerra por la independencia de España. William W. Mackay es un joven escocés que arriba a aguas chilenas como primer oficial de un buque ballenero. Durante una escala en el puerto de Valparaíso conoce a una joven norteamericana y decide desembarcarse para unirse a la causa de la independencia. Mientras trata de conseguir una patente de corso y un barco, se va introduciendo en la sociedad chilena. Por fin consigue sus objetivos, pero las gestas marineras de William, colaborando con la incipiente marina del país, tienen más éxito que su difícil relación amorosa. El autor va develando, al tiempo que narra las aventuras del protagonista, algunos episodios de una dolorosa guerra y nos introduce también en la sociedad civil de la época. Balleneros y Corsarios es una novela que recrea un poco conocido episodio de la historia naval chilena y que tiene como protagonista a un miembro del mismo clan escocés del autor.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 oct 2017
ISBN9781370983322
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    Bastante entretenido y fácil de leer. Si entiende la terminología naval y marítima, más aún.

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Balleneros y Corsarios - Edgardo Mackay

Nota preliminar

Un primer libro se debe a muchos autores y a innumerables otros libros. Nombrarlos a todos en esta introducción sería una tarea dificilísima, pero hay algunos que simplemente no pueden dejar de mencionarse por la tremenda influencia que tuvieron en este trabajo. Los autores que se detallan a continuación incluyen tanto a serios cronistas como a una buena cantidad de escritores de obras de ficción, pero todos ellos tienen en común el haber dejado una huella indeleble en la memoria y el alma de este novel autor.

En un primer grupo, quiero destacar a los historiadores, que con sus escritos prueban, una vez más, que los hechos puros, sin adornos de ninguna especie, sobrepasan con mucho al más imaginativo de los autores de ficción. En este campo, el aporte de don Francisco A. Encina, con su monumental Historia de Chile, es cabal, como asimismo el del comandante Rodrigo Fuenzalida, con su magnífica La Armada de Chile. Siguiéndoles muy de cerca, debo incluir a Mateo Martinic y la Crónica de las Tierras del Sur, a Anthony Price, con The Eyes of the Fleet; a Félix Riesenberg, con Cape Horn, y a Claudio Véliz con la Historia de la Marina Mercante de Chile.

En un segundo grupo, es preciso mencionar a los viajeros extranjeros, algunos de ellos no sólo ocasionales testigos de un Chile ya perdido en el pasado sino que también fueron protagonistas directos de momentos vitales en nuestro nacimiento como nación. Los testimonios e impresiones que estos hombres y mujeres dejaron estampados en sus diarios y cartas han contribuido de manera importante a ilustrar las descripciones que en este libro se dan de Valparaíso y Santiago, del camino y los poblados que enlazaban ambas ciudades, de las construcciones, casas y edificios,de las comidas y diversiones, y — en general—, de la forma de vida de los chilenos de los tiempos de la Independencia. Entre estos destacan, por sus páginas memorables, los diarios de Lady María Graham, de Mr. Samuel Haigh, del capitán Richard Longeville Vowell y del canónigo Giovanni María Mastai Ferreti, quien luego fuera el Papa Pío IX. Mención especial le corresponde al comandante David Porter, cuyo Journal of a Cruise sobre las correrías de su fragata Essex en el Pacífico Sur constituyó una apasionante fuente de información.

Los diarios de marinos de la talla de los capitanes William Barron —sobre la vida a bordo de un ballenero británico del siglo XIX—, y James Cook reportando sus tres formidables viajes de exploración por los Mares del Sur—, pueden perfectamente unirse en un tercer grupo junto a las crónicas de nuestros grandes, y muchas veces injustamente olvidados, Enrique Bunster y Benjamín Subercaseaux, ambas ricas en detalles históricos y deliciosa ambientación.

Por último, los novelistas. Aquellos que sembraron en el autor el deseo de emularlos, creando una novela histórica con personalidad propia y que se desarrollara en este Mar de Chile, el que «promete un futuro esplendor» y al que tan seguido damos la espalda olvidando que nuestro origen, desarrollo y destino ha estado y estará para siempre ligado a él. Entre estos es imposible ignorar a Bernard Cornwell, a Thomas B. Costain, a Sir Arthur Conan Doyle —a quien me permití la licencia de «robarle» una idea para la historia del Dr. Kelley—, al incomparable Cecil Scott Forester, a William Martin, a Charles Nordhoff y James N. Hall, y al más grande de todos los que alguna vez escribieron sobre aquella marina heroica de los tiempos de Horatio Nelson y Thomas Cochrane: el señor Patrick O’Brian. A todos ellos les debo no sólo mi admiración sino infinitas horas de deleite, y si alguna vez se me acusa de haber intentado imitarlos con este relato, tendré que agradecer humilde y sinceramente el ser merecedor de tan honrosa comparación.

E. Mackay

Santiago, octubre de 2001.

El autor quisiera expresar sus más sinceros agradecimientos a las siguientes personas:

Al Dr. Pedro Advis, por proporcionarme importantes antecedentes respecto de William Walker Mackay y su descendencia en Chile. A las señoras Pilar y Palmenia Romeu, mis adorables y desinteresadas editoras. Al Sr. Pablo Zendrera, por creer en este trabajo.

A todos ellos, muchísimas gracias.

Balleneros

Capítulo I

1

—¡Atentos ahora, muchachos! ¡Preparados! —advirtió Mackay a sus remeros—. ¡En cualquier momento puede volver a aparecer esa bestia!

A pesar de la calma del mar y de que la cuerda unida al arpón ensartado en la ballena parecía floja, Mackay no tenía ninguna duda de que en el momento menos pensado ésta afloraría y se iniciaría la veloz carrera a remolque del desesperado y herido animal.Ya habían logrado clavarle tres arpones, y por lo menos uno de ellos se había ensartado profundamente en el lomo de la ballena.

—¡Ahí está! ¡Atención ahora!

La ballena apareció a unos quince metros de la chalupa e inició su carrera tirando de la embarcación a increíble velocidad, por lo que pronto la cuerda empezó a humear con el roce y se vieron obligados a rociarla constantemente con agua de mar.

Del lomo del animal, junto con el chorro de vapor, empezó a brotar hacia el cielo abundante sangre, hasta que ya no fue vapor sino sólo sangre lo que caía sobre el agua, y en pocos minutos toda la tripulación de la chalupa quedó manchada de rojo, con una apariencia grotesca y espeluznante.

Poco a poco, la velocidad de la ballena empezó a disminuir, indicando que el fin se aproximaba, lo que permitió que la chalupa de Williams se acercase al animal y que pudieran clavarle detrás de la aleta dorsal las terribles lanzas, con sus largas hojas de acero de un metro de longitud, hasta que el cetáceo quedó flotando inerte, dando opción a que los remeros posaran los remos en el agua para acercársele e iniciar el proceso de amarrarlo para remolcarlo hasta el buque.

Mackay recorrió el mar con la mirada, tratando de investigar cómo les había ido a las otras chalupas.Vio cómo la de Phillips, volviendo sin ninguna presa, se acercaba a las de Johnson y Clayton para ayudarles a rematar a su ballena, cuyos terribles coletazos amenazaban con volcar las embarcaciones en un mar rojo de sangre, y cómo las de Thomas y McPherson arrastraban ya otro cetáceo hacia el buque, que se veía maniobrar en la distancia para acercarse a los botes.

«No estuvo tan mal», se dijo. «Tres ballenas con las siete chalupas. ¿Qué le habrá pasado a Phillips para que perdiera su presa?»

Una vez al costado de la ballena muerta para iniciar el amarre y el posterior traslado al buque —que aumentaba de tamaño a medida que se aproximaba al lugar de la cacería—, Mackay trató de encender su apagada y muy mojada pipa, la que había mantenido en la boca, fuertemente sujeta entre los dientes durante toda la faena, pero el viento estaba aumentando en intensidad, encrespando el mar, y no logró llegar con la llama hasta el tabaco. Desistiendo finalmente, se miró las manos, completamente ensangrentadas,como su gruesa ropa de marino, su gorra, las bancadas del bote y los marineros. Se pasó la mano por la cara y sintió sus cejas y patillas igualmente pegajosas por la sangre de la ballena.

«¡Qué porquería de trabajo! ¡Tiene que haber otra manera más limpia de ganarse la vida!»

De pronto se sintió cansado. El crucero se alargaba — llevaban cinco meses de viaje y se esperaban por lo menos otros nueve—, lleno de problemas y accidentes desde el principio, que hasta le habían costado la vida a tres hombres. El constante mal tiempo —incluida una seria tormenta mientras cruzaban el Atlántico—, la terrible travesía del cabo de Hornos y luego la eterna y persistente lluvia una vez en el Pacífico no contribuían mucho a mejorar su ánimo, de por sí deteriorado por algunas desavenencias durante la navegación con el nuevo capitán, aunque en su interior —y muy a su pesar— debía reconocer que estas últimas se debían más que nada a las frustradas esperanzas que se había forjado de que le concedieran a él el mando del ballenero Lady Cheryl, en lugar de al finalmente designado Mr. Cooper.

La caza, a pesar de todo, no había estado tan mal y no habían encontrado mucha competencia, probablemente por el temor de otros balleneros de verse involuntariamente involucrados en el conflicto que parecía propagarse ya por toda América del Sur contra la dominación española. Ello a pesar de que no parecía que este conflicto pudiera extenderse también al océano, ya que los rebeldes argentinos o chilenos indudablemente no tenían una flota que pudiera enfrentarse a los españoles.

«Quien domina el mar, gana la guerra; alguien debería de enseñárselo a estos rebeldes», se dijo Mackay.

La faena de amarre de la ballena había finalizado ya, y Mackay dio la orden de empezar a remar hacia el buque. El mar se estaba encrespando cada vez más y no quería tener que sufrir otra vez la complicada tarea de faenar al animal con mal tiempo, ya que de ser así podrían verse obligados a abandonar la presa por seguridad.

—¡Vamos, muchachos! ¡Un último esfuerzo antes de que se nos eche el mal tiempo encima!

Lo de último esfuerzo era en realidad una ilusión, porque todavía quedaba la parte, si no más riesgosa, sí más desagradable de toda la cacería: el faenamiento de los animales para obtener la grasa que, depositada en las bodegas de la nave y convertida en aceite, constituía la razón de estos cruceros.

Con estas tres ballenas completaban siete animales faenados, casi ochenta y cinco toneladas, número todavía lejano de las ciento sesenta que el buque podía recibir, y que implicaba cazar por lo menos seis ballenas más antes de volver a Hull. Con el precio actual del aceite rondando las treinta y dos libras esterlinas por tonelada, más el valor de los huesos y las barbas —estas últimas cotizadas aproximadamente a ochenta y cinco libras esterlinas la tonelada—, al crucero le faltaba mucho todavía para ser atractivo, y ello a pesar de que el aceite obtenido de las ballenas azules propias de aquellas latitudes se cotizaba a un mayor precio que el obtenido de las de Groenlandia, aun cuando estas últimas eran más ricas en barbas que sus congéneres de los mares del sur.

Desde el comienzo, Mackay no había entendido las razones por las que el ballenero Lady Cheryl había sido asignado en aquella ocasión al Pacífico en lugar de a sus acostumbrados cotos de caza del Ártico, donde siempre existía la posibilidad de encontrar abundantes focas además de haber una enorme concentración de ballenas (y encima ricas en barbas de atractivo precio).También, por supuesto, había mucha más competencia, pero rara vez se daba el caso de que la caza no fuera suficiente para todos. No es que Mackay extrañara precisamente los helados parajes de los Davis Straits y el riesgo constante de chocar con los enormes icebergs o de quedar atrapados en el hielo, como ya le había ocurrido dos veces en esta misma querida Lady Cheryl. Ésta, gracias a la especial conformación de su casco, no se partía bajo la presión (una de las principales causas de la pérdida de balleneros en esas heladas regiones), sino que el hielo, al cerrarse, la empujaba hacia arriba, quedando «sentada» sobre su casco y sin daños en su estructura, hasta que la marinería lograba romper la trampa y volver a ponerla a flote. Esa era la principal razón por la que Mackay no quería por ningún motivo dejar ese buque, que ya conocía como la palma de su mano y que los había salvado de percances que en cualquier otra nave hubiesen sido fatales.

Era la barca ballenera Lady Cheryl una hermosa nave de 296 toneladas de registro, construida en 1768 en Filadelfia para servir de mercante, y que fue armada como privateer bajo la bandera norteamericana durante la guerra de independencia de ese país, teniendo la mala fortuna de ser capturada por una fragata británica recién iniciadas sus correrías. Llevada a Inglaterra, fue dedicada al transporte de vinos entre Portugal y las Islas Británicas, y no pocas veces tuvo que hacer uso de sus cualidades marineras para escapar de la persecución de los buques de la marina francesa durante las guerras napoleónicas. Vendida posteriormente a armadores balleneros de Hull, se le hicieron refuerzos y modificaciones para adaptar su casco a los peligros del helado Círculo Polar Ártico pero manteniendo la conformación del mismo, lo que resultó providencial en las oportunidades en que quedó atrapada por el hielo. Durante la guerra angloamericana de 1812, en dos ocasiones estuvo a punto de volver a navegar bajo bandera norteamericana, pero su antiguo capitán Rodgers —el predecesor del capitán Cooper, y que a la fecha descansaba para siempre bajo el hielo de una de las islas Vrow, cerca de Upernavik— logró reiteradas veces frustrar las intenciones de los estadounidenses.

Después de la trágica muerte de Rodgers, Mackay fue el encargado de llevar el buque a Hull y, ya que era uno de los más experimentados y antiguos balleneros de la empresa, abrigó la esperanza de que se le confirmara definitivamente como capitán del mismo. Sin embargo, Mr. Longstreet, uno de los propietarios, le dijo que no era todavía la ocasión para ello, que se había decidido por Cooper para el próximo crucero y que a la vuelta del viaje se estudiaría el camino a seguir. Para Mackay tan sólo era una excusa para postergar su nombramiento una vez más, quizás para siempre.Y, además, aunque finalmente le dieran el mando de una nave, ésta no iba a ser la Lady Cheryl, y no le hacía muy feliz pensar en los riesgos del Ártico a bordo de un barco del que no sabía qué podía esperar. Para colmo de males, el buque fue asignado al Pacífico Sur —escenario de variados conflictos bélicos—, donde, tres años atrás, frente al puerto de Valparaíso, naves norteamericanas y británicas se habían enfrentado en un combate que dejó un trágico saldo de bajas.

La batalla en cuestión tuvo lugar en marzo de 1814. En ella participaron por un lado la fragata norteamericana Essex y por otro la corbeta Cherub y la fragata Phoebe de la Royal Navy, y Mackay conocía íntimamente el caso por razones tanto profesionales como personales.

La Essex, al mando del comodoro David Porter, había estado operando a lo largo de la costa chilena desde comienzos de 1813, logrando capturar al cabo de un año de correrías no menos de doce balleneros británicos, por los que había obtenido un grueso botín tanto por su carga como por las naves. Estas cuantiosas e inaceptables pérdidas hicieron que el almirantazgo de su graciosa majestad británica decidiera enviar al Pacífico una fuerza naval, comandada por el comodoro Charles James F. Hillyar y compuesta por las dos naves ya nombradas más el bergantín Raccoon, para proceder a dar el escarmiento correspondiente a la insolencia norteamericana.

A bordo de la Phoebe, embarcado como guardiamarina de primera clase, figuraba Mr. Colin R. Kerr, de diecinueve años, hermano de la primorosa Catherine Eileen Kerr, a quien William Mackay pretendía hacer su esposa a fines de ese año, al término de su próximo crucero al Ártico.

La flotilla británica llegó a Valparaíso el 8 de febrero de 1814 y fondeó precisamente al lado de la Essex, que había arribado tan sólo cinco días antes al puerto. Porter, ansioso de gloria, había navegado a Valparaíso buscando el enfrentamiento, esperando que éste se llevara a cabo mediante una suerte de duelo caballeroso, limpiamente y fragata contra fragata. Sin embargo, Hillyar, más práctico, prefirió simplemente bloquear la salida del puerto, dejando a los norteamericanos atrapados, y sentarse tranquilamente a esperar su oportunidad. En ese punto, Porter comprendió que no tenía ninguna posibilidad de éxito en un combate con tal desproporción de fuerzas, por lo que, tomando ventaja de la neutralidad chilena, decidió quedarse en el puerto esperando la primera oportunidad que se le ofreciera para escabullirse a mar abierto, rehuyendo así una batalla en la que llevaba todas las de perder. Hillyar, por su parte, mantenía alerta máxima en sus naves para evitar que se les escapara la presa.

Los chilenos no dejaban de disfrutar con esta singular situación que les permitía observar cómo dos naciones, a la sazón en guerra, mantenían una incómoda cercanía sin opción a atacarse despiadadamente por respeto a la neutralidad de un país que también estaba en esos momentos involucrado en una guerra; en ésta, sin embargo, rara vez se podían observar tales reglas de cortesía militar en consideración a la categoría de «insurgentes» que los españoles otorgaban a los patriotas chilenos, lo que sólo se tradujo en convertir ese conflicto en una guerra sin cuartel.

El mismo gobernador de Valparaíso, el señor Francisco de la Lastra, haciendo gala de un gran sentido del humor, no quiso desaprovechar la oportunidad que esta curiosa situación le ofrecía y comenzó a organizar asiduas reuniones sociales en su casa, invitando a los comandantes y oficiales de ambas armadas, para disfrutar de los elegantes enfrentamientos verbales, llenos de sutiles ironías pero siempre envueltos en una fina cortesía, que se entablaban en ellas.

En este especial ambiente se dieron toda clase de situaciones curiosas, tales como jóvenes oficiales norteamericanos e ingleses disputándose los favores de la misma bella y coqueta señorita chilena; marineros escoceses de los buques británicos y sus pares norteamericanos de ascendencia escocesa cantando a coro desde sus respectivas naves las lánguidas y ya populares canciones de las Highlands del poeta Robert Burns; y hasta partidas de ajedrez entre el guardiamarina Kerr y el médico de la Essex,Mr. Richard K. Hoffman, que casi terminaron en una ocasión en un duelo con nominación de padrinos y todo el procedimiento regular.

Sin embargo, era obvio que esta singular tregua no podía durar mucho, y desafortunadamente terminó de manera trágica: el 28 de marzo un fuerte temporal de viento hizo que la Essex cortara amarras, por lo que el capitán Porter —ya preparado desde la noche anterior para esto, y sin mayores alternativas que jugarse el todo por el todo—, abandonó su ancla y trató de alcanzar mar abierto desplegando todas sus velas aun a riesgo de perderlas. Desgraciadamente, ello fue precisamente lo que ocurrió, puesto que frente a Punta Gruesa una ráfaga le echó abajo el mastelero del palo mayor, arrastrando de paso al agua a algunos tripulantes que estaban todavía comprometidos en las faenas de velamen.

Con ello, Porter se dio cuenta de que la huida era imposible y de que su única opción era intentar nuevamente ampararse en la neutralidad del puerto a la espera de otra ocasión. Pero la Phoebe y la Cherub, que habían salido en su persecución, estaban demasiado cerca para poder lograr tal maniobra. El pueblo de Valparaíso, desde el gobernador hasta el último y más humilde de sus ciudadanos, comprendieron que esta vez no había escapatoria, y se ubicaron en los cerros y lugares altos de la ciudad para presenciar el drama que se avecinaba.

La Cherub maniobró para ponerse a estribor y por la proa de la Essex mientras la Phoebe viraba para mantenerse a popa.

Comprendiendo Porter que esta vez no habría respeto a la neutralidad chilena y que iba a quedar entre dos fuegos, trató también de maniobrar para salirse del cepo, mientras respondía simultáneamente el fuego de ambas naves con sus carronadas y cañones. Sus descargas, bastante efectivas, comenzaron a causar daño a los buques ingleses. Uno de sus disparos contra la Phoebe —efectuado muy corto y casi paralelo al agua— rebotó en la superficie del mar y, cruzando de banda a banda la cubierta de cañones, mató instantánea y limpiamente al joven guardiamarina Colin R. Kerr, futuro cuñado del oficial ballenero William W. Mackay.

Los buques ingleses, aumentando la distancia y amparados en el mayor alcance de sus cañones,continuaron el ataque cogiendo a la Essex en un infierno de artillería por ambas bandas, que muy pronto dejó su cubierta bañada en sangre y tapizada de cadáveres. Los norteamericanos, con el buque prácticamente desmantelado e inmóvil sobre las aguas, se batieron con su acostumbrada bravura, disparando constantemente sobre dos blancos que sí gozaban de gran movilidad y que lo cañoneaban sin misericordia desde una protectora distancia.Aun así, la Essex logró cobrar su cuota de víctimas entre los buques británicos, ocasionándoles severos daños, pero al cabo de dos horas de furioso y desigual combate,con su nave ardiendo y comenzando a hacer agua por todos lados, cubierta de heridos y muertos, Porter tuvo que aceptar la porfiada realidad y consintió en rendirse.

La Essex recibió más de seiscientos cañonazos en dos horas de batalla y 89 de sus 255 tripulantes perdieron la vida en el enfrentamiento; algunos de ellos prefiriendo saltar al mar a rendir su espada al enemigo. Por lo menos cuarenta tripulantes se salvaron alcanzando la playa a nado, donde fueron recogidos por los pobladores de Valparaíso, impactados y estremecidos por el heroico espectáculo que acababan de presenciar. El número de heridos ascendía a sesenta y cinco, de los cuales más de la mitad eran de extrema gravedad, por lo que algunos de ellos perecieron posteriormente como consecuencia de sus heridas.

Esta acción, que Mackay conoció bastante más tarde, primero por los relatos de los tripulantes de los balleneros de Hull capturados por la Essex, y luego cuando la noticia de la muerte del joven Kerr en el combate llegó a su patria, cambió definitiva y radicalmente el curso de su vida: la dulce Catherine, destruida por el dolor y el sufrimiento causado por la pérdida de su adorado hermanito, con el que desde pequeña había mantenido una profunda y entrañable unión, decidió que no podía consagrar su vida a la constante incertidumbre que implicaba casarse con un marino —profesión que ya había cobrado demasiadas víctimas en su familia y que esta vez la golpeaba directamente— y rompió el compromiso. Posteriormente, y ya transcurrido un año de estos sucesos, la primorosa Miss Kerr desposó a un joven factor de comercio oriundo de Liverpool, que por las características de su profesión al menos no corría el riesgo de convertirla en viuda siendo tragado por el océano en algún lugar remoto al otro lado del mundo.

Mackay acusó fuertemente el impacto, que le quitaba la única posibilidad y esperanza que veía de crear un lugar donde llegar después de sus largas travesías y de iniciar una familia, y se empeñó con todas sus fuerzas en quitarse de la mente el recuerdo de la dulce muchacha, que en lo que llevaba corrido de su vida había sido la única capaz de hacer brotar en su alma una añoranza por algo más que el inmenso océano y el limitado espacio de su buque.

Inmediatamente después de estos hechos se embarcó en la expedición a los Davis Straits, donde el Lady Cheryl perdió a su querido capitán Rodgers, y Mackay recibió el segundo golpe en un corto período de tiempo, cuando se le negó el comando del ballenero.Y ahora, muy a su pesar, se encontraba navegando en las mismas aguas donde se iniciaron los sucesos que desencadenaron tantos cambios radicales en su vida: el mar chileno.

Sin embargo, todo eso ya pertenecía al pasado y ahora había que concentrarse en el presente.Y el presente era un tiempo amenazante y siete chalupas remolcando trabajosamente tres ballenas muertas al costado del buque, para iniciar con la mayor premura la pesada tarea de faenarlas a fin de obtener la grasa que se convertiría en el aceite que iluminaría las calles y casas de Inglaterra, además de las barbas y los preciados huesos.

—¿Qué pasó con su ballena, Mr. Phillips? —preguntó Mackay cuando hubo distancia suficiente para poder mantener una conversación con las otras embarcaciones.

—La cuerda se enredó cuando la ballena se sumergió y hubo que cortarla para que no nos arrastrara al fondo. Por poco no volcamos con el tirón, pero la muy condenada vagará ahora por el resto de su vida con mi mejor arpón ensartado en su lomo.

—Así será, pero nosotros perdimos junto con su arpón y un buen cabo de cuerda la oportunidad de completar unas cien toneladas de carga que necesitamos para terminar este condenado viaje.

—Puede ser —replicó Phillips algo picado—, pero prefiero conservar mi vida que entregarle quince toneladas adicionales de aceite de ballena a los propietarios en Hull.

La respuesta obtuvo un coro de risas en los botes, menos en el de Phillips, por supuesto, todavía con el recuerdo del peligro inminente en que estuvieron sus vidas.

Ya estaban al costado del Lady Cheryl y el capitán Cooper se acercó a la borda a recibirlos.

—¡Buen trabajo, caballeros! ¿Qué le pasó a su ballena, Mr. Phillips?

Nuevas risas recibieron esta consulta del capitán, quien indudablemente no había sido testigo del diálogo anterior. Phillips optó por fingir que no había escuchado la pregunta, y puso toda su atención en la operación de acoderar al buque la presa lograda por Johnson y Clayton.

Toda la tripulación que había permanecido a bordo entró inmediatamente en acción en el trabajo de extraer la grasa y los huesos de las ballenas capturadas, ya que nadie quería que el mal tiempo se les viniera encima en mitad de esta operación y con los botes aún en el agua. Los remeros, a pesar del agotamiento causado por el arrastre de los animales, también participaban de la actividad general, ya que sabían que disfrutarían mejor de su descanso si lograban terminar esta faena antes de que iniciara el temporal que amenazaba con desencadenarse en cualquier momento.

Con la rapidez que da la experiencia, la ballena más grande fue colocada bajo la popa para subirla a bordo enganchada por la aleta dorsal. Mientras un hombre efectuaba un profundo corte por encima de la aleta, separando la grasa ubicada bajo la piel, otro procedió a pasarle por debajo un cabo unido a un motón sujeto a la cofa del mayor.Al mismo tiempo, otros dos marineros se encaramaron en la cabeza del animal y comenzaron a cortar en la grasa una faja en espiral de unos tres pies de ancho, que tirada mediante el motón comenzó a izar la ballena a bordo al mismo tiempo que la inclinaba, facilitando así la operación de separación de la capa de grasa que alcanzaba casi un pie de grosor. Ya en cubierta, una cuadrilla empezó a cortar la grasa, echándola en un enorme caldero ubicado en una fragua en la mitad del buque, para derretirla y convertirla en aceite. Una vez obtenida toda la grasa, uno de los balleneros más expertos comenzó a trabajar en la cabeza del cetáceo, abriéndola limpiamente para sacarle la esperma e introducirla en barriles antes de que el aire la solidificara.

Las ballenas más pequeñas, en tanto, fueron acoderadas a la otra banda de la nave para que pudieran separarles con cortes eficientes y precisos la parte delantera y la parte superior de la cabeza, y posteriormente subirlas a bordo para extraerles la grasa y arrojarla también al caldero.

Comenzaba a oscurecer cuando completaron la faena, izados ya los botes, y el capitán ordenó poner proa al norte. El mar se había encrespado bastante, complicando la operación al final, pero aparentemente no iban a pasar tan mala noche después de todo, ya que el anunciado temporal terminó a la postre convirtiéndose sólo en una lluvia intensa que caía torrencialmente sobre un mar picado, que nada más contribuyó a dificultar sobremanera la preparación y distribución de la bien merecida cena de la tripulación.

Mackay no tenía hambre, pero sí moría por lavarse y sacarse la ensangrentada y húmeda ropa y por un trago de whisky, el néctar de Escocia, que, a pesar de las regulaciones impuestas por Cooper en el buque, siempre se las arreglaba para tener disponible en su cámara. Ello no implicaba que fuera un gran bebedor —por lo general, un par de botellas le duraban justo el tiempo de una travesía al Ártico, es decir, seis o siete meses—, pero especialmente en noches como aquélla, cansado, mojado y luego de una ardua jornada, no podía aspirar a mayor premio.

En vista de ello, se sirvió dos dedos de la bebida en su jarro de peltre, brindó con su reflejo ante el espejo y se lo mandó al coleto de un solo trago.

2

El alba encontró al Lady Cheryl navegando en una mar gruesa, sin haber pasado una mala noche y con una tripulación con el ánimo dividido respecto del destino que les esperaba. Algunos opinaban que sería mucho mejor mantenerse en aquellas aguas, donde estaba probado que había caza, tratando de acercarse a las codiciadas ciento sesenta toneladas y al mismo tiempo más cerca de un eventual regreso a Inglaterra, que arriesgarse yendo al norte a puertos que no sabían en poder de quién estaban a la fecha, porque las últimas noticias que habían alcanzado a la nave —bastante añejas ya— indicaban que las tropas rebeldes habían sufrido una feroz derrota a fines de 1814 y que el país había sido nuevamente recobrado para la corona de España. Pero eso había ocurrido casi tres años atrás, y la situación podría ser diferente a aquellas alturas. Como fuera, todo ello no tendría por qué afectar una eventual ida del Lady Cheryl al norte —objetaban los otros—, ya que el gobierno de su graciosa majestad británica se las había arreglado para mantener las mejores relaciones con ambos bandos, además de que todos echaban de menos una buena noche de jarana en puerto, y algunos tripulantes, por experiencias pasadas, ya sabían lo que podían esperar de fondeaderos como Talcahuano y Valparaíso.

A Mackay le daba más o menos lo mismo una cosa que la otra. El crucero al Pacífico nunca lo había convencido; prefería sus cotos habituales del Ártico, con sus esquimales, sus osos polares y su sol de veinticuatro horas, que aquel viaje al otro lado del mundo. Pero, pensándolo bien, concluyó que no sería una mala idea una recalada en algún puerto del litoral que podría ayudar a borrar las malas impresiones que desde el inicio del viaje todos tenían aún en la mente, con un tripulante muerto por enfermedad sin que el médico aparentemente supiera ni siquiera qué había causado el deceso (aunque se cuidó mucho de reconocerlo), y luego otros dos fallecidos trágicamente en la segunda operación de caza que enfrentó el ballenero.

Todavía podía recordar ese fatal suceso ocurrido en las heladas aguas australes, cuando una ballena con el lomo poblado de arpones, lanzas y una verdadera madeja de cuerdas entrecruzadas, como el monstruoso alfiletero de un gigantesco sastre, daba feroces coletazos mientras expelía un enorme geiser de sangre empapando a todos con el rojo y vital fluido. La totalidad de las chalupas estaban concentradas en este cetáceo de gran tamaño cuando uno de sus golpes con la cola dio de lleno a la embarcación de Mr. Clayton, la volcó y mató en el acto a un arponero irlandés que recibió directamente el impacto. Los otros botes rescataron de inmediato a los tripulantes del agua — algunos ya medio congelados—, pero un marinero de apellido Gordon simplemente desapareció en el enrojecido océano sin dejar rastro.

El acontecimiento había causado una viva impresión en la tripulación, que todavía tenía frescas en la mente la pérdida de su antiguo capitán en la expedición anterior y la del tripulante que enfermó casi recién salidos de Inglaterra, y todos vieron como un muy mal presagio estas bajas tan tempranas. Ello hizo que los ánimos no estuvieran muy altos por un prolongado período, hasta que la buena caza obtenida y el hecho de que no se presentaran otros accidentes empezaron a cambiar la cara de la gente. El percance ocurrido el día anterior a la chalupa de Mr. Phillips podría haber alterado de nuevo el ambiente si hubiese pasado a mayores: de ahí las risas nerviosas que acompañaron el intercambio entre Mackay y Phillips.

De súbito, el grito de «¡Velas al norte!» sacó a Mackay violentamente de su ensimismamiento y le hizo correr a cubierta para examinar el navío avistado. La tripulación concurrió también en masa para enterarse de qué pasaba, y pronto pudo apreciarse que no era un solo buque el que se avistaba en el horizonte sino que eran tres las naves, que examinadas con el catalejo mostraron claramente el pabellón real español y sus portas colmadas de cañones. ¡Un convoy de buques de guerra!

Los buques españoles se desplegaron en posición de combate y enfilaron rumbo al Lady Cheryl, lo que hizo que Mackay mirara nerviosamente a popa, donde flameaba al viento el pabellón inglés, sólo para asegurarse de que seguía claramente distinguible en su acostumbrado lugar.

—¡Que todo el mundo esté visible! —gritó el capitán Cooper—. ¡No podemos arriesgarnos a que nos crean un corsario! ¿Hay alguien a bordo que hable español?

Nadie hablaba español. Sólo quedaba maniobrar el ballenero de tal modo que los españoles advirtieran que no había ninguna intención de huir o de presentar combate.Tras tensos momentos, la flotilla estaba lo suficientemente cerca como para examinarla con mayor atención.

Se trataba de una fragata de treinta y dos cañones y de dos bergantines de dieciocho cañones cada uno, y todos los tripulantes del Lady Cheryl pudieron observar que los navíos españoles estaban en pie de guerra y preparados para disparar a la menor señal.

—¡Ah del barco! —se oyó claramente gritar con una bocina a un oficial de la fragata. —¡Identifíquense e indiquen destino!

Aun sin entender castellano el mensaje estaba claro, por lo que Cooper inmediatamente contestó, usando también su bocina.

We are the British whaler Lady Cheryl from Hull! [1]

Por la cercanía que habían alcanzado los buques, era bastante difícil que los españoles no identificaran la barca como un ballenero —bordas manchadas de sangre y grasa, la forma de las chalupas, las trazas de los tripulantes y las decenas de arpones que se distinguían claramente eran pruebas más que suficientes—, pero obviamente debían haber tenido algunas malas experiencias porque los aprestos guerreros de los hispanos no disminuyeron ni un ápice.

—¡Les encomiamos a que informen de su destino o abriremos fuego!

We are the Lady Cheryl from Hull, and we do not understand Spanish! [2]

This is Lieutenant José Hermenegildo Obregón and I demand your full name and destination! [3] —surgió esta vez una nueva voz de la fragata, en inglés y con marcado acento español.

—¡Mi nombre es Timothy Cooper y soy el capitán del ballenero Lady Cheryl de Hull, con destino a un puerto seguro en busca de provisiones y reparaciones! ¿Puede usted informarnos si Talcahuano o Valparaíso son seguros?

Aparentemente la detallada inspección visual de numerosos catalejos de las naves españolas, más el intercambio sostenido, terminaron por convencer a los hispanos de que no debían temer un alevoso ataque del buque amparado por la bandera británica, porque a pesar de que no se pudo apreciar un relajo en la vigilancia, el tono de la conversación se tornó más amable por parte del interlocutor español, indudablemente orgulloso de ser el único capaz de comunicarse con los súbditos de la rubia Albión.

—¡Talcahuano está en poder de nuestras tropas pero bajo ataque terrestre de los insurgentes, a quienes barreremos del mapa! —informó el locuaz Obregón—. ¡Valparaíso, desafortunadamente, ha sido ocupado por los rebeldes, pero los echaremos de ahí también! ¡Si lo que ustedes buscan es un puerto seguro, honradamente no les recomiendo ninguno de los dos! ¡Además de que ambos van a ser cerrados al comercio mercante por nuestra flota!

Mackay, mientras tanto, recorría disimuladamente con su catalejo los buques españoles, tratando de identificarlos. Pronto pudo enfocar la popa de uno de los bergantines, leyendo claramente el nombre de Potrillo, pero luego escuchó como Obregón sin ningún empacho proporcionaba la identificación de la fragata Veloz y del otro bergantín, Pezuela, lo que a juzgar por un intercambio que se pudo apreciar, aunque no escuchar, le valió un áspero raspacacho de su superior, quien aunque no entendiera inglés sí comprendió que su subalterno se estaba pasando de lenguaraz.

La situación estaba clarísima: en los algo más de dos años que los tripulantes del ballenero habían pasado faltos de noticias, las cosas obviamente se habían volcado favorablemente en beneficio de los rebeldes. Si estos ocupaban Valparaíso, era obvio que también eran dueños de la capital, Santiago. Y si tenían actualmente sitiado Talcahuano, unos seiscientos kilómetros al sur de Santiago —si Mackay no recordaba mal—, quería decir que ya eran dueños de medio país.

—Pero no dominan el mar. Interesante —se dijo Mackay, al tiempo que una idea algo descabellada cruzó como un destello por su mente.

La mar gruesa hacía difícil mantener las naves lo suficientemente cerca para poder sostener un diálogo sin el riesgo de una colisión, por lo que los bergantines empezaron a maniobrar para alejarse, al tanto que desde la fragata se escuchaban claramente las voces de mando a la marinería para hacer lo propio.

—¿Se han encontrado con otras naves? —preguntó a gritos Obregón. —¡Requerimos que nos informen en qué fechas las encontraron y bajo qué bandera navegaban!

—¡Los suyos son los primeros navíos con los que nos cruzamos en varias semanas! —contestó Cooper, lo cual era absolutamente cierto.

La fragata completó su maniobra al tiempo que un golpe de mar la separaba definitivamente de la Lady Cheryl, que inició los movimientos para retomar su ruta original.

—¡Buen viaje y buena caza! —se escuchó gritar a modo de despedida al teniente Obregón.

Los tripulantes del ballenero agitaron sus manos también en señal de despedida y algunos empezaron a abandonar las bordas para retornar a sus quehaceres, en tanto que otros observaban los buques españoles mientras se alejaban. Mal que mal, eran los primeros seres humanos que veían, distintos de aquellos con los que vivían en estrecha compañía día tras día, en casi dos meses.

—Mr. Mackay, ¿puede venir a mi cámara, por favor? — solicitó el capitán Cooper.

—Por supuesto, Mr. Cooper.

Ya en el camarote, Cooper procedió a registrar en el cuaderno de bitácora la fecha, hora, posición y nombre de las naves españolas recién encontradas. Mackay no pudo dejar de asombrarse al poner atención a la fecha, 24 de marzo de 1817; ¿cómo podía haber pasado el tiempo tan rápido?

—Creo, Mr. Mackay, que usted estará de acuerdo conmigo en que la recalada en Talcahuano ha quedado automáticamente descartada después de las noticias que acabamos de recibir, ¿no le parece?

—Definitivamente, Mr. Cooper. Lo que menos quisiera es que nos viéramos envueltos en una batalla. Pero aun así, todavía requerimos reaprovisionarnos de agua, galleta, legumbres frescas, carne salada, etc., por lo que sugiero entonces que pongamos rumbo a Valparaíso.

—Pero si el puerto está ocupado por los rebeldes ¿cree usted que será seguro?

—Si está en manos de los rebeldes, por lo menos debe de estar en paz. Además, aún no está totalmente bloqueado por la marina española, de acuerdo con la información recibida del bocón de Obregón, por lo que probablemente encontremos otros buques británicos fondeados también ahí que nos puedan proporcionar noticias frescas sobre la situación que debemos esperar.

—Cierto. Probablemente haya hasta algún ballenero de Hull. Creo, entonces, que lo más lógico sería seguir rumbo a Valparaíso, ¿Está usted de acuerdo, Mr. Mackay?

—Estoy de acuerdo, Mr. Cooper.

Mackay se dirigió a la cámara donde ya se habían congregado Thomas, McPherson y Johnson, quienes junto con el doctor, Mr. Kelley, comentaban el encuentro con las naves españolas mientras disfrutaban de la primera comida del día, servida por Jimmy, uno de los aprendices —un simpático muchacho de dieciséis años recién cumplidos—, y uno de los ayudantes del cocinero.

—Parece que Talcahuano está fuera de nuestras opciones, ¿no opina usted lo mismo, Mr. Mackay? —preguntó el doctor antes de que Mackay alcanzara siquiera a sentarse.

—Pues creo que sí, Mr. Kelley —respondió Mackay, sin comprometer mayor información.

—Digo yo —insistió Kelley—, para qué nos vamos a ir a meter en la boca del lobo, ¿no le parece?

—Me parece— contestó nuevamente Mackay, mientras se inclinaba para coger la jarra de café y recibía de Jimmy una generosa porción de tocino y galleta, que agradeció con un guiño.

—Yo estuve una vez en Valparaíso —intervino Thomas—. Me encontraba embarcado en la Dunnet en mi primer viaje a Sudamérica.Tiene una amplia bahía, rodeada de cerros pelados desde donde las casas se descuelgan hacia el mar, y había un par de balleneros norteamericanos fondeados en el puerto. No tiene, o por lo menos no tenía mucho que ofrecer como ciudad en ese entonces, pero se podían conseguir buenas provisiones, comer una fruta extraordinaria y hasta emborracharse con un vino bastante potable. Pero eso fue ya hace por lo menos seis años

—¿Había guerra en esos días? —preguntó Johnson.

—No que nosotros supiéramos, y supongo que entonces el país estaba regido por los españoles. La insubordinación debió de empezar poco después de nuestra visita.

En ese momento entró el capitán en la cámara y, sin sentarse, procedió a informar a los presentes de que había tomado la decisión de dirigirse a Valparaíso para reabastecerse y descansar antes de continuar viaje hacia su próxima zona de caza. La noticia fue recibida con el beneplácito general. Eran ya demasiados meses en alta mar y todos echaban de menos la oportunidad de poder relacionarse con otros seres humanos en tierra firme,comer como gente civilizada alimentos frescos y tratar de sacarse, aunque sólo fuera por unos días, el pesado olor de la grasa y el aceite de ballena de las narices.

Mackay estimó que deberían llegar a Valparaíso hacia el 30 de marzo, y así se lo hizo saber a la tripulación, que respondió con un sonoro

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