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Habemus santa: Vida, obra y milagros de Laura Montoya, la primera santa colombiana
Habemus santa: Vida, obra y milagros de Laura Montoya, la primera santa colombiana
Habemus santa: Vida, obra y milagros de Laura Montoya, la primera santa colombiana
Libro electrónico266 páginas8 horas

Habemus santa: Vida, obra y milagros de Laura Montoya, la primera santa colombiana

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Por fin acabó la larga espera para los millones de católicos colombianos: santa, tenemos una compatriota a quien encomendarnos. Y si alguien ha estado al tanto de este importante acontecimiento, anunciando incluso de forma anticipada su canonización, ha sido el autor de este libro, quien de manera amena y profunda indaga en las vicisitudes no solo de la vida de la madre Laura, sino en todas las circunstancias que han dado como feliz resultado el evento que se desarrolló en la plaza de San Pedro en Roma el 12 de mayo de 2013, del cual el lector encontrará acá los entre telones. Laura Montoya era, hasta no hace mucho, una ilustre desconocida para la mayoría, excepto en Antioquia y entre los emberas. Hoy en día es uno de los personajes más reconocidos, pero siguen pesando acerca de ella algunos velos sobre su vida y obra, sobre cómo la consideraron sus contemporáneos, sobre el misticismo, su legado y el destino que han cumplido sus despojos y su orden religiosa, sus milagros y cómo influyeron estos en su llegada a los altares del catolicismo, y sobre las circunstancias de su muerte y el nacimiento de su leyenda.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 jul 2017
ISBN9789587572964
Habemus santa: Vida, obra y milagros de Laura Montoya, la primera santa colombiana

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    Habemus santa - José Alberto Mojica Patiño

    A mi abuela Florinda, otra santa en el cielo

    a quien no le alcanzó la vida para ver este libro.

    A mi familia y a mis amigos, por toda su fe.

    La santa y el periodista

    Hay una intuición afortunada en el libro de José Alberto Mojica cuando inicia su relato en la habitación en donde la madre Laura agoniza. Para ella el momento de su muerte no fue el fin sino el comienzo.

    Según la visión que el creyente llega a hacer suya, el hombre no nace para morir sino para renacer, según la oportuna expresión de la filósofa Hannah Arendt. En esa habitación que el reportero detalla con minuciosidad de notario,Laura murió al cabo de un arduo y apasionante recorrido por el mundo y comenzó a vivir de otra manera.

    Todos los detalles que el periodista acumula en ese capítulo inicial sumergen en la historia de ese momento pero, a la vez, tienen fuerza interpretativa y de premonición. Es el caso de su descripción con detalles poco o nada conocidos, sobre la enfermedad que sobrellevó la religiosa a lo largo de su vida y que finalmente causó su muerte, la linfagitis, una infección que sobreviene cuando colapsa el sistema linfático. Es un dato que debe tenerse en cuenta para entender el heroísmo que fue necesario para que la madre Laura persistiera en su empeño de ir hasta los sitios más escabrosos y distantes de la selva para hacer presente a Dios en la vida de los indios. La propia religiosa cuenta, por ejemplo, aquel escalofriante viaje por el río Mutatá en plena creciente, y la escalada de un peñasco que les sirvió de refugio. Si fue una hazaña para la corpulenta religiosa escalar ese peñasco, fue aún más difícil bajar: Si habíamos dormido como los cóndores, sobre el peñasco, no teníamos alas para bajar. Aquello fue un tanto difícil y no dejé de hacerles un poco de gresca a los campesinos, apuntó con un humor a toda prueba.

    Son episodios que para el reportero se convierten en una trampa. Acostumbrado al registro de hechos, el periodista puede dejarse deslumbrar por el hecho insólito, o revelador, o gracioso, o extravagante, mientras queda intacta y desconocida esa otra dimensión a la que accede el intérprete con el escalpelo fino de sus razonamientos y contextualizaciones.

    Es, quizás, la dificultad mayor del periodista que actúa como hagiógrafo, porque desde el comienzo debe admitir que pisa un terreno que para él, y para la mayoría de sus lectores, es ajeno.

    Tienen elementos comunes que facilitan la incursión del reportero, las vidas de los deportistas, de los escritores, de los artistas, de los políticos o de los científicos,pero con los santos esos elementos comunes son escasos y se corre el peligro de quedarse en la trivialidad de las historias piadosas y de los detalles pintorescos, ante la escasez de elementos de interpretación.

    Mojica no retrocede ante esa dificultad: a la vez que abandona el lugar común de los hagiógrafos para quienes los santos nacen y ya desde la cuna revelan su condición de santos prematuros, el reportero hace concesiones al mito al registrar, sin crítica, la expresión del sacerdote que al bautizarla con el nombre de Laura, inexistente en el santoral, dijo que ese nombre comenzaría a figurar con la pequeña bautizada.

    En cambio los detalles que el reportero acumula con pasión de coleccionista, van en contravía de las piadosas leyendas rosa. La dura infancia de la niña arrimada en la casa de un abuelo que no la quería, la pregunta franca por el señor Uribe por quien rezaban el rosario todos los días, que da lugar a la respuesta desconcertante y ejemplar: Es el asesino de tu padre con quien cumplimos el deber cristiano de amar a los enemigos.

    Para el reportero el hecho crudo tiene una fuerza documental que permite al lector acceder a las realidades y a su rico contenido, sin adiciones ni adjetivos innecesarios.

    Es, quizás, la forma más profesional de manejar periodísticamente el tema de los santos.

    José Alberto, reportero y escritor, ante la difícil tarea de convertir en crónica periodística la vida de la madre Laura, echa mano de los recursos que le ofrece su larga experiencia periodística. Hace reportería en Belencito, habla con la más anciana de las lauritas y explora en el pozo de sus recuerdos, entra en la habitación en donde murió la santa y va situando en ese lugar de peregrinación el suceso que recrea a partir de lo que tiene delante y de los datos que lleva en su memoria, va en busca de datos a Jericó y se interna por la vieja ciudad en busca de las huellas de la santa en la catedral, en la casa donde nació, por la calle de los carrieles, por las opiniones del padre Nabor en el Centro de Historia, por las calles llenas de peregrinos, llega a Roma en donde un grupo de colombianos da vivas a la santa, habla con ellos, registra su agradecido asombro por los milagros; reconstruye con la abogada Silvia Correale, promotora de santos, todo el proceso de canonización; se interesa por las exhumaciones del cuerpo de la santa y por una piadosa y macabra costumbre de repartir pedazos de su cadáver; investiga la historia de la fastuosa limusina Ford de siete metros de larga que trasladó, en Medellín, los restos de la santa. Son hechos que el periodista sigue con cierta fascinación de cazador de novedades; es lo que no se ha dicho en los numerosos artículos publicados con motivo de la canonización, y en esto obedece a sus impulsos y formación de reportero.

    También tenía a su disposición todo el instrumental técnico de la interpretación, para desentrañar los hechos claves de la vida de la santa: se lo ve lidiando con la Laura mística y se adentra al hecho con las cautelas de quien sabe que se mueve por un territorio desconocido; sabe que es un tema central en la vida de la santa, al que le dedica un capítulo en que, como los buenos reporteros, se acoge a fuentes seguras. Esos son para él Guillermina Betancourt, monseñor Alfonso Urrea, el padre Juberías y L. Hernando Alzate. Sabe que es un tema difícil y delicado y lo maneja con guantes de seda. Le resulta más cercano el amor de la religiosa por los indios, lo mismo que las persecuciones y contradicciones que le generó esa dedicación exclusiva. Aporta elementos que permiten situar la acción de la misionera en un contexto histórico en el que aún no se ha disipado el áspero olor a pólvora dejado por la guerra de los mil días, pero este sería tema para un especialista: ahondar en ese contexto y en el de la vida de la Iglesia en esos años; pero el reportero no es un especialista, y por fortuna es así, porque su lenguaje adquiere la vivacidad y cercanía del testigo que cuenta su experiencia y comunica sus sentimientos, que es lo que sabe hacer un reportero.

    Y eso es José Alberto. Para hacer un periodismo con comunicabilidad se vale de las técnicas del buen narrador, usa un lenguaje fluido y rico y, sobre todo, se deja guiar por la pasión que le inspira el tema que trabaja. No es solo un testigo de los hechos que rodearon el nacimiento de la primera santa colombiana, además es un entusiasta de esta mujer en quien se revelaron las mejores posibilidades de un ser humano. Y así se lo hace sentir a sus lectores.

    No busquen ustedes en este libro el pensamiento denso del teólogo o del ensayista, porque Mojica no es lo uno ni lo otro, tampoco pretendan encontrar una página de historia porque de eso no se trata, lo que ustedes tendrán delante es una crónica, esa visión ágil, sincera y descomplicada de un hecho que está marcando la vida de los colombianos.

    Es un hecho que se la investigación, que comenzó en agosto de 2012, se ha llevado a cabo tanto en Medellín, en Jericó, en Roma o en las selvas de Dabeiba, en Antioquia. En todos esos lugares, con la ubicuidad propia del reportero, estuvo José Alberto, haciéndose y respondiendo las preguntas de quien está frente al fenómeno desconcertante de una vida santa, que desborda las categorías usuales y sumerge en un mundo distinto, dominado por el espíritu y por la presencia de Dios.

    Es un tema que, como sucede en ciertos templos, exige que los devotos se quiten los zapatos y hablen en voz baja. José Alberto entra con los zapatos puestos y hace sus preguntas sin bajar la voz, porque se ha empeñado en asumir la visión y el asombro del hombre común ante esa rareza y esplendor que es una santa. Es lo que muestra, como una revelación, en este libro.

    JAVIER DARÍO RESTREPO

    Capítulo uno

    LA AGONÍA DE UNA SANTA

    A María Laura de Jesús Montoya Upegui ya no le cabía tanta devoción en el espíritu ni kilos en su humanidad. Murió de gorda. Muy gorda. Unos 170 kilos. Aunque en una carta enviada a su hermana Carmelita, meses atrás, le dijo que estaba pesando doscientos.

    No se podía levantar de su cama, que hoy se conserva intacta como esperando a su dueña, con el tendido de hilo perfectamente liso, muy blanco, al otro lado del cristal, donde está el cuarto en el que cayó enferma ocho meses antes de su deceso y del que no pudo salir nunca más por su propia cuenta. Las monjitas, los curas que la visitaban o los ayudantes del convento tenían que alzar ese tonel en el que se había convertido su cuerpo para llevarla a los aseos.

    En ese mismo cuarto se despidió de este mundo el 21 de octubre de 1949, cinco meses después de que cumpliera 76 años. La santa murió luego de una incesante agonía de 72 horas. El corazón se le apagó a las 6:45 de la tarde.

    Sí, la madre Laura, la primera santa que tiene Colombia, murió con la liviandad en el alma que da una vida buena —guerreada pero ya tranquila, con pasaporte directo a un cielo ganado a punta de tantos martirios en nombre de Dios—, pero tan pesada como un piano de cola.

    —Murió de gorda —dice la hermana Estefanía Martínez Velilla, y luego corrige—: fue la linfangitis, también conocida como elefantiasis, una infección causada por el colapso del sistema linfático, que al obstruirse el drenaje de los fluidos, se aumenta de manera exagerada el volumen de las extremidades, causando, además, terribles dolores.

    De las piernas, los brazos, el estómago y la espalda brotaba un torrente de agua espesa, que acabó por inundar y paralizarle el corazón.

    Estefanía es de Medellín y cumplió noventa años el 14 de febrero de 2013. Sus familiares y amigos le organizaron una fiesta en la que hubo misa y champaña. Y es una de las pocas religiosas que conocieron en vida a Laura Montoya. Sus compañeras dicen que es una biblioteca ambulante, capaz de recitar la vida y obra de la santa colombiana. No en vano su labor, después de más de cuarenta años de misionera con los indígenas del Amazonas colombiano y de Ecuador, consiste en escribir memorias sobre la madre Laura. Ha escrito —hace cuentas moviendo los dedos— unos veinte libros.

    Las rodillas ya las tiene chuecas y solo puede caminar apoyada en un bastón de roble café. Lleva gafas oscuras de pasta sobre sus ojos, de esas que venden en la calle a cinco mil pesos, porque le acaban de escarbar una catarata en el ojo izquierdo y no le puede entrar la luz del sol. Se ve muy pintoresca con su estampa de monja —hábito gris ratón enterizo hasta debajo de las rodillas, tenis negros, la escofieta desde el nacimiento de un pelo muy blanco que apenas le llega a los hombros— y esos lentes baratos en forma de ojos de zancudo. Sus votos perpetuos de obediencia, y sobre todo de pobreza, no le permiten comprarse unas Ray-Ban.

    —Ya tengo gravedad —dice con la voz como impulsada por un motor a media marcha. Toma aire y aclara—: Grave-edad.

    Y suelta una carcajada.

    Pero su mente, pese a las nueve décadas que carga sobre un cuerpo pequeñito y encorvado, es brillante y lúcida, como la de una estudiosa quinceañera.

    Era una cándida novicia, una adolescente que había decidido seguirle los pasos a la madre Laura en lugar de estudiar medicina, cuando le asignaron varias tareas que le permitieron estar a su lado durante sus últimos ocho meses de vida. Bachiller del colegio de La Enseñanza, en Medellín, era buena escribiendo a máquina, así que le encomendaron la labor de teclear en una Remington negra, dura como un riel, los pensamientos que le dictaba Laura desde su lecho de enferma.

    Lampos de luz, ese era el nombre del libro que transcribió, una de las más de treinta obras de su autoría, unas cien páginas de hojas blancas en las que planteaba reflexiones sobre el Evangelio.

    Pero su misión principal era plasmar, en un diario, la bitácora de los últimos tiempos de Laura: su agonía y la romería en la que se había convertido el convento por tanta gente que quería ver a la santa antes de que se muriera y comenzara su camino hacia los altares. En la Medellín parroquiana de la época, Laura Montoya era tan o más reconocida, venerada y polémica que el mismo arzobispo de turno.

    La concurrencia anhelaba conocer a esa monja regordeta y porfiada que se le había enfrentado con uñas y dientes a la propia Iglesia a la que pertenecía, a la que le tiraron piedras y blasfemaron, a la que le escupieron que era una loca, masona y anticlerical, la monja que empuñó un cuchillo caliente y desgarró su pecho para tallarse un crucifijo y consumar de esa forma su comunión con Cristo, a quien llamaba el esposo. La maestra de escuela que estuvo dispuesta a arrancarse los ojos —negrísimos, bellos y muy admirados— para que los hombres no la miraran. La paisa intrépida, recia y atravesada que descuajó selvas y amansó culebras para dignificar a la casta más despreciada de ese entonces: los indios. Y que se moría en olor a santidad, término común en el ámbito religioso para describir a un moribundo que fue un santo en vida y al que, con toda seguridad, algún día podrán encenderle veladoras y clamarle por milagros.

    Laura logró proezas que ni ella llegó a imaginar: fundó una comunidad de monjas misioneras que ayudan a las personas más marginadas de veintiún países en tres continentes: los indígenas, los negros, los desplazados por la violencia, las víctimas de las guerras. Anunció que la Iglesia debía descolgarse de los altares para untarse del pueblo. Eso además de ser dueña de una fe a prueba de todo, de acero, y de consagrar su existencia a Dios.

    Y siendo una difunta sigue haciendo prodigios: sana enfermedades incurables y les da un soplo de vida a los moribundos por los que los médicos no dan un peso. Así lo ha certificado la Iglesia Católica, que le asignó una silla en su selecto santoral y que la proclamó oficialmente santa el 12 de mayo de 2013 ante miles de fieles congregados en la emblemática y ceremoniosa Plaza de San Pedro, en el Vaticano, de la boca del recién elegido papa Francisco.

    Ese día también les dieron un puesto en el cielo a otros (802) santos: la monja mexicana María Guadalupe García Zabala y el zapatero italiano Antonio Primaldo, quien a al igual que otros ochocientos civiles católicos que no eran curas ni religiosos, murió en el siglo XV a manos de

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