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RE:educación
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RE:educación

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RE:educación es un análisis muy personal de la enseñanza. A través de su propio recorrido como estudiante, y también de los de sus hijos, Eva Bailén analiza el ayer y el hoy de la escuela, estudia los avances y su desigual aplicación, toma la temperatura al sistema e invita a la sociedad en general a reflexionar sobre pedagogía a pie de aula.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 ene 2020
ISBN9788417993016
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    RE:educación - Eva Bailén

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    Así empezó todo

    1. Mi educación

    Soy consciente de que entre mi infancia y la de mis hijos, con unos treinta años de diferencia, hay un abismo. Yo me crie en un entorno rural, del que me llevé muchos aprendizajes que no me enseñaron en la escuela, como, por ejemplo, un vocabulario rico en términos relacionados con la agricultura y la ganadería, cientos de palabras curiosas y casi olvidadas de ese dialecto derivado del panocho que hablamos en mi pueblo, Dolores, en la Vega Baja del río Segura, al sur de Alicante, y también muchas experiencias al aire libre. Ahora pienso que mi infancia en el pueblo se asemejaba a ir a una escuela Waldorf o Montessori. Aunque a veces recoger algodón en invierno, o melones en verano, era bastante pesado y muy poco divertido.

    Con la escolarización de mis hijos he echado de menos aquellas tardes al salir del colegio, sin deberes, jugando a la rayuela (la chulapa la llamábamos en mi pueblo), a la comba o al escondite. No tuve ni una sola extraescolar en mi vida, no me presionaron para aprobar exámenes o para sacar mejores notas que otros compañeros de clase. Ni mis padres ni los de mis amigos parecían estar tan sumamente preocupados por la educación de los niños de mi generación como lo estamos ahora, al menos no en las familias más humildes. Supongo que había otras necesidades más primarias de las que preocuparse.

    Tampoco creo que nuestros padres y maestros tuvieran unas expectativas altas sobre nosotros, con todo lo bueno y lo malo que eso pueda suponer. De hecho, más de un compañero acababa su educación en sexto o séptimo de EGB (Educación General Básica), sin conseguir siquiera el graduado escolar. Entiendo que todo esto hacía de la escuela un entorno mucho menos competitivo de lo que lo es ahora, aunque, desde luego, abandonar el sistema educativo a tan temprana edad era un fracaso rotundo.

    Actualmente, somos muchos los padres que vivimos sorprendidos por el nivel de esfuerzo exigido en las escuelas, por la cantidad y prematuridad de exámenes en niveles como primero o segundo de Primaria, por la competitividad que se respira, especialmente respecto a las pruebas de evaluación externas en algunos entornos, y por el nuevo rol que los padres hemos adquirido en la educación formal de nuestros hijos: controladores, vigilantes, implicados en mayor o en menor medida, participando, a veces con ilusión, a veces con resignación, pero sin entender qué ha pasado en estos treinta años para que haya cambiado tanto la escuela, la educación, la sociedad y el papel de los niños.

    En mi caso, puede que el choque sea mayor precisamente por las propias diferencias que existen entre la vida en un entorno rural y uno urbano. También porque las familias, mayoritariamente, ahora no cuentan ya con una persona que se dedique al cuidado del hogar y los niños, como ocurría antes, cuando muchas madres ejercían ese rol, por lo que el problema de la conciliación de la vida laboral y familiar no existía apenas.

    El abismo entre mi propia infancia y educación y la de mis hijos se justifica pues por dos circunstancias: por haber nacido y vivido en un pueblo de agricultores en la provincia de Alicante y porque mi madre estaba siempre en casa, disponible para lo que necesitara.

    Entre mi casa, en plena huerta de la Vega Baja, rodeada de bancales de alcachofas y patatas, y el colegio San Francisco de Asís, al que asistí durante varios años, había una distancia de poco más de un kilómetro que tenía que recorrer en bicicleta. El primer tramo del camino, por la Vereda del Pozo, desde mi casa hasta el pueblo, estaba sin asfaltar, por lo que muchas veces había barro, y llegaba a la escuela con las perneras de los pantalones sucias y mojadas.

    No era cómodo ir a la escuela en esas condiciones: llegaba con las manos heladas en invierno, o con los ojos rojos porque se me había metido algún mosquito en primavera. Pero aún así, cuando remoloneaba más de la cuenta en la cama por la mañana, mi madre sabía qué tenía que decirme para que me levantara de un salto. Me insinuaba: «Eva, hoy no vas a la escuela, ¿verdad?», y entonces yo salía de la cama como un resorte diciendo: «Sí, sí que voy». Aborrecía que me dijera eso, no soportaba perderme las clases. Era feliz yendo al colegio.

    Siempre fui a la escuela pública. Era una niña habladora, por eso en clase, a veces, me castigaban de cara a la pared o me expulsaban al pasillo. Aunque en esto poco han cambiado nuestras aulas: los niños siguen hablando demasiado para el gusto de los profesores y seguimos mandándolos fuera de la clase. Me parecía humillante el castigo de cara a la pared, y lo padecía con dolor.

    Hice la EGB en dos colegios diferentes: el San Francisco de Asís y el Cardenal Belluga, los dos en Dolores. Me cambiaron de colegio por necesidades de reubicación de alumnos al aumentar la población de la localidad y construir un nuevo centro.

    La principal preocupación que nos supuso el cambio de colegio, que recuerde yo, fue dónde dejar la bicicleta. Cuando iba al San Francisco de Asís, solía dejarla en casa de mi tía, pero el nuevo colegio, más alejado aún de mi hogar, no quedaba cerca de la casa de ningún familiar. No sé si mis padres se preocuparon por si tendría problemas para hacer nuevos amigos, la verdad; creo que le damos más importancia a la socialización ahora que entonces, al igual que también hemos tomado consciencia del acoso que sufren algunos niños en los centros educativos. Pero, a pesar del cambio, mis notas eran buenas, hice algunos amigos nuevos, aunque otros me llamaban «empollona» y se metían conmigo —al fin y al cabo, nunca fui muy popular—, y acabé octavo convencida de querer ir al instituto.

    Hace treinta años estaba estudiando el BUP (Bachillerato Unificado Polivalente) en un instituto, también público: el IES Antonio Sequeros de Almoradí (Alicante). El paso de un centro a otro, teniendo además que desplazarme hasta otro pueblo, fue duro. Pero tenía catorce años, no doce como tienen los niños ahora cuando comienzan la ESO (Educación Secundaria Obligatoria). Y al instituto íbamos solo aquellos que, supuestamente, queríamos estudiar. Es cierto que había también chavales que hacían pellas, y que estaban allí porque sus padres les habían obligado a ir. Pero, desde luego, no se trataba de una etapa obligatoria, como lo es ahora hasta los dieciséis años.

    En primero de BUP, recuerdo que se me hicieron duras las Matemáticas en el primer trimestre. No sabía operar con fracciones, así que me tuve que aplicar a fondo, yo sola. A mis padres no les podía pedir ayuda, porque sencillamente no sabían tantas matemáticas como yo: mi educación ya superaba con creces la suya.

    Para sacar BUP con buenas notas tuve que hincar los codos, hacer deberes en casa y aprender técnicas de estudio, pero lo hice en ese momento, no antes. En el tiempo que pasé en la escuela la carga de contenidos, exámenes y deberes fue aumentando gradualmente hasta séptimo y octavo, pero siempre en unos márgenes muy razonables, de tal modo que nunca necesité ayuda ni tuve que sacrificar tardes ni fines de semana para estudiar para exámenes o hacer deberes.

    En el instituto descubrí que no me gustaban las asignaturas que requerían memorizar sin más: pensaba que era muy aburrido estudiar, vomitarlo todo en el examen y olvidarlo pasados unos días. A esto hoy se le llama educación bulímica y, aunque lo desconocía, la practicaba en algunas asignaturas que no sabía estudiar de otra manera, no sé si por una falta de interés personal o por la manera en la que se impartían las clases, carente de conexión con el mundo que me rodeaba. Así, siento decir que Historia era la asignatura que menos me gustaba, aunque sacaba buenas notas.

    También me di cuenta de que me gustaba ayudar a mis compañeros y explicarles Química, Física o Matemáticas. Al tratar de trasmitir lo que yo sabía me sentía feliz, y a la vez mis conocimientos se asentaban mejor. Se cumplía eso que dicen de que enseñar es aprender dos veces.

    Para cuando llegué a COU (Curso de Orientación Universitaria) tenía claro qué me gustaba aprender y qué no me motivaba. Me gustaban las Matemáticas, la Física, también la Química y, aunque no entraran en el mismo ramo, la Filosofía y la Lengua. Sin saberlo, era una de esas chicas aparentemente raras a las que les gustaban las materias STEM (Science, Technology, Engineering and Mathematics). No me sentía diferente ni especial, no me sentía en minoría, ni creía estar realizando ninguna hazaña en representación de las mujeres. Sencillamente quería estudiar lo que me gustaba, lo que para mí y mi cerebro resultaba más motivador.

    Desde este interés, ya en COU, en el instituto Antonio Sequeros sabía que quería estudiar una ingeniería. No se me daba bien el dibujo, así que tuve que descartar algunas opciones. Un primo mío me contó que para entrar en Ingeniería de Telecomunicaciones hacía falta una nota bastante alta, y eso despertó mi curiosidad por esa carrera. Me gustaba el reto.

    Ese curso fue muy duro, se notaba mucho la presión de los exámenes de Selectividad. Muchas mañanas me levantaba con el estómago encogido, sin apetito y con ganas de vomitar. Tuve la suerte de que en el año 1992, el año que acabé COU, se hicieran los exámenes de Selectividad en mi instituto. Fue una suerte, porque realizar unas pruebas tan estresantes en el centro al que has asistido durante cuatro años te hace sentir más relajado. De hecho, me salieron bastante bien los diferentes exámenes, y la media me permitió entrar en la carrera que solicité como primera opción: Ingeniería de Telecomunicaciones en la Universidad Politécnica de Valencia. Y así fue como me despedí de Dolores, de la Vereda del Pozo y de mi familia para ir a estudiar a Valencia y no volver ya a casa más que para las vacaciones, para mayor pesar de mi madre que mío.

    2. Cuatro meses y una guardería

    Cuando conseguí mi título de ingeniera, proyecto fin de carrera incluido, no tardé mucho en encontrar trabajo. Mi marido y yo nos conocimos en la escuela de teleco y juntos superamos el proceso de selección de una multinacional canadiense para su sede en Pozuelo de Alarcón (Madrid). Así, en el año 2000, nos mudamos de Valencia a Boadilla del Monte, donde alquilamos un piso nuevo, con unas vistas horribles a las obras de trazado de la autovía M-50.

    Siempre habíamos querido tener hijos, además teníamos claro que iban a ser tres, si nada nos lo impedía. Y tampoco queríamos dejarlo para muy tarde, así que en 2002 me quedé embarazada, en plena crisis de las telecos. Un acto totalmente temerario, porque durante mi embarazo perdimos los dos el trabajo. Hubo un ERE y nos vimos ambos fuera de la empresa. No pasamos mucho tiempo en el paro, aunque yo estuve más tiempo que mi marido porque tuve que esperar a dar a luz y a que el bebé tuviera unos pocos meses.

    En ocasiones, echo la vista atrás y pienso en las cosas que no he hecho bien, las que, con el conocimiento que tengo ahora, cambiaría. También pienso en las cosas que, sin haberlas hecho mal, inevitablemente

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