La educación errónea: Niños preescolares en peligro
Por David Elkind
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La educación errónea - David Elkind
SECCIÓN DE OBRAS DE EDUCACIÓN Y PEDAGOGÍA
LA EDUCACIÓN ERRÓNEA
Traducción de
MÓNICA UTRILLA
DAVID ELKIND
LA EDUCACIÓN ERRÓNEA
Niños preescolares en peligro
Primera edición en inglés, 1987
Primera edición en español, 1999
Primera edición electrónica, 2014
Título original: Miseducation: Preschoolers at Risk
D. R. © 1987, David Elkind
Publicado por Alfred A. Knopf, Inc., con cuyo acuerdo se saca a la luz esta traducción
201 East 50th Street; Nueva York, N. Y. 10022
ISBN 0-394-75634-7 (pbk.)
D. R. © 1999, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
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ISBN 978-607-16-2088-0 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
A mis hermanos JULES, BEN y LEE,
y a mi hermana KAY,
con cariño y gratitud
AGRADECIMIENTOS
Durante más de un cuarto de siglo he estado trabajando con niños de sección maternal así como con sus maestros y sus padres. Gran parte de lo que aprendí durante esos años lo he destilado en este libro, en particular en los últimos cinco capítulos. Aunque no me es posible dar las gracias a todos, uno por uno, sí deseo expresarles colectivamente mi gratitud. Además, deseo dar las gracias en especial a Marjorie Ford, directora de la escuela para niños del Wheaton College (mi primer nombramiento académico), donde efectué mis primeros estudios sobre el pensamiento de los niños pequeños. Con enorme paciencia, bondad clemente y conocimiento experto, Marjorie me enseñó a tratar con niños pequeños, a trabar conversación con ellos y a saber apreciar su cosmovisión, que es única. De Piaget aprendí cómo piensan los niños, pero de Marjorie Ford supe lo que los niños sienten y fantasean.
Los escritores viven mucho dentro de sí mismos, lo cual a menudo resulta difícil para quienes los quieren. Deseo extender mi agradecimiento y mi cariño a mis tres hijos, Paul, Robert y Eric, no sólo por su paciencia ante mis lapsos, tanto mentales como físicos, también por haberme permitido utilizar incidentes de su propia niñez, así como por darme su apoyo y aliento para realizar mi trabajo. Pero, por encima de todo, tengo una enorme deuda con mi querida esposa, Nina, no sólo por su invariable paciencia y generosidad sino también por su indulgencia al haber compartido a su marido con una procesadora de palabras.
También deseo agradecer a Elizabeth Hall, mi ayudante en Tufs, sus muchos esfuerzos, grandes y pequeños, por mantener organizada mi vida y por proteger mi tiempo. Y, en último lugar (pero no menos que a nadie), deseo dar las gracias a Katherine Hourigan, editora de Knopf, quien trabajó conmigo en el libro a través de sus diversas metamorfosis. Sus amables sugerencias en lo referente a la corrección y su paciencia ante mi terquedad ayudaron a dar al libro su forma y su sustancia finales.
DAVID ELKIND
South Yarmouth, MA
Invierno de 1987
PRÓLOGO
Hace más de diez años publiqué un escrito intitulado La educación temprana de la niñez: instrucción o enriquecimiento
. Por entonces me preocupaba que algunos programas para niños pequeños estuviesen intentando enseñarles capacidades académicas como lectura y matemáticas. En comparación con las normas de hoy, el número de niños afectados fue muy pequeño, y el grueso de los programas para la temprana niñez tenía planes de estudio que estaban centrados en los niños y eran apropiados para su edad. Al cabo de pocos años, me interesaron otros asuntos, como las presiones de los padres y de la sociedad sobre los niños y los adolescentes para que crecieran demasiado pronto y con excesiva rapidez, y publiqué los resultados de mis observaciones e investigaciones en dos libros: The Hurried Child: Growing Up Too Fast Too Soon y All Grown Up and No Place to Go: Teenagers in Crisis.
Sin embargo, en los últimos años ha vuelto a llamarme la atención lo que está ocurriendo en la educación para niños pequeños. Hoy, no es sólo la ocasional preprimaria la que está introduciendo estudios académicos para niños, también lo está haciendo el sistema de las escuelas públicas. Y no sólo se están impartiendo materias académicas a niños pequeños, sino también gimnasia, natación, ballet, esquí y karate. Lo que era una enfermedad menor de unas pocas preprimarias en los setenta se ha convertido en una epidemia en los ochenta.
Al principio creí que sólo se trataba de una extensión hacia abajo de esa prisa
de la que yo había escrito en mis libros anteriores. Pero al escuchar a los padres a quienes veo en mi pequeño consultorio privado, y a educadores y profesionistas de la salud, a quienes encuentro al dar conferencias por todo el país, veo que surge un cuadro un tanto distinto. Los padres que tuvieron a sus primeros hijos a comienzos de los ochenta eran muy distintos de los padres que habían tenido a sus hijos a principios de los setenta. Mientras que en el pasado las psicologías y prácticas paternales podían mantenerse idénticas a lo largo de décadas, hoy parecen estar cambiando a un ritmo mucho más rápido, en una década o menos.
Los padres que tuvieron a sus primeros hijos a comienzos de los setenta aún llevan las heridas psíquicas de la extraordinaria revolución social que modificó nuestras actitudes hacia el sexo, el matrimonio, el divorcio y la crianza de los hijos. Estos desafíos a los valores y creencias fundamentales les exigieron vastos y trascendentes ajustes a los padres de aquella época, y casi agotaron las energías de estos padres para enfrentarse al estrés en general y al estrés de la crianza de los hijos en particular.
En muchos aspectos, apresurar a los niños fue resultado directo del hecho de que, después de adaptarse a tan enormes cambios sociales, a los padres les quedaron pocos recursos para hacer frente a las interminables necesidades de los niños. Esperar y exigir que los niños crecieran con rapidez era una manera de evitar el innegable gasto de energía que significa para los padres. Los medios informativos reflejaron y a la vez fomentaron esta prisa
con sus abundantes imágenes de niños adultificados
. Y las escuelas cooperaron con las extensiones, hacia abajo, de los programas escolares y la instrucción hecha a base de exámenes.
Apresurar a los niños, esperando que sientan, piensen y actúen como si fuesen mucho mayores es algo que les causa estrés, pues implica ejercer una extraordinaria presión sobre ellos para que se adapten. Las consecuencias de ese apremio son los síntomas habituales del estrés: jaquecas y dolor de estómago en los que están en edad preescolar; problemas de aprendizaje y depresión en los niños de primaria; y, entre los adolescentes, toda la gama de abuso de drogas, embarazos, desórdenes al comer y suicidios. Cualesquiera que sean los problemas debidos a su propia vida, la persona joven a la que se apresura estará respondiendo, claramente, tanto a presiones externas como a conflictos internos.
Sin embargo, la dinámica de los padres que educan erróneamente a sus hijos e infantes parece diferente de la que causó ese apremio. Muchos de los padres que dan esa mala educación crecieron con los nuevos valores y no experimentan los mismos conflictos y el estrés de la adaptación sufridos por sus padres. Hombres y mujeres jóvenes de hoy, por ejemplo, aceptan las actuales costumbres sexuales y el nuevo status de la mujer como situaciones ya dadas, porque nunca conocieron otras distintas. Aunque hay abundante estrés, los padres que tuvieron a sus primeros hijos durante los ochenta generalmente no pasan por los conflictos de conciencia que experimentaron los padres durante los años setenta.
Mientras que los padres que criaron a sus hijos durante los setenta se sintieron abrumados y necesitaron que sus hijos crecieran pronto para reducir parte de esa presión que sentían, los padres de hoy sienten que dominan mucho más sus propias vidas y la crianza de sus hijos. Este sentido de dominio, de estar al mando y de controlar las cosas, es el que resulta tan notable en los padres de esta década, en contraste con los de la década de los setenta. Los padres de hoy creen que pueden establecer una diferencia en la vida de sus hijos, que pueden darles una ventaja que los hará más brillantes y más hábiles que sus competidores. Los padres que empezaron en los setenta apresuran a sus hijos; los padres de los ochenta están educando mal a los suyos. Los padres que empezaron en los setenta necesitan hijos maduros, mientras que los padres de los ochenta necesitan superniños.
También los efectos de la educación errónea son diferentes de los del apresuramiento, pues aunque la educación errónea también causa estrés a los niños, lo hace de otra manera. Por ejemplo, a un niño que en la vida cotidiana debe arreglárselas por su propia cuenta —debido a que sus padres trabajan— se le apresura porque se espera que se enfrente a una situación difícil: la de encontrarse solo en su casa durante periodos extensos. O a un niño que entregan a una cuidadora y luego a una guardería a pasar todo el día, y luego, nuevamente a una cuidadora, lo apresuran porque desean que realice un exceso de adaptaciones en un tiempo demasiado breve. En muchos de tales casos, los padres tienen poca o ninguna opción al respecto, ya que tienen que trabajar y sencillamente no disponen de las debidas instalaciones para el cuidado de sus hijos. Asimismo, algunos padres divorciados que hacen confidencias a sus hijos suelen tener una profunda necesidad de compartir sus penas con alguien.
Compárense estos ejemplos con los de un infante cuyo padre o madre está intentando enseñarle a leer, a nadar o a hacer gimnasia. En esta situación el padre, o la madre, dispone sin duda de una opción y decide dedicarse a prácticas que reflejan más el ego de los padres que las necesidades de uno de los progenitores. Aunque los padres que educan erróneamente a sus hijos pueden justificar esto alegando que es por el propio bien
del niño, en realidad lo que está en juego es el bien
de ellos como padres. Y este hecho cambia los efectos de la educación errónea y los hace diferentes de los de la precipitación.
Infantes y niños de pocos años aceptan la educación errónea y participan en ella porque complace a aquellos por quienes tienen apego, o sea sus padres, y no porque les parezca interesante o grato. De este modo, la educación errónea puede provocar conflictos internos y crear las bases para los problemas psicológicos más típicos, como la neurosis o la formación de un carácter neurótico. De alguna manera, la educación errónea es más perniciosa que el apresuramiento porque puede causar problemas más profundos y menos reversibles que este último. Por ejemplo, algunas personas que han sido apresuradas en el aspecto académico pueden tomarse un año o dos de vacaciones, después de salir de la universidad, antes de reanudar su vida. Pero la educación errónea puede dejar al niño con incapacidades emocionales crónicas.
Debo decir que he tenido ciertas dificultades para escribir este libro. Como padre y como terapeuta familiar que sabe cuán difícil e ingrata (así como grata) puede resultar la experiencia de ser padres, por lo general comprendo bien a los progenitores. Y pude sentirme ligado empáticamente con los padres que estaban apresurando a sus hijos porque había experimentado en mi persona su estrés. Pero me ha resultado difícil simpatizar con los padres que educan erróneamente a sus hijos, porque esto es innecesario y, por tanto, desacertado.
Con el tiempo llegué a comprender que los padres de hoy no son básicamente distintos de los padres del pasado, y que hay una considerable semejanza entre apresurar y educar erróneamente. Los estilos paternos y maternos no son nuevos, simplemente están reciclándose con el cambio de los tiempos, y con mayor rapidez hoy que nunca. De muchas maneras, los padres que educan equivocadamente a sus hijos son una repetición de la generación precedente a la de los padres que optaron por el apresuramiento, esto es, la generación de los padres que echaron a perder
a sus hijos consintiéndolos. Los padres de hoy, como los del pasado, desean hacer lo mejor para sus hijos y están auténticamente convencidos de que una temprana instrucción formal los beneficiará. Y los padres de hoy, asimismo, son víctimas de una presión social, fomentada por los anuncios en los medios publicitarios y por las modas y caprichos que señalan la práctica educativa en los Estados Unidos.
Cuando, por fin, logré superar el bloqueo emocional, pude comprender a los padres que educan erróneamente a sus hijos, y entonces escribí este libro. Mi objeto es ayudar a los padres de niños pequeños a comprender la dinámica de la educación errónea, las crisis que a largo y a corto plazo producen esas prácticas, y las maneras de identificar una educación saludable en las escuelas y de practicarla en el hogar. Aunque estoy escribiendo principalmente para los padres, espero que el libro también sea útil para los maestros, administradores y profesionales de la salud que trabajan con niños y sus familias.
LA EDUCACIÓN ERRÓNEA
I. EDUCACIÓN ADECUADA
Y EDUCACIÓN ERRÓNEA
LO QUE hoy está ocurriendo en los Estados Unidos es verdaderamente asombroso: en una sociedad que se enorgullece de su preferencia por los hechos (por encima de lo aprendido de oídas
), de su apertura de criterio a la investigación y de su respeto a la opinión de los expertos
, los padres, educadores, administradores y legisladores están pasando por alto justamente los hechos, la investigación y la opinión de los expertos acerca de cómo aprenden los niños pequeños y de cuál es la mejor manera de enseñarles.
Por todo el país, ciertos programas educativos destinados a niños en edad escolar están siendo aplicados en la educación de niños pequeños. En algunos estados (por ejemplo, Nueva York, Connecticut e Illinois), los administradores de la educación están pidiendo que los niños ingresen en la escuela a la edad de cuatro años. Muchos programas de jardín de niños han adoptado horario completo, y los programas de escuela maternal se han vuelto prejardines de niños; más aún, muchos de estos jardines de niños han introducido programas escolares que incluyen tareas, las cuales en un tiempo estuvieron reservadas a los niños de primer año. Y en libros dirigidos a los padres, muchos escritores están alentando a enseñar lectura, matemáticas y ciencia a niños de brazos y a los de tierna edad.
Cuando instruimos a los niños en materias académicas o les enseñamos natación, gimnasia o ballet a una edad demasiado temprana, los educamos mal; los exponemos, a corto plazo, a sufrir estrés y, a largo plazo, problemas de personalidad sin ningún propósito útil. No hay ninguna prueba de que tan temprana instrucción produzca beneficios duraderos y, en cambio, sí hay considerables testimonios de que puede causar un daño perenne.
Entonces, ¿por qué nos dedicamos a realizar tan dañinas prácticas a tan gran escala? Como todos los fenómenos sociales, la educación errónea que hoy en día recibe un gran número de infantes y de niños pequeños se deriva de la unión de múltiples y complejas fuerzas sociales que generan y, a la vez, justifican estas prácticas. Sólo esto es seguro: la educación errónea no brota de un conocimiento establecido acerca de lo que es una buena pedagogía para infantes y niños pequeños. Más bien, hay que buscar las razones de su existencia en los cambiantes valores, dimensiones, estructura y estilo de las familias estadunidenses; en lo que queda de los esfuerzos hechos durante los sesenta por asegurar una igualdad de educación para todos los grupos, y en las nuevas presiones —experimentadas por padres y educadores durante los ochenta— por alcanzar un status, tener espíritu competitivo y dominar la computación.
La educación errónea nos ha acompañado constantemente —siempre hemos sido padres opresivos—; sin embargo, hoy se ha convertido en una norma social. Si no despertamos ante el peligro potencial de estas prácticas nocivas, estaremos causando un grave daño a una gran parte de la próxima generación.
EL AUGE DE LA EDUCACIÓN PARA NIÑOS PEQUEÑOS
Hasta la década de los sesenta, la educación de los niños pequeños no fue considerada empresa importante, y sólo una proporción relativamente baja de la población en edad temprana asistía a la escuela maternal. El objetivo de la educación para los primeros años de vida era ofrecer enriquecedoras experiencias sociales y de juego que quizá los niños no podían recibir en el hogar. Suponíase que esa socialización y esos juegos ayudaban igualmente al desarrollo mental, pero esto se consideraba como subproducto de las otras actividades en la escuela maternal. Se creía que las escuelas maternales ofrecían un enriquecimiento social más que un estímulo intelectual.
Lo que es más, los programas de tiempo completo fuera de casa para niños pequeños (como los que ofrecían las guarderías diurnas) habían adquirido mala fama porque se les conocía como lugares donde se atendía a niños que sufrían una patología familiar (hijos de madres solteras o de padres incompetentes o abusivos). Y las trabajadoras que tenían que inscribir a sus hijos en uno u otro programa fuera del hogar eran condenadas y señaladas culpables de falta de instinto maternal, o se les veía con lástima porque sus maridos no ganaban lo suficiente para mantener a la familia. En general, creíase que llevar a un niño pequeño a un programa fuera del hogar, durante periodos prolongados, le causaba daño.
Sin embargo, como ya veremos, las revoluciones sociales de los sesenta transformaron eficazmente nuestra concepción de los programas fuera del hogar y de la capacidad de los niños para hacerles frente a tales programas y aprovecharlos. Las estadísticas lo dicen todo. En 1966, sólo 60% de los niños de cinco años asistió al jardín de niños, mientras que en 1985, 82% de los niños de cinco años asistía a programas de jardín de niños, fuesen públicos, privados o patrocinados por una iglesia.¹ Sólo 25 estados del país dieron ayuda a los jardines de niños de carácter público en 1965; al llegar 1985, los 50 estados estaban dando alguna forma de apoyo al jardín de niños y cada vez más también a programas para el prejardín de niños.
La proliferación de programas educativos para los niños pequeños no se limita a los de cinco años. El número de secciones maternales se ha multiplicado por mil desde 1965 y el número de centros de atención diurna, con licencia, ha aumentado 234% entre 1978 y 1985. En 1985 casi 2.5 millones de niños (39%) asistieron a programas de prejardín de niños en comparación con sólo 700 000 (11%) en 1965.² Nunca en nuestra historia se había inscrito a tantos de nuestros infantes y niños pequeños, para periodos extensos, en programas completos fuera del hogar.
LOS DEBATES SOBRE LA NIÑEZ TEMPRANA
Al incrementarse el número de infantes y de niños pequeños inscritos en programas fuera del hogar, hasta llegar a incluir a más de la mitad de dicha población, se han caldeado los debates sobre si tales programas son benéficos o dañinos. En un extremo están psicólogos como Burton White, y Raymond y Dorothy Moore, quienes sostienen que los programas fuera del hogar son nocivos para los niños pequeños y que al menos uno de los padres debería quedarse en el hogar a criar y educar al niño. White arguye que esto es necesario durante los tres primeros años; los Moore aducen que los niños deben quedarse en el hogar al menos hasta los ocho años. En el otro extremo están David Weikart y Alison Clarke-Stewart, quienes afirman que los programas externos no tienen por qué ser dañinos y en realidad pueden ser benéficos. White y los Moore suelen valerse de la investigación con niños de clase media en apoyo de sus argumentos, mientras que Weikart y Clarke-Stewart se refieren, las más de las veces, a su trabajo con niños de familias de bajos ingresos.
Aun entre quienes reconocen que los programas externos no tienen por qué ser dañinos, existe un considerable debate sobre el tipo de programa apropiado para niños pequeños. Un grupo asegura que los niños pequeños en un medio ajeno al hogar deben ser introducidos en la educación formal. En la ciudad de Nueva York, el ex comisionado de educación, Gordon Ambach, logró que los programas de jardines de niños de carácter público estuvieran a la disposición de todos los niños de cuatro años cuyos padres los necesitaran o los desearan. En la actualidad, en otros 24 estados del país se está considerando instalar jardines de niños para pequeños de cuatro años.
Otros escritores, como Edward Zigler, psicólogo de Yale, y un científico del Servicio de Pruebas Educativas, Irving Sigel, han defendido un programa preescolar adaptado a las capacidades de aprendizaje de los niños pequeños, programa que no incluiría instrucción formal en lectura, matemáticas y ciencia. Una vez más, los partidarios de la instrucción temprana utilizan la investigación efectuada con niños en circunstancias desfavorables a fin de apoyar sus argumentos, mientras que sus adversarios se basan en la investigación efectuada con niños de todos los niveles de ingreso.
Existe también controversia entre quienes convienen en que a los niños pequeños se les debería educar en el hogar. Por una parte, escritores como Glenn Doman sostienen que los padres deberían enseñar lectura y matemáticas a los pequeños infantes. Por otra parte, escritores como Burton White alegan que la interacción social entre padres e hijos es más significativa para el temprano aprendizaje que la adquisición de habilidades específicas, como lo proponen Doman y otros.
No es de sorprender que muchos padres vean estas conflictivas voces de los