Profesión: maestro
Por Monique Zepeda
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Profesión - Monique Zepeda
vez
Sabemos que lo correcto, política y humanamente, es referirse a las maestras y a los maestros. Toda vez que las maestras suelen aventajar en número y gracia, y que los maestros son escasos y apreciados, este libro está escrito utilizando el género masculino englobante, que implica a las mujeres sin nombrarlas; es decir, cuando se lea el maestro
, por favor léase las maestras y los maestros. Con la intención de ser correcta, pero para que sea menos cansada la lectura, si me conceden el privilegio, pido a profesoras y a profesores que me permitan usar el gran genérico el maestro
sabiendo que las maestras están incluidas, y más que incluidas. Porque si lo hiciéramos al revés, y escribiéramos la maestra
, es probable, casi seguro, que los maestros no se sintieran incluidos. Este es un asunto nada menor. Consecuentemente, cuando diga alumno
, implico alumnas y alumnos y cuando escriba niños
, incluyo a niñas y niños. Gracias.
Agradecimientos
Quisiera que el lector no se saltase estas habituales palabras de agradecimiento. Pero sabiendo que el lector hace lo que le da la gana, sólo resta desear que su entendimiento permanezca en esta hoja, pues, en primera instancia, quiero agradecer a él y a ella, el tomar este libro entre sus manos, escrito desde un lugar de la no-respuesta. Con la venia de maestras y maestros de larga, larguísima experiencia, me atrevo a escribir Profesión: Maestro para dar salida a cuestionamientos que me han ocupado a lo largo de mis años viéndolos trabajar. Mi propio trabajo de maestra me llenó de tantas preguntas que me obligaron a enfrentar estas páginas que vengo escribiendo hace tiempo ya. Lejos de mí, y de ustedes, espero, la creencia de que este es un libro de respuestas prefabricadas presentadas entre dos cartones.
Ofrezco una disculpa a aquellos maestros a quienes no haya sabido apoyar en su labor docente y agradezco los límites que me mostraron. Ellos me han hecho reflexionar sin cesar. Agradezco a los que me permitieron escuchar y buscar juntos respuestas y soluciones.
A Magali, maestra durante 30 años, casi no la vi dar clase. Pero la he visto vivir. Y eso me basta para saber que durante ese tiempo, un promedio de 40 niños cada año se sintieron bien entre los muros de su aula y al amparo de su mirada.
Agradezco a los que han hecho felices a niños inseguros; a los que han sabido tolerar niños con dificultades; a los que sembraron alegrías en los áridos patios de las escuelas; a los que permitieron risas entre conocimiento y conocimiento; a los que no escatimaron energía e intención frente al reto de un alumno que no aprende; a los que se acercan a los niños de puntitas para no ahuyentar el asombro; a los que siembran aliento y entusiasmo para aminorar las dificultades y decepciones cotidianas; a los que toleran las preguntas; a los que crean espacios para que la alegría viva en las escuelas.
Así como hay que ser muy niño para atreverse a jugar, para arriesgarse a poner en acto el universo que los ocupa y meter las manos en la masa para entender el mundo, así también hay que ser muy arrojado para ser maestro y persistir en el intento.
La osadía de ser educador implica rechazos y aceptaciones: el rechazo a una burocratización de la mente y el repudio de la concepción del niño como un receptáculo que nos hará lucir y ganar prestigio; conlleva el rechazo a un oficio mecanicista, repetitivo, con escaso reconocimiento; supone la decisión de rehusarse a que las condiciones exteriores imperen en el ánimo y en el aula; obliga a descartar la pobreza de ideas; entraña una lucha tenaz contra la pasividad dócil y frente a los límites que encierran a la creatividad; implica, por otra parte, la aceptación de un reto, de una capacitación constante, más allá y más acá de lo que las autoridades escolares pretenden.
La aceptación de que estudiamos, aprendemos y enseñamos con nuestro cuerpo entero; que la tarea se lleva a cabo con lo que traemos en nuestro interior: emociones, deseos, preparación y competencia científica, temores, pasión, dominio de la materia, con la infancia imborrable, con el miedo, con las herramientas del adulto, con la razón crítica, y no solamente con esta última. Hay que ser muy valiente para saber que no se puede enseñar sin amar. Amar lo que se hace y ser invadido por lo que nos devuelve, aceptar que no se trabaja desde la protección de la esfera de lo cognoscitivo solamente, que el aula es un lugar donde también el maestro es trastocado y transformado, que tomar el timón implica el reto de crear mentes audaces y críticas, tarea imposible si no se explora el mundo interno propio, si no se corre el riesgo de ser cuestionado. Implica saber que el aula es el lugar de encuentro de dos ramilletes de deseos: el del maestro, de cumplir felizmente con su tarea, y el de los alumnos, más bulliciosos de ser estimulados en un ambiente que los reconozca.
La elección de ser maestro supone sueños y riesgos. El sueño de moldear a otro, casi crearlo según el propio deseo, transformándolo para que se parezca lo más posible a la imagen ideal del ser humano, para que actúe según las convicciones que el maestro ha sabido transmitir, para que llegue más lejos de lo que él ha llegado, para que alcance lo que él no ha podido lograr... Y el riesgo enorme de hacer pesar su deseo, por razones oscuras, dirigiendo, casi imponiendo lo que considera un bien, marcando un camino que no permite que surja el deseo del otro. El riesgo de desconocer que el deseo es el motor de toda acción pedagógica; el peligro de actuar con los ojos cerrados. Existe el sueño de una comunicación fluida con los alumnos y el temible desencanto de no lograrlo.
El verdadero educador tiene la pasión de vivir y el deseo de hacer vivir. Querer formar a alguien es intentar formarse a sí mismo, aprovechar al otro para conocerse, depositarse en él, con la distancia suficiente para verlo partir; es acompañar y hacerse a un lado a tiempo. Es poder transmitir una pasión y asumir el pesar de no conocer el desenlace.
El educador es vulnerable y lo sabe. Es una figura que provoca adhesión o rechazo, pero rara vez indiferencia. Aunque no lo quiera es un punto de referencia; está en la mira y puede ser objeto de críticas realistas o no.
El maestro arrojado sabe que lucha contra los hábitos mentales que no cuestionan nada y que se enfrenta al peligro de pensar frente a la comodidad de la repetición. Puede toparse con preguntas –de los alumnos o propias– que alteren el rumbo prefijado de sus creencias, preguntas que abran caminos inexplorados o que modifiquen permanentemente otros.
Estar abierto a ser transformado por la propia práctica no implica que el profesor se aventure a enseñar sin la preparación para hacerlo. Capacitarse de manera continua es responsabilidad de una persona ética: no se debe enseñar lo que no se sabe. Pero se pueden revisar las posiciones, se puede dudar, se puede, repensar lo pensado, como dice Freire.
Lo mejor de ser maestra: los niños, los muchachos te mantienen ocupada, sin pensar en problemas personales. Ese es un gran favor que te hacen y no lo saben. Son una gran terapia.
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